Categorías
General

Vinculaciones. Para una ecología de la presencia

El siguiente es un texto colectivo firmado por lxs compañerxs quebequenses de Dispositions y publicado el 28 de enero de 2020 en el sitio web de Contrepoints, plataforma que se propone «poner en contacto a los grupos de Montreal o Quebec con los de otras ciudades o regiones». En el siguiente enlace pueden encontrar otra traducción en formato zine.

 

I.

 

La eco-ansiedad sería el mal de nuestra generación. Cuando el flujo catastrófico de información sobre el cambio climático se opone a la impresión de que este mundo es imposible de cambiar, nos caemos en pedazos. Nos obsesionamos con cualquier cosa que esté lo suficientemente cerca de nosotros para controlarla: cero residuos, veganismo, transporte público para los pobres, coches eléctricos para los ricos, calles verdes para los buenos ciudadanos, marchas por el clima, porque necesitamos actuar juntos, como sociedad.

 

Estamos asistiendo a una desviación importante. Nuestra preocupación por el mundo se ha transformado en patología y nuestro deseo de cambiarlo en propuestas impotentes. La fuerza de las escapatorias que se nos proponen proviene del hecho de sabernos vinculadxs con el resto de lo vivo. Nos habita la preocupación por no destruir lo sagrado, el deseo de vivir en otro lugar que no sea en medio de un mar de cemento, comiendo verduras transgénicas y carne de mataderos industriales. Desvían la autenticidad de nuestra sensibilidad, el sentimiento que nos atraviesa diciéndonos que actuemos, que encontremos formas de vivir que no destruyan lo que vive, sino que generen más vida.

 

La crítica muy de moda en la izquierda, de que las acciones individuales son inútiles y nuestra única ventaja reside en la acción gubernamental, no tiene más interés para nosotrxs que el impulso de culpa y sacrificio típico de los grupos activistas.

 

La hipótesis que queremos profundizar para llevarla a sus conclusiones políticas se sitúa en la invención de formas de vivir en y en contra de esta época catastrófica. Dado que aún no se han aclarado las formas de hacerlo, intentamos aquí empezar a despejar el terreno.

 

Aunque es de agradecer que cientos de miles de personas sientan el deseo de actuar, de comprometerse a cambiar sus vidas, de asumir riesgos y de salir de su zona de confort, esta energía se ha desviado hasta ahora. Es importante saber que el devenir-cemento del mundo y la destrucción de los seres vivos, así como nuestra incapacidad para producir alimentos para nosotrxs mismxs, no son accidentes del destino, sino proyectos políticos de despojo para el enriquecimiento. Detenerlos no será fácil. Hasta ahora nada ha cambiado porque nuestra fuerza ha sido capturada por todo tipo de soluciones que son tan patéticamente impotentes como irresponsables.

 

Frente a la «crisis», se suelen hacer dos propuestas. Por un lado, un ecologismo activista de reivindicaciones, en el que instamos a nuestros gobiernos a que actúen para salvar la situación, y por el otro, un ecologismo individual en el que cambiamos nuestras prácticas de consumo a través de elecciones cotidianas.

 

Es en la debilidad efectiva que coinciden estos ecologismos. En primer lugar, el principal reto no puede ser el de ser escuchado, el de ser percibido por la opinión pública: todo el mundo es consciente del desastre. Los medios de comunicación, los ingenieros, los políticos y los empresarios son conscientes de la magnitud del problema y todos pretenden aprovecharlo. Además, una práctica política ecologista no puede conformarse con querer «prevenir» el cambio climático.

 

El clima ya está cambiando, como atestiguan cada verano y cada deshielo, cada huracán y cada incendio forestal. En cualquiera de las dos posturas, nuestra capacidad de actuación es tan limitada que nuestras acciones prácticamente no tienen ningún impacto en la magnitud de la catástrofe.

 

El cambio climático es un bucle de retroalimentación a largo plazo. Incluso si hoy en día dejáramos de producir gases de efecto invernadero, experimentaríamos décadas de violentos cambios climáticos. La cuestión no es tanto cómo prevenirlos sino cómo habitarlos. El cambio climático facilita dos opciones para la economía y el gobierno: o bien socava su legitimidad, o bien refuerza su control sobre nuestras vidas. Permanecemos en una etapa de indeterminación.

