Anteriormente habíamos traducido para Artillería Inmanente este texto a partir de una versión defectuosa del inglés, pero su reciente publicación autorizada en francés nos ha permitido enmendar los errores. Este ensayo de Gilles Deleuze, cuyo título en francés es «Du Christ à la bourgeoisie», puede ser encontrado en Lettres et autres textes (París, Les Éditions de Minuit, 2015), una reciente recopilación de algunos textos inéditos de Deleuze que, no obstante, era ya posible, en algunos casos, encontrar por otros medios (ésta fue por cierto la principal excusa para las actuales propietarias de los textos de Deleuze para finalmente publicarlos, ya que, como es sabido, Deleuze era escrupuloso en lo que respecta a las publicaciones póstumas). El ensayo fue originalmente publicado con el mismo título en la revista Espace, núm. 1, 1946, pp. 93-106.
Para la señora Davy1
Se proclama la quiebra del Espíritu en el mundo moderno, y se maldice el advenimiento del materialismo. En este punto en particular, tal vez existe una confusión. Lo que quiere decirse es que hoy en día muchos hombres no creen ya en la vida interior; ésta ha dejado de ser rentable. Pero no se trata de ninguna novedad. El siglo XVII, aristocrático, vivió en la idea de que la vida espiritual no es sino el cuerpo, la coincidencia con el cuerpo; y de que, por el contrario, los buenos modales y la honestidad consisten en hacer del cuerpo un objeto.
Es por razones completamente diferentes, sin duda, como el interior es hoy en día despreciado. Pienso en primer lugar en la consciencia revolucionaria, en el seno de un mundo industrial y técnico. Cuanto más se hace grande el poder de este mundo técnico, tanto más parece vaciar a la humanidad, como a un pollo, de cualquier vida interior, reduciéndolo a una exterioridad total. Son conocidas las caricaturas célebres tales como: está esta palanca, y se da como debiendo ser girada a la derecha. De cualquier modo, el problema es más complejo, y el tornillo de un motor se convierte fácilmente en el símbolo de la seriedad. ¿Acaso no hay ninguna vida espiritual al margen de la vida interior? En este mundo puramente objetivo donde el obrero trabaja con compañeros, puede emerger el Líder, el Cabecilla. El líder es aquel que revela un mundo posible, donde, por ejemplo, el obrero no trabajaría ya para patrones. Pero este mundo, así revelado, se mantiene exterior, no menos exterior que el primer mundo en el cual nació. Tanto es así que el primer mundo objetivo encierra en sí mismo el principio de su propia negación, sin referencia a ninguna interioridad. El líder es aquel que ofrece una amistad, no un amor, una amistad dentro de un equipo. Ya que la amistad, el equipo, consiste en realizar ese mundo exterior posible que el líder reveló. Amistad técnica, si se quiere. La técnica es llamada una relación de medios a un fin; pero cuanto más se afirma, tanto más se afirma el fin a sí mismo, y sólo a sí mismo. Y el espíritu revolucionario nos propone un fin, que debe realizarse con la fuerza y la cantidad de los compañeros de equipo. No proclamemos demasiado rápido que aquí se trata de una moral donde el fin justifica los medios. Esto equivaldría a trasladar el espíritu de la exterioridad al plano de la vida interior. Lo que ya no tiene sentido es la noción misma de medios. No es en nosotros donde hay que hacer la revolución, es en el exterior; y si la hacemos en nosotros, sería sólo un medio de no hacerla afuera.2 Por lo demás, esto no impide que la amistad revolucionaria es esencialmente sacrificio de sí. Pero aquí el sacrificio no tiende hacia una transformación interior: el sacrificio es el precio posible que hay que pagar por la sustitución de los mundos. El Equipo se erige siempre en contra de alguien, en contra de algo. Hablamos de una revolución en acto.
