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Antonio Negri / ¿Posoperaísmo? No, operaísmo

Presentamos en Artillería Inmanente, por su en ocasiones pertinencia monográfica, la traducción de una intervención italiana de Antonio Negri, a propósito del operaismo, pronunciada en Cambridge el 15 de abril de 2017.

 

En la reciente literatura teórica marxista se habla a menudo de «operaísmo» y de «posoperaísmo». Como es sabido el operaísmo [operaismo, lit. obrerismo; n. d. t.] nace en Italia a finales de la década de 1950 y se expresa en la década de 1960 a través de las revistas Quaderni Rossi y Classe Operaia. Se suscitan dudas sobre la continuidad del operaísmo entre aquella fundación y la década de 1970, cuando conoció una primera fase expansiva, y después en el siglo XXI cuando será recibido en el debate internacional. Por tanto, algunos proponen llamar «operaísmo» solamente a aquel «en bruto» que fue propio de la década de 1960; y llamar «posoperaismo» a aquel posterior. Pero ¿existe realmente un «posoperaismo»? Si existe, nace de los debates, de las lecturas filosóficas y de las reflexiones sociológicas de los militantes operaístas encerrados en las cárceles italianas en la década de 1980, cuando se interrogan sobre la derrota sufrida por las luchas de la clase obrera de frente al neoliberalismo naciente. Si el posoperaísmo tiene por tanto un origen, es un noble origen —tal es en efecto el de aquello que surge de la Resistencia— y es por su fuerza de comprensión de la derrota y en el ir más allá de ella como ha ejercido una influencia sobre la sucesión de las luchas sociales por lo común en los decenios situados entre los dos siglos.
Antes de preguntarnos si efectivamente se puede hablar de «posoperaísmo» como un método y una corriente de ideas diferentes del «operaísmo», busquemos comprender cómo se había planteado el problema o se había dado un equívoco en torno a ese post-. ¿Qué era el operaísmo en la década de 1960? Dicho brevemente: una teoría de la lucha de clases fundada en una ontología constituyente antes que en una ontología dialéctica, en la subjetivación del trabajo vivo antes que en la dialéctica hegeliana, incluso marxianamente «invertida». No hay que asustarnos cuando escuchemos la palabra «ontología». Significaba, precisamente, ni más ni menos, la prioridad del trabajo vivo con respecto al dominio capitalista, la productividad constitutiva del trabajo ante su explotación, la asimetría intransitiva del trabajo vivo ante aquel muerto. Ahora, en las cárceles, después de un decenio de luchas, ontología significará que en cualquier caso se está dentro de una realidad fuerte, dentro de un inacabable asunto vivido y una profundidad de resistencia, entonces y siempre, insuprimible. La lucha de clases era, aquí, no erradicable. Se trataba de operar un aggiornamento con respecto a las prácticas precedentes de la lucha de clases, basándose en el análisis de las nuevas formas de explotación. El así llamado posoperaísmo se mueve así a partir de una radical relectura de la «forma del valor», es decir, de las nuevas condiciones sociales entre las cuales se desarrollan las técnicas de dominación del neoliberalismo y la nueva resistencia a la explotación, y las pone en la base del análisis.
