El blog de Artillería Inmanente traduce a continuación la primera sección del primero de los capítulos (de un total de tres: «I. La formación de una nueva experiencia», que aquí se publicará completo paulatinamente, «II. Ser virgen» y «III. Estar casado») del cuarto volumen inédito de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault. Continuaremos traduciendo poco a poco lo que nos sea posible de Las confesiones de la carne (Les aveux de la chair), título de este cuarto volumen póstumo que apareció en febrero de 2018, con una edición de Frédéric Gros, en ediciones Gallimard (París, Francia).
El índice completo de este libro puede consultarse aquí (el texto entre corchetes fue dispuesto únicamente por el editor).
1. Creación, procreación
El régimen de los aphrodisia, definido en función del matrimonio, la procreación, la descalificación del placer y un lazo de simpatía respetuosa e intensa entre los esposos, fueron pues filósofos y directivos no cristianos quienes lo formularon: una sociedad «pagana» fue la que se dio la posibilidad de reconocer en él una regla de conducta aceptable para todos; lo que no quiere decir efectivamente seguida por todos, ni mucho menos.
Este régimen, sin modificaciones esenciales, lo encontramos en la doctrina de los Padres del segundo siglo. Éstos, a los ojos de la mayoría de los historiadores, no habrían encontrado los principios en los círculos cristianos primitivos ni en los textos apostólicos; con la excepción de las cartas fuertemente helenizantes de san Pablo. Estos principios habrían emigrado de algún modo al pensamiento y la práctica cristianas, a partir de los círculos paganos cuya hostilidad era preciso desarmar mostrando formas de conducta ya reconocidas por ellos en lo que respecta a su alto valor. Es un hecho que apologistas como Justino o Atenágoras defienden, ante los emperadores a los cuales se dirigen, que los cristianos ponen en práctica, a propósito del matrimonio, la procreación y los aphrodisia, principios que son los mismos que los de los filósofos. Y para señalar bien esta identidad, emplean, sin apenas cambiarlos, estos preceptos aforísticos cuyas palabras y formulaciones denotan fácilmente su origen. «En cuanto a nosotros —dice Justino— si nos casamos, es para criar a nuestros hijos; si renunciamos al matrimonio, observamos la continencia perfecta».[1] Hablando a Marco Aurelio, Atenágoras hace uso de referencias más bien estoicas: dominio del deseo*1 («la procreación es para nosotros la medida del deseo»);2 rechazo de algún segundo matrimonio («aquel que repudia a su mujer para casarse con otra es adúltero», «todo nuevo matrimonio es un adulterio distinguido»);3 desconfianza hacia el placer («despreciamos las cosas de esta vida y hasta los placeres del alma»).4 Atenágoras no se sirve de estos temas para indicar algunos rasgos distintivos del cristianismo por oposición al paganismo. Se trata más bien de mostrar cómo los cristianos escapan de los reproches de inmoralidad que les dirigen, y cómo su vida es la realización misma de un ideal de moralidad que la sabiduría de los paganos reconoció por su cuenta.5 Como mucho subraya el hecho de que la creencia de los cristianos en la vida eterna y el deseo de unirse a Dios constituyen un motivo profundo y sólido para ellos de seguir realmente estos preceptos, mejor aún: de mantener puras sus intenciones y de cazar hasta en los pensamientos aquellas acciones que condenan.6
A finales del siglo segundo, la obra de Clemente de Alejandría conserva, sobre el régimen de los aphrodisia tal como podía ser entonces acogido en un pensamiento cristiano, un testimonio de una amplitud completamente distinta. Clemente evoca el problema del matrimonio, las relaciones sexuales, la procreación y la continencia en varios textos: los principales son, en El Pedagogo, el capítulo X del libro II, y también, pero de modo más rápido, los capítulos VI y VII del mismo libro y [el capítulo VIII] del libro III; en el segundo Stromata, el capítulo XXXII y el conjunto del tercer Stromata. El primero de estos textos es el que analizaré aquí en primer lugar, esclareciéndolo, cuando sea necesario, a través de los demás. Esto con una razón: el gran texto del tercer Stromata está esencialmente dedicado a una polémica contra diferentes temas gnósticos. Se desarrolla sobre dos frentes: por un lado, Clemente quería rechazar a aquellos para quienes la descalificación de la materia, su identificación con el mal, y la certeza de la salvación para los elegidos volvían indiferente la obediencia a las leyes de este mundo, cuando no debían volver obligatorio y ritual su transgresión; por otro lado, buscaba distanciarse también de esas numerosas tendencias encratistas que, reivindicando de manera más o menos fundada a Valentino o Basílides, querían prohibir el matrimonio y las relaciones sexuales o bien a todos los fieles, o bien al menos a aquellos que trataban de llevar una vida realmente santa. Estos textos son evidentemente capitales para comprender, a través de la cuestión del matrimonio y de la abstinencia, la teología de Clemente, su concepción de la materia, del mal y del pecado. El Pedagogo, por su parte, tiene un destino muy diferente: se dirige a cristianos después de su conversión y su bautizo; y no, como se dice a veces, a paganos en camino hacia la Iglesia. Y les propone una regla de vida precisa, concreta y cotidiana.7 Por tanto, se trata aquí de un texto que tiene objetivos comparables a los consejos de conducta que podían dar los filósofos helenísticos y la comparación entre ellos puede, en estas condiciones, ser pertinente.
Sin duda, estos preceptos de vida no agotan las obligaciones del cristiano y no lo conducen hasta el final del camino. Del mismo modo que, antes de El Pedagogo, El Protréptico tenía por función exhortar al alma a elegir la buena vía, así, después de El Pedagogo, el maestro tendría todavía que iniciar al discípulo en las verdades más altas. Tenemos pues con El Pedagogo un libro de ejercicio y de encaminamiento; la guía para un ascenso hacia Dios que otra enseñanza tendría después que prolongar hasta su término. Pero el carácter intermediario de este arte de vivir cristianamente no autoriza a relativizarlo: si bien no lo dice todo, lo que dice no se vuelve nunca caduco. La vida más perfecta, que otro maestro enseñará, descubrirá otras verdades; no obedecerá a otras leyes morales. Muy precisamente, los preceptos que proporciona El Pedagogo a propósito del matrimonio, las relaciones sexuales, el placer, no constituyen una etapa intermediaria propia de una vida promedio, y que sería seguida de una etapa más difícil o más pura, propia de la existencia del verdadero gnóstico. Éste, que ve en efecto lo que el simple «alumno» no podría avistar, no tiene que aplicar otras reglas en estas materias de la vida cotidiana.
En efecto, se trata sin duda de lo que puede verse en los Stromata donde Clemente nunca sugiere, a propósito del matrimonio, para el «verdadero gnóstico» otros preceptos que aquellos de El Pedagogo. Si se niega absolutamente a condenar el matrimonio, a ver en él como algunos una porneia, una fornicación, e incluso a reconocer en él un difícil obstáculo para una vida auténticamente religiosa, no hace de él tampoco una obligación: deja abiertas las dos vías, reconoce que cada una de ellas, matrimonio y castidad, tiene sus cargas y sus obligaciones,8 y a lo largo de la reflexión o de la discusión tiene que remarcar o bien el mayor mérito de aquellos que enfrentan la responsabilidad de tener mujer e hijos, o bien mostrar el valor de una vida sin relación sexual. Lo que se puede leer en El Pedagogo sobre la vida de un hombre con su mujer no define por tanto solamente una condición provisional: son preceptos comunes que valen en general para todos aquellos que están casados, sin importar su punto de progreso hacia la gnosis de Dios. Y, por otra parte, lo que El Pedagogo explica en cuanto a la naturaleza de su propia enseñanza va en la misma dirección. El «Pedagogo» no es un instructor pasajero e imperfecto: «Se asemeja a Dios su Padre […], está exento de pecados, reproches, pasiones en su alma, Dios sin mancha bajo el aspecto de un hombre, servidor de la voluntad del Padre, Logos Dios, aquel que está en el Padre, aquel que está sentado a la derecha del Padre, Dios también por su aspecto».10 El Pedagogo es por tanto Cristo mismo; y lo que enseña, o más exactamente lo que enseña en él y lo que es enseñado por él, es el Logos. Como Verbo, enseña la ley de Dios; y los mandamientos que formula son la razón universal y viva. Las partes segunda y tercera de El Pedagogo están consagradas a este arte de conducirse cristianamente, pero en las últimas líneas del capítulo XIII de la primera parte, Clemente da el sentido que dispone a estas lecciones que van a seguir: «El deber, por consiguiente, es, en esta vida, tener una voluntad unida a Dios y a Cristo, lo que es un acto recto para la vida eterna. La vida de los cristianos, que estamos aprendiendo de parte de nuestro Pedagogo, es un conjunto de acciones conformes al Logos, la puesta en práctica sin fallas de las enseñanzas del Logos, lo que justamente hemos llamado la fe. Este conjunto está constituido por los preceptos del Señor, que, por ser máximas divinas, nos han sido prescritos como mandamientos espirituales, útiles a la vez para nosotros mismos y nuestros cercanos». Y entre estas cosas necesarias Clemente distingue aquellas que conciernen a la vida terrenal —que se encontrarán en los libros siguientes a El Pedagogo— y aquellas que conciernen a la vida celestial que se podrá descifrar en las Escrituras. ¿Una enseñanza esotérica, después de las lecciones dadas a todos? Tal vez.11 Pero, no obstante, en estas leyes de la existencia cotidiana hay que ver una enseñanza del Logos mismo; hay que reconocer, en la conducta que se somete a él, la acción recta que conduce a la vida eterna, y hay que reconocer, en estas acciones rectas conformes al Logos, una voluntad unida a Dios y a Cristo.
Estas palabras que Clemente utiliza en el momento en que va a presentar sus reglas de vida son bastante significativas. Indican claramente el doble registro con el cual habrá que relacionarlas: de acuerdo con el vocabulario estoico, estas reglas de vida definen claramente conductas convenientes (kathekonta), pero también esas acciones racionalmente fundadas en las cuales el hombre que las cumple se une a la razón universal (katorthomata); y de acuerdo con la temática cristiana, definen no solamente los preceptos negativos que permiten ser acogidos en la comunidad, sino la forma de existencia que conduce a la vida eterna y constituye la fe.12 En suma, lo que Clemente propone en la enseñanza de El Pedagogo es un corpus prescriptible donde el nivel de los «convenientes» no es más que la cara visible de la vida virtuosa, la cual a su vez es un recorrido hacia la salvación. La omnipresencia del Logos, que comanda las acciones adecuadas, manifiesta la recta razón y salva las almas uniéndolas a Dios, asegura la solidaridad de estos tres niveles.13 Los libros «prácticos» de El Pedagogo que se abren inmediatamente después de ese pasaje están llenos de ligeras precauciones cuyo carácter de pura y simple conveniencia puede sorprender. Pero hay que situarlas en esta intención global, y el detalle de los kathekonta, donde parecen detenerse a menudo las recomendaciones de Clemente, debe ser descifrado a partir de este Logos que es a la vez principio de la acción recta y movimiento de la salvación, razón del mundo real y palabra de Dios que llama a la eternidad.
La lectura de El Pedagogo, II, X, exige por tanto un cierto número de observaciones preliminares.