 

Creemos que la lucha ecologista debe librarse en dos frentes, inseparables el uno del otro. Debe perjudicar el curso de la normalidad económica: la de la explotación y la destrucción de los seres vivos. Hacer daño, y a través de estos daños —bloqueos y ocupaciones, huelgas y sabotajes— elaborar otras formas de vivir. Apegarnos a los lugares, inventar otras formas de ser, nuevas sensibilidades, nuevas formas de relacionarnos con nosotrxs mismos y con los demás, que nos sostienen y en las cuales nos sostenemos. Por encima de todo, aprender a defenderlas, y desde esta nueva posición, inevitablemente hacer daño. Aprender a organizarnos a partir de nuestras necesidades y luego, poco a poco, tratar de responder a las cuestiones colectivas planteadas por la conjunción de la vida y la lucha, alejándose gradualmente de la separación funcional característica de la militancia clásica.

 

Las posiciones ecologistas habituales sugieren que el esfuerzo militante se sitúa en el plano de los valores, de la dirección de la acción. Sin embargo, ¿la lucha ecológica no consiste también y sobre todo en un trabajo de restauración de nuestra presencia en el mundo: y por tanto, de nuestra capacidad de actuar en y sobre la situación, de nuestra potencia? Aunque esta comprensión falta con demasiada frecuencia en el ecologismo clásico, nos parece que el eje de la lucha ecologista se encuentra precisamente ahí.

 

Aquí imaginamos el gesto como un vector: la ética es su orientación mientras que la potencia es su grandeza. La época nos impone la orientación, pero, sólo volviendo a poner lo que llamamos potencia en el centro de las discusiones, la ecología puede volverse propiamente política.

 

Una orientación sin grandeza, una ética sin potencia, sigue siendo una moral. No se ocupa de lo que significa alcanzar el buen vivir, no intenta actuar sobre el mundo. Sólo le interesa designar lo que hace y lo que le rodea como bueno o malo. Entendida así, una lógica moralista no se traduce en la búsqueda y experimentación de otras formas de vivir y luchar, sino sólo en afectos y juicios que consuelan («¡estoy haciendo mi parte!») o que culpabilizan («somos monstruos…»). Es la diferencia entre juzgar que tener una camioneta supone un gesto bárbaro de contaminación y saber que es una manera de construir la infraestructura que nos permite vivir de otra manera. Para que nosotros también podamos utilizar las carreteras que sirven al proceso de extracción de recursos, para bloquear la economía en la tierra robada que habitamos.

 

También es la diferencia entre sentir una sensación de pánico y urgencia combinada con una sensación de impotencia, y saber que los elementos que conforman la vida mágica ya están ahí esperándonos, sabiendo que estamos actuando a largo plazo.

 

¿A qué llamamos «fin del mundo»? ¿Es el fin del mundo industrial «el fin del mundo» (como afirma la colapsología), o lo que llamamos imperio moderno/colonial es en sí mismo la puesta en práctica del «fin de los mundos», la creación de un no-mundo sin experiencia, completamente liso? En lugar de pedir, movilizando los afectos nihilistas, «otro fin del mundo», pensamos en el apocalipsis como un proceso en marcha desde el inicio de la colonización de las Américas y pretendemos poner fin a la idea de fin del mundo. Imaginemos lo que podría contener el fin del fin del mundo. En definitiva, la reparación de este mundo hecho de múltiples mundos.

 

Ya en la década de 1960, los estudios sobre las impresiones del «fin del mundo» distinguieron entre los apocalipsis sin eschaton y los apocalipsis escatológicos. Las concepciones del fin del mundo más extendidas cultural e históricamente son las que suponen un apocalipsis escatológico: perciben el fin del mundo como el anuncio de una regeneración de la existencia —milenarismo, profecías descoloniales, mesianismo judeocristiano—. Son fines del mundo que, en cierto modo, están llegando a su fin. El tono apocalíptico característico de la modernidad occidental —tematizado como nauseabundo, absurdo—, del que la eco-ansiedad es una nueva manifestación, produce típicamente la impresión de un fin del mundo que nunca finaliza, salvo con la extinción de la especie, que no puede tomarse propiamente como un fin.

 

II.

 

Para superar el encuadramiento de la actualidad como una crisis inminente y permanente es necesario construir, contra los ambientalismos impotentes, una ecología política que sea capaz de asumir el reto al que nos enfrentamos. Desentrañar la trama básica en la que se desenvuelven las propuestas ciudadanas y estatales de quienes quieren «salvar el medio ambiente» y de quienes pretenden controlar los recursos para gestionarlos mejor, es decir, para administrar la catástrofe.