Por tanto, existe por un lado una reflexión teórica sobre la «forma del valor», fuertemente influenciada por la lectura de la obra de Isaak Rubin. Por «forma del valor» se entendía que, cuando mutaban las magnitudes del valor (y la «ley del trabajo-valor» se encontraba en crisis como instrumento de medida de la valorización) y la sustancia del valor, es decir, la relación que apretaba la cualidad del trabajo productivo (ahora cada vez más inmaterial) al mando capitalista, es decir, implicaba la modificación del envoltorio general del dominio del capital. Las investigaciones (si bien incompletas) sobre la socialización de trabajo y la formación posterior de un orden posindustrial —entonces puesta en evidencia por las propias políticas capitalistas del trabajo— y el avance en la crítica filosófica de la totalización capitalista —contra la escuela de Fráncfort, ya operada en la década de 1960 y ahora retomada y profundizada sobre las huellas de los posestructuralistas franceses— abrían a un horizonte históricamente mutante sobre el cual se confirmaba que la dialéctica de la «relación de capital» no podía ya funcionar sobre el ritmo triádico de la afirmación-negación-superación (o, en el jargon operaísta, «luchas-crisis-reestructuración»). El ritmo de la relación de capital se había hecho lineal, la relación de capital insistía ahora en una constitución dualística de subjetividades antagonistas. La transformación de la fuerza de trabajo del «obrero masa» al «obrero social» se describía así sobre los parámetros del análisis de la «forma de valor». Dicho de otro modo, no solamente relación a la crisis de la medida (magnitud) del valor o a la modificación de la sustancia (socialización e inmaterialización) del trabajo, sino como transformación del mismo «modo de producir», es decir, del conjunto de las estructuras sociales y políticas que «ponen en forma» la explotación y la dominación. Así el trabajo se abría a ulteriores potencias: del «obrero social» hasta aquella figura que más tarde llamaremos «multitud productiva», instalada en un tejido biopolítico. Se dilataba además el espacio de la explotación capitalista y de la resistencia social, hasta configurarse sobre el espacio global, mientras la explotación extendía su alcance a la sociedad entera (scilicet —más tarde— «extracción» del valor de la producción).
La progresiva «revolución lexical» que el así llamado posoperaísmo producía (del «obrero masa» al «obrero social» a la «multitud»), reflejaba las transformaciones del ser real, estaba por tanto ontológicamente fundada. Regresemos pues a esa palabra indecible: «ontología». ¿Por qué tener miedo de ella, de esta palabra —análisis del ser en cuanto ser— cuando es evidente que, para los materialistas, no declara nada más que la lección materialista del ser como producción? ¿Quién tiene miedo de la ontología cuando es definida como ontología de la producción y por tanto de los antagonismos sociales? Pueden sentir miedo sólo aquellos que no se arriesgan a ser radicalmente materialistas. Ahora, «ontológicamente fundado» significa aquí tres cosas. La primera es que la historia, el ser determinado es la base ineludible de toda lucha de liberación y que en la historia residen las luchas del proletariado, victoriosas o perdidas, y está diversamente compuesta por estas determinaciones. Este fundamento histórico duro que constituye el terreno materialista de nuestro análisis, es lo que es definido en la «forma» del valor, entendida a la manera de Rubin (pero también en el joven Marx y en el «materialismo histórico»).
La segunda anotación insiste en el hecho de que esta ontología es dualista, antagonista. Se desarrolla en la lucha de clases y ocupa de este modo la relación de capital según dimensiones biopolíticas. La vida puesta en el trabajo y la vida sometida a la dominación son las que aquí chocan continuamente y la ontología está marcada y nunca resuelta por este choque. De aquí el ilusionismo de toda «vía de fuga» que quiera hacer explotar de manera instantánea, acontecimiental, en un imaginario jetzt-Zeit, la relación de capital. No, esta relación debe ser trabajada, con continuidad, para abrirla a la liberación. Es de hecho el terreno entero de la reproducción lo que la socialización de la producción moviliza. Es preciso trabajar esta ontología hasta que los explotados, los trabajadores, los pobres, los excluidos no sólo tengan la fuerza de subvertir sino también aquella de reinventar nuestro mundo.