1. Se tiene la costumbre de señalar principalmente citas explícitas o implícitas de moralistas paganos, y en primer lugar estoicos. Musonio Rufo es sin duda uno de los más utilizados, aunque nunca sea nombrado. Y es un hecho que en cuatro o cinco ocasiones al menos, y sobre puntos esenciales, Clemente transcribe casi palabra a palabra diversas sentencias del estoico romano. Así sobre el principio de que la unión legítima debe desear la procreación;14 sobre el principio de que la investigación del mero placer, incluso en el matrimonio, es contraria a la razón;15 sobre el principio de que uno debe escatimar a su mujer cualquier forma indecente de relaciones;16 sobre el principio de que, si se tiene vergüenza de una acción, es porque se tiene consciencia de que es un error.17 Pero de esto no habría que concluir que Clemente no hace más que interpolar en este capítulo una enseñanza que tomaba de una escuela filosófica sin el menor esfuerzo de darle un significado cristiano. En primer lugar, hay que notar que las referencias a los filósofos paganos son aquí, como en tantos otros textos de Clemente, extremadamente numerosas: es posible detectar préstamos provenientes de Antípater, de Hierocles y sin duda también de las sentencias de Sexto; Aristóteles, quien no es citado tampoco, es a menudo utilizado, como también naturalistas y médicos. Por último —y esto no es tampoco excepcional en Clemente—, Platón es uno de los pocos que es expresamente citado y el único que lo es extensamente.18 Pero hay que notar también que ninguno de los grandes temas prescriptivos evocados por Clemente se presenta sin el acompañamiento de citas escritas: Moises, el Levítico, Ezequiel, Isaias, Sirac. Antes que un préstamo masivo, y poco elaborado, proveniente del estoicismo tardío, hay que ver más bien en este capítulo el intento de integrar los preceptos efectivamente prescritos en los moralistas de la época en una triple referencia: la de los naturalistas y los médicos que muestra cómo la naturaleza los funda y manifiesta su racionalidad, testimoniando así la presencia del Logos como principio de organización del mundo; la de los filósofos, y sobre todo de Platón, el filósofo por excelencia, que muestra cómo la razón humana puede reconocerlos y justificarlos, testimoniando que el Logos habita el alma de cualquier hombre; por último la de la Escritura, que muestra que Dios ha dado explícitamente a los hombres estos mandamientos —estos entolai— testimoniando así que aquellos que los obedezcan se unirán de voluntad con él: o bien bajo la forma de la ley mosaica, o bien bajo la forma de las palabras crísticas.19
Cada uno de los grandes preceptos, que formula este capítulo X del segundo libro, está por tanto sometido a un principio de «triple determinación»: por la naturaleza, por la razón filosófica, por la palabra de Dios. Ciertamente, el contenido de la enseñanza, la codificación, en lo que respecta a lo que permite, prohíbe o recomienda, está en absoluta conformidad, exceptuando algunos detalles, con lo que era enseñado desde los siglos precedentes en las escuelas filosóficas y particularmente estoicas. Pero todo el esfuerzo de Clemente está en insertar estos aforismos conocidos y corrientes en un tejido complejo de citas, referencias o ejemplos que los hacen aparecer como prescripciones del Logos, que se enuncia en la naturaleza, la razón humana o la palabra de Dios.
2. Los libros segundo y tercero de El Pedagogo son por tanto una regla de vida. Bajo el desorden aparente de los capítulos —después de la bebida, la cuestión es el lujo del mobiliario; entre los preceptos para la vida común y el bueno uso del sueño, se habla de los perfumes y las coronas, después de los zapatos (que deben ser simples sandalias blancas para las mujeres), después de los diamantes por los cuales no hay que dejarse fascinar, etc.—, se puede reconocer una tabla de «régimen». En la literatura médico-moral de la época, estas tablas se organizaban según diferentes modelos. Sea bajo la forma de agenda, siguiendo aproximadamente hora por hora el desenvolvimiento de la jornada: así el régimen de Diocles, quien toma al hombre desde los primeros gestos por hacer a la hora de despertar y lo conduce hasta el momento de dormir, indica a continuación las modificaciones que hay que aportar en función de las temporadas, y finalmente da opiniones sobre las relaciones sexuales.20 Sea también refiriéndose a la enumeración de Hipócrates, quien constituye para algunos una tabla canónica: ejercicios, después alimentos, después bebida, después sueño, y finalmente relaciones sexuales.21
Quatember22 sugirió que Clemente, en su regla de vida cotidiana, sigue el ciclo de las actividades de la jornada, pero comenzando por la cena, y por tanto por los consejos que conciernen a la comida, la bebida, las conversaciones, los modales en la mesa; después pasa a la noche, al sueño, y a los preceptos vinculados a las relaciones sexuales. Las opiniones que conciernen a la ropa y la coquetería se relacionaban al baño matutino, y la mayor parte de los capítulos del libro III estarían consagrados a la vida diurna, a los sirvientes, a los baños, a la gimnasia, etc.
En lo que respecta al capítulo X, que concierne a las relaciones conyugales, Quatember propone igualmente, a pesar del desorden aparente del texto del cual más de un comentador se ha percatado, un plan simple y lógico. Después de haber fijado el objetivo del matrimonio —a saber, la procreación—, Clemente condenaba las relaciones contra natura; después, pasando a las relaciones anteriores al matrimonio, estudiaría sucesivamente el embarazo, las relaciones infecundas y el aborto antes de plantear los principios de la medida y la conveniencia que hay que conservar en las relaciones matrimoniales. A través de varios rodeos y combinaciones, se encuentra en efecto aproximativamente en este capítulo una sucesión semejante de temas. Pero se puede reconocer al mismo tiempo otro encadenamiento que no excluye de ninguna manera este primer esquema.
El tipo de citas explícitas o implícitas al que Clemente da sucesivamente la preeminencia puede servir aquí de hilo conductor. No es que no tome cuidado, a lo largo del texto, de entrecruzar, según el principio de la triple determinación, la autoridad de la Escritura, el testimonio de los filósofos y los dichos de los médicos o naturalistas. Pero, de forma sensible, el acento se desplaza a lo largo del texto, el color de las referencias cambia. Son en primer lugar las lecciones de la agricultura y de la historia natural las que son invocadas (la regla de las siembras, las «metamorfosis» de la hiena, las malas costumbres del conejo) para explicar la ley mosaica.23 Después los préstamos son tomados sobre todo de la literatura médica y filosófica, a propósito del cuerpo humano, de sus movimientos naturales, de la necesidad de guardar el dominio de los deseos y de evitar los excesos que agotan el cuerpo y turban el alma.24 Por último, en las últimas páginas del capítulo, las citas de la Escritura, que nunca habían estado ausentes del texto y servían de contrapunto a las otras referencias, se vuelven predominantes (no sin uno o dos vueltas explícitas a Platón e implícitas a Musonio).
Digamos que, en este texto complejo, hay, superpuestas una a otra, una composición «temática» (que va de la condena de las relaciones contra natura a las recomendaciones de reserva en el uso del matrimonio) y una composición «referencial» que da a estas prescripciones de «régimen» otra dimensión. Este desplazamiento de las referencias permite escuchar sucesivamente las diferentes voces a través de las cuales habla el Logos: la de las figuras de la naturaleza, la de la razón que debe presidir al compuesto humano, la de Dios hablando directamente a los hombres para salvarlos (quedando entendido que las dos primeras son también el Logos de Dios pero bajo otra forma). Esta sucesión permite así fundar las mismas prescripciones y las mismas prohibiciones (que son repetidas varias veces en el texto) en tres niveles diferentes: el del orden del mundo, tal como fue fijado por el Creador, y del cual algunos animales «contra natura» dan un testimonio contrario; el de la medida humana, tal como la enseña la sabiduría del cuerpo mismo y los principios de una razón que quiere permanecer dueña de sí misma;25 el de una pureza que permite acceder, más allá de esta vida, a la existencia incorruptible. Tal vez hay que reconocer aquí, aunque de manera desarrollada, la tripartición, importante en la antropología de Clemente, entre lo animal, lo psíquico y lo pneumático. Incluso si no es este esquema el que subyace, el capítulo obedece manifiestamente a un movimiento ascendente que va de los ejemplos presentados en la naturaleza a título de lección a los llamados que asignan a los cristianos el fin de una existencia «semejante» a Dios. Y es a lo largo de este camino donde se determina la economía de las relaciones sexuales.
3. La cuestión primera que planteaban los tratados de conducta o las diatribas de los filósofos paganos concernía a la ocasión del matrimonio: Ei gameteon. El capítulo X trata la cuestión por preterición: indica desde las primeras líneas que hablará para las personas casadas; después, tras un desarrollo donde es cuestión de las relaciones sexuales durante el embarazo y las enfermedades que puede causar su exceso, elide de nuevo la cuestión, diciendo que dicho tema está discutido en el tratado Sobre la continencia. ¿Se trata de una obra autónoma? ¿O de textos que figuran en Los Stromata? De dos conjuntos en Los Stromata puede suponerse que constituyen este tratado, o al menos reproducen su contenido: el libro III en su totalidad, del que hemos visto que es una larga discusión en torno al encratismo, común a varias tendencias gnósticas, o ciertas formas «licenciosas» de la moral dualista; y más obviamente el capítulo XXIII y último del segundo Estromata que introduce al libro III y que se presenta él mismo como debiendo responder a la pregunta tradicional en los debates de la filosofía práctica: ¿hay que casarse?26 Y es al análisis de esta pregunta que remite precisamente El Pedagogo.
La respuesta dada por este pasaje final del segundo Stromata no presenta originalidad con respecto a la moral filosófica de la época. Si busca distanciarse, no es de los principios generales, sino más bien de su actitud real, cuya relajación no corrige la teoría. Al matrimonio, Clemente, tanto en este texto de Los Stromata como en aquel de El Pedagogo, fija como fin la procreación de los hijos.27, *2 A partir de esta adecuación entre el valor del matrimonio y la finalidad procreadora, Clemente puede definir las grandes reglas éticas que deben presidir a las relaciones de los esposos: el vínculo entre ellos no debe ser del orden del placer y de la voluptuosidad, sino del «Logos»;28 no hay que tratar a la mujer propia como una amante,29 no hay que dispersar el semen al aire,30 mantener los principios de la sobriedad (reglas que los animales respetan ellos mismos).31 Este vínculo no debe ser roto; y si lo es, hay que renunciar a un segundo matrimonio en la medida en que la pareja continúe viva.32 Por último, el adulterio está prohibido y debe ser castigado.33
La mayoría de estos puntos —y sobre todo aquellos que conciernen a las relaciones entre esposos— se encuentran en El Pedagogo, pero son tratados con mucha mayor amplitud. La continuidad y la homogeneidad entre los dos textos es manifiesta; con la diferencia de que Los Stromata hablan del matrimonio mismo y de su valor en función de la procreación, mientras que El Pedagogo habla de la procreación como principio de discriminación para las relaciones sexuales. En un caso, se trata de la procreación como finalidad del matrimonio; en el otro, se tratará sobre todo de esta misma procreación en la economía de las relaciones y actos sexuales. El interés primario del capítulo y su novedad —al menos en la literatura cristiana, si no es que en toda la literatura moral de la Antigüedad— es haber entrelazado dos tipos de cuestiones, dos debates tradicionales: aquel que concierne a la justa economía de los placeres (tema de los aphrodisia); y aquel del matrimonio, del valor y la manera de conducirse en él, dado que el matrimonio se justifica por la procreación y que puede a partir de aquí definirse en qué puede ser un bien (tesis desarrollada en el segundo Stromata y recordada en El Pedagogo). Ciertamente, no es la primera vez que se busca definir qué género de conducta sexual deben tener los esposos; pero es, parece, la primera vez que se encuentra desarrollado todo un régimen de los actos sexuales que no se establece demasiado en función de la sabiduría y de la salud individual, sino sobre todo desde el punto de vista de las reglas intrínsecas al matrimonio. Existía un régimen del sexo y una moral del matrimonio; se solapaban entre sí, como es bastante evidente. Pero tenemos aquí, en este texto de Clemente, una recuperación de los dos puntos de vista. Lo que pasa entre esposos, y que los moralistas de la Antigüedad tratan si no por preterición, al menos brevemente y suficientemente lejos —se contentaban con indicar reglas de decencia y de prudencia— está llegando a ser un objeto de cuidado, intervención y análisis.
