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Giorgio Agamben / Potencia destituyente y crítica de la realización

El siguiente texto para Artillería inmanente fue leído y discutido en la ciudad de Bolonia el 16 de marzo de 2019, durante la presentación de la traducción italiana de los tres libros del Comité invisible en una edición conjunta (Nero Editions), con Julien Coupat, Andrea Cavalletti y Marcello Tarì. Al inicio de su lectura, Agamben precisaba estar «de acuerdo con Julien: no presentaré el libro porque los libros se presentan solos y nunca he entendido muy bien para qué sirven las presentaciones». Después, este texto —que trata de un concepto presentado por primera vez en 2013— fue revisado y corregido por el autor para su publicación en la revista Pólemos. Materiali di filosofia e critica sociale, cuyo primer número de 2020 (julio) estuvo consagrado a su obra bajo la coordinación de Valeria Bonacci y Flavio Luzi.

 

1. Un concepto del que cada vez se habla y se oye más, pero casi siempre sin rigor ni lucidez, es el concepto de potencia destituyente (potencia, no poder). Cuando empecé a reflexionar sobre este concepto hace unos años, estaba seguro de una cosa: que implicaba que estuviéramos dispuestos a cuestionar radicalmente la forma de considerar las razones y las estrategias de la política. Por tanto, no se trataba de una enésima variación de los viejos paradigmas del conflicto y la lucha heredados de la tradición de los llamados movimientos revolucionarios. Aunque tácticamente estos paradigmas pudieran seguir siendo válidos, lo cierto es que la estrategia de la destitución exigía otras vías y otras razones.
Pero no es de la estrategia de lo que pretendo hablar, sino del concepto mismo de potencia destituyente, porque es cierto que sólo si se lleva el concepto a toda su claridad posible se podrán entender también las estrategias que implica. Ahora bien, lo que he llegado a comprender en los últimos meses es que sólo se puede entender lo que es una potencia destituyente si se somete a una crítica decisiva y si uno se libera de un concepto que ha dominado y sigue dominando subrepticiamente el pensamiento y la política de Occidente: el concepto de realización. Con este término quiero referirme a la idea de que la acción política consiste en el «realizar» en los hechos una doctrina, una filosofía, un ideal o un proyecto o como se quiera llamar a esta especie de presupuesto oscuro de toda praxis política. Si escribí subrepticiamente es porque, aunque no se enuncie como tal, el paradigma metafísico de una realización, es decir, de la necesidad de traducir a realidad algo posible que evidentemente se supone que no es real o que todavía no lo es, subyace en todas las teorías y en todas las prácticas de la política que conocemos. Escribí «paradigma metafísico» porque, como trataré de mostrar, la separación de lo posible de lo real que él implica es uno de los dispositivos más eficaces en los que la metafísica de Occidente ha fundado su dominio.

 

2. Se suele atribuir a Marx la idea de una realización de la filosofía en la política. En realidad, la interpretación de los pasajes de la introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel en los que parece enunciar esta tesis es todo menos obvia. Primero la formula como una objeción a un «partido político práctico» no mejor identificado que reivindicaba la negación de la filosofía: «No se puede abolir [aufheben] la filosofía», escribe, «sin realizarla [verwirklichen]». Un poco más tarde, contra los representantes del partido contrario, añade que creían «que podían realizar la filosofía sin abolirla». Y, tras definir el proletariado como la disolución de todas las clases, la introducción concluye con la afirmación perentoria, que vincula en un círculo la realización de la filosofía y la abolición del proletariado: «La filosofía no puede realizarse si el proletariado no es abolido, y el proletariado no puede ser abolido si la filosofía no se realiza». Ya antes, en las notas a la disertación sobre Demócrito y Epicuro, discutida en Jena en 1841, Marx había escrito que cuando la filosofía intenta realizarse en el mundo, «el devenir filosófico del mundo es, al mismo tiempo, el devenir mundano de la filosofía y su realización es, al mismo tiempo, su pérdida [ihre Verwirklichung zugleich ihr Verlust]». Dado que Marx no pretendía aquí simplemente retomar la dialéctica hegeliana como tal, no es ciertamente evidente lo que podría significar para él una revolución que verificara las dos tesis simétricas: «abolir y realizar la filosofía» y «abolir y realizar el proletariado». Y es jugando con este defecto de claridad como Adorno pudo abrir su Dialéctica negativa afirmando que «la filosofía, que antaño parecía superada, se mantiene con vida porque el momento de su realización se ha perdido». Es como si, de no haber perdido ese momento, ella ya no existiera, se hubiera, al realizarse, abolido. Pero, ¿qué significa «realizarse»? ¿Y qué significa «perder su realización»?