 

¿De qué otra manera se quiere hablar de «naturaleza» a los sujetos metropolitanos, para quienes los únicos seres vivos no humanos que perciben son elementos del paisaje, animales domesticados que los esperan todo el día o parásitos que temen? Se enteran por las redes sociales de que deben abandonar los popotes para salvar a las tortugas.

 

En la actualidad, la atmósfera general se relaciona con lo que llamamos una ecología de la ausencia. Desde esta perspectiva, tendríamos que defender «La Naturaleza»: un objeto situado a distancia, formado por especies y hábitats distantes y alejados de nosotrxs, de nuestras realidades. El problema aquí es estadístico, se nos arrojan cifras, porcentajes de gases de efecto invernadero, un cierto número de grados más, un cierto número de especies que desaparecerán. Lo que se pone sobre la mesa es una representación abstracta, una imagen de la Naturaleza, que se nos dice que se va a desfigurar, que todo esto es muy triste y, además, que este horror es culpa nuestra. Esta catástrofe ecológica no está territorializada: se aplica en todas partes y entonces «cada unx debe poner su granito de arena para cambiar las cosas». Al señalar con el dedo a todo el mundo, lxs culpables se diluyen y desaparecen entre la multitud.

 

El propio uso del término «medio ambiente» hace referencia a la separación entre la humanidad y el resto de los seres. Se refiere a lo que rodea al «Hombre», lo que lo distingue de los demás. Esta concepción del mundo, lejos de ser universal, se inscribe en la separación característica de la modernidad colonial por la que lo humano es arrancado de todo lo vivo y lo no-vivo. Si el ecologismo es el producto de esta separación, es porque, una vez aislado, el individuo tiene «la posibilidad de elegir», puede desprenderse de toda responsabilidad sobre lo que le permite vivir, olvidando el carácter fundamentalmente relacional de toda forma de existencia. O puede decidir considerar el medio ambiente como un objeto que hay que proteger, que hay que salvar, y creer así que está creando un vínculo entre él y el «medio ambiente» mediante el artificio de su voluntad. En ambos casos, lo humano queda de un lado y la «naturaleza» del otro: o la explotamos o la defendemos. Pero en ninguno de los dos casos la encarnamos, la habitamos o nos encontramos en ella. Tanto si lo explotamos como si lo protegemos, el medio ambiente permanece igual de arrancado de nosotros.

 

Es en esta trama de fondo que han surgido dos ambientalismos: el individual y el gubernamental. Dos melodías distintas, pero que están en perfecta armonía. El primero es el de las duchas de 5 minutos, los calculadores de carbono, los blogs de residuos cero. Es el que compra tofu orgánico que deforesta la Amazonía en vez de tofu que deforesta la Amazonía, pero no es orgánico. De este ecologismo individual, no surge ningún horizonte político. Sólo queda el consumidor, aislado e indefenso, con su poder adquisitivo como única arma contra el ecocidio.

 

El segundo es el de la buena gestión de la catástrofe, del Estado como actor heroico que viene a salvar a la humanidad, a los osos polares-caribués-belugas, y que corrige una economía desajustada con la ayuda de los impuestos sobre el carbono y la prohibición progresiva de vehículos contaminantes. El Estado, como aparato de captura del afecto ecologista, es capaz de hacer pasar cualquier política como una medida que, en última instancia, promoverá la transición verde. Y como la Economía hará posible la transición, cualquier medida que promueva la salud de la Economía promoverá la transición. Como la construcción de un oleoducto para financiar la energía verde, o la construcción de un puente para reducir el tráfico.

 

Si la primera reconoce la importancia de las orientaciones políticas de la economía, ignora la importancia de la economía en el aparato gubernamental. Si la segunda ve la posibilidad de cambios concretos en la vida cotidiana, tiene un alcance limitado al tamaño de su poder adquisitivo. Estructurar la oferta (prohibir, regular, gravar) o actuar sobre la demanda (boicotear): la lógica de la ecología sigue, por el momento, muy atrapada en las consideraciones económicas.

 

Es habitual criticar cada una estas perspectivas por no centrarse en el nivel de análisis adecuado: para unos es necesario centrarse en los problemas macroscópicos, para otros es necesario concentrarse con cambios a pequeña escala para producir cambios a gran escala. El problema no es el nivel de análisis, sino el hecho de que, sea cual sea el nivel, siempre es en el plano de la economía donde se desarrolla el pensamiento. El sello del liberalismo, el pensamiento por excelencia de la Economía, es hacer de la competencia la única forma de relación antagónica.