Éstos serían los principales rasgos si nuestro problema fuera caracterizar la consciencia revolucionaria. Pero se trata de otra cosa. Y no es solamente sobre el plano revolucionario donde la vida interior quiebra, es también sobre otros planos, más individuales, menos naturalmente abiertos a la exterioridad. ¿Por qué es que la vida interior tan a menudo no puede ser evocada sin arrastrar consigo la imagen de enormes flores blandas, de babas y borborigmos, de manos sudorosas, de larvas blancas y vagamente desnudas? Hasta tal punto que estas imágenes comienzan ya a desgastarse. En resumen, se injuria la vida interior, se la concibe ya únicamente en forma de humedades. «En vano buscaríamos como Amiel, como un niño que se besa los hombros, las caricias y los cariños de nuestra intimidad, puesto que finalmente todo se halla afuera, todo, incluso nosotros mismos: afuera, en el mundo, entre los demás. No es en no sé qué retiro donde nos descubrimos: es sobre el camino, en medio de la multitud, cosa entre las cosas, hombre entre los hombres».3
¿Acaso existe para algunos una nueva creencia?
Que el Evangelio tiene en parte este aspecto de exterioridad, es algo cierto. Basta con pensar en los milagros. Y también: «No crean que he venido a traer la paz, sino la espada. Y el que no tome su cruz y no me siga, no es digno de mí. Quien conserve su vida la perderá».4 Estas palabras se refieren a un mundo de exterioridad. Cristo es el Líder que nos revela un mundo exterior posible, y nos ofrece una amistad. Su presencia eclosiona menos en la intimidad de los corazones que la que se impone en el camino principal, en el recodo de una calle, en los campos, por la revelación brusca de un mundo posible. El hombre en su intimidad es impotente para descubrir su relación interior con Dios. Pero ésta es la palabra peligrosa. Cristo nos revela un mundo exterior, pero este mundo exterior no es un mundo social, histórico, localizado; es nuestra propia vida interior. La paradoja del Evangelio es, en términos abstractos, la exterioridad de una interioridad.
La actualidad del Evangelio es tanto la mala noticia como la buena, y una no existe sin la otra. El cristianismo trajo consigo la disociación de la Naturaleza y el Espíritu. Tal vez se dirá que en los tiempos de los griegos la unión ya no existía. Eso importa poco. La identidad de la Naturaleza y el Espíritu existe como nostalgia en la consciencia moderna; ya sea que se la defina refiriéndose a Grecia, a un estado anterior al pecado original o, si a uno le gusta el psicoanálisis, a un estado precedente al traumatismo del nacimiento, nuevamente eso importa poco. Existió alguna vez una unión de la Naturaleza y el Espíritu, y esta unión formaba un mundo exterior. La naturaleza era espíritu, y el espíritu naturaleza; el sujeto no intervenía, a no ser que como un coeficiente de error. El cristianismo subjetivó la naturaleza en forma de cuerpo y de vida natural en donde el pecado muerde, y por otro lado subjetivó al espíritu en forma de «vida» espiritual. Pero la conciencia cristiana está tan desgarrada que no puede aferrar en sí misma la relación de la vida natural con la vida espiritual. Y por lo tanto, la miseria de esta conciencia es tal que, para establecer una cierta unidad del cuerpo y el espíritu, le hace falta ver fuera de ella, exteriormente, esta unidad misma en forma de vida interior. Le hace falta ver fuera de sí, exteriormente, su propia interioridad. Tal es la necesidad de un Mediador, que traiga la buena nueva. El Evangelio es la exterioridad de una interioridad; y esta paradoja se expresa esencialmente en la noción de parábola. El cristiano aferra en sí mismo la disociación de la vida natural y la vida espiritual; y la unión de las dos vidas en forma de vida interior, que aferra solamente desde afuera. Su tarea paradójica consiste en interiorizar la vida interior. Interiorizar a Cristo.