 

3. Es singular que casi un siglo después Debord retome la fórmula marxiana, esta vez refiriéndola no a la filosofía sino al arte. Reprocha a los dadaístas haber querido abolir el arte sin realizarlo y a los surrealistas haber querido realizar el arte sin abolirlo. En cambio, los situacionistas querían hacer arte y, al mismo tiempo, abolirlo.
El verbo, que en el texto marxiano hemos traducido como abolir, es el mismo —aufheben—que, con su doble significado, cumple una tarea esencial en la dialéctica de Hegel, a saber: abolir, hacer cesar (aufhören lassen) y conservar (aufbewahren). El arte sólo puede realizarse en la política si, de alguna manera, se abole y, al mismo tiempo, se conserva en ella.
El verbo aufheben, que alberga el mecanismo secreto de la dialéctica hegeliana, adquirió su doble sentido a través de la traducción luterana del Nuevo Testamento. Lutero tuvo que traducir el pasaje de la Epístola a los romanos (3.31), que siempre había incomodado a los intérpretes, porque Pablo parece afirmar tanto la abolición de la ley como su confirmación («¿aboliremos —katargoumen— por tanto la ley mediante la fe? De ninguna manera, más bien la elevamos —histanomen»). Lutero decide traducir el gesto antinómico de la katargesis paulina por aufheben (heben wir das Gesetz auf).
Sin embargo, la intención del apóstol era necesariamente más compleja. En la perspectiva mesiánica en la que se situaba, el advenimiento del mesías significaba el fin de la ley (telos tou nomou — Ro 10, 4), en el doble sentido que el término telos tiene en griego: fin y, al mismo tiempo, cumplimiento, plenitud. La crítica de Pablo no se dirigía, de hecho, a la Torá como tal, sino a la ley en su aspecto normativo, que define sin posibles equívocos como nomos ton entolon, ley de los mandatos (Ef 2, 15) o también como nomos ton ergon (ley de las obras — Ro 3,27). Se trata, por tanto, para él de revocar en su cuestionamiento el principio rabínico según el cual la justicia se obtiene cumpliendo las obras prescritas por la ley («creemos —escribe— que un hombre se justifica sin las obras de la ley» — Ro 3, 28). ¿Cuál es el objetivo de Pablo aquí? Precisamente la idea de que la justicia consiste en una «realización» de la ley, en una serie de acciones y obras que ejecutan y hacen real en los hechos los mandatos de la ley. Para ello utiliza el verbo katargein, que no significa «destruir», sino «hacer inoperante, retirar del acto». Es lo contrario de energeo, que significa pongo en acción, realizo. Significa, por tanto, no realizar, sino des-realizar, hacer irrealizable e inejecutable la ley.
La ley deja de ser algo que puede y debe ser realizado en los hechos y las obras y la desactivación de su aspecto normativo abre a lo mesiánico la posibilidad ya perfectamente real de la fe.
Aquí no se puede hablar propiamente de abolición ni de realización: la fe no es algo que pueda ser realizado, porque ella misma es la única realidad y la única verdad de la ley. Esto es lo contrario de lo que hace Hegel. Hegel mantiene la idea bíblica de una realización de la ley y la complica dialécticamente a través de la Aufhebung. Realizar significa al mismo tiempo abolir: la realización permanece, pero, en la medida en que lo abolido se conserva y lo conservado se abole, se convierte en un proceso infinito. Todo lo racional es real significa que el proceso de la realización es propiamente sin fin, como infinito es el espíritu que se realiza en la historia. Lo que llamamos realidad es un proceso incesante de realización. Uno de los resultados de mis investigaciones sobre la genealogía de la palabra «realidad», que sólo aparece en el siglo XIII en la forma latina realitas, es que este término significa en realidad «realización», el devenir real de una posibilidad. Es de este paradigma de lo que tenemos que liberarnos.