 

Para desarrollar un pensamiento verdaderamente político de la ecología, la noción de conflicto debe volver al centro de nuestras preocupaciones. Debe ser recuperada del ámbito económico, para inscribirse no sólo en «la política», sino en la vida misma, entendida como fenómeno político. Porque no se trata de convencer o de «vender(se) mejor», no se trata de ganar el debate o la competición. Se trata de defender las formas de existencia contra lo que niega sus posibilidades. Se trata de luchar y derrotar al enemigo (que adopta muchas formas, tanto dentro como fuera de nosotros).

 

La verdad es que la economía es secretamente política: la guerra de aniquilación que se libra contra las formas de vida que le son antagónicas no se libra abiertamente, sino insidiosamente. Los estudiosos del colonialismo de asentamiento demuestran de forma clara y precisa que las economías quebequense y canadiense aplican la lógica política de eliminar a las comunidades indígenas, ya sea mediante la integración en el cuerpo social mayoritario (ciudadanía, municipalización de las reservas) o mediante formas de muerte física. El hecho de que ésta sea la forma más intensa de la hostilidad de la economía hacia todo lo que es externo a ella no debe limitarnos a la hora de comprender su extensión real. Una cosa es revelar el carácter político, es decir, conflictivo —incluso bélico— de la Economía; otra es actuar en consecuencia.

 

Estas ecologías de la ausencia son producto del espectáculo y sólo se refieren a la representación de la «naturaleza» que vemos en la televisión, en Internet. Se alimentan de nuestra falta de poder sobre nuestras vidas, de nuestra falta de conexión con lo que nos alimenta y lo que producimos, de nuestra amputación de un mundo, del dolor de ser arrancadxs. Se inscriben en el desierto que es la economía, hacen de nuestra atomización una condición de posibilidad. En este contexto, la defensa de una posición «ecológica» no implica una territorialidad real, una presencia, una vinculación con un mundo poblado de relaciones, en definitiva, una posibilidad de conflictividad concreta. Por eso estos ecologismos, tanto estatales como ciudadanos, no consiguen designar más que a nosotrxs mismxs como el problema. A este respecto, algunxs amigxs escribieron recientemente: «Es una lucha sin conflicto, sin antagonismo (de hecho, no es una lucha). Estos ciudadanos se creen todos de acuerdo y todos culpables (de hecho, es lo proprio de la ciudadanía)».

 

De esta concepción del mundo —sin más culpables que nosotrxs mismxs— sólo puede surgir una política de sacrificio. Una política de arrepentimiento, de desolación. Dejar de volar mientras que los ricos viajan a diario en jets privados, reducir la calefacción de nuestros pisos y casas con corrientes de aire en invierno, negarnos a aceptar un folleto de papel en una manifestación mientras los grandes periódicos capitalistas imprimen millones de páginas diarias dedicadas únicamente a la publicidad. O bien, en plan activista, encadenarse a un poste hasta ser arrestadx, torturándose en la plaza pública e intentando escandalizar a los medios de comunicación y a los políticos, que olvidan tan rápido como guiñan el ojo.

 

De ser víctimas del cambio climático, pasamos rápidamente a designarnos como culpables. Si el pecado original que nos precede es el de haber manchado la «Naturaleza», también fuimos traídxs al mundo como pecadorxs que repiten actos prohibidos. Las nuevas formas de sacrificio presentes en el activismo medioambiental, aunque puedan dar la sensación de expiar los pecados cometidos, no conseguirán un mundo mejor.

 

Esta lógica política también forma parte de la lógica de la reivindicación, la de lxs despojadxs que mendigan, que solicitan, que esperan mientras sueñan. Quienes reclaman saben que ya han soltado el control que tenían sobre la situación, o que se los han arrebatado de las manos. En definitiva, saben que han sido despojadxs de la posibilidad de actuar. La diferencia entre una petición que pide a los gobiernos que hagan algo y una acción de encadenamiento frente al parlamento es de grado, ya que ambas se unen bajo la égida de la debilidad.

 

Toda potencia es inseparable de un poder de ser afectado. Encontramos potencialidades en nuestra sensibilidad compartida: ese sentido de urgencia que nos empuja a buscar nuevas formas de vivir, a querer cambiar este mundo, ese sentimiento de ser parte de él que nos empuja a actuar, a arriesgarlo todo. ¿Cómo podemos desengancharlas? Las vías sugeridas por el orden existente —llámese como se quiera, Imperio, capitalismo, modernidad colonial, patriarcado blanco, mundo cosmófago— se nos presentan como una captura de aquellos afectos que pueden facilitar el buen vivir.