Bajo el título un poco enigmático de: «Lo que hay que distinguir a propósito de la procreación», el capítulo X del segundo libro de El Pedagogo trata de hecho una cuestión relativamente precisa. Es aquella que se formula desde la primera línea del texto y que reaparece en la última: cuestión del momento, de la ocasión, de la oportunidad —kairós— de la relación sexual entre personas casadas.34 En la medida en que se trata de una regla de los días y las noches, este término de kairós tiene sin duda el sentido estrecho de «momento oportuno». Pero está lejos de ser el único. En el vocabulario filosófico y sobre todo estoico, kairós se refiere al conjunto de condiciones que pueden hacer de una acción al mismo tiempo permitida una acción que tenga efectivamente un valor positivo. El kairós no caracteriza una oportunidad de prudencia, evitando los riesgos y los peligros que podrían volver mala una acción indiferente; define los criterios que tendrá que cumplir una acción concreta para ser buena. Mientras que la ley separa lo permitido de lo prohibido entre todas las acciones positivas, el kairós conforma el valor positivo de una acción real.
La cuestión que va por tanto a ser tratada en este capítulo de El Pedagogo es fijar las condiciones que dan valor positivo a las relaciones sexuales entre personas casadas. Que sea esta cuestión la que es trata en tal libro de conducta no carece de importancia. En primer lugar, porque vemos aquí, según un proceso que pudo constatarse en los autores paganos de las épocas precedentes que la cuestión de las relaciones sexuales, de los aphrodisia, está ahora fuertemente subordinada a la cuestión del matrimonio: ha perdido incluso en este punto su independencia el que el término de aphrodisia no aparezca en este texto de Clemente. Es la procreación, o más bien la conjunción procreadora, lo que constituye el tema general bajo el cual se va a colocar todo el capítulo. Posteriormente, tenemos aquí sin duda el primer texto donde las relaciones sexuales conyugales son tratadas por sí mismas, en detalle, y como un elemento específico e importante de la conducta. Una vez más, los filósofos habían formulado ya la mayoría de los preceptos que Clemente va a enunciar, pero los situaban en una ética global de las relaciones entre esposos, en una regulación de la manera de vivir juntos cuando se está casado. Los Conjugalia praecepta de Plutarco dan consejos para el buen funcionamiento general de esta comunidad que constituye la pareja; los juicios que conciernen a las relaciones sexuales no son más que un elemento para esta vida que el matrimonio no debe impedir el ser filosóficamente válida. El Pedagogo habla poco de la pareja, pero las relaciones sexuales entre los cónyuges son para él un objeto importante y relativamente autónomo. Puede decirse que se tiene aquí el primer ejemplo de un género, o más bien de una práctica, que tendrá una importancia considerable en la historia de las sociedades occidentales: el examen y el análisis de las relaciones sexuales entre esposos.
Por último, la cuestión del kairós de las relaciones conyugales permite ver cómo Clemente de Alejandría integra un código que recibió efectivamente de los filósofos helenísticos (y sin duda también de todo un movimiento social) en una concepción religiosa de la naturaleza, del Logos y de la salvación. Solución muy diferente, se verá, de aquella propuesta por san Agustín; y es esta última la que será retenida por las instituciones y la doctrina de la Iglesia occidental. En esta reflexión de Clemente sobre el kairós, se cometería un error si se ve la simple adopción, más o menos astuta, de elementos tomados de la moral corriente, y vueltos únicamente un poco más exigentes o austeros. El kairós de la relación sexual se define por el vínculo de aquel al Logos. No olvidemos que, para Clemente, el Logos es llamado Salvador, porque inventó para los hombres «los remedios que les dan un justo sentido moral y los conducen a la salvación», y esto aferrando la buena «ocasión».35
* * *
Clemente parte de la proposición de que las relaciones sexuales tienen por fin la procreación. Tesis completamente corriente. Se la encuentra entre los médicos.36 Se la encuentra entre los filósofos, ya sea bajo la forma de un vínculo entre tres términos —ninguna relación sexual fuera del matrimonio y ningún matrimonio que no deba encontrar su fin en su progenitura—,37 o bien bajo la forma de una condena directa de toda relación sexual que no tenga por objeto la procreación.38
En esto, por tanto, no hay nada particular en Clemente de Alejandría. Del mismo modo en que no le es particular la distinción, en las relaciones de finalidad en general, de la «meta» o del «objetivo» (skopos) y del «fin» (telos). En cambio, parece que la aplicación de esta diferencia al dominio de las relaciones sexuales, si bien se encuentra en «el espíritu» de los estoicos y en la lógica de sus análisis, apenas haya sido frecuente, es lo menos que puede decirse. Y, de hecho, el uso de esta distinción, en el texto mismo de Clemente, conduce a un resultado que, a primera vista, puede parece carente de un significado fecundo. El «objetivo» sería la «paidopoiia», la fabricación de los hijos, la progenitura en sentido estricto. El «fin» en cambio sería la «euteknia», que se traduce a veces como «bellos hijos» o como «familia numerosa». De hecho, hay que dar a la palabra un sentido más amplio: se refiere al hecho de encontrar la descendencia que uno tiene, en su vida y su feliz fortuna, una plenitud, una satisfacción.39 El objetivo (skopos) de la relación sexual estaría por tanto en la existencia de la progenitura; el fin (telos) en la relación positiva a esta progenitura, en el cumplimiento que constituye. Dos consideraciones que Clemente agrega inmediatamente y que constituyen la introducción del capítulo que permite quizá aclarar el valor de esta distinción.
Clemente compara en primer lugar el acto sexual a la siembra. Metáfora tradicional. La encontramos en Atenágoras y los Apologetas; era corriente, parece, en las diatribas filosóficas donde servía para ilustrar la regla de que la semilla debe ser depositada en el surco en que puede ser fecunda. Pero Clemente la utiliza asimismo para señalar mejor la diferencia entre lo que debe ser la «meta» de las relaciones sexuales y lo que debe ser su «fin». Meta del cultivador, cuando hace la siembra: procurarse comida; su finalidad: «tener una cosecha», dice simplemente el texto de Clemente, es decir, sin duda, llevar los granos hasta ese punto de su cumplimiento natural que produce una abundancia de frutos. Esta comparación con la siembra permanece bastante elíptica; pero puede suponerse que autoriza atribuir a la «meta» esta procreación de hijos de la cual los filósofos han mostrado muy frecuentemente que resultaba útil a los padres, ya sea para asegurar su estatuto, o bien para garantizarles un sostén cuando sean viejos, y a atribuir en cambio a los «fines» algo mucho más general y menos utilitario: el cumplimiento que constituye para un ser humano el hecho de tener una descendencia.40 Y puesto que este fin que Clemente quiere hacer aparecer en este capítulo, analizando el kairós de las relaciones sexuales, se comprende que deje de lado las utilidades personales y los beneficios sociales que puede procurar el hecho de tener hijos.41
Que este fin no utilitario sea aquí el tema de Clemente es lo que muestra la consideración que agrega inmediatamente a la metáfora del sembrador. Éste no planta sino «a causa de sí mismo»; el hombre, por su parte, debe plantar «a causa de Dios». Con ello Clemente no pretende designar el fin que orienta la acción, sino más bien el principio que la atraviesa y la sostiene en todo el recorrido.42 El acto de [pro]creación debe ser hecho «a causa» de Dios en la medida, en primer lugar, en que es Dios quien la prescribe diciendo «Multiplíquense», pero también porque, al procrear, el hombre es «imagen de Dios», y «colabora», por su parte, «en el nacimiento del hombre».43
Esta proposición es importante para todo el análisis de Clemente, porque establece en la procreación humana una relación con Dios a la vez cercana y compleja. Que al procrear el hombre sea «la imagen de Dios» no debe ser interpretado a partir de una semejanza inmediata entre la creación de Adán y la procreación en sus descendientes. Sin duda, como Clemente lo explica en otro lugar,44 Dios, que se había contentado con dar una orden para hacer aparecer los animales en la tierra, había amasado con sus manos al primer hombre, marcando con ello una diferencia esencial y una mayor proximidad entre Él y este ser creado a su imagen. Pero esto no quiere decir para Clemente que la Creación haya transmitido al hombre algo de la esencia de la naturaleza o de la potencia de Dios: no hay nada en nosotros que «convenga» con Dios.45 Y sin embargo puede hablarse de una «semejanza» a Dios; aquella que era tratada en el relato del Génesis: esta semejanza era aquella del hombre antes de la caída, y puede, debe, volver a ser la suya. Esta semejanza se hace no a través del cuerpo, sino a través del espíritu y el razonamiento;46 es asegurada por la obediencia a la ley: «La ley dice […]: “Caminen detrás del Señor […].” La ley llama, en efecto, a la asimilación un caminar siguiendo; y éste vuelve semejante, siempre que sea posible».47 Por tanto, no es la procreación lo que en sí misma y como proceso natural es «a semejanza» de la Creación, sino que es la procreación, en la medida en que haya sido bien cumplida como es preciso y en que haya «seguido» la ley. Y si la ley prescribe la conformidad a la naturaleza es porque la naturaleza obedece a Dios.48
En este camino hacia la semejanza, una «sinergia» del hombre y de Dios encuentra entonces sus posibilidad. Dios, en efecto, ha creado al hombre porque era «digno de su elección», digno por consiguiente de ser amado por él. Si tuvo que haber un motivo para la creación del hombre, consiste en que sin el hombre, «el Demiurgo no habría podido revelarse bueno».49 La creación del hombre es por tanto una manifestación de la bondad de Dios a la vez que de su presencia. El hombre, a cambio y por el hecho mismo, ofrece, siendo digno de ser amado, la posibilidad de mostrar su bondad. Procreando, el hombre hace por tanto bastante más y algo muy distinto a «imitar», según una analogía natural, las capacidades del acto demiúrgico. Participa, todo hombre en cuanto tal, en la potencia y en la «filantropía» de Dios: procrea, junto con él, hombres que son dignos de ser amados de un amor cuya manifestación ha sido la «causa» de la Creación y después de la Encarnación. La «sinergia» del hombre con Dios en el acto procreador50 no consiste únicamente en un sostén de Dios para la generación humana: se trata de cumplir lo que decía una fórmula anterior de Clemente: «Dios recibe del hombre lo que había creado, el hombre»51
El capítulo X del segundo Libro de El Pedagogo plantea por tanto el análisis «de las distinciones que hay que hacer a propósito de la procreación» bajo el signo de las relaciones complejas y fundamentales entre Creador y creaturas. El contenido de los preceptos, bastante «cotidianos», que Clemente va a dar a partir de aquí puede ser sin duda idéntico, aproximadamente, a la enseñanza de los filósofos paganos, no se trata sin embargo de una especie de abandono de la reglamentación de las relaciones sexuales a una sabiduría estoica o platónica, aceptada y autentificada por un consenso realmente amplio. Sin duda Clemente acogió la codificación y las reglas de conducta que formulaba, además, la filosofía que le era contemporánea, sino que las ha repensado e integrado en el interior de una concepción que se cuida de recordar, en algunas frases, al comienzo de este capítulo y que pone en juego, en la procreación, las relaciones del hombre con su Creador, de Dios con sus creaturas. Pero hay que poner atención: Clemente de ninguna manera da, por este medio, un valor espiritual al acto sexual (incluso en el marco de la institución del matrimonio, incluso si se propone exclusivamente fines procreadores). Lo que tiene, de acuerdo con él, un sentido para la relación entre el hombre y Dios no es el acto sexual en sí mismo, sino el hecho de que al cumplirlo se sigue la enseñanza, la «pedagogía» del Logos en sí mismo. Ésta es la observación de los «mandamientos» que Dios ha prescrito a través de la naturaleza, sus ejemplos, sus formas y sus disposiciones, a través de la organización del cuerpo y las reglas de la razón humana, a través de la enseñanza de los filósofos y las palabras de la Escritura. La obediencia a estas diferentes lecciones puede dar a la relación conyugal procreadora el valor de una «sinergia» con Dios.