Y es aquí donde emerge el tercer punto de esta ontología: el dispositivo constituyente. En el antagonismo se forman fuerzas subjetivas, en la historia se produce subjetividad, porque producción de subjetividad es «producción de producción», es el desarrollo mismo de la historia, vista desde las luchas y en la capacidad de construir —con la subjetividad misma— riqueza y libertad. El ser, en este materialismo, no es nunca vacío, no es nunca impotencia; es siempre recorrido del trabajo y del deseo, por tanto, de la productividad del trabajo vivo. Resalta aquí el conflicto principal de toda historia de la metafísica: aquel entre concepción materialista del ser productivo y concepción místico-trascendental del ser negativo, y se empuja la elección necesaria entre Hobbes y Spinoza, entre fascismo y libertad. De hecho, el mismo «miedo» —que según Hobbes estaría a la base del soberano trascendental— tiene una segunda y más verdadera definición que está a la base de nuestra misma civilización: el miedo constructivo, aquel recordado en el «año Mil», aquel que, surgiendo de las barbaries del evo di mezzo, la gente europea tuvo la capacidad de superar, contrastando decididamente la superstición y el mito destructivo que la rige. Arrojándose, incluso pobres, explotados y excluidos, más allá de los márgenes del miedo, de la superstición, de la dominación, para construir civilización.
¿Posoperaísmo, por tanto? ¿Y por qué post-? Aquello que fue construido en las cárceles y después fue llevado fuera a organizar las luchas entre los dos siglos, fue más bien una nueva versión del operaísmo, en la continuidad de su fundación ontológica y de su método. En eso eran determinantes (como en las prácticas operaístas de la década de 1960) la concepción constructiva de las luchas de clase, la investigación y un análisis antagonista del proceso histórico. Y después había, simplemente, la adecuación de esa matriz a la nueva realidad: un aggiornamento o actualización a las nuevas «formas» de la condición histórica. ¿Operaísmo como ontología? Sí, porque la ontología constituye la única posibilidad de decir lo que somos y lo que queremos ser, porque ontología es ser productivo y sin producción no hay vida. Así se salía del «operaísmo en bruto» definido entre Quaderni Rossi y Classe Operaia y, mientras se nutría el operaísmo de los resultados de las luchas pasadas, se lo abría a aquellas futuras.
¿Cómo sucedió, por tanto, que el operaísmo se adhirió a la nueva composición de clase, como sucedió que desarrolló y actualizó el enfoque «en bruto» de la década de 1960? ¿Cuáles son sus conceptos fundamentales y cuáles son las contaminaciones del pensamiento contemporáneo con los cuales se confrontó y por los cuales fue fecundado? Aquí en lo sucesivo podremos únicamente hacer un listado de las sucesivas actualizaciones de este desarrollo, y por tanto de la capacidad del operaísmo para morder con continuidad la realidad del conflicto de clase y para definir sucesivamente a los sujetos cambiantes.
Un primer episodio se liga al descubrimiento de la sociedad-fábrica. Pero —en la década de 1970— no porque, como sucedía desde el inicio del siglo XX, la fábrica se extendiera sobre la sociedad sino porque la sociedad comenzó a absorber la fábrica. Las luchas de la década de 1960 habían debilitado fuertemente el mando capitalista al interior de las fábricas, la lucha obrera había sido incontenible. Fue entonces cuando, a partir de un fuerte contraataque capitalista, las fábricas fueron en buena medida desestructuradas y deslocalizadas: automatización industrial y fuerte reducción de la fuerza de trabajo empleada, externalización de los repartos productivos secundarios, reorganización de los territorios en términos productivos. Los muros de las fábricas se habían desplomado, movilidad y flexibilidad se volvían las cualidades de una fuerza de trabajo ahora completamente socializada y constreñida a la precariedad (o a ser engullida por la desocupación). La industria se socializaba, el obrero también: «obrero social» después de haber sido «obrero masa» y en espera de confundirse en la multitud de singularidades que, entre escuela y fábrica, entre servicios y desocupaciones, busca en las redes productivas sociales una nueva colocación. Había que reconocer todo esto en el momento en que las fuerzas de la izquierda, políticas y sindicales, eran incapaces de hacerlo y mantenían el ojo fijo en las viejas figuras del trabajo; fingiendo defenderlas de manera corporativa, perdiendo con ello cualquier capacidad de expresar y conducir la nueva composición técnica de la fuerza de trabajo socializada, en una acción de ataque a la reestructuración capitalista en curso. Los operaístas intentaron intervenir sobre esta transición y fueron derrotados. Nunca perdonaron a las fuerzas políticas y sindicales de la izquierda no haber estado al lado de los obreros en este pasaje, haber elegido más bien ser interiores a las «reformas» capitalistas.