 

Ni culpables ni víctimas: habitamos el cambio climático. Vemos que este momento de desilusión con la dirección tomada durante siglos es también uno de potencialidades infinitas. Cada una posee una pequeña posibilidad de frenar el curso de la catástrofe. Organizando el pesimismo, que es el afecto fundamental de la época, y dándole una consistencia creativa, podemos esperar que surjan otros mundos. Es importante, en primer lugar, marcar una ruptura con éste. No hemos elegido ser arrojadxs a un mundo que parece condenado a su propia destrucción, pero podemos elegir continuar o acabar con él.

 

Hacerse responsables de esta situación, y dentro de ella, parece ser la única opción. En la llamada «América del Norte», las pensadoras indígenas del resurgimiento escriben sobre el tema de la responsabilidad. Para ellas y para nosotrxs, la responsabilidad se impone como la posibilidad misma de la vida, lo que se entiende como la exigencia del buen vivir. La responsabilidad supone vivir de forma que se promueva el renacimiento, la renovación, la reciprocidad y el respeto. Esta responsabilidad es intrínseca a las relaciones que nos unen a otros seres humanos y al resto del mundo, y la interdependencia está en el centro de su concepción de todas las vidas. En este sentido, se distingue de la responsabilidad por culpa o vergüenza, ya que no está designada por una autoridad legal o moral, sino que surge de la exigencia de que nuestras vidas estén entrelazadas con las de los demás, con el mundo del que formamos parte y con el resto del universo.

 

Salir de las garras de la culpa (vivir en un mundo que devora a lxs demás) es necesario para responder a la situación climática, que no se despliega como un mandato moral, sino que tiene que ver con la forma de ser. Para existir en acto, para vivir una vida que regenere a otrxs, que genere más, una vida que nos sostenga, no podemos seguir permitiendo que nuestras sensibilidades y las posibilidades que contienen sean capturadas por los dispositivos del poder. Nuestros medios de acción deben prescindir de las instituciones y nuestra fuerza debe medirse por nuestra capacidad de cuidarnos lxs unxs a lxs otrxs, de cuidar nuestro mundo y de nacer con él.

 

Es cuando las comunidades afirman que ellas mismas son parte de este territorio, de este bosque, de este río, de esta parte del barrio, y que están dispuestas a luchar, cuando la posibilidad política de la ecología se hace evidente. Para que la ecología sea verdaderamente política es necesario plantear la siguiente pregunta: ¿qué hace posible que tal o cual entorno viva una vida buena, aumente su felicidad? Y, por el contrario, ¿qué es lo que lo amenaza, lo que le hace la vida difícil? El conflicto, que está presente en cualquier configuración política, surge esencialmente de la respuesta a estas preguntas. Sin una distinción entre enemigos y amigos de la vida que habita un territorio, sin la consideración del poder necesario para la victoria en un conflicto, la ecología está condenada a seguir siendo una cuestión de principios.

 

Si desde hace tiempo parece que las infraestructuras, la lucha política, la organización y la ampliación son las que requieren mayores esfuerzos, quizá sea de la otra dimensión, la de una presencia plena, de la que estamos más alejadxs. Nuestras relaciones, nuestros pisos colectivos y nuestras reuniones políticas, las hemos habitado como fantasmas, como presencias embrujadas por nuestras obligaciones, por nuestras tareas, por pantallas-dispositivos de captura de la atención.

 

Un antropólogo italiano escribió que el punto de partida de todo pensamiento y práctica de la magia es esa comprensión de la presencia en el mundo no como un dato estable, sino como un hilo frágil que puede romperse o restaurarse mediante objetos, hechizos y conjuros. Aunque la magia parecía estar completamente alejada del mundo, los dispositivos de hechizo están a nuestro alrededor, en los bolsillos de cada persona.

 

El uso activista del miedo al teléfono como dispositivo de vigilancia sólo capta una pequeña dimensión de lo que hace que estos objetos sean peligrosos. Las máquinas nos ofrecen una realidad intensificada, proximidades e intimidades destiladas, palpables a la velocidad de lo inmediato. Si estos extractos de la vida, traducidos por pantallas de luz, parecen no pedirnos nada, ¿cómo es que nuestras máquinas están extrañamente vivas y nosotrxs somos espantosamente inertes ante lo que nos rodea.

 

Nuestro pensamiento sobre el buen vivir debe enfrentarse a los mecanismos (de los objetos, pero sobre todo de los usos de estos objetos) que nos impiden una presencia más plena en el mundo. Cultivar una mayor atención a lo que nos conecta, a esas cosas, entidades, hábitos y relaciones que mantienen unido este mundo que habitamos y que sabemos que es frágil, sin el cual todxs podríamos sencillamente perdernos, es lo que una reflexión sobre la magia puede permitirnos en relación con la ecología.

