El periodista y ensayista Antonio Gnoli dirigió la siguiente entrevista, publicada este 28 de octubre en el periódico italiano la Repubblica, pp. 64-65, a Giorgio Agamben, recorriendo en forma de preguntas algunos pasajes clave de la versión integral de Homo sacer (1995-2015) recientemente publicada.
De 1995 a 2015 fueron publicados nueve libros que ahora vuelven reunidos en un solo gran volumen de casi 1400 páginas, conservando el título original Homo sacer, publicado por la editorial Quodlibet. ¿Consideras que hay algo utópico en tu trabajo?
Soy lo contrario de un utopista, porque pienso que el único lugar de la utopía está aquí y ahora. A menos que ésta no sea en realidad la intención secreta de todos los utopistas.
¿Cómo nació la idea de recoger los nueve libros en un solo volumen?
Cada uno de ellos es parte de una única investigación que se podría definir como una arqueología de la política occidental. Mientras los escribía, siempre los pensé como un todo unitario. Sólo así se volvía visible el juego estrecho de referencias internas, de las recuperaciones y los contrapuntos que los componen casi musicalmente en una unidad. En toda obra, pienso, existe algo así como un núcleo incandescente que coincide con su origen, con su momento de surgimiento.
Ese momento lo has encontrado en el homo sacer. ¿Quién es, qué representa, por qué piensas que es tan importante?
Esta oscura figura del derecho romano arcaico, un hombre que cualquiera podía matar sin cometer homicidio, pienso que es el núcleo incandescente que sigue sin apagar su fuego. De lo que me di cuenta es de que en aquella fórmula enigmática se escondía la estructura secreta de la política occidental: la inclusión de la vida en la esfera del derecho y de la política a través de su exclusión como nuda vida.
La referencia a la «nuda vida» remite a la idea de biopolítica que Michel Foucault elaboró en las décadas de 1960 y 1970. ¿En qué medida eres heredero de esa visión filosófica?
La biopolítica marca para Foucault el paso del Estado del Ancien Régime fundado en la soberanía a aquel moderno fundado en la población y el cuidado de la vida. Yo he buscado desarrollar este concepto, en dirección al presente, mostrando cómo la deposición actual de las ideologías políticas en nombre de la economía significa en realidad la asunción de la vida biológica como última tarea histórica de la humanidad.
¿Por qué defines tu investigación como una arqueología filosófica?
Cualquier otra forma que la filosofía asumiera terminaría inevitablemente en la habladuría. Si una de las tareas del pensamiento es la de conducirnos al corazón del presente, el pensamiento sólo puede hacerlo persiguiendo las sombras que la interrogación del presente proyecta en el pasado. Siempre me ha parecido extremadamente seria la broma de Flaiano: «Yo hago proyectos sólo para el pasado». Todas mis investigaciones van en esa dirección, para describir qué en el pasado es todavía posible.
Tu relación con el pasado se funda en un concepto que llamas arché, que significa inicio, principio, pero también mando. En varias ocasiones has precisado que no debe confundirse con origen. Es decir, con el concepto que está a la base de las religiones monoteístas. Como cuando se dice: «Dios es el origen de todas las cosas».
Lo que llamo arché no es el origen sino la brecha entre el punto de surgimiento de un fenómeno y la tradición histórica que nos lo ha transmitido. En la prehistoria en sentido estricto, donde no hay documentos, este intervalo es evidente; pero un momento prehistórico también está presente siempre en cualquier investigación histórica, y la grandeza de un historiador se mide precisamente por su capacidad de no ocultar y de llevar a la luz la prehistoria en la historia.
Arché, por ejemplo, es la palabra democracia. ¿Existe una diferencia sustancial entre el modo en que la concibieron los antiguos y el nuestro?