 

4. Me gustaría reflexionar ahora sobre dos ejemplos de una política retirada del modelo de la realización: Platón y Benjamin.
Ustedes conocen el paradigma del rey-filósofo que Platón sitúa en el centro de su política y que suele ser considerado el culmen de la utopía. «Los males que afligen a las generaciones humanas no cesarán, antes de que el género de los verdadera y justamente filosofantes no llegue a las magistraturas políticas o los que tienen el poder en las ciudades por algún destino divino hagan verdaderamente filosofía [philosophesei]». Esta tesis perentoria retoma la teoría del filósofo-rey que Platón expone casi con las mismas palabras en un famoso pasaje de la República (473d):

 

A menos que los filósofos reinen en las ciudades o los que ahora se llaman reyes y dinastías filosofen verdadera y competentemente [philosophesosi gnesios te kai ikanos] y estén unidos en uno mismo [eis tauton sympese — la expresión es fecunda: sympegnymi significa también «coagular»] la dynamis política y la filosofía […] no disminuirán los males para las ciudades y para el género humano, y la propia política de la que hemos hablado ahora no nacerá [phye] en la medida de lo posible ni verá la luz del día.

 

La interpretación corriente de esta tesis platónica es que los filósofos deben gobernar la ciudad, porque sólo la racionalidad filosófica puede sugerir a los gobernantes las medidas correctas a tomar. Platón afirmaría, en otras palabras, que el buen gobierno es aquel que realiza y pone en práctica las ideas de los filósofos.
Es mérito de Michel Foucault haber mostrado la insuficiencia de estas interpretaciones del teorema platónico, que así, en el fondo, se aplana indebidamente sobre la tesis aristotélica del filósofo consejero del soberano. Lo decisivo es sólo la coincidencia de la filosofía y la política en una misma materia:

 

Pero de esto —observa Foucault—, del hecho de que el que practica la filosofía es el que ejerce el poder y de que el que ejerce el poder es también alguien que practica la filosofía, no se puede inferir que lo que sabe de filosofía será la ley de su acción y sus decisiones políticas. Lo importante, lo que se exige, es que el sujeto del poder político sea también el sujeto de una actividad filosófica (M. Foucault, Le gouvernement de soi et des autres, Seuil-Gallimard, París, 2008, p. 272).

 

No se trata simplemente de hacer coincidir un saber filosófico con una racionalidad política: de lo que se trata es más bien de un modo de ser o, más exactamente, para el individuo que hace filosofía, «una manera de constituirse como sujeto sobre un determinado modo de ser». De lo que se trata es de «la identidad entre el modo de ser del sujeto filosofante y el modo de ser del sujeto que practica la política. Si es necesario que los reyes sean filósofos, no es porque puedan así preguntar a su saber filosófico lo que hay que hacer en tal o cual circunstancia. […] No hay coincidencia de contenidos, ni isomorfismo de racionalidades, ni identidad entre el discurso filosófico y el discurso político, sino identidad del sujeto filosofante con el sujeto gobernante» (id.).
¿Qué significa que, en palabras de Platón, la dynamis politiké, la potencia política coincida con la filosofía y la filosofía con la potencia política? Como mostró Foucault, no se trata ciertamente de la realización de una en la otra, sino de su coincidencia en un mismo sujeto. Al principio de la Carta VII, Platón cuenta que había decidido entregarse a la filosofía cuando se dio cuenta de que en su ciudad toda actividad política se había vuelto imposible — de que, por tanto, la posibilidad de la filosofía coincidía con la imposibilidad de la política. En el filósofo-rey la posibilidad de la filosofía y la de la política coinciden, «por un destino divino», en un único sujeto. Por ello, el filósofo no deja de serlo, no se abole al realizarse en la filosofía, sino que su potencia se identifica con la del soberano. La coincidencia de las dos potencias es la realidad y la verdad de ambas. En cuanto reales, no tienen necesidad de realización: son, en efecto, propiamente irrealizables.
La filosofía no debe intentar realizarse en la política: si quiere que las dos potencias coincidan y que el filósofo se convierta en rey, debe, por el contrario, hacerse cada vez guardiana de su propia irrealizabilidad.
El segundo ejemplo es el Fragmento teológico-político de Benjamin. El problema teórico del fragmento es el de la relación entre el orden profano y el reino, entre la historia y lo mesiánico, que Benjamin define sin reservas como «uno de los puntos doctrinales esenciales de la filosofía de la historia». Esta relación es tanto más problemática cuanto que el fragmento comienza afirmando sin reservas la radical heterogeneidad de los dos elementos. Ya que sólo el mesías cumple (vollendet, lleva a su fin) el acontecer histórico y redime y, al mismo tiempo, produce la relación entre éste y lo mesiánico,