 

III.

 

La ecología no es un partido, sino un paradigma. Nos permite plantear los entornos de la vida en su interdependencia, en su relación recíproca. La ecología como tal no implica necesariamente que haya que bloquear las infraestructuras del mundo capitalista, ni impedir la explotación del petróleo o la destrucción de territorios por proyectos mineros. No dice que debamos reaprender a ser inseparables del mundo, a volver a poner la atención y la sensibilidad en el centro de nuestras formas de ser. No plantea necesariamente los ecosistemas como lugares de conflicto, como espacios en los que se crean distinciones entre amigos y enemigos, y si lo hace, aún puede utilizarse para apoyar la dominación. En el ámbito de la ecología, todavía es posible tomar partido por la economía, es decir, por la red de hábitos, objetos y personas que permite sostener el Imperio. Independientemente de que esta vertiente se llame desarrollo sostenible, transición energética, circuitos cortos o permacultura, no nos hacemos ilusiones sobre su apoyo al orden normal de las cosas. Evidentemente, no se trata de oponerse a la permacultura o a los circuitos cortos, sino de constatar que a menudo siguen siendo sólo alternativas dentro de la economía. Como siempre, es hacia la cuestión de los usos hacia donde debemos dirigirnos: hacer de ellos medios de lucha y no de estabilización del capital.

 

La diferencia entre nosotrxs y lxs defensorxs de la economía no es que nosotrxs seamos ecologistas y ellxs no. Si ellxs también parten de la premisa de que algo en el mundo debe cambiar para permitirnos seguir viviendo, hay dos cosas que contrastan radicalmente con nosotros. Su «cambio» es sinónimo de innovación, la invención de nuevas técnicas que minimizan o «compensan» nuestro impacto en los entornos de vida. Su diagnóstico es estadístico; sus medios consisten sobre todo en la introducción de nuevos métodos de gestión. Su preocupación es permitir que la vida moderna siga adelante sin que se noten los cambios, sin que se sientan los efectos de la destrucción. Quieren profundizar, reafirmar esta impresión de ausencia total en el mundo. Que las cosas funcionen, que la economía siga su curso, sin que nadie se vea directamente afectado, sin que nadie pueda opinar. Una transición ecológica que nadie notaría. En definitiva, como antes, pero en verde: aplastando fragmentos, aplanando mundos habitados por todo tipo de seres, para hacer una totalidad lisa (la sociedad) que se gobierna y administra, que se explota y rentabiliza. La ecología económica que apoyan es fundamentalmente una ecología de la ausencia. Para nosotrxs, en cambio, el cambio implica volver a involucrarnos en prácticas a través de las cuales influimos los entornos que habitamos y que nos habitan, que vinculan nuestras vidas con el mundo. Para ello, reaprendemos formas de hacer que se resisten al distanciamiento que la modernidad ha intentado hacer entre las comunidades y sus hábitats, entre los cuerpos y las comunidades.

 

Sabemos que la vinculación de lo humano con el resto del mundo no es en sí misma lo que hace que la ecología sea perjudicial para la época. De hecho, el paso de una ontología —una forma de ser— que plantea la naturaleza por un lado y la cultura por otro, a una ontología relacional, en la que existen relaciones de dependencia, cooperación, depredación, etc. entre lo que constituye un entorno, está también en la historia reciente ligada en gran medida a la ciencia de los sistemas, en la que la ecología se ha desarrollado como una herramienta para la gestión gubernamental de los territorios: ¿cómo minimizar las consecuencias de la explotación del territorio y aumentar así constantemente la extracción de valor?

 

El vínculo de pertenencia y responsabilidad que une a las comunidades indígenas con sus territorios, haciéndolos parte integrante de su ser; el amor de lxs campesinxs por la vida que enreda y florece, y su desconfianza ante el acaparamiento de tierras por parte de la industria; el estallido insurreccional de los zapatistas contra el gobierno mexicano; la autonomía material y territorial de los kanien’kehá:ka, estas existencias en acción son todas líneas que nos atraviesan. Todas estas tradiciones que alimentan el imaginario de la ecología política para nosotros se oponen a la visión de que ser ecologista equivale a minimizar nuestra «huella ecológica». Son ejemplos de la intensificación de la vida, son ecologías de la presencia.