Puede comprenderse mejor la distinción aparentemente un tanto arbitraria que Clemente introduce entre el hecho de la progenitura que debe ser la «meta» de las relaciones sexuales y el valor de la descendencia que debe ser su «fin». Éste constituye claramente un acabamiento —teleiotes— para el procreador, como lo decían los estoicos: él acaba aquí aquello para lo cual la naturaleza lo hizo y que lo vincula, a través del tiempo, a los demás hombres y al orden del mundo. Pero esta «bella descendencia» que con la ayuda de Dios el hombre hizo nacer, Clemente muestra que constituye para Dios un objeto digno de amor y una ocasión para manifestar su bondad. Subordinados a la «meta» de la «fabricación de hijos», después, más allá, a una finalidad que se une a aquella de la Creación en su conjunto, las relaciones sexuales deben estar sometidas a una «razón», a un Logos que, presente en la naturaleza en su conjunto y hasta en su organización material, es también la palabra de Dios. Colocadas a la cabeza de su análisis, la distinción y la articulación entre meta y finalidad permiten a Clemente inscribir sólidamente la regla de las relaciones sexuales en una gran «lección de la naturaleza»: «Debemos ir a la escuela de la naturaleza y observar los sabios preceptos de su pedagogía para el tiempo oportuno de la unión».52 Lección de la naturaleza que es la enseñanza misma del Logos. «Lógica», podría decirse, de una naturaleza que hay que entender en un sentido bastante amplio, y bajo diferentes aspectos: «lógica» de la naturaleza animal, «lógica» de la naturaleza humana, y de la relación del alma razonable con el cuerpo, «lógica» de la Creación y de la relación con el Creador. Son éstas las tres lógicas que Clemente, consecutivamente, desarrolla.
* * *
1. Los ejemplos que Clemente toma del libro animal son lecciones negativas.53 La hiena y el conejo enseñan lo que no hay que hacer. La mala reputación de la hiena se debía a una vieja creencia —la encontramos en Herodoro de Heraclea—*3 según la cual cada animal de esta especie tenía los dos sexos y alternativamente, de un año a otro, desempeñaba el papel del macho y de la hembra. En cuanto al conejo, pasaba por adquirir cada año un ano suplementario y por hacer, con sus orificios de este modo multiplicados, el peor uso.54 Aristóteles desestimó estas especulaciones y, desde entonces, pocos naturalistas les concedían todavía crédito. Lo que no quiere decir que se hubiera dejado de preguntar por ello a la historia natural de estos animales lecciones de moral. En la época helenística y romana, la historia natural estaba sometida, en efecto, a dos procesos, aparentemente contradictorios: un filtrado del saber en función de reglas de observaciones más estrictas; y el cuidado cada vez más marcado de descifrar una enseñanza en esta naturaleza a la cual, según los filósofos, es deber del individuo humano integrarse. Un mayor cuidado de exactitud y la búsqueda de la ejemplaridad moral podían ir de la mano. Así el hermafroditismo alternante de la hiena y las perforaciones anales del conejo se habían vuelto leyendas, pero, a través de las costumbres de estas bestias, los naturalistas pueden leer a pesar de todo lecciones de conducta. Como lo decía Eliano, la hiena «muestra», no por los discursos, [sino] por los hechos, «lo mucho que Tiresias era despreciable».55
La manera en que Clemente refuta a su vez la leyenda, aunque acoge la lección moral, es interesante por su concepción de las relaciones de la naturaleza y de la contra-naturaleza. La hiena, dice, no cambia de sexo de un año al otro, porque una vez que la naturaleza fija lo que es un animal, no podría modificarlo. Ciertamente, hay bastantes animales cuyos rasgos se alteran con el tiempo. Las temporadas calientes y frías modifican la voz de los pájaros y el color de las plumas,56 pero es aquí el efecto de acciones físicas y exteriores, la naturaleza del animal no se transforma por ello. Ahora bien, ¿qué ocurre con el sexo? Un individuo no puede ni cambiar de sexo, ni tener dos, ni tampoco ser de un tercero que sería intermediario entre lo masculino y lo femenino: éstas son quimeras que los hombres imaginan, pero a las cuales la naturaleza se niega. Clemente se refiere aquí, de manera implícita pero suficientemente clara, a una discusión «clásica» en la época. La posibilidad de las metamorfosis —del nacimiento de gusanos a partir de cadáveres, de la formación de abejas en los restos de una vaca, o de gusanos en el fango— constituía a los ojos de los epicúreos la prueba de que estos cuerpos no eran de origen divino; estas transformaciones eran, a sus ojos, el efecto de mecanismos «autónomos».57 Distinguiendo con cuidado la «estabilidad» de las especies y las alteraciones mecánicas de ciertos caracteres, Clemente se une a la posición de todos aquellos —aristotélicos, estoicos, platónicos— que querían mantener la marca de una razón creadora, o la presencia permanente de un Logos, en las especificaciones del mundo animal.58 Pero es verosímil también que Clemente piense en el problema que evoca en el capítulo IV del primer libro de El Pedagogo: a saber, el estatuto de la diferencia de los sexos con respecto a la vida eterna y, a la vez, al estatuto sobre la tierra de los hombres y las mujeres. La solución propuesta por Clemente es simple, incluso si no carece de dificultades: en el otro mundo, no habrá diferencias de sexo, «es aquí únicamente donde el sexo femenino se distingue del sexo masculino». Diferencia fundada por consiguiente en el Logos que rige el orden de este mundo, pero que no impide que pueda aplicarse el nombre de seres humanos tanto a los hombres como a las mujeres; las mismas prescripciones valen por tanto para unos y otros, y la misma forma de vida: «una asamblea, una moral y un pudor; comida común, vínculo conyugal común; todo se asemeja: la respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia, el amor».59 Es a esta «vida común», a este género común que está más allá de la diferencia de los sexos, pero no la anula, que se dirige la gracia; es este género humano el que será salvado y que se reencontrará en la eternidad, con todas las diferencias de sexo borradas. Rechazando la idea de una alternancia de sexo en la hiena, Clemente reitera este principio de la «naturalidad» de la diferencia hombre-mujer en el marco de las entidades específicas. El hombre y la mujer son, y deben por tanto seguir siendo, según el Logos de la naturaleza, distintos uno de la otra, lo que no les impide ni pertenecer al mismo género humano, ni esperar que el otro mundo los libere de la «dualidad de su deseo».60
Existe, sin embargo, en la hiena una singularidad, que no se encuentra en ningún otro animal. Clemente la describe siguiendo a Aristóteles, casi palabra a palabra.61 Se trata de una excrecencia de carne que perfila por debajo de la cola una forma bastante cercana a un sexo femenino, pero el examen muestra rápidamente que esta cavidad no comienza con ningún conducto, aunque fuera en dirección de la matriz o del intestino. Pero, esta particularidad anatómica, Clemente no la trata como Aristóteles. Éste se sirve de ella para explicar cómo algunos observadores precipitados pudieron dejarse engañar por el equívoco de la apariencia: creyeron ver dos sexos en el mismo animal; no ve en ello, por su parte, más que un caso de error humano en la interpretación. Clemente ve, por su parte, en esta singularidad anatómica, un elemento que mantiene una relación a la vez de efecto y de instrumento con respecto a una falta moral. Si las hienas tienen un cuerpo dispuesto de una manera tan extraña, esto es a causa de un vicio. Un vicio «de naturaleza», entendiendo por «naturaleza» las características propias de una especie, pero que no es menos absolutamente semejante a la falta moral que puede encontrarse entre los hombres: la lascivia. Y es en función de esta falta como «la naturaleza» ha acondicionado una cavidad suplementaria en estos animales para que puedan servirse de ella para protuberancias, también ellas, suplementarias. En suma, a la propensión «excesiva» por el placer, que caracteriza naturalmente a la hiena, la naturaleza ha respondido con una anatomía excesiva que permite relaciones «excesivas». Pero, haciendo esto, la naturaleza muestra que no es solamente en términos de cantidad como hay que hablar de exceso: porque la bolsa sobrante de las hienas no está unida por ningún canal a los órganos de la generación, el exceso se encuentra «inútil», o más exactamente al margen del fin que la naturaleza ha fijado a los órganos de la generación, a las relaciones sexuales, al semen y a su emisión, es decir, la procreación. Y puesto que esta finalidad se encuentra así arrebatada, es por tanto una actividad contra natura que esta disposición, a la vez natural y excesiva, en su desbordamiento permite y fomenta. Se tiene por tanto todo un círculo que va de la naturaleza a la contra-naturaleza, o más bien un entrecruzamiento incesante de naturaleza y contra-naturaleza que da a las hienas un carácter reprobable, inclinaciones excesivas, órganos excedentes y los medios de servirse de ellos «para nada».62
El ejemplo del conejo es analizado por Clemente de la misma manera. Esta vez, sin embargo, se trata no de un exceso en el orden de la esterilidad, sino de un desborde en la fecundación misma. Siempre siguiendo a Aristóteles, Clemente abandona la fábula del conejo con el ano anual, y la sustituye con la idea de la superfetación. Tan lascivas son estas criaturas y tienden a cupular sin cesar, que ni siquiera respetan el tiempo de la gestación y la lactancia. La naturaleza ha dado a la hembra una matriz con dos vertientes que le permite concebir con más de un macho e incluso antes de haber parido. El ciclo natural de la matriz que, según la lección de los médicos, exhorta a la fecundación cuando está vacía y rechaza el acercamiento sexual cuando está llena, se encuentra así perturbado por una disposición de naturaleza que permite yuxtaponer de un modo completamente «contranatural» embarazo y celo.