Desde el punto de vista teórico, se desarrolló aquí la distinción marxiana entre «subsunción formal» y «real», en los casos en que con la primera se entiende la subordinación relativa del trabajo (y de la sociedad) bajo el capital, con la segunda el devenir total de esa subordinación. El análisis de esta transición caracterizó al primer operaísmo. Pero ya en la década de 1970, esta dimensión podía ser puesta en discusión porque la subsunción «real» era sacudida por la modificación de la forma del trabajo, y en particular por la emergencia del trabajo inmaterial. Por trabajo inmaterial se entiende el trabajo intelectual, cooperativo, afectivo, y aquel que se cumple de manera no repetitiva, en los servicios y en la industria; comprendiendo aquí el trabajo material, organizado de manera informática o de servicio a la automatización. El trabajo inmaterial recibía la «subsunción real» de la sociedad bajo el capital como condición previa; sin embargo, presentaba una recualificación del marco general en un nuevo régimen de producción, posindustrial, construido sobre redes a través de la informatización del trabajo y de la sociedad.
En segundo lugar, por tanto, fue desarrollado el análisis de la nueva composición del trabajo. Se nos plantea, por tanto, la pregunta: ¿cómo se modificó la fuerza de trabajo, el capital variable en su relación con el capital fijo, en la transición del modo de producción industrial a aquel posindustrial? ¿Del trabajo material fordista al trabajo inmaterial posfordista? La respuesta había sido ya vislumbrada en los análisis de algunos camaradas de los Quaderni Rossi ya en los primeros años de la década de 1960 (Romano Alquati y Ferruccio Gambino en particular) que, estudiando el desarrollo de las luchas en las fábricas más avanzadas, habían intuido el predominio progresivo de la inteligencia sobre los cuerpos en el proceso productivo. Estas primeras advertencias encontraron apoyo en la lectura del «fragmento sobre las máquinas» de los Grundrisse; que permite plantear el General Intellect marxiano como objeto de la investigación. De aquí nuevas definiciones de la productividad del trabajo vivo en su inmaterialidad inteligente y/o afectiva, etc.; y de las formas en las cuales el capital lo organizaba. Pero también primeras experiencias de los modos en los cuales este nuevo trabajo organizaba la resistencia, porque no era cierto que el trabajo intelectual masificado, la «intelectualidad de masas», fuera más fácilmente subordinable por el capital. De hecho, ella contenía una energía que unía a la resistencia la capacidad de proyectar «otras cosas». Pero acerca de eso más tarde.
Por ahora subrayemos lo que se volvía importante aquí: el análisis de la cooperación laboral. Se sabe que el estudio de la cooperación es indispensable para la definición de la productividad: la cooperación, en la producción, determina siempre un excedente de valor. Ahora, la cooperación era enormemente incentivada por el hecho de que ella se daba en la expresión inmaterial del trabajo. El trabajo, volviéndose cognitivo, correlacionándose en redes, conquistaba una transversalidad potente. La fuerte cooperación que se establecía entre estas potencias expresivas mostraba una virtualidad de autonomía y de singularización, de «diferencia» y de resistencia, frente y contra el mando capitalista. Parecerá claro lo que la figura de la «virtualidad», de potencia expresiva, de diferencia y excedencia, debían al trabajo de Deleuze y Guattari. Se trató de hecho de una explícita contaminación que se determinó a partir de la discusión de los Milles plateaux. Si el obrero social se volvía «obrero cognitivo», a las cualidades sociales del primero (movilidad, flexibilidad, etc.) se implantaban aquellas cognitivas del segundo: transversalidad, cooperación lingüística, etc. Si el obrero social había introducido la fábrica en lo social, el trabajador cognitivo construía una empresa social del comunicar como base del producir.