 

Si tenemos que elegir, preferimos la eventualidad de una crisis climática bien sentida, que desborde los dispositivos estatales e imponga una reconfiguración de la vida, la creación de vínculos, el cuestionamiento de nuestros modos de hacer, a la de una extinción masiva tan bien gestionada que pase desapercibida. Si tenemos que elegir, preferimos la ruina de la metrópoli global a la potencial resiliencia de su cambio verde.

 

No es por preocupaciones económicas o morales por lo que los anishinaabe del parque de La Vérendrye se están organizando para conseguir una moratoria en la caza del alce. Mucho más que un «recurso alimentario» independiente de las redes de distribución del mundo colonial, quienes cazan en estos territorios conocen a los alces como seres que habitan el bosque y con los que deben mantener relaciones «diplomáticas» para que vuelvan año tras año. El reto para ellxs es luchar por no perder la otra forma de conciencia, la otra perspectiva que existe sobre y en el bosque, «no encontrarse solxs», como dijo una amiga.

 

Defender los territorios significa necesariamente aprender a habitarlos y, a la inversa, habitarlos de verdad exige defenderlos. Los experimentos políticos a los que acudimos para encontrar otras formas de vivir nos exigen apegarnos a ellos. Y es que el buen vivir implica siempre una vida en un sentido más amplio que uno mismo —«la vida»—, una vida múltiple. El buen vivir implica que todxs formamos parte de una vida común. Lo que entendemos por una ecología política del habitar es también una lucha inseparable de la vida. Inseparable, en primer lugar, porque su ímpetu —lo que la empuja— surge de la vida misma, que se defiende, que florece y cae en semillas. Inseparable, porque esta ecología política no se piensa a sí misma sin el resto del mundo que habita. Sabe que está vinculada a ella. La lucha y la vida no serán cedidas a quienes la destruyen.

 

Por eso, la no-violencia esgrimida como principio absoluto por los grupos mainstream es tan irresponsable como inofensiva. En este mandato de desapego, las cuestiones tácticas y estratégicas que deben ser relativas a cualquier contexto, a cualquier situación, son sustituidas por una cobarde autodonación.

 

Poner el nombre en manos de la policía y el cuerpo entre los barrotes de una prisión son dos formas bastante eficaces de impedir que uno pueda actuar. La lógica del sacrificio implica necesariamente una delegación de la responsabilidad, y no hacerse cargo de la situación como puede dar la impresión. Una convocatoria para ser débiles, para poner el problema más importante del siglo XXI en manos de los culpables. Para poder llamarse pacífico, es necesario poder desplegar una fuerza. Llamarse pacífico sin tener la capacidad de ser violento significa simplemente ser impotente.

 

Señalemos de paso la cortedad de miras que supone hacerse arrestar. Lxs militantes de las organizaciones ambientalistas se encuentran, después de su acción, atrapadxs en laberintos judiciales que les impiden continuar con sus actividades. Quienes saben que la lucha tendrá que utilizar algún día medios más radicales se condenan, por sus condiciones jurídicas, a ser espectadores. Delegación, una y otra vez. La voluntad de autosabotaje es quizá el mayor punto en común entre los grupos activistas y la civilización occidental.

 

A la moral de sacrificio de la autodonación militante, oponemos la exigencia de formas de vida extáticas. La ecología que se está convirtiendo en el discurso de cada vez más grupos ciudadanos e instituciones gubernamentales lleva los signos de las políticas de la debilidad que pretenden sabotear cualquier intento de organización real, cualquier cosa que requiera el despliegue de una fuerza concreta. Hacer más, tener un mayor impacto, cuidarse más, sentir más. Encontrar dinero, adquirir edificios y terrenos para uso común y ver florecer la vida. Pensar estratégicamente, darnos los medios para resonar. Combatir, golpear más fuerte, usar las armas adecuadas. Robar para vivir y hacer bueno uso del tiempo libre. Viajar en coche, en avión, reavivar las brasas de viejas amistades. Encontrar compañeros en los lugares más inesperados, hacernos sensibles a la comunidad que circula, a la comuna que está latente en cada lugar.

 

Éxtasis: beatitud provocada por una salida, un deslizamiento en relación a lo que nos han hecho como «yo», como «posición social», como «identidad». Salida del mundo de la mercancía. Lejos de toda concepción liberal, una ruptura con la «sociedad», y por tanto necesariamente con el «individuo» que no es más que la unidad más pequeña de la misma. Secesión con la nada. Alegría. Por una vida que se desborda y nos lleva con ella.