A primera vista, la oposición cristiana entre la Naturaleza y el Espíritu parece ser muy diferente de la oposición burguesa entre la vida privada y el Estado. Y sin embargo, no lo es. La burguesía ha conseguido interiorizar la vida interior, como mediación de la naturaleza y el espíritu. La Naturaleza, convirtiéndose en vida privada, se ha espiritualizado en forma de familia y buen carácter [bonne nature, lit. buena naturaleza]; y el Espíritu, convirtiéndose en el Estado, se ha naturalizado en forma de patria, esto, por lo demás, sin entrar en contradicción con el liberalismo y pacifismo burgués. ¿Cómo se produjo todo esto? Lo veremos más adelante. Pero lo importante es que la burguesía se define antes que nada por la vida interior y el primado del sujeto. Nos gustaría invocar los ejemplos más simples, e incluso más pueriles. Hay burguesía tan pronto como hay sometimiento del exterior a un orden interior, a una ceremonia. La fábula cuenta que el burgués, sin importar cuál sea el momento, no sale sin cuello blanco y bombín. El calor no es ya lo que uno expresa a través de una cuasi-desnudez del cuerpo, por lo menos a través de ropa ligera, sino que es aquello en lo cual uno proyecta un significado. Y este significado es: «A pesar de lo cual… Tal es el Orden. Acomodo mis papeles, y coloco mi pluma a la derecha. Sé que, cuando quiera escribir, sólo tengo que extender el brazo un poco a la derecha». El orden trasciende al tiempo; y el burgués lo sabe completamente. (Sería interesante mostrar, por ejemplo, qué tanto la teoría clásica de la percepción del siglo XIX es burguesa: no se percibe sino aquello que se sabe, y toda percepción es una interpretación, etc.).5
La burguesía es esencialmente vida interior interiorizada, es decir, mediación de la vida privada y del Estado. Pero de estos dos extremos, no le teme menos a uno que a otro. Es la famosa lucha contra dos frentes. Su ámbito es aquel del justo medio. Odia los excesos de una vida privada demasiado individualista, de una naturaleza romántica; la posición burguesa hacia los problemas sexuales lo muestra de manera suficiente. Pero no teme menos al Estado que, en la medida en que se introduce en la vida interior sin tener la apariencia y la excusa de una Patria amenazada, es ya únicamente a su vez una pura naturaleza, una pura fuerza. Basta con pensar aquí en los fisiócratas del siglo XVIII. Y también en los socialistas del siglo XIX, y en el espíritu de 1848. Renouvier por ejemplo deseaba las asociaciones libres, es decir, «un crédito organizado por el Estado a favor de asociaciones formadas libremente», y exigía, como garantías fundamentales, el derecho a la propiedad y el derecho a la ganancia. El campo de la burguesía es aquel del humanismo, aparentemente tranquilo, de los Derechos Humanos. La Persona burguesa es mediación sustancializada; se define formalmente por la igualdad y la reciprocidad, materialmente por la vida interior. Que la igualdad formal sea desmentida materialmente, no hay aquí una contradicción, a la mirada del burgués, ni razón para hacer una revolución. El burgués permanece coherente. Se ve aquí todo lo que puede oponer el «equipo» burgués al equipo revolucionario. Porque si el segundo es realmente un equipo, el primero es en el fondo un contrato.
¿Mediación sustancializada? Los filósofos han dado un nombre a la mediación de la naturaleza y el espíritu: aquel de Valor. Pero se trata aquí de una mediación-sustancia, al margen de los extremos. Del mismo modo, el valor sustancializado es el Tener. Cuando los fisiócratas hablan de naturaleza, ellos hablan de tener. La propiedad es un derecho natural. El siglo XVIII creyó gustosamente que el hombre no es nada, sino que tiene; tiene impresiones, y por este medio adquiere: todo es recibido. Y si el burgués tiene el deseo de tener, permanece por el contrario insensible al deseo de ser, en donde, con su ojo hábil, ve fácilmente las huellas del romanticismo y la era ingrata. (Esa era ingrata es su gran preocupación; porque el burgués tiene una familia; vive sobre sus propiedades. Desde la vida interior hasta la vida de interior, no hay más que un paso, una palabra).
Para que pueda establecerse una mediación entre la vida privada y el Estado, sigue siendo necesario lo que nadie puede decir: el Estado, ése soy yo. El Estado seguirá siendo un sujeto, ciertamente, pero un sujeto impersonal. La situación de la burguesía antes de 1789 fue paradójica: tenía una vida privada, tenía la mediación de la vida privada y el Estado, y no tenía ningún Estado. El Estado no era un sujeto impersonal; y para constituirlo hizo falta la revolución. Pero ¿esta constitución misma no fundaba la posibilidad de otra mediación? La del Dinero. El Tener como dinero, no ya como propiedad. Y esta nueva mediación no está sustancializada; al contrario, es fluente. Mientras en la propiedad los dos extremos (vida privada y Estado) estaban en la sombra, el dinero en cambio establece un contacto entre ellos a través del cual el Estado se disipa y se esparce en las manos de los sujetos privados ricos, y estos sujetos privados acceden al poder. De ahí la amenaza y el peligro. La burguesía de negocios sustituyó a la burguesía de propiedad. Éste es el famoso capitalismo. El dinero niega su propia esencia, se fija dando el poder a los capitalistas, restaurando una forma de poder personal, en resumen, abandonando su papel de mediación, su referencia a la vida interior y de interior. Y si los comunistas niegan a la burguesía, si quieren un poder realmente impersonal donde por ejemplo no haya patrones, es en primer lugar porque la burguesía se niega a sí misma. Por lo tanto, es natural que cuando los comunistas hablan de burguesía, y a menudo hablan de ella, no se sepa exactamente acerca de qué están hablando.