De la inteligencia a la vida: ésta fue entonces la transición a cumplir. De hecho, nos preguntábamos, una vez definido el trabajador cognitivo, y registrado el intento capitalista de subsumir el General Intellect, dónde más se crea valor; y se reconocía que éste surgía precisamente de la explotación de la cooperación social, de las redes reproductivas de lo social y de aquello común que el modo de producción presuponía a la apropiación «privada» o «pública» del valor. Era en este punto donde el operaísmo resultaba ulteriormente actualizado, cuando se advertía que la socialización productiva y el obrar cognitivo ocupaban la vida. La composición técnica del trabajo se abría a las «formas de vida», eran estas últimas las que se volvían decisivas en el proceso productivo. La vida era puesta en el trabajo y por tanto implicaba el hecho de que no sólo el mundo de la producción sino también aquel de la reproducción (que comprende la reproducción de la vida) fuera puesto en el trabajo. El nuevo sujeto laboral, móvil, flexible, social y cognitivo y la forma de vida que le era propia, resultaban ser figuras biopolíticas, bioproductivas y reproductivas de bios.
Es completamente evidente la importancia que los movimientos feministas movilizados en el terreno de la reproducción social, tuvieron en la redefinición de la producción social y la propia «forma de vida» como elemento decisivo de la producción. También en este terreno fueron las primeras luchas en indicar esta modificación de la composición social (e incluso política) del proletariado: el movimiento feminista tuvo una eficacia epistemológica, además de pedagógica. Y el operaísmo hace de la comprensión biopolítica de la producción de valor un nuevo eje de investigación que lo conduce a dos resultados. El primero fue aquel de poder recoger bajo la definición antagonista del capital toda forma de explotación que se diera en el terreno social. Con eso se asumieron «bajo la crítica» las concepciones terceromundistas (hasta entonces sólo capaces de dramatizar lo particular), recogiendo más bien sus instancias de emancipación y la especifidad de la protesta antiimperialista en la unidad del proyecto anticapitalista. La segunda fue dar dignidad antagonista, precisamente, a los movimientos sociales en sus luchas; bastante más ampliamente de lo que habrían podido hacer las viejas organizaciones sociales, con el objetivo de definir hipócritas políticas de «alianza». Y de encontrar aquí, en estas luchas, y de poder retomar como actual aquel «punto de vista» que había creado el operaísmo: ver todo desarrollo histórico de la lucha por la liberación del trabajo «desde abajo», desde la lucha de clases de los explotados, por tanto la capacidad de dar a este punto de vista una intensidad biopolítica y una extensión universal. Después del fin de la centralidad de la fábrica, la lucha de clases reconquista aquí, enteramente, su virtualidad revolucionaria.