 

La comuna como línea de fuga posibilita la elaboración de formas-de-vida ecológicas y sensibles. La comuna es una fuerza de gravedad, un peso que atrae y acoge a quienes la buscan, y les permite aferrarse. Se materializa en aperturas, espacios para invitarse e invitar a otros, comidas y comedores compartidos. Son las ocasiones en las que nos reunimos, en las que nos enseñamos lo que escribimos anoche, lo que nuestra tía nos enseñó sobre los ciruelos, cómo afilar nuestros cuchillos de madera, cómo enlatar diez canastas de jitomate, cómo tejer las mantas para el invierno. Para elaborar formas consecuentes de autonomía material y política, ahora debemos comunizar espacios, tierras y terrenos baldíos, edificios, iglesias, casas y parques. Una posibilidad de hacer daño a este mundo reside en nuestra capacidad de hacer habitables estos espacios, de constituir la circulación de cuerpos, afectos e ideas entre estos puntos de malla en una potencia material autónoma. Una posibilidad capaz de suspender definitivamente la progresión de la catástrofe.

 

Los esquemas clásicos de la revolución quieren que la economía pase de las manos de la burguesía a las del proletariado. La situación actual muestra que la propia Economía está en el centro del problema: su infraestructura masiva y mortífera, su lógica pacificadora y aplanadora, su fuerza de captura y despojo, su empobrecimiento de la experiencia. Que los seres puedan vivir y ser felices está en el corazón de nuestra idea de revolución: escapar de la economía y el gobierno, forjar alianzas con las formas-de-vida en presencia, elaborar en ellas ecosistemas florecientes y contagiosos, lejos de las lógicas del progreso y la normalidad gubernamental.

 

Mientras que durante años lxs militantes ecologistas se han esforzado por subrayar la incompatibilidad entre el capitalismo y el medio ambiente, ahora nos parece que la problemática de la ecología puede ser manipulada y encajar perfectamente en el proyecto moderno colonial de ausencia en el mundo, de despojo generalizado. Con el pretexto de reducir la huella ecológica, un mandato de desaparición.

 

Las ecologías de la ausencia nos hablan desde donde no estamos, nos impulsan a otro lugar, a ninguna parte. Nos consumen y nos proponen consumir de otra manera. Son cobardes o valientes, pero nunca se ponen en juego. Son testigos de la carnicería del mundo y se alojan en ella. Lo contrario de las propuestas políticas de la ausencia son aquellas que se encarnan en lugares, que no son pura circulación de mercancías o representaciones espectaculares, aquellas que no se conjugan en primera persona.

 

La cuestión de la presencia que queremos situar en el centro de nuestra comprensión de la ecología se refiere a la propia noción de acción política. Entender la catástrofe medioambiental como un problema a resolver, tener como objetivo la superación del cambio climático, sigue siendo un olvido de sí que se proyecta sobre el mundo.

 

Lo que hay que restaurar no es el clima, sino nuestro apego al mundo. Lo que hace posible la catástrofe tanto como lo que nos deja indiferentes es nuestra desatención, nuestro desprendimiento del conjunto que constituimos y que nos constituye. Suspender esta suspensión del mundo descansa en la atención al cómo, se encuentra en la manera y no en la finalidad, en el uso cotidiano, en la presencia inmediata a las intrincadas maneras en que se generan los mundos (y la alegría de aprender a jugar en ellos francamente).

 

Una ecología de la presencia se despliega en un doble movimiento: el de una vinculación material y existencial con el mundo que habitamos. Posiciones y disposiciones. Hacerse presente es una práctica que consiste en romper con la ausencia del mundo mediante la elaboración de nuevas sensibilidades, pero también de nuevas posiciones desde las que actuar, de nuevas consistencias. Hacerse perceptible y estar dispuestx a la percepción. Afecto y potencia, orientación y grandeza. No se trata de «dos frentes» a dirigir, sino de la explicitación práctica del doble sentido de las palabras «presencia», «sensible».

 

La totalidad sólo puede ser gobernada, gestionada. Aferrarse a un fragmento real del mundo es mil veces mejor que agitarse en el vacío, esperando que el enemigo actúe en contra de sus propios intereses. Esta vinculación, además de ser la condición de posibilidad de cualquier práctica eficaz y responsable, también aporta la alegría de devolver su textura a la vida, de densificar nuestra presencia en el mundo.

 

contáctenos en 10positions@riseup.net

 

Dispositions: un agenciamiento de personas, cosas. El espíritu que se inclina. Vulnerabilidad, saber hacerse disponible. Una comunización del uso, una preparación para el combate… Y lo que sea que se interponga en nuestro camino, ¡hasta nunca!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *