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Gianni Carchia / Glosa sobre el humanismo

Nos hicieron llegar a Artillería Inmanente esta traducción de un texto de uno de los más grandes filósofos italianos del siglo XX (hoy ciertamente olvidado), Gianni Carchia, donde discute a propósito del humanismo y el cual fue primero publicado en L’erba voglio, núm. 29/30, septiembre/octubre de 1977, y republicado en el sitio web de Qui e ora, núm. 8, 12 de diciembre de 2017. Esta republicación incluía también una nota introductoria (marcada también en negro a continuación) escrita por Marcello Tarì. (A propósito de Carchia también es crucial citar las palabras de Giorgio Agamben —en un homenaje luego de su muerte— según las cuales «el nombre de Carchia se inscribe con pleno derecho en el registro de los pocos nombres que cuentan en el pensamiento italiano de los últimos treinta años, al lado de aquellos de Giorgio Colli, Furio Jesi, Enzo Melandri»).

 

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Tras este 2017 en el que se ha celebrado, y habría que decir que con sobriedad, un aniversario doble —1917 y 1977—, queremos concluir nuestra «celebración» con un escrito que fue publicado en el otoño del 77 en una de las revistas más importantes del movimiento de las autonomías de aquellos años, L’erba voglio, un escrito que fue firmado por una de las presencias más profundas y luminosas del pensamiento italiano de nuestro tiempo, a la cual valdrá la pena regresar: Gianni Carchia.
Lo hacemos también porque las consideraciones que fueron desarrolladas en este texto valen para ambos acontecimientos en cuestión: tanto para el 17 soviético como para el 77 de la autonomía. A fortiori para nuestro presente.
No creo que mucha gente «sospeche» del compromiso de Carchia, conocido principalmente por sus estudios de estética, en el movimiento subversivo de aquellos años. Traductor de Benjamin, de Adorno, de Horkheimer, de Warburg, de Schürmann, pero también de Jacques Camatte, por ejemplo. De hecho, en este número de L’erba voglio, además de su propio artículo, aparece la traducción editada por él de un escrito de Camatte, el cual comentaba los sucesos italianos de aquellos años sosteniendo una tesis en muchos sentidos provocativa y, podemos imaginar, incluso escandalosa para los militantes de la época. Y es que, si era evidente que el 77 italiano concluía «a lo grande» la temporada de crisis de la representación de la civilización del capital —y, en consecuencia, de la descomposición de todas las identidades— inaugurada desde el Mayo francés y, aunque quizá de un modo menos evidente, también la de la disolución de la cultura como lugar del intercambio de mujeres, bienes y palabras, la revuelta italiana no alcanzaba el objetivo precisamente por cuanto, al menos en sus voces «oficiales», no sólo reivindicaba una identidad —«nosotros somos los verdaderos proletarios»—, sino que en sus formas organizadas también quiso hacer de representante suyo e, incluso, combatir para que el proletariado reencontrase una mítica unidad atribuida, pasando por alto el verdadero objetivo marxiano, que era justamente la autonegación del proletariado en cuanto clase.
El problema, decía Camatte, era visible, por ejemplo, en la teorización del obrero social que, por el contrario, parecía operar en la dirección opuesta, es decir, en el sentido de que todos devenían virtualmente proletarios. Pero ahora, sostenía el animador de Invariance, era inútil apelar a una «clase» desaparecida y era especialmente inútil pensar en luchar contra el capitalismo permaneciendo sobre su terreno, a saber, el de las relaciones de producción, más aún queriendo hacerse sus verdaderos intérpretes, como luego en los años siguientes se hizo cada vez más evidente. El verdadero enjeu, el verdadero desafío, decía Camatte, radicaba en la explosión de la identidad —y el 77 italiano fue un diorama sublime de esto, con todos esos personajes singulares: las feministas, los indios, los homosexuales, los armatisti, los soñadores, los freaks— pero también en la elaboración de otras relaciones, concretamente relaciones afectivas que, en su opinión, podrían haber permitido el libre desarrollo de las mujeres y los hombres. El breve y fulminante escrito de Carchia parece apoyar implícitamente este análisis, pero va aún más al fondo: sondea el abismo en el que aparece con toda evidencia que la crítica del capitalismo, aquella que también es la hegemónica en los movimientos contemporáneos de protesta, demostraba ser nada más que su otra cara, incapaz de salir verdaderamente de una representación idealista suya, pero especialmente de su cadena mortal de efectos materiales, que porta sobre sí un nombre grabado a sangre: la humanidad.
Y la cuestión, dice Carchia, no se resuelve oponiendo un antihumanismo al humanismo, sino explorando lo no humano, aquello no humano que se erige como detención de la historia. Rechazo al reivindicacionismo, rechazo al praxismo, rechazo al progresismo, rechazo al politiquerismo: en una palabra, suspensión del sujeto «humano». La desagregación de la totalidad y la aparición de un mundo y de sus identidades reducidos a fragmentos son la introducción a la verdadera liberación.
En esta pequeña «glosa», en la cual se reflexiona ya sobre la crisis en la que el movimiento del 77 se enroscará a partir de aquel mes de septiembre, Gianni Carchia comienza a esbozar realmente la posibilidad de pensar un gesto no humano recorrido por una energía singular, aquella que en estos últimos años hemos aprendido a llamar potencia destituyente.

 

mar.ta.

 

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Desde el surgimiento de la sociedad burguesa, y a lo largo de todo el curso de su existencia, el énfasis sobre el hombre ha sido el precio pagado al desarrollo y a la autonomización del valor de cambio, así como a la reificación progresiva de las relaciones humanas. Cuanto más crecía la deshumanización capitalista —la «composición orgánica» de la sociedad y de los individuos— tanto más el referente de la ideología, no importa de qué signo, se tornaba —contra lo artificial, lo ficticio y lo despótico de esas relaciones— lo natural, lo genuino, lo humano. Pero si, para la apologética burguesa, la invariancia de la naturaleza humana era una garantía evidente del sistema planetario de explotación, fue fatal el equívoco que, sobre este mismo terreno, llevó al movimiento proletario a exaltar, contra el capital y la injusticia de las relaciones de producción, el trabajo y el mero despliegue de las fuerzas productivas, puestos como el equivalente general del sujeto y del hombre emancipados. Los mismos recordatorios y advertencias de Marx, en la Crítica del programa de Gotha, no bastaron —en virtud de un enraizamiento tenaz de la teoría en una opción naturalista y positiva, aunque crítica— para iluminar a los proletarios en lo que respecta al hecho de que, como se había escrito con todas las letras para desenmascarar a la economía política, el capital y el trabajo son los dos polos de una relación única, que hay que tomar o que hay dejar en bloque y no uno solo de sus componentes. Donde Hegel había definido, glorificándolo, el despliegue de la esencia de la sociedad capitalista como un proceso en cuyo interior la sustancia deviene sujeto, sus adversarios inmediatos, materialistas y existencialistas, se dirigieron a encontrar el sujeto verdadero y auténtico en el reverso del sujeto «automático» del capital, que procede de la alienación, el cual era puesto de relieve por la dialéctica hegeliana; tal sujeto se convirtió una vez más, a veces míticamente, en la sustancia, la naturaleza humana, sólo que ya no falsificadas y desfiguradas. Lo humano se configuraba aquí como algo subterráneo, un substratum temporalmente perdido y recubierto por la exteriorización de toda relación inmediata, vital, pero destinado, tras el dolor de la alienación, tras la odisea de la historia como «prehistoria» o como «caída», «exterioridad», a resurgir y triunfar. De aquí viene el abandono ciego, sea optimista o desesperado, a las fuerzas de la razón objetiva, del progreso, de la historia. La teoría que reivindicó lo humano, frente a su alienación y capitalización, sólo pudo hacerlo, sin embargo, ignorando que precisamente tal corrupción, lejos de estar en conflicto con la esencia humana que se reveló históricamente, no era ni más ni menos que el resultado de su exaltación, la prolongación de sus rasgos naturales, exterminadores y portadores de muerte.
Es por eso que, descifrados hasta el final, el comportamiento humanista y el antihumanista no se revelan alternativos, sino inmediatamente idénticos. Si, por una amarga ironía, es correcto el reproche de idealismo dirigido por el estalinismo al Lukács de Historia y conciencia de clase y al comunismo radical, esto es así porque en aquellos idealistas repletos de peligros termina, no ya la impaciencia del gesto revolucionario, sino la insistencia en el extrañamiento y en la reconducción con respecto a lo humano como ejes de la crítica al capitalismo, una insistencia que luego será común —como crítica del fetichismo y llamado a la «vivencia»— a la fenomenología y al existencialismo. Nada resulta más paradójico que el reclamo de una superación de la alienación por medio del retorno a un sujeto humano, para volverlo, de ser posible, más propietario de lo que ya lo es, como si el antihumanismo, la unión final entre el capitalismo y la barbarie, no estuviera inscrito en el mecanismo de la autoconservación generalizada, en ese ser universalmente humano que cancela y erradica todo lo que no lo refleja. Hoy en día, por último, se ha vuelto claro que el referente humanista, incluso en sus variantes más radicales, no es sino la expresión invertida de la «antropomorfosis del capital», de la «muerte del hombre». Pero el antihumanismo profesado por el pensamiento dominante y, ante todo, por el estructuralismo —el cual también, con una ironía tan profunda como involuntaria, sustituye a la filosofía con las «ciencias humanas»— continúa siempre, precisamente en cuanto «mímesis de lo muerto», dirigiéndose a