Este largo rodeo de Clemente a través de las lecciones de los naturalistas puede parecer enigmático, si se lo compara, por ejemplo, con la Epístola de Bernabé. En efecto, ésta evoca también el caso del conejo y de la hiena, a los cuales agrega otros animales como el milano, el cuervo, la anguila, el pólipo, la vaca y la comadreja, pero solamente en relación con las prohibiciones alimentarias del Levítico. Y hace de estas prohibiciones una exégesis inmediata, y la cual era corriente en la época.63 Bajo el consumo de estos animales es la conducta que manifiestan o que simbolizan lo que se encuentra, de hecho, condenada: las aves de presa significan la avidez de despojar a los demás, el conejo significa la corrupción de hijos, la hiena el adulterio, la comadreja las relaciones orales. Clemente también recuerda las prohibiciones del Levítico; también quiere ver en estas prescripciones alimenticias el símbolo de las leyes que conciernen a la conducta. Sin embargo, no se atiene a esta exégesis, la recuerda únicamente al comienzo y al término del largo camino que recorre a través de la historia natural.64 Pero se cuida, en primer lugar, de rechazar la explicación que él mismo llama «simbólica»65 para sustituirla por un análisis anatómico serio. Y subraya, al término del desarrollo, que sólo estas consideraciones de historia natural pueden dar cuenta de estas prohibiciones «enigmáticas» del profeta.66 En suma, para Clemente se trata de mostrar que el propio Logos que Moisés transmitió, de manera breve como ley, la naturaleza lo manifiesta, a detalle, en figuras que es posible analizar. Situando ante sus ojos el ejemplo de todas estas bestias censurables, la naturaleza muestra al hombre que en cuanto individuo razonable no tiene que tomar modelo sobre seres que no tienen más que un alma animal. También le muestra hasta qué punto de contra natura cualquier exceso puede conducir, según una ley que es aquella de la naturaleza misma. Por último, permite fundar las prohibiciones globales, que se encuentran tanto en los filósofos paganos como en los cristianos —no al adulterio, no a la fornicación, no a la corrupción de niños—, sobre consideraciones de naturaleza. Pues aquí se encuentra sin duda uno de los rasgos más destacables de todo este capítulo de Clemente, y de este pasaje sobre la liebre y la hiena en particular. Los filósofos no habían dejado de recordar que la ley, que debía presidir al uso de las aphrodisia, era la ley de la naturaleza. Pero la mayoría de las consideraciones que adelantaban concernían a la naturaleza del hombre como ser razonable y como ser social (necesidad de tener hijos para el día en que se sea viejo, utilidad de una familia para el estatuto personal, obligación de dar ciudadanos al Estado, hombres a la humanidad). Clemente, en este texto, elimina todo aquello que concierne al ser social del hombre; desarrolla consideraciones de naturalista a partir de las cuales puede hacer aparecer lo que es sin duda lo esencial de su propósito:
a) La naturaleza indica que debe haber coextensión exacta entre la intención procreadora y el acto sexual.
b) Mediante los juegos de la contra-naturaleza que ella misma organiza, la naturaleza muestra que este principio de coextensión es un hecho que puede leerse en la anatomía de las bestias y una exigencia que condena a quienes escapan de él.
c) Este principio prohíbe por tanto, por un lado, cualquier acto que se hiciera fuera de los órganos de la fecundación («principio de la hiena») y, por el otro, cualquier acto que viniera a sobreagregarse a la fecundación realizada («principio del conejo»).
Nunca los filósofos, que no obstante habían querido situar los aphrodisia bajo la ley de la naturaleza y tratado de separar de ellas lo que era contra natura, habían colocado hasta este punto su análisis bajo los criterios de la naturaleza, entendida como aquella que los naturalistas leen en el mundo animal.
2. Es también bajo los criterios de la naturaleza, pero esta vez de la naturaleza del hombre como ser razonable, como Clemente plantea el desarrollo siguiente. Y esta vez va a entrelazar, con la voz de Moisés67 y con el ejemplo de Sodoma,68 la enseñanza de los maestros de la sabiduría pagana, todos aquellos que han tratado de reglamentar las relaciones del alma y el cuerpo; los filósofos estoicos, los médicos, y sobre todo Platón: éste es incluso un supuesto lector de Jeremías, y sus imprecaciones contra los hombres «semejantes a los caballos en celo», ya que también habla de los corceles indisciplinados del alma.69
El principio que Clemente hace valer aquí es el principio, familiar a los filósofos, de la «templanza», con sus dos aspectos correlativos: el dominio del alma sobre el cuerpo, que es una prescripción natural, puesto que es de la naturaleza del alma el ser superior y de la naturaleza del cuerpo el ser inferior como lo indica la localización del vientre que es como el cuerpo del cuerpo («hay que dominar los placeres y también comandar como amo al vientre y a aquello que está debajo»);70 y la reserva, la moderación, con la cual hay que satisfacer sus apetitos una vez que uno se ha vuelto amo de ellos. De manera muy lógica, relaciona el adjetivo aidoios, vergonzoso, que se aplica a los órganos sexuales, al sustantivo aidos, al cual da el sentido de reserva y de justa medida: «me parece que si este órgano ha sido llamado partes vergonzosas (aidoion) es sobre todo porque hay que servirse de esta parte del cuerpo con reserva (aidos)».[71] Esta reserva es por tanto la regla que debe presidir al ejercicio del dominio del alma sobre el cuerpo. Ahora bien, ¿en qué consiste? «En hacer en el orden de las uniones legítimas sólo aquello que conviene, que es útil y que tiene decencia».72 El primero de los adjetivos empleados remite a aquello que pertenece por naturaleza a este género de relación, el segundo a su resultado, el tercero finalmente a una cualidad a la vez moral y estética. Y lo que se encuentra así designado es lo que es recomendado por la naturaleza misma. Así pues, aquí da exactamente la misma lección que anteriormente en las figuras animales: positivamente «desear» la procreación, negativamente evitar la siembra fútil.73 Clemente retoma por tanto exactamente las proposiciones fundamentales que había elegido y después justificado en los términos de la historia natural. Pero esta vez, tras haber hecho la espiral del desarrollo una vuelta sobre sí misma, las retoma en el nivel del orden humano. Las repite más o menos término a término, pero en un contexto donde son utilizados los términos de Nomos (ley), Nominos (legítimo), Paranomos (ilegítimo), Themis (justicia), Dikaios (justo) y Adikos (injusto).74 No es que se trate así de oponer el orden humano a aquel de la naturaleza, sino más bien de mostrar cómo ésta se manifiesta en él. «Toda nuestra vida puede transcurrir observando las leyes de la naturaleza, si nosotros dominamos nuestros deseos».75 El dominio que prescribe la razón y que define las formas legítimas del comportamiento es todavía una manera de escuchar el Logos que rige la naturaleza.
A esta reserva, que manifiesta el dominio de la razón sobre los apetitos del cuerpo, Clemente da cuatro formas principales.
a. La primera delimita las relaciones sexuales a la mujer con la cual se está vinculado por medio del matrimonio. Platón lo dijo («no hay que labrar en cualquier campo femenino»), tomándolo, dice Clemente, del Levítico («No tendrías comercio con la mujer de tu vecino para ensuciarte con ella», 18, 20). Pero de esta regla, El Pedagogo da una justificación distinta a la de Platón: en la regla monogámica, Las Leyes encontraban un medio para limitar el ardor de las pasiones y la humillante servidumbre donde podrían mantener a los hombres;76 Clemente, por su parte, ve aquí la garantía de que el semen —del que antes decía que contenía las «ideas de la naturaleza»[77] y cuya fecundación, lo recuerda de nuevo, se inscribe en las relaciones entre Dios y sus creaturas— [no] vaya a perderse4 en algún lugar carente de honor. Es un cierto valor del semen en sí mismo, con aquello que contiene y aquello que promete, con aquello que exige de sinergia entre Dios y el hombre para alcanzar su fin natural, lo que vuelve ilegítimo e «injusto» confiarlo a alguien más que la esposa a la cual se está unido.
b. Otro principio de restricción: la abstinencia de relaciones sexuales durante la regla. «No es conforme a la razón mancharse con las impurezas del cuerpo la parte más fecunda del esperma, que puede cuanto antes volverse un ser humano, ahogarlo en el flujo turbio e impuro de la materia: es el germen posible de un feliz nacimiento, que es así sustraído de los surcos de la matriz».78 Se trata aquí de una prescripción de origen hebraico. Pero Clemente sitúa la prohibición de impureza a la vez en un juego de referencias médicas implícitas y en su concepción general del semen. Para él, la menstruación es en efecto una sustancia impura.79 Pero además, como lo decía el médico Sorano, «el semen se diluye en la sangre y es rechazado por ella».80 Lleva consigo, por tanto, el semen que se mezcla en ella, arrancándolo así de su objetivo que es la matriz, y de su fin que es la procreación. Puesto que el semen constituye para «las razones de la naturaleza» un receptáculo material y puesto que detenta las potencias que, desarrolladas en su orden razonable, darán nacimiento a un ser humano, no merece ni ser expuesto al contacto de las inmundicias, ni ser entregada a una expulsión brutal.
c. La prohibición de las relaciones durante el embarazo constituye lo contrario del principio precedente. Pues si hay que conservar el semen de cualquier evacuación impura, también hay que proteger la matriz una vez que ha acogido el semen y que ha emprendido su labor. Hace falta respetar el ritmo espontáneo que Clemente evoca así: vacía, la matriz desea procrear, busca acoger el semen y la copulación no puede entonces ser considerado como una falta, porque responde a este deseo legítimo.81 Aquí todavía Clemente hace eco de una enseñanza médica completamente corriente: «no todo momento es favorable al semen arrojado en el útero mediante los acercamientos sexuales», es en el momento en que cesa el flujo menstrual y en que la matriz se encuentra vacía cuando «las mujeres son llevadas al acto venéreo y lo desean».82 Esta alternancia en las disposiciones del cuerpo muestra bien, según Clemente, la razón que preside a su naturaleza, y define los límites justos de una conducta ajustada. Pero El Pedagogo desplaza el significado de este ritmo y de la regla de templanza que de aquí se extrae. Los médicos desaconsejaban durante el embarazo las relaciones sexuales «porque imprimen movimiento en todo el cuerpo», y, por las sacudidas que imprimen en el útero, «son peligrosas durante todo el tiempo del embarazo»; sobre todo los últimos meses.83 Clemente, por su parte, invoca el hecho de que si la matriz se cierra durante el embarazo es porque «trabaja en la fabricación del niño», y que esta labor la cumple «en sinergia con el Demiurgo».84 Mientras dure esta elaboración y colaboración, cualquier nueva aportación de semen aparecerá como excesiva: «violencia» por tanto que no sería «justo» querer imponer. Durante el embarazo todo lo que viene de más es «en exceso».
d. Pero si la «naturaleza» de la mujer dicta una economía tan rigurosa, ¿qué sucede del lado del hombre? Es sin duda siguiendo el hilo de esta cuestión como Clemente evoca un tema médico completamente tradicional: la larga serie de los males, enfermedades y debilidades que puede provocar el uso demasiado frecuente de los placeres del amor. De esto Clemente evoca las pruebas directas que se daban ordinariamente y las pruebas indirectas, no menos habituales: vigor de todos aquellos, hombres o bestias, que se abstenían lo más posible de relaciones sexuales. Esta idea banal, Clemente la relaciona con la proposición, también famosa, de Demócrito: que la unión sexual es «una pequeña epilepsia».85 Sin haber sido retomada por todos los médicos, la idea se encuentra de manera bastante frecuente en la literatura médica: ya sea bajo su forma estricta como en Galiano,86 o bajo una forma más amplia como en Rufo de Éfeso, quien coloca «en la familia del espasmo» los «movimientos violentos» que acompañan el coito.87 Ahora bien, a esta convergencia entre epilepsia y acto sexual, Clemente da un significado preciso, que apoya por lo demás [sobre] una doble referencia que le permite entrecruzar un texto de Demócrito —«un hombre nace de un hombre y es arrancado de él» [(fr. 32 Diels)]— con un versículo del Génesis: «esto es el hueso de mis huesos y la carne de mi carne» (2, 23). Si el cuerpo es tan violentamente agitado en la emisión de semen, es porque se encuentra separado de él y arroja una sustancia que contiene en sí misma las razones materiales que permitirán hacer otro hombre semejante a aquel de quien proviene. Se percibe aquí la tendencia, que era frecuente en la Antigüedad, a hacer de la eyaculación algo simétrico al parto. Pero citando a Adán, a quien Dios acaba de arrancar una costilla en su sueño para hacer de ella su compañera, Clemente evoca claramente la «colaboración» de Dios en esta obra de carne puramente masculina. La prescripción de no abusar de ella no concierne por tanto únicamente a la prudencia de los cuerpos. La conmoción necesariamente costosa de la emisión de semen se refiere a la gravedad indispensable de esta sinergia.