Llegados a este punto, tenía caso plantearse la pregunta sobre la «composición política» de este nuevo proletariado. Era como someterlo ad experientiam crucis, a hacer emerger por tanto una nueva figura subjetiva que tuviera los hombros para soportar un poder constituyente, porque era esto lo «nuevo» que esa serie de actualizaciones hasta aquí conducidas podía injertar en el operaísmo. No para hacer de ello un «post-» (que es siempre un término peyorativo, si no es que corruptivo) sino un «nuevo» operaísmo, que reconquistara la frescura y la potencia teórica de aquel que había sido el operaísmo de la década de 1960, el «viejo» operaísmo. Había aquí un elemento que volvía fuertemente novedoso a este nuevo con respecto al viejo; y era donde, como ya se recordó, un excedente (del trabajo cooperativo y/o cognitivo) rompía la vieja secuencia triádica: luchas-crisis, reestructuraciones, un tiempo clásica. Aquí, cuando este excedente, esta potencia fuera aprovechada al interior de la nueva composición política del proletariado, se tocaba el nivel de la innovación política y se rompía con la repetición de la triada «luchas-crisis-reestructuraciones». Ya en el fondo fenoménico del análisis, el trabajo vivo contenía in nuce aquella potencia constructiva que se expresaba plenamente como costituency [sic]. Y se reconocía al trabajo vivo un ansia institucional, creativa y de ningún modo imitativa o parasitaria (como era aquella energía de la clase obrera en el viejo operaísmo, íntimamente adecuada, acomodada en las estructuras autoritarias del tercerointernacionalismo). Si por tanto, a través de la indagación, el trabajo vivo había revelado su coesencialidad a las cooperaciones sociales y si la cooperación, injertándose en la comunicación mostraba la extraordinaria productividad de sus conexiones inmateriales; si la genealogía del General Intellect había ofrecido un paradigma seminal a estos desarrollos teóricos, ahora se podía ir más lejos: sumergir este trabajo vivo en la historia e identificar los procesos de subjetivación, de costituency, que hacían de todo ello un sujeto político.
¿Podía ser criticada esta hipótesis de constitución posible de la composición política del proletariado, en rígida continuidad con la definición de la composición técnica? ¿Como si, entre una y otra, hubiera una conexión necesaria e irresistible? Ciertamente sí. La insistencia que aquí se ejercía sobre la subjetividad política daba una impresión de abstracción ideal y de una fijación ontológica impropia. Parecía que por pura fuerza lógica, la conclusión del racionamiento estuviera implícita en su premisa: es justamente eso lo que una indagación materialista no puede conceder. Es claro entonces que aquí había que avanzar y describir procesos de subjetivación capaces de desidentificar cualquier presupuesto y de restituirlos enteramente a la Praxis.
Retomar el contacto con la historia era, en este punto, necesario y había que confrontar las hipótesis de frente al proceso histórico. Se podía huir de los peligros de una codificación abstracta de la experiencia sólo historizando el análisis hasta aquí conducido y proponiéndose describir la subjetivación del trabajo vivo dentro de su realización material. Foucault fue aquí extremadamente útil porque proporcionó los medios para traducir el análisis histórico en experiencia constituyente, a través de un enfoque genealógico y una definitiva nueva articulación de política y ética. En suma, a través de un retorno a la militancia como base de toda «verdad», a la resistencia colectiva como base de todo comportamiento y de toda conquista política. Este sumergimiento en la historicidad de las luchas no constituía de ninguna manera una operación individualista: las condiciones de una constitución colectiva del sujeto estaban de hecho dadas. A ellas nos atenemos cuando la militancia es reconocida como un ahondamiento del «Nosotros», como destitución de la individualidad y una fuerte atención al «hacer verdad». Es claro que con ello se regresa al operaísmo como lugar a partir del cual es posible construir movimientos políticos y reconocerse a sí mismos en el movimiento político de liberación.
No se trata solamente de una decisión ético-política. Esta transición es también a través del conocimiento. Porque la primera consecuencia de aquello que hasta aquí habíamos buscado mostrar, es decir, la nueva ontología histórica de la lucha obrera contra la explotación, nos pone en la situación de confrontar nosotros mismos al mando, de colocarnos a nosotros mismos como trabajo vivo frente al capital. Es una «historia interior» a la lucha de clases, aquella que cada uno de nosotros está obligado a vivir y en la cual busca liberación. ¿Cómo organizar nuestra vida en este encuentro? ¿Cómo colocarse dentro/contra el mando capitalista, reconociendo no tener alternativa, combatiéndolo, bloqueando su fuerza de explotación de lo singular y de «extracción» colectiva del valor? ¿Arrancándole los instrumentos de conocimiento y de poder? Creo que estas preguntas constituyen el corazón del operaísmo. Eran las cuestiones que el obrero masa se planteaba en la fábrica cuando organizaba su resistencia y son las preguntas que nos planteamos en nuestra lucha para liberarnos, a la altura de una dominación impuesta a nosotros en el General Intellect. Estamos dentro del mando capitalista, vivimos dentro de él, ponemos en operación el deseo de liberación dentro de estas condiciones ontológicas; tal es el lugar en el cual se ha situado un Maquiavelo posmoderno para construir una alternativa revolucionaria.