los objetivos de la autoconservación y del sujeto: humanismo travestido. Esto se evidencia en el hecho de que en él se plantea el problema de un viraje en el pensamiento —como un problema de «decisión», «elección», «voluntad»— en términos en sumo grado subjetivos. Pensar realmente de modo no ya humanista no equivale, entonces, a pensar en términos antihumanistas, todavía y siempre despóticos, arbitrarios, violentos: en una palabra, humanistas. No se sale de la dialéctica, del daño de una mala historia, solamente cambiando su signo, «poniéndola de cabeza»: cada inversión decidida de ella es sólo su enésima confirmación. Tomar distancia del hombre, de su historia de sujeto posesivo en el cual se continúa, sin ser reconocida, la naturaleza irreconciliada, no significa entregarse, identificándose con el agresor, a la deshumanización en curso, a la objetividad de un camino recto, en última instancia, aunque sea de sujetos impersonales.
La crítica de la ideología, la confrontación entre la realidad y sus premisas ideales, el desenmascaramiento de la falsa conciencia y de la falsa reconciliación hoy en día se han vuelto —incluso en la forma extrema adoptada por la «Teoría crítica»— vanas por la absoluta integración en la sociedad tardo-capitalista de los ámbitos propios de la apariencia y de lo humano, fuera de la dominación y de lo reificado: la cultura, la crítica, la democracia. Sin embargo, incluso si esta integración ha mostrado que la referencia al significado, a la plenitud, al valor de uso: en una palabra, al hombre, no es más que la coartada de la barbarie y que ya no se puede invocar, si no es con mala conciencia, la consecuencia de todo ello no es el abandono a la verdad de los hechos, a lo inhumano de la supervivencia. Lo no humano, aquello que ha permanecido fuera de la dialéctica y de la falsa alternativa entre humanismo y antihumanismo, tal es quizás la utopía del pensamiento: algo que no está en la afirmación o, viceversa, en la muerte violenta del hombre y de la apariencia, sino más bien en su suspensión y desaparición. ¿Cuál sería el perfil de un pensamiento que se nutre de lo no humano, de la huella de aquello que no existe ya o no todavía, de lo ya no, nunca todavía, humano, de aquello que en el humano no es impíamente subjetivo y natural? Aun si su presagio —en cuanto límite, inquietud, promesa— alimenta todo el idealismo, de la doctrina de lo inteligible en Kant al autorreconocimiento del espíritu absoluto en Hegel, hasta el reino de la libertad en Marx, eso todavía tiene aquí, sin embargo, una función de resarcimiento, compensación, reintegración. Constituido sobre el dolor de la apariencia, del autorreconocimiento, de la historia, lo no humano no parece poder nunca liberarse verdaderamente, en el idealismo, de sus malas y culpables raíces: su gratificación tiene todas las características, sólo que de signo invertido, de su odisea.
No humano, radicalmente diferente, sería en cambio, quizás, un momento que hay que exhibir en el gesto de despedida dirigido a la dinámica idealista, como adiós a una exaltación de lo humano llevada hasta su punto de explosión. Sería la renuncia a sustituir al dios muerto por un humano que, perdiendo el sentido de su identidad, se expande, según un impulso devorador, hasta vaciar y anexionarse —como totalidad— todo límite, toda trascendencia, todo infinito. Sería rechazo al sujeto que reivindica, exige, hace; disposición a darse a aquello reprimido y prisionero en sí y fuera de sí, acogiéndolo en sí y quitándole así su mala urgencia inmediata. Sería —como diferencia— aquella línea donde la mezcla impura de sujeto y objeto, que es el carácter de la dialéctica realizada, al fin, disolviéndose, se separa. Así, lo no humano, puesto que no cae en el movimiento de la historia, tampoco es la inmovilidad del mito: más bien, es la detención de la historia; puesto que no coincide con la expansión del sujeto, tampoco es su mera anulación: es más bien su agrietarse; puesto que no es uno solo con la exaltación de la conciencia, tampoco es el silencio informe del inconsciente: es más bien su voz irreductible. Desintegración de las identidades, deshacerse de las totalidades: no porque sus fragmentos —las asimetrías y lo informe forzados a «salir fuera»— se vuelvan otra vez contradicciones, momentos motrices del destino del mundo, pero tampoco porque se abandonen a su ciega deriva, blancos fáciles de nuevo del veredicto de la dialéctica: sino más bien porque persisten en su no-identidad.

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