De estos grandes principios de restricción en las relaciones sexuales puede deducirse toda una serie de prescripciones diversas que Clemente acumula sin mucho orden aparente. Unas prohíben el aborto, otras condenan no tener relaciones sexuales en el día, saliendo de la iglesia o de una reunión, a la hora de la oración, sino sólo en la noche; otras prescriben no tratar a su mujer como «prostituta»; otras excluyen el matrimonio de los jóvenes y de los ancianos. Todo eso define bien un código de la templanza cuyas conclusiones, incluso si llegan a ser más severas, son del mismo tipo que las que es posible encontrar en los filósofos paganos. Y es sin duda esta regla de templanza de la que Clemente recuerda en varias ocasiones sus principios: el hombre debe permanecer amo de sus deseos, no dejarse conducir por su violencia, no entregarse, sin control de la razón, a los impulsos del cuerpo.88 Es el ideal de lo que él llama en otro lugar el «matrimonio templado».89
Pero parece que este principio no es para Clemente el principio último. Si hace falta que se permanezca «amo de sí» no es tanto para mantener el justo equilibrio y la necesaria jerarquía entre las facultades, sino para asegurar el respeto, el pudor, la reserva que reclama un semen que forma el receptáculo de «razones» inmanentes a la naturaleza y que es la ocasión de una cooperación entre Dios y el hombre. ¿Unión en la cual el ser razonable respeta el alma que debe conducirlo sobre el cuerpo y la conciencia que debe controlar los movimientos involuntarios? Sí, sin duda. Pero el «matrimonio templado» de Clemente es sobre todo respetuoso de aquello que, pasando a través suyo, va del Creador eterno a la multiplicidad de las creaturas futuras, y encuentra en el semen y la fecundación un momento material importante. Es la «economía» de este movimiento, más que la estructura del compuesto humano, lo que define el kairós de las relaciones sexuales.
3. El último movimiento del texto es por mucho el más corto; emerge con las últimas recomendaciones que conciernen al matrimonio templado, aquellas más tenues, más exigentes que rodean a las grandes prohibiciones. No sostener propósitos obscenos, abstenerse de gestos licenciosos, no tener relaciones con prostitutas y recordar igualmente —aquí Clemente repite casi palabra a palabra un aforismo que se encontraba ya en los filósofos— que se comete un adulterio cuando uno actúa con su mujer como si se tratara de una cortesana. Con estas prescripciones, entramos en el dominio de las faltas que escapan de la mirada de los demás y que se cometen sobre todo a los ojos de la conciencia propia. Pecados de la sombra. Hay que notar que no se trata aquí de las faltas de intención, de los malos pensamientos, de las concupiscencias y las tentaciones que serán, en un cristianismo un poco posterior, el elemento clave de los pecados de la carne. Clemente sólo habla de los pecados que están exentos de carácter público. La noche y el silencio los envuelven: tienen aparentemente por testigo y por juez únicamente la conciencia de aquel que los comete; la conciencia del compañero no parece tener aquí importancia. El problema del pecado sin otro testigo que la conciencia es todavía un tema muy frecuente en la literatura filosófica, y Clemente lo trata de acuerdo con una argumentación también muy clásica. Buscando enterrar un pecado en la sombra y la soledad, uno no mitiga su gravedad, muestra cuánto se es consciente de su importancia. El secreto manifiesta la vergüenza, y ésta constituye un juicio que la conciencia lleva consigo. Y si tal pecado no provoca daños a nadie, la conciencia está todavía ahí, como acusador y como juez: es a sí mismo que uno se provoca los daños, y es a favor de sí mismo que hay que condenarse. Encontramos estos razonamientos tanto en Musonio90 como en Séneca.91 Clemente los retoma brevemente.
Y sin embargo es en otra dirección que va su análisis; o más bien los temas que hace variar, de un modo muy libre, en torno a la cuestión de la falta secreta. Evoca en primer lugar el tema de la noche y la luz. Por profundas que sean las tinieblas que rodean la falta, siempre hay una luz que las habita e ilumina lo que ocultan. ¿Mirada de Dios a quien nada escapa, y que constituye, siempre presente en el mundo, una luz espiritual? Sí, sin duda, y los filósofos paganos reconocieron su evidencia.
Pero es también la luz que habita en nosotros y constituye nuestra conciencia. Fragmento del Logos que rige el mundo, que deposita en nosotros un elemento de pureza. Con respecto a él, la falta que se comete no constituye solamente una desobediencia, un atentado contra los principios de la razón, sino también una mancha. Y la templanza no es simplemente conformidad a un orden universal, sino parcela pura de esta luz: no busquemos «ocultarnos en las tinieblas, porque el pensamiento habita en nosotros; […] la noche ilumina los pensamientos castos; y es a los pensamientos de los hombres de bien que la Escritura ha dado el nombre de lámparas que no se apagan nunca».92
Al no poder lo puro tener contacto sino con lo puro, Dios, si manchamos en nosotros la pureza de su Logos, sólo puede desviarse de nosotros. Nos abandona entonces a nuestra vida de «corrupción». Y con ello Clemente entiende a la vez, en el sentido metafórico, la vida del pecado y, en sentido estricto, una vida que está consagrada a la muerte. La intemperancia corrompe: no porque alcanzaría la luz, que en sí misma es inaccesible y no puede ser oscurecida, sino porque obliga la luz a abandonar el cuerpo a su destino mortal. El cuerpo intemperante se pudrirá porque Dios, abandonándolo, lo deja en estado de cadáver,93 aunque aquel que permanece templado adquirirá una «incorruptibilidad», aquella del Logos que habita en él, y que lo hará acceder a la vida eterna.
Hay en esta concepción de la «templanza» en Clemente más que la sola exigencia de un equilibrio bien dominado entre el cuerpo y la razón. Pero tampoco es, a la manera dualista, un rechazo radical del cuerpo como principio sustancial del mal. No se trata de una prisión, sino de una habitación del Logos en el cuerpo, y la «templanza» consiste en hacer que este cuerpo se vuelva o siga siendo el «templo de Dios» y que sus miembros sean y sigan siendo los «miembros de Cristo». La templanza no es arrancamiento del cuerpo, sino movimiento del Logos incorruptible en el cuerpo mismo, movimiento que lo conduce hasta esa otra vida donde ahí, y ahí solamente, podrá ser llevada a cabo la vida angelical, donde la carne enteramente purificada no conocerá ya la diferencia de los sexos y las relaciones que los unen. Es de esta manera como Clemente interpreta el Evangelio de Lucas sobre el nuevo matrimonio de los viudos,94 que debía ser el objeto de tantas controversias: no ve en él, como algunos, la idea de una distinción entre «los hijos del siglo» que tomaban marido o mujer, y aquellos que, no tomando ni marido ni mujer, participarían en la resurrección; sino la idea de que a partir del matrimonio que es la ley de este mundo, el abandono de las obras de carne y la incorruptibilidad que adquirimos así nos permiten «perseguir una vida a la medida de aquella de los ángeles».95 Así pueden «cumplirse las obras del Pedagogo» y cumplirse la Palabra: «según la imagen y la semejanza».96
Es cierto que, por estos temas de la luz interior, de lo puro y de lo impuro, del cuerpo como templo de Cristo, y de esta ascensión hacia la incorruptibilidad y la vida eterna, Clemente aborda temas que en el siglo III y sobre todo en el IV adquirirán una importancia muy grande; en particular bajo la influencia del ascetismo monástico: tema de la pureza rigurosa del pensamiento y tema de la virginidad de corazón como condiciones de la vida angelical. Pero de inmediato hay que notar que la exigencia de una pureza del pensamiento, con una renuncia que abarca hasta los deseos mismos, no es evocada más que al final del capítulo, en una sola frase. Hay que notar que Clemente no evoca aquí, como lo hará más tarde, el arrancamiento vigilante, constante y previo de todos los deseos ínfimos que pueden formarse en el corazón, sino la voluntad de no dejarse vencer por ellos.97 Hay que notar que justo después de esta última recomendación, él opone a la reprimenda de esta derrota el principio de la buena conducta, aquel que había evocado al comienzo del capítulo y al cual regresa finalmente: necesidad de no sembrar más que en el buen momento, cuando el kairós lo indica. No opone a la obra carnal una renuncia absoluta, sino, a la derrota que pesa en uno ante los aphrodisia, el principio de siembras buenas y eficaces. La estructura misma de este último parágrafo pone de frente el hecho de estar «sometido a los aphrodisia» y el hecho de consentir únicamente a plantar las semillas.98 Por último y sobre todo hay que notar que la palabra empleada por Clemente, no solamente al comienzo del texto cuando define la razón natural que preside a las buenas relaciones sexuales, sino en este final de capítulo donde se trata del cuerpo como templo de Dios, y del vestido de incorruptibilidad, es siempre la misma palabra mediante la cual los filósofos designaban la templanza: sophrosyne. Sin duda da a este término un significado diferente del simple dominio de sí mismo, de sus pasiones y de su cuerpo. Pero no le da el sentido de una renuncia a las relaciones sexuales; para la cual él emplea regularmente (así en el tercer Stromata) el término de eunoukhia. Se trata sin duda, en esta «templanza», de una economía de la procreación. Ésta debe ser determinada por la razón natural de las «semillas humanas», pero es también y al mismo tiempo la forma de una colaboración entre Dios y el hombre. La «corona de vida», el atuendo de inmortalidad no podrían ser el precio de una ruptura de esta economía; puede incluso decirse que el celibato es un acto impío en la medida en que suprime esta «generación».99 Serán el precio de una fidelidad exacta a aquello que exige el Logos para que esta economía alcance los fines que le están fijados: a saber hacer hijos según una «voluntad santa y sabia».100
En un pasaje del tercer Stromata, Clemente comienza el texto del Génesis sobre la caída de la primera pareja humana: ¿la falta cometida consistió en el acto sexual? Cuestión debatida por mucho tiempo101 a la cual Clemente da una respuesta sutil: no es el hecho de haber tenido una relación sexual lo que constituye el pecado. Sino no haberla tenido en el buen momento, «cuando esto convenía». Contra las órdenes que les habían sido dadas, Adán y Eva se unieron demasiado jóvenes.10 Infringieron, en suma, la economía del kairós, e ignoraron la ley del tiempo. Niños precoces e indóciles, escaparon de esta razón que El Pedagogo debe precisamente enseñar ahora a una humanidad que puede ser regenerada únicamente con la condición de saberse «niña». Tal fue la caída, así como lo explica El Protréptico: el hijo y niño Adán, «sucumbiendo a la voluptuosidad» y dejándose «seducir por sus deseos», perdió su estado de infancia; su desobediencia lo volvió «hombre», privado de todo el sostén del logos pedagógico.103 Esta caída por precocidad muestra bien que la generación no es en sí misma mala, sino que sólo pueden serlo las condiciones en que se hace. Ella es inocente de la falta de Adán, y es por eso que no es solamente absuelta, sino celebrada en este mismo pasaje del tercer Stromata; Clemente juega con la palabra génesis que se refiere tanto a la Creación como a la procreación. Pero después del primer pecado, «la génesis permanece santa», mediante la cual «fueron constituidos el mundo, y las esencias y los seres naturales, los ángeles y las potencias y las almas, los mandamientos, las leyes y el Evangelio, y la gnosis de Dios».104
El acto de la procreación humana se remite por tanto a la potencia de la Creación en el interior de la cual se inscribe y de la cual detenta su propio poder. Pero Clemente la piensa también en función de aquello que en la historia del mundo constituye la réplica de la Creación por el Padre: la regeneración por Cristo, por su Encarnación, su sacrificio y su enseñanza. En el largo capítulo VI del primer libro, consagrado al uso de la palabra «niños», El Pedagogo desarrolla el tema de la enseñanza de Cristo como leche de nodriza.105 Esboza toda una «fisiología» de la sangre en sus metamorfosis: sustancia que contiene en sí misma todas las potencias del cuerpo, la sangre-Logos aparece también bajo dos formas distintas: acalorada, agitada, hace espuma y se vuelve esperma, transmitiendo así a la humedad de la matriz los principios de los que podrá nacer, por desarrollo, otro cuerpo; pero enfriada y penetrada por aire, la sangre se vuelve leche en la madre y, bajo esta forma, continúa transmitiendo al hijo las potencias que habitan el cuerpo de los padres: la lactancia es la continuación del acto por el cual la vida fue dada al hijo a través de la fecundación; la misma sangre y los mismos poderes, bajo otro aspecto, le son transmitidos. Así, después de haber ofrecido su sangre, Cristo da a los hombres-niños la leche de su Logos. Les enseña, es su pedagogo. Entre la sangre en otro tiempo vertida, en la Pasión, y la leche que fluye indefinidamente de su Palabra, la procreación suscita este pueblo de «pequeñitos» que el Logos engendra y regenera.