Invoquemos un caso más pequeño: es bien conocido que el burgués comete muchos fraudes. No obstante, resulta inútil invocar la agencia tributaria. Sencillamente, al burgués le gusta cruzar a mitad de calle, y salir por la entrada. Todo tiene un sentido. Pero aquí, dos hipótesis extremas han de ser excluidas: 1) el burgués proyectaría sobre la entrada el significado «salida», pensando que es mejor así; 2) la entrada conservaría su significado, y el burgués pondría a un lado, en un acto de desafío, el significado salida. En realidad, el significado legal es reconocido, pero está envuelto, integrado en la forma de «A pesar de lo cual…». La Entrada es eso a pesar de lo cual yo salgo. Pero, ¿qué objetivo persigue así el burgués? Se podría decir que el fraude es lo contrario de la guerra. El Estado deja en manos del sujeto privado un movimiento centrífugo, en forma de familia y asociación; pero mediante la guerra, es capaz de traerlo de vuelta a sí mismo, de recordarle que es esencialmente ciudadano sin vida privada. En sentido contrario, el burgués ha dejado en manos del Orden social espiritual un movimiento centrífugo, que se manifiesta a él desde el exterior en forma de entrada, de salida, de montantes, es decir que se le vuelve en pleno rostro en la forma de naturaleza. Y el fraude es solamente la reacción del burgués para asegurarse de que el Estado como sujeto impersonal «no esté tan lejos como eso…». Para asegurarse, tranquilizarse a sí mismo, para ver… Uno no toma el fraude en serio, en el fondo se está de acuerdo con la ley, es para ver. Pero sobre todo es para tomar mejor en serio, para adherirse más tranquilamente al orden social y nacional, para asegurarse de que este orden concierne ciertamente a la familia, y sea proyectado por el sujeto. Si el burgués comete fraudes, es para asegurarse de que es libre, y de que el Estado es «cada uno de los suyos». Y el burgués tranquilizado irá por tanto a la guerra, ya que hay cosas sobre las cuales no se bromea. Se ve así en qué sentido el fraude es todavía una mediación entre la vida privada y el Estado. Es aquello que para el cristiano se llama prueba, la manifestación sensible que exigía Pascal. Ni reforma, ni revuelta, el fraude es por el contrario exterminación de la duda.
No menos que el fraude, y de la misma manera, el burgués interpreta de una forma enorme. No obstante, no completamente de la misma manera. El fraude es negativo, y a través de él el burgués arrastra al Estado hacia sí. En la interpretación, positiva por el contrario, él se alza hasta el Estado. El burgués tiene un gusto por lo secreto, por lo sobreentendido, por la alusión, le gusta «superar las apariencias»; porque el objeto interpretado se divide, o más bien se sublima y se supera, al mismo tiempo que son superadas las apariencias, y, de manera paralela, el sujeto que interpreta parece superarse también él, sublimarse, alcanzar una lucidez sobrehumana. Dirijámonos a una interpretación política de esto. Jules Romains piensa que el milagro de la democracia burguesa es que, de los millones de absurdos arrojados por todos aquellos que tienen vida política, para todos aquellos que dicen: Si fuera yo…, brota y chorrea finalmente una dirección coherente y válida para el país. Y en un sentido general tiene razón, manifiestamente, en contra de A. France que hacía decir al socialista Bissolo: «Una estupidez repetida por 36 millones de bocas no deja de ser una estupidez». Puesto que rara vez es la misma estupidez la que se repite, en democracia.6
En la medida en que la burguesía interioriza la vida interior y a Cristo mismo, ella lo hace en forma de propiedad, dinero, tener; todo aquello que Cristo odiaba, y que había venido a combatir, para sustituirlo por el ser. Por lo tanto, la paradoja del Evangelio, como exterioridad de una interioridad, es lo que continúa. Pero ¿podemos extraer ya esta conclusión? Debido a que de ninguna manera hemos mostrado cómo la oposición cristiana entre la Naturaleza y el Espíritu se transformaba en oposición burguesa entre la vida privada y el Estado.