 

…nada histórico puede querer referirse por sí mismo a lo mesiánico […]. El reino de Dios no es el telos de la dynamis mesiánica; no puede fijarse como meta u objetivo. Desde un punto de vista histórico, no es meta (Ziel), sino término (Ende). Por eso el orden de lo profano no puede ser construido sobre el pensamiento del reino de Dios, por eso la teocracia no tiene ningún sentido político, sino sólo un sentido religioso (W. Benjamin, Theologisch-politisches Fragment, en id., Gesammelte Schriften II, p. 203, Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1977).

 

El reino —y el concepto marxiano de sociedad sin clases que, como señala la 18ª tesis sobre la filosofía de la historia, es su secularización— no es, por tanto, algo que pueda fijarse como fin de una acción política y «realizarse» mediante una revolución o transformación histórica. Desde la perspectiva del Fragmento, se puede decir entonces que el error de las ideologías modernas ha consistido en haber aplanado el orden mesiánico sobre el orden histórico, olvidando que el reino, para mantener su propia eficacia, nunca puede plantearse como una meta a realizar, sino sólo como término (Ende). Si se plantea como algo que debe ser realizado en el orden histórico profano, terminará fatalmente reproduciendo en nuevas formas el orden existente. Sociedad sin clases, revolución y anarquía son, en este sentido, como el reino, conceptos mesiánicos, que no pueden, como tales, convertirse en meta sin perder su propia fuerza y naturaleza.
Esto no significa que sean ineficaces o carezcan de significado en el plano histórico. Existe, en efecto, una relación entre ellos y la esfera profana, pero esta relación sólo resulta paradójicamente de la obstinada perseverancia de cada uno de los dos órdenes en la dirección que los define. El orden de lo profano, por su parte, «debe orientarse hacia la idea de felicidad», mientras que «la intensidad mesiánica inmediata del corazón, del hombre interior individual, procede, en cambio, a través de la infelicidad» (id.).
Así como la filosofía no puede ni debe realizarse en la política, sino que ya es en sí misma cumplidamente real y así como, según Pablo, la obligación de realizar la ley por medio de las obras no produce justicia, así, en el Fragmento, lo mesiánico actúa en el acontecer histórico sólo permaneciendo irrealizable en él. Hay que dejar de pensar en la posibilidad como algo que debe, al pasar al acto, realizarse: es, por el contrario, lo absolutamente irrealizable, cuya realidad en sí misma cumplida actúa sobre el acontecer histórico que se ha petrificado en los hechos como un término (Ende), es decir, rompiéndolo y aniquilándolo. Por eso Benjamin puede escribir que el método de la política mundial «debe llamarse nihilismo». La radical heterogeneidad de lo mesiánico no permite ni planes ni cálculos para hacerse verdad en un nuevo orden histórico, sino que sólo puede aparecer en éste como una instancia real absolutamente destituyente. Y se define como destituyente una potencia que nunca se deja realizar en un poder constituido.