Este pasaje de El Pedagogo, donde Clemente formula la teoría de la enseñanza que dará en los libros siguientes, menciona el esperma, entre sangre y leche, sólo de modo muy pasajero. Lo esencial del texto se centra en la regeneración y no en la génesis. Pero, por un lado, indica claramente el lugar de la procreación en la gran «fisiología» del Logos. Subraya el parentesco y por tanto la semejanza que nos vincula así con Dios: el «parentesco» mediante la sangre, la «simpatía» mediante la educación106 de los cuales habla este pasaje se completarán mediante la sinergia en la procreación de la cual habla el capítulo X del siguiente libro. El ciclo de la sangre, del esperma y de la leche con el Logos que los habita y que transmiten nos vincula fuertemente con el parentesco de Dios.
Y cuando El Pedagogo, en cuanto enseñanza de Cristo, en cuanto leche con la cual alimenta nuestra infancia, nos dice cuál es el kairós, el momento de la procreación conveniente, es sin duda en el gran movimiento de la Creación a la Dispensación, del Génesis a la Regeneración que él fija la economía de la generación.
* * *
El Pedagogo, como ha sido dicho a menudo, testimonia por tanto una gran continuidad con los textos de la filosofía y de la moral pagana de la misma época, o de un período inmediatamente anterior. Se trata de la misma forma de prescripción: un «régimen» de vida que define el valor de los actos en función de sus fines racionales y de las «ocasiones» que permiten efectuarlos legítimamente. Se trata también de una codificación «clásica», porque en ella se encuentran las mismas prohibiciones (el adulterio, el desenfreno, la inmundicia de los hijos, las relaciones entre hombres), las mismas obligaciones (tener en vista la procreación de los hijos cuando uno se casa y cuando uno tiene relaciones sexuales), con la misma referencia a la naturaleza y a sus lecciones.
Pero esta continuidad visible no debe dejar creer que Clemente insertó simplemente un fragmento de moral tradicional, completada por añadidos de origen hebraico, al interior de sus concepciones religiosas. Por un lado, agregó en un mismo conjunto prescriptivo una ética del matrimonio y una economía detallada de las relaciones sexuales, definió un régimen sexual del matrimonio mismo; mientras que los moralistas «paganos», incluso cuando no aceptaban las relaciones sexuales más que en el matrimonio y con miras a la procreación, analizaban separadamente la economía de los placeres necesaria para el sabio y las reglas de prudencia y de conveniencia propias de las relaciones matrimoniales. Y, por otro lado, dio un significado religioso a este conjunto de prescripciones, repensándolo de un modo global en su concepción del Logos. No hizo pasar en su cristianismo una moral que le era extraña. Constituyó, sobre un código ya formado, un pensamiento y una moral cristianos de las relaciones sexuales, mostrando con ello que había más de una que era posible, y por tanto que sería completamente abusivo imaginar que es «el» cristianismo el que impuso, por sí mismo y la fuerza de sus exigencias internas, necesariamente este extraño y singular conjunto de prácticas, de nociones y de reglas que se llama «la» moral sexual cristiana.
Ocurre que, de cualquier modo, este análisis de Clemente está bastante lejano de los temas que se encontrarán más tarde en san Agustín y los cuales tendrán un papel mucho más determinante para la cristalización de «esta» moral. De Clemente a Agustín, hay evidentemente toda la diferencia entre un cristianismo helenizante, estoicizante, centrado en «naturalizar» la ética de las relaciones sexuales, y un cristianismo más austero, más pesimista, que no piensa la naturaleza humana más que a través de la caída, y que por consiguiente afecta las relaciones sexuales con un índice negativo. Pero no podemos contentarnos con la constatación de esta diferencia. Y sobre todo, no es en términos de «severidad», de austeridad, de rigor mayor en lo prohibido, como puede estimarse el cambio que se produjo. Pues sin considerar que el código propiamente dicho y el sistema de las prohibiciones, la moral de Clemente apenas es más «tolerante» que aquello que se encontrará posteriormente: el kairós que legitima el acto sexual en el único matrimonio, con miras a la fecundación exclusiva, nunca durante las reglas ni el embarazo, y en ningún otro momento del día que en la noche, no le abre amplias posibilidades.107 Y de cualquier modo, las grandes líneas de partición entre lo permitido y lo prohibido han seguido siendo, por lo esencial y en su designio general, las mismas entre el segundo y el quinto siglo.108 En cambio, en este mismo lapso de tiempo, algunas transformaciones capitales se producirán: en el sistema general de valores, con la preeminencia ética y religiosa de la virginidad y de la castidad absoluta; en el juego de las nociones utilizadas con la importancia creciente de la «tentación», de la «concupiscencia», de la carne y de los «movimientos primarios» que muestran no únicamente una cierta modificación del aparato conceptual, sino un desplazamiento del dominio de análisis. No es tanto el código lo que fue reforzado, ni las relaciones sexuales más estrictamente reprimidas; es otro tipo de experiencia lo que poco a poco se forma.
Este cambio evidentemente hay que ponerlo en relación con toda la evolución compleja de las Iglesias cristianas que llevó a la constitución del Imperio cristiano. Pero más precisamente, hay que relacionarlo con la instauración en el cristianismo de dos elementos nuevos: la disciplina penitencial, a partir de la segunda mitad del segundo siglo, y la ascesis monástica, a partir de finales del tercero. Estos dos tipos de prácticas no produjeron un mero reforzamiento de las prohibiciones, o exigió en las costumbres un rigor mayor. Definieron y desarrollaron un cierto modo de relación de sí consigo y una cierta relación entre el mal y lo verdadero; digamos más precisamente entre la remisión de los pecados, la purificación del corazón y la manifestación de las faltas escondidas, de los secretos, y de los arcanos del individuo en el examen de sí, en la confesión, en la dirección de la conciencia y las diferentes formas de «confesión» penitencial.
La práctica de la penitencia y los ejercicios de la vida ascética organizan relaciones entre el «hacer el mal» y el «decir lo verdadero», vincula en un haz las relaciones consigo, con el mal y con lo verdadero, sobre un modo que es sin duda mucho más nuevo y mucho más determinante que tal o cual grado de severidad agregado al o excluido del código. Se trata en efecto de la forma de la subjetividad: ejercicio de sí sobre sí, conocimiento de sí por sí, constitución de sí mismo como objeto de investigación y de discurso, liberación, purificación de sí mismo y salvación a través de las operaciones que levan la luz hasta el fondo de sí, y conducen los más profundos secretos hasta la luz de la manifestación redentora. Es una forma de experiencia —entendida a la vez como modo de presencia consigo mismo y esquema de transformación de sí— lo que se elaboró entonces. Y es ella lo que poco a poco colocó en el centro de su dispositivo el problema de la «carne». Y en lugar de tener un régimen de las relaciones sexuales, o de los aphrodisia, que se integra a la regla general de una vida recta, se tendrá una relación fundamental con la carne que atraviesa la vida entera y subyace a las reglas que uno le impone.
La «carne» tiene que ser comprendida como un modo de experiencia, es decir, como un modo de conocimiento y de transformación de sí por sí, en función de una cierta relación entre anulación del mal y manifestación de la verdad. Con el cristianismo, no se pasó de un código tolerante con respecto los actos sexuales a un código severo, restrictivo y represivo. Es preciso concebir de otro modo los procesos y sus articulaciones: la constitución de un código sexual, organizado en torno al matrimonio y la procreación, había comenzado en gran medida antes del cristianismo, por fuera de él, al lado de él. Éste la retomó a su cuenta, esencialmente. Y es en el curso de sus desarrollos ulteriores y a través de la formación de ciertas tecnologías del individuo —disciplina penitencial, ascesis monástica— como se constituyó una forma de experiencia que hizo jugar el código sobre un nuevo modo y le hizo tomar cuerpo, de un manera completamente diferente, en la conducta de los individuos.*5
Y para hacer la historia de esta formación, es preciso analizar las prácticas que la aseguraron. No es que se pretenda aquí rastrear la génesis de estas instituciones bastante complejas, se trata únicamente de tratar de hacer aparecer las relaciones que se anudan aquí entre la remisión del mal, la manifestación de lo verdadero y el «descubrimiento» de sí.
1 Justino, Primera apología, 29, 1.
2 «Hêmin metron epithumias hê paidopoiia».
3 «Ho gar deuteros [gamos] euprepês esti moikheia».
3 «Ho gar deuteros [gamos] euprepês esti moikheia».
4 «[…] mekhri kai tôn tês psukhês hêdeôn». Todos estos textos se encuentran en la Supplicatio pro Christianis, cap. 33. En su artículo «Ehezweck und zweite Ehe bei Athenagoras» (Theologische Quartalschrift, 1929, pp. 85-110), K. Von Preysing insiste en la similitud entre las fórmulas de Atenágoras y las posiciones teóricas o las actitudes de Marco Aurelio.