En relación con la oposición burguesa, hablamos acerca de la interpretación. También hay una interpretación, en apariencia de un tipo completamente diferente, religiosa. El intérprete es entonces llamado el profeta. Cristo dijo: «Te dijeron que… Y yo os digo…», «En verdad os lo digo». Por último, una tercera interpretación, la ciencia, responde a una nueva oposición, esta vez entre la realidad y la verdad. Realidad de las cualidades sensibles y verdad de los objetos de pensamiento: el calor es movimiento.
Así que aquí nos enfrentamos a una triple oposición: 1) la oposición científica, entre el objeto sensible real y el objeto de pensamiento, oposición de exterioridad; 2) la oposición religiosa de interioridad, entre el sujeto corporal y pecador y el sujeto espiritual; 3) la oposición política, entre el sujeto privado y el sujeto impersonal o Estado. Y si en la primera oposición nada es personal, y si en la segunda todo es personal, la tercera es la oposición más irreductible entre lo personal y lo impersonal. Por eso, el sujeto privado será determinado impersonalmente por el Estado, determinado en hueco, negativamente, como aquello que escapa al Estado, y que el Estado, sin embargo, gobierna [règle]. En consecuencia, instalado en el dominio mediador, el individuo de los Derechos humanos es intercambiable; y dentro de este mismo dominio, se encontrará la oposición de la forma y la materia.
Por otra parte, la mediación política es tanto más inestable, ya que se funda en un desarrollo unilineal y progresivo de la vida privada, de la familia y de las asociaciones, y del Estado. Lo cual es absolutamente falso. Sin embargo, las otras interpretaciones no son capaces de reducir las oposiciones correspondientes. Bajo la oposición religiosa, se reconocerá la dualidad entre el Diablo y Dios. Sin duda, Cristo se hizo hombre para salvarnos del Diablo. Pero hemos visto que esta salvación a través de la vida interior estaba siempre fuera de nosotros, en el exterior. Lo mismo es el caso, por último, para la oposición científica «en realidad — en verdad»; se cambiarán los términos en vano («en apariencia — en realidad», se dirá), lo que no se explicará es la apariencia en cuanto tal.
¿Cómo pasar de la oposición científica a la oposición religiosa? Toda la filosofía de Malebranche es una respuesta a esta pregunta, en el sentido en que sustituye el orden de las relaciones de grandeza por el orden de las relaciones de perfección y, además, el aparente desorden de las cosas por el desorden del alma y del pecado.
Falta mostrar la identidad de la oposición religiosa y de la oposición política. O al menos la transformación de la pareja vida natural-vida espiritual, en la pareja vida privada-Estado. Ahora bien, parece que hay una cierta ruptura entre la vida espiritual en Dios y el Estado, aquella, en el fondo, de lo espiritual y lo temporal. Dad al César lo que es del César. La Verdad religiosa es de otro orden. «Del Evangelio —se pudo decir— jamás va a extraerse una tecnología; el Evangelio no viene a salvar el mundo, viene a salvarnos del mundo». Ciertamente, Cristo es la mediación de la Naturaleza y el Espíritu, y esta mediación, esta revelación por Cristo se establece entre los dos términos; pero la buena nueva que nos propone no es sobre el mundo, se refiere a esa parte del mundo, llamada naturaleza humana, donde muerde el pecado. El Evangelio no se ocupa de lo político y lo social, en el sentido en que lo social plantearía problemas específicos; conduce todo a la posibilidad del pecado, y a la posibilidad de salvar al hombre del pecado. La vida interior cristiana está enteramente tendida hacia una vida espiritual interior; en este sentido, muy especial, es como se puede hablar de una «indiferencia» cristiana. Pero, por el contrario, el Estado pretende tener a todo el hombre por completo, reducir por completo al hombre al ciudadano. Entre la voluntad de poder del Estado sobre el hombre interior, y la voluntad de indiferencia del hombre interior en relación con el Estado, la oposición nace. Y el Estado perseguirá. Pero el cristiano acogerá las persecuciones con dulzura. (Será mártir, y recibirá el sufrimiento como una exterminación del pecado).