Creo que aquí debo detenerme a señalar las categorías que caracterizan al operaísmo en sus progresivas actualizaciones. Menciono simplemente algunos temas que están por cierto en el centro de las discusiones de los operaístas, hoy. El tema de la globalización, evidentemente. Sobre el cual grupos de camaradas continúan trabajando, conectando estrechamente el análisis de las relaciones geopolíticas a aquel de la nueva estructuración y los movimientos en el mercado global del trabajo. El problema de las migraciones, entendido como una de las formas actuales de la lucha de clase, está en el centro de este capítulo. El tema de lo común después, es decir, de la crítica radical de la propiedad privada y/o pública: a la base del análisis de las condiciones del producir, sobre la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción (que siempre entregan las primeras al trabajo vivo explotado y las segundas a las funciones de organización y de mando) se insertó un tercer elemento: la subjetivación común del modo de producir. En la lucha de clases, la fuerza de los trabajadores ha avanzado a través de la apropiación de cuotas de capital fijo; mejor dicho, quitando al capital general márgenes de poder sobre la organización de la producción. Esto es lo común que aquí aparece como depósito ontológico consolidado y que hoy se abre a nuevas conquistas. Esta apertura constituye otro terreno de análisis, relativo a las nuevas formas en las cuales se organiza hoy la lucha revolucionaria. Vivimos dentro del capital y estamos en contra de su mando: en estas condiciones la lucha será siempre una combinación de éxodo y de deserción. Deserción del mando y éxodo más allá del mando son las dos líneas que el operaísmo tiene siempre presentes en las teorías de la organización. Pero esto es sólo una muestra de los temas tratados por el operaísmo hoy. Lo que hemos llevado a cabo, ¡manteniendo un método!
¿Qué es por tanto el posoperaísmo? Simplemente no lo hay. A ese modo extraño de llamar al trabajo teórico y político iniciado en la década de 1960 por los militantes autónomos y comunistas, masificado en la década de 1970 y después desarrollado en las prisiones de la República, después vuelto un cuerpo internacional de investigación, se llega sólo en el segundo decenio del 2000. Y paradójicamente comenzaron a decir post– aquellos que con el operaísmo no quisieron tener nada que ver desde finales de la década de 1960. Desde entonces, estos camaradas que abandonaron el operaísmo, desarrollaron su pensamiento cortando la corriente reaccionaria del pensamiento político moderno desde Hobbes a Carl Schmitt. Y sobre su operaísmo «en bruto» implantaron viejos orientamientos socialistas y permitieron, por último, ser habitados por opciones soberanistas y populistas. Se puede concluir que el único posoperaísta (en ocasiones mal acompañado) sea hoy Mario Tronti y que más bien el pensamiento de esos mil camaradas que han desarrollado el principio «en bruto» del «punto de vista» de la clase obrera pueda asumir legítimamente y defender el nombre «operaísmo»; así, tout court, sin arreglos ni tónicos.
Para acabar. Esta historia está firmada por uno solo de esos mil. No quiere representarlos. Con algunos de ellos comparte la casi totalidad de lo que hasta aquí ha sido dicho, con otros está en coloquial desacuerdo abierto sobre algunos o muchos puntos. Pero hay una cosa que a todos los une, a los operaístas. Y es el hecho de que el operaísmo es el método para la reconstrucción de una fuerza de clase que —apenas posible— revolucione este necio mundo de explotación y de injusticia en el cual vivimos.

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