5 K. Von Preysing concluye así su artículo: «Wir hoffen dargetan zu haben, dass die zwei Anschauungen des Athenagoras in Bezug auf die Ehe nicht aus der christlichen Umwelt, jedenfalls nicht aus ihr in erster Linie stammen. Stoïsche Beeinflüssung in Bezug auf beide Ansichten dürfte wohl anzunehmen sein» [«Esperamos haber mostrado que las dos concepciones del matrionio desarrolladas por Atenágoras no provienen del mundo cristiano, en todo caso no en primer lugar. Tanto para una como para otra, hay que suponer sin duda una influencia estoica»], ibid., p. 110.
6 Cf. igualmente Justino, Primera apología, XV, sobre la condena de aquellos que codician una mujer o tienen la intención de cometer adulterio.
*1 [Tapuscrito: el nacimiento como razón de ser del deseo.]
7 El Pedagogo corresponde a esta tekhnê peri bion [técnica de existencia] de la que se dice que es la sabiduría en cuanto vigilia del rebaño humano (II, II, 25, 3).
8 «Idias leitourgias kai diakonias», Clemente de Alejandría, Los Estromata, III, XII.
9 [Nota vacía.]
10 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, II, 4, 1.
11 Es la hipótesis que presenta H.-I. Marrou, como nota de este pasaje de El Pedagogo (I, XIII, 102, 4-103, 2) en la edición de las Sources chrétiennes (París, 1960), pp. 294-295.
12 «La puesta en práctica sin deficiencias de las enseñanzas del Logos, aquello que precisamente hemos llamado la fe», El Pedagogo, I, XIII, 102, 4.
13 Esta cohesión entre los kathekonta, los katorthomata y el valor salvador de los actos aparece claramente en formulaciones como: «to mentoi tês theosebeias katorthôma di’ergôn to kathêkon ektelei» (ibid., I, XIII, 102, 3 [«El acto virtuoso, inspirado por la religión, realiza por tanto el deber a través de los actos», trad. M. Harl]); o también: «kathêkon de akolouthon en biô theô kai Khristô boulêma hen, katorthoumenon aidiô zôê» ([«El deber, por consiguiente, es tener una voluntad unida a Dios y a Cristo, lo que es un acto recto para la vida eterna», trad. M. Harl], ibid., I, XIII, 102, 4).
14 Ibid., II, X, 90, 3, y Musonio Rufo, Reliquiae, XIV, [10-11], p. 71 (ed. Hense).
15 Ibid., II, X, 92, 2, y Musonio Rufo, ibid., XII, [3-4], p. 64.
16 Ibid., II, X, 97, 2, y Musonio Rufo, ibid., XII, [15-16], p. 63.
17 Ibid., II, X, 100, 1, y Musonio Rufo, ibid., XII, [1-2], p. 65.
18 Demócrito y Heráclito son citados una vez; Crisipo bajo el nombre de los «estoicos» en general. Platón lo es más, sin contar numerosas citas implícitas.
19 Sobre la distinción de las dos enseñanzas: Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, VII, 60, 2. Sobre su continuidad, ibid., I, X, 95, 1, y sobre todo I, XI, 96, 3 («Era por el intermediario de Moises como el Logos era el Pedgagoo») y 97, 1.
20 Diocles, Del régimen, en Oribasio, Collection médicale. Livres incertains, ed. Daremberg, t. III, p. 144.
21 Esta lista se encuentra en Hipócrates, Epidemias, VI, VI, 2. Existen también otros tipos de cuadro.
22 F. Quatember, Die christliche Lebenshaltung des Klemens von Alexandrien nach dem Pädagogus, Viena, 1946.
23 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 83, 3, a 88, 3.
24 Ibid., II, X, 89, 1, à 97, 3.
25 Sobre el tema de que el Logos preside al orden del mundo y a aquel de los cuerpos y del alma, cf. ibid., I, II, 6, 5-6.
26 «Zêtoumen de ei gamêteon», Clemente de Alejandría, Los Estromata, II, XXIII, 137, 3.
27 «[…] sunodos andros kai gunaikos hê prôtê kata nomon epi gnêsiôn teknôn spora», ibid., II, XXIII, 137, 1.
28 Ibid., II, XXIII, 143, 1.
29 Ibid.
30 Ibid., II, XXIII, 143, 2.
*2 [Pasaje tachado por Foucault en el tapuscrito: «Y según un enfoque de tipo completamente estoico, a partir de esta definición por la finalidad, Clemente propone consecutivamente: la cuestión de saber si hace falta casarse, en general, y las condiciones que pueden modular esta obligación, impiden que [no] se le dé respuesta única y válida para todos en cualquier momento; las opiniones de los diferentes filósofos a este respecto; lo que hace de un matrimonio un bien: a saber, que dando al hombre una descendencia, él perfecciona y cumple su existencia; que él procura ciudadanos a su patria; que asegura, en caso de enfermedad, el socorro de la mujer y sus cuidados; que procura asistencia cuando llega la vejez. A lo que se agrega, como prueba negativa, el hecho de no tener hijos es o sancionado por las leyes, o condenado por la moral. El racionamiento de Clemente consiste en deducir el valor positivo del matrimonio de aquello que puede tener de perfección o de utilidad en el hecho de tener una progenitura. Lo que muestra bien que ésta es el fin del matrimonio en el sentido fuerte de la expresión, lo que es su razón de ser y justificación; pero también (y esto permanece implícito en el texto) que la procreación no puede constituir un bien digno de ser perseguido como fin más que con la condición de producirse en el matrimonio».]
31 Ibid., II, XXIII, 144, 1.
32 Ibid., II, XXIII, 145, 1-3.
33 Ibid., II, XXIII, 146, 1-4.
34 «Sunousias de ton kairon», Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 83, 1 ; «[…] Hopênika ho kairos dekhetai ton sporon», ibid., II, X, 102, 1.
35 «[…] Epitêrôn men tên eukairian», ibid., I, XII, 100, 1.
36 [Nota vacía.]
37 Musonio Rufo, Reliquiae, XII (p. 64): los aphrodisia no son justificados más que en el matrimonio y cuando tienen por objetivo el nacimiento de los niños.
38 Ocelo Lucano: no tenemos relaciones por el placer, sino para tener hijos (De Universi natura, IV, 2).
39 En la Ética nicomáquea, I, 8, 16, Aristóteles dice que la felicidad de la existencia se marca en tres cosas: el «buen nacimiento», la «belleza», y la «euteknia» que es simétrica, del lado de la descendencia y del porvenir, de aquello que es la buena familia, el buen nacimiento del lado del origen. Eurípides, en Ion, utiliza la palabra en este sentido: «Intercede […] para que la casa antigua de Erecteo rica por fin un oráculo claro, una rica posteridad» (vers 468- 470).
40 En este sentido Clemente no hace más que tomar en sentido estricto la afirmación estoica de que el hecho de tener hijos [constituye] la «consumación», el «cumplimiento» (teleiôtês) para un individuo.
41 Clemente no ignora estas ventajas, las menciona en Los Estromata.
42 La expresión no es heneka tou theou, sino dia ton theon.
43 [Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, X, 83.1.]
44 Ibid., I, III, 7, 1. Dios ha hecho al hombre con sus manos: ekheirourgêsen. Esta diferencia entre la creación por orden de los animales y la fabricación manual del hombre es un tema corriente en la época, cf. Tertuliano.
45 «Dios es rico en misericordia para nosotros que no tenemos ninguna relación con él, têi ousia, ê phusei, ê dunamei», Clemente de Alejandría, Los Stromata, II, XVI, 75, 2. Todo el capítulo está dirigido en contra de los gnósticos.
46 «Kata noun kai logismon», ibid., II, XIX, 102, 6.
47 Ibid., II, XIX, 100, 4.
48 Error de los estoicos quienes, hablando de la vida conforme a la naturaleza, no vieron que habría hecho falta hablar de conformidad a Dios (ibid., II, XIX, 101, 1).
49 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, III, 7, 3.
50 Clemente emplea el verbo synergein para designar la colaboración de Dios en la procreación y ekheirourgein para su papel en la Creación.
51 Esta fórmula que se encuentra en el libro I, cap. III, 7, 3, no se aplica a la generación en particular, sino que contribuye a definir las relaciones de Dios, en cuanto Creador, con el hombre, en cuanto creatura mediante la cual Dios manifiesta su amor.
52 Ibid., II, X, 95, 3. Este tema de la naturaleza «docente» es un tema estoico. Cf. por ejemplo Hierocles: «dikaia de didaskalos hê phusis» (Estobeo, Florilegium, ed. Meineke, p. 8). Pero es visible el desplazamiento de sentido efectuado por Clemente.
53 En varias ocasiones, Clemente indica que suele hablar mediante ejemplos negativos: El Pedagogo, I, I, 2, 2, y I, III, 9, 1.
54 Esta creencia, contada por Arquelao, sería tomada de Pseudo-Demócrito (Geoponica, XIX, 4; cf. Ovidio, Metamorfosis, XV, 408- 410).
*3 [Cf. infra, n. 61. Foucault anota: IV, 192, sin que se sepa a qué corresponde esto.]
55 Eliano, Natura animalium, I, 25.
56 Clemente sigue de cerca a Aristóteles, Historia de los animales, IX, 632b.
57 Cf. por ejemplo Lucrecio, De natura rerum, I, 871, 874, 898, 928; III, 719.
58 Orígenes evoca el mismo problema en el Contra Celsum, IV, 57. Hace valer que, si hay transformaciones (de la res en abeja, del burro en escarabajo y del caballo en avispa), estos cambios siguen «vías establecidas» (hodoi tetagmenai).
59 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, IV, 10, 2.
60 «Epithumias dikhazousês», ibid., I, IV, 10, 3.
61 Aristóteles, Historia de los animales, VI, 579b. Cf. también Generación de los animales, III, 757a.
62 Con respecto a esta contra-naturaleza que se manifiesta naturalmente en lo «demasiado» (peritton), Clemente caracteriza la vida virtuosa mediante el aperittotês (El Pedagogo, I, XII, 98, 4).
63 Cf. la nota 53 de la edición de la Epístola del Pseudo-Bernabé, por S. Suzanne-Dominique y Fr. Louvel (París, 1979).
64 El Pedagogo, II, X, 83, 4-5 ; et II, X, 94, 1-4.
64 El Pedagogo, II, X, 83, 4-5 ; et II, X, 94, 1-4.
65 Encontramos estas explicaciones en la Epístola del Pseudo-Bernabé: «“No comerás conejo”. ¿Por qué? Esto quiere decir: no serás corruptor de niños y no incitarás a la gente de este tipo, porque la liebre adquiere cada año un ano nuevo» (X, 6).
66 Clemente de Aljandría, El Pedagogo, II, X, 88, 3.
67 De hecho Clemente atribuye a Moisés la triple prohibición de la fornicación, del adulterio y de la corrupción de niños que es de hecho la trilogía tradicional de los filósofos.
68 Aquí tenemos uno de los primeros ejemplos de la interpretación «sexual» de la historia de Sodoma.
69 «Están en frenesí en la casa de la prostitua, semejantes a caballos bien alimentados que corriente aquí y allá; relinchan tras la mujer de su prójimo», Jeremías, 5, 7-8.
70 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 90, 1. De este principio Clemente dice que es el principio soberano, aquel que comanda a todos los demás (arkhikôtaton).
71 Ibid., II, X, 90, 2.
72 [Ibid., II, X, 90, 3]. Sobre aidôs (reserva respetuosa) distinta de aiskhunê (vergüenza) y sobre el hecho de que las partes sexuales apelan a la primera y no a la segunda, cf. El Pedagogo, II, VI, 52, 2.
73 Ibid., II, X, 90, 