¿Con dulzura? Pero el mal está hecho. El hombre podrá ser ateo, no seguirá siendo menos cristiano, ya no tenemos elección; opondrá el hombre privado al Estado. El hombre interior, mártir indiferente y dulce, eso que sin duda es la peor de las revueltas, se convertirá en el hombre privado, malhumorado, preocupado por sus derechos, y sólo en esta preocupación querrá invocar a la Razón. «El hombre de hoy en día se deshumaniza rápidamente, porque deja de creerse derechos irracionales e inmediatos contra el Estado. El sentido de la revuelta se pierde, se sublima, oh ironía, en refunfuños… se extiende como mal humor».6 Se trata de una laicización de la Iglesia. Pero no hay que equivocarnos en esto, esta laicización es doble: 1) la vida interior cristiana, revelada por Cristo, era el impulso del hombre fuera de la naturaleza, su impulso hacia el Espíritu. Pero pierde su tensión hacia la vida espiritual en Dios, en la misma medida en que pierde su «indiferencia» irracional e inmediata hacia el Estado; y en el sentido en que ya no se supera, evoluciona a partir de la humildad cristiana a la oposición cerrada sobre sí misma. Es así como la vida espiritual cristiana es ya únicamente una naturaleza burguesa. Pero esta nueva naturaleza ha conservado algo de su contacto con el Espíritu; y si al hablar de la burguesía señalábamos que la naturaleza en forma de vida privada se ha espiritualizado y se ha hecho buen carácter, ahora lo comprendemos, es porque el Espíritu cristiano se ha naturalizado. 2) Pero, ¿qué lugar vacante ocupó y desertó el espíritu? El Espíritu se convierte en aquello a lo que él era indiferente. Aquello que consideraba como el mundo, y aquello en lo cual no se interesaba más que para reducirlo a la posibilidad del pecado. Aquello mismo que pudo ejercer en él una acción con fuerza. El Espíritu se convierte en el Estado. Dios se convierte en el sujeto impersonal; y en el Contrato Social, intento magistral para reducir al hombre interior al ciudadano, la voluntad general tiene todas las características de la divinidad.
* * *
No es una relación contingente la que vincula al Cristianismo y a la Burguesía.
1 Marie-Magdeleine Davy (1903-1999), filósofa y teóloga, cercana al esoterismo que Deleuze conoce tal vez en Quai de la Mégisserie, en el salón del escritor católico personalista Marcel Moré (1887-1969), donde se reunían grandes figuras intelectuales (aquí se cruzan, entre otros, Jean Wahl, Maurice de Gandillac, Jacques Lacan, Jean Grenier, Pierre Klossowski, y los jóvenes Michel Butor, Michel Tournier y Gilles Deleuze). Para más información sobre M.-M. Davy, cf. : www.europsy.org/pmmdavy/davymm.html
2 Habría una oposición fácil de establecer entre el gobierno de Vichy y el gobierno de [De] Gaulle. Vichy invocaba el remordimiento, y la revolución interior que era necesaria que cada francés hiciera por su propia cuenta; como si la vida interior y la revolución fueran compatibles. Comiencen, se decía, por arrepentirse; y se instituía una especie de culto al remordimiento. El gobierno de (De) Gaulle, por el contrario, nos revela en cuanto líder un mundo exterior posible, en el que Francia sería grande. En cuanto a los medios para garantizar esa grandeza, no se trata tanto de un problema. Algunos verán aquí verbalismo. De hecho, no hay verbalismo, sino peor: contradicción que si el gobierno actual no es revolucionario, y con ciertas características formales de una revolución no es menos un gobierno reaccionario. Lo cual, por lo demás, es posible (diciembre de 1945).
3 Cf. Sartre, «Une idée fondamentale de la phénoménologie de Husserl : l’intentionnalité», primero en enero de 1939, el artículo será retomado en Situations I, Gallimard, 1947.
4 Mateo 10:35-39
5 Sobre el Orden, el Tener y el Saber burgués cf. el artículo capital de M. Groethuysen «L’Encyclopédie», en Le Tableau de la littérature française– XVIIe–XVIIIe siècles, Gallimard, 1939, pp. 343-349.
6 Se refería al caso Dreyfus.
7 M. de Rougemont, Journal d’un intellectuel en chômage, [Albin Michel, 1937].