La diferencia esencial es que para los antiguos la democracia era un concepto del cual había que desconfiar o, sin embargo, que había que tomar con pinzas, mientras que para nosotros parece ser inmediatamente positivo. La ambigüedad del término viene del hecho de que designa dos cosas distintas: por un lado un principio filosófico-político, es decir, la soberanía popular, por el otro una técnica de gobierno, que en nuestro tiempo ha asumido la forma de ese sistema mediático-electoralista que ha vaciado de todo sentido al primero. El verdadero problema no es hoy la soberanía, sino el gobierno, no el rey, sino el ministro, no la ley, sino la policía. Si la democracia griega se fundaba en una politización de la ciudadanía, la actual se funda en una progresiva despolitización de los ciudadanos. Una sociedad compuesta de telecámaras y de dispositivos de seguridad no puede ser democrática.
En tus indagaciones arqueológicas has afrontado a menudo el tema de la teología política. ¿Cuál es la relación entre religión y política?
He buscado mostrar que, de la teología cristiana, derivan dos paradigmas políticos en sentido amplio, distintos pero vinculados: la teología política que funda en el único Dios la trascendencia del poder soberano y la teología económica que funda en la providencia divina el paradigma del gobierno de los hombres. Desde esta perspectiva la lectura de los innumerables tratados sobre los ángeles como ministros del gobierno divino ha sido mucho más útil y divertida que aquella de los manuales de filosofía política y de politología.
¿Esta diversión se extiende también a las liturgias de la política?
El análisis de las liturgias, de las aclamaciones y de los aspectos ceremoniales del poder tanto religioso como profano, me ha permitido comprender por qué el poder, que parece ser esencialmente acción eficaz, necesita en cambio del momento aparentemente inútil e inoperoso de la gloria. Por lo demás, precisamente en el libro El Reino y la Gloria, he mostrado que la gloria y las aclamaciones no pertenecen al pasado, sino que están más presentes que nunca en las sociedades modernas en la forma de la opinión pública y los medios de comunicación que organizan y controlan el consenso.
Mencionábamos antes la teología económica. ¿Existe un nexo, como pensaba Walter Benjamin, entre religión y capitalismo? ¿Realmente la banca ha tomado el puesto de la Iglesia?
Que el capitalismo sea una religión no es una metáfora. El capitalismo es una religión cuyo Dios es el dinero. Después de todo, el dinero no es más que un título de crédito que, desde que el gobierno estadounidense suspendió la convertibilidad en oro, se funda en la pura confianza, es decir, en la fe. La palabra griega que en el Nuevo Testamento significa fe es la misma que significa crédito. La banca, que no es otra cosa que una máquina para crear y gestionar crédito, ha tomado el lugar de la Iglesia y de los sacerdotes y, gobernando el crédito, administra la fe, la última confianza incierta que nuestro tiempo tiene todavía en sí mismo.
La escritura es una parte fundamental de tu trabajo. A este respecto has hablado a menudo de la poesía y del pensamiento como dos intensidades que recorren el único campo de la lengua. ¿Cuál tarea le atribuyes aquí a la escritura?
Existe un momento poético en cualquier obra de pensamiento y un momento filosófico en cualquier obra poética. Por eso la escritura es importante, por eso un filósofo que no se plantea un problema poético no es un filósofo, lo que no significa que tenga que escribir poesías o novelas; por el contrario, es sólo en la escritura filosófica que consiste su tarea poética.
¿En qué relación está esta escritura con la verdad?
Hay verdades que no es posible decir sin ponernos en cuestión a nosotros mismos en el acto de enunciarlas. Llamaría a estos actos «veridicciones», para distinguirlos de las aserciones de tipo científico o factual, cuyo sujeto es completamente indiferente a la verdad del enunciado. La verdad de la aserción «dos más dos son cuatro» es independiente del sujeto que la pronuncia, mientras que en una veridicción el sujeto se constituye y se pone en juego en el acto mismo de proferirla.
Tu idea de filosofía apunta menos a la argumentación lógica y más a la intensidad. ¿Qué quieres decir con esto?
Divido las cosas en dos grandes clases: las sustancias y las intensidades. Las primeras pueden ser definidas y separadas claramente una de otra, las segundas son en cambio tensiones que, como la corriente eléctrica, pueden ocupar y animar cualquier ámbito. Un ejemplo de intensidad es la política que, como hoy vemos, puede de golpe ocupar tanto la religión como la economía, tanto la ropa como el arte. Sobra decir que el pensamiento es por excelencia una intensidad.