 

5. Antes definí la realización como un dispositivo metafísico. Ha llegado el momento de precisar este punto. Se trata de un dispositivo metafísico, o más bien del dispositivo ontológico por excelencia, ya que lo que está en cuestión en él es la escisión del ser en posibilidad y realidad (o, dicho de otro modo: en esencia y existencia). No es éste el lugar para reconstruir la genealogía de esta escisión. Baste decir que lo que podríamos llamar la máquina ontológico-política de Occidente se basa en la separación de lo posible de lo real y de la potencia del acto, que se escinden en la esfera humana para reunirse después en Dios.
Estamos tan acostumbrados a dar por sentada esta fractura que no nos damos cuenta de que constituye el núcleo aporético del dispositivo en el que la ontología ha basado su potencia específica desde el principio. Posibilidad y realidad, esencia y existencia, potencia y acto son las dos caras o las dos partes de lo que hemos llamado la máquina ontológica de Occidente. La ontología no es, en efecto, una excogitación abstrusa sin relación con la realidad y la historia: al contrario, es el lugar donde se toman las decisiones epocales con mayores consecuencias. Sin la escisión de la realidad en esencia y existencia y en posibilidad (dynamis) y actualidad (energeia), no habría sido posible ni el conocimiento ni la capacidad de controlar y dirigir eficazmente las acciones humanas que caracteriza la potencia histórica de Occidente. Si no pudiéramos dividir lo posible de lo real, si no hubiéramos suspendido y puesto entre paréntesis la existencia inmediata y concreta de las cosas que nos rodean para pensar en su esencia (el «qué»), la ciencia y la tecnología occidentales no habrían conocido, sin duda, el desarrollo totalitario que las caracteriza. Y si, por algún milagro, la dimensión de la posibilidad separada de la realidad desapareciera por completo, ni los planes ni los proyectos serían pensables y las acciones humanas no podrían ser dirigidas ni controladas. La potencia incomparable de Occidente tiene en la máquina ontológica uno de sus presupuestos esenciales. Sin embargo, la división en la que la máquina basa su prestigio es todo menos pacífica. Para que la máquina funcione, las dos partes que ha separado deben articularse conjuntamente de nuevo, de modo que su conflicto armonioso o su consonancia discordante constituyan precisamente su motor arcano. Esto significa que el paso entre la esencia y la existencia y entre la posibilidad y la realidad constituye el problema decisivo de la metafísica occidental, sobre el que nunca deja de naufragar.

 

6. En la historia de la filosofía, el lugar donde se ha pensado el tránsito de lo posible a lo real es el argumento ontológico. Recuerden el argumento: si Dios es posible, entonces existe. Dios es el lugar donde lo posible transita inmediatamente y se da realidad en la existencia, donde la escisión entre potencia y acto en la que se basa la máquina ontológica encuentra su composición. En la medida en que nos empeñamos en buscar un paso, un tránsito o una transición de lo posible a lo real, el argumento ontológico sigue firmemente situado en el corazón mismo de la política. Seguimos buscando a tientas en la praxis ese paso al noroeste, ese portal donde mágica o laboriosamente lo posible se traduce en realidad y la política encuentra su realización definitiva. Este paso no existe, porque lo posible es ya real y, como tal, es absolutamente irrealizable. Por eso las revoluciones siempre naufragan cada vez en el problema de la transición, por ejemplo, en el modelo marxiano, de la sociedad dividida en clases a la sociedad sin clases. La transición, en la medida en que permanece atrapada en el paradigma de la realización, sólo puede prolongarse incesantemente.
Si no comprendemos que la instancia decisiva en todos los sentidos es irrealizable y debe mantenerse así, que, como decía Benjamin, sólo puede actuar en el orden histórico renunciando a plantearse como meta, nuestra acción política se inscribirá siempre al interior del orden existente. Puesto que hemos escindido la verdad de nuestra experiencia en lo posible y lo real, no podemos sino perderla.
Si, en cambio, somos capaces de asumir íntegramente la irrealizabilidad, es decir, la realidad absoluta e inmediata de lo que pensamos, exigimos y vivimos como posible, entonces, tal vez, podrá abrirse un espacio más a nuestra vida y a nuestro pensamiento.
Ustedes comprenden que, si se sale del modelo de la realización y se entra en este otro paradigma, las estrategias sólo pueden cambiar por completo. Una potencia destituyente nunca puede ser algo que deba ser realizado. No se trata de ejecutar ni transgredir la ley, sino de hacerla inejecutable. Pero de eso hablaremos en otro momento.

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