En tus reflexiones filosóficas insistes en el concepto de «inoperosidad». ¿Qué significado le atribuyes?
Lo inoperoso —un concepto que ha sido a menudo malinterpretado— no significa para mí inactividad o inercia. Significa más bien una operación dirigida a volver inoperosas las obras de la religión, de la economía, de la política y de cualquier esfera del actuar humano, para abrirlas a un nuevo uso posible.
Explícalo más.
Un ejemplo es precisamente la poesía. ¿Qué es de hecho una poesía sino una operación en el lenguaje que desactiva sus funciones informativas para volver posible ese particular y más feliz uso de la lengua que llamamos justamente poesía?
Sin algún triunfalismo, miras con atención a los harapos de la historia, es decir, a lo que en ella es implícito, residual, marginal. ¿Qué implica esta elección de campo?
La atención a los harapos de la historia es para mí, como para Benjamin, un principio de método. No es necesario olvidar que lo que es verdaderamente importante se presenta a menudo en el mundo actual en formas marginales, infames e incluso ridículas. Simone Weil escribió una vez que sólo hombres caídos en el estado extremo de degradación social pueden decir la verdad. Creo que esto es verdadero también para los testimonios históricos que deben interesarnos: son como vestigios que continuamente corren el riesgo de perderse, pero justamente este riesgo constituye la fuerza incomparable de su testimonio.
Me sorprendió la idea de querer escribir una autobiografía en forma de cartografía.
Es una idea que me fascina desde siempre. También he tratado de pegar juntos los mapas de diferentes ciudades, de tal modo que una calle de Roma desembocara en una plaza de Nápoles y una avenida de París en un campo veneciano. Me fascina, además, la idea de una interacción de los tiempos, cuyo ejemplo perfecto es la ciudad en la que nací, Roma, donde sobre un mitreo hay una basílica paleocristiana, y sobre ella una iglesia románica, que se transforma finalmente en una catedral barroca.
Podría decirse que se trata de una arqueología de la ciudad. Pero ¿qué es hoy una ciudad?
Creo que las ciudades están muriendo y se van transformando cada vez más en museos. Quizá por eso me encuentro bien en Venecia, una ciudad que está muerta desde hace decenios y se encuentra por tanto en el estado que sigue a la muerte, es decir, el espectro. Y en Venecia aprendí que un espectro puede estar más vivo que casi todas las ciudades que he conocido.
Los libros a veces sobreviven a aquellos que los escribieron. Tú recopilaste nueve de ellos en uno solo. Bobi Bazlen habló de la importancia del «libro absoluto». ¿Te reconoces en esta afirmación?
Toda obra filosófica —pero toda obra— es siempre un fragmento, está siempre inacabada. No se concluye una obra como no se concluye una vida: se la abandona. Abandonar significa en este sentido dejar andar. Y como en la especie humana el ser que nace es siempre inmaduro, así la obra está siempre inacabada, proemio o prólogo a una conclusión que sigue estando siempre por venir. A pesar de su tamaño, el mío no es un libro absoluto en el sentido de Bazlen, ya que necesito de un antes y de un después, de una prehistoria y de una poshistoria.
Simple curiosidad: ¿alguna vez conociste a Bazlen?
Me encontré con él una sola vez, cuando tenía poco más de veinte años. Que mientras me interrogaba sobre mis preferencias literarias adivinara a primera vista mi signo astrológico no podía no sorprenderme. Sin embargo, creo que para acercarse a la verdad del personaje antes es necesario eliminar la leyenda impresa que se le construyó alrededor. Una vez, respondiendo a quien insistía por qué escribía, él se definió de este modo: «Soy una persona decente que pasa casi todo su tiempo en la cama fumando y leyendo».
La verdadera originalidad, has dicho una vez, se conquista como epígono. ¿De quién eres epígono?
Cuando se busca desarrollar aquello que en la obra de un autor ha permanecido no dicho, se alcanza fatalmente un punto en el que no se sabe ya si lo que se ha encontrado pertenece a nosotros o a él. La verdadera originalidad es esta zona de indiferencia, donde es imposible asignar un nombre y una identidad. Como autor, soy en este sentido un ser que se genera sólo a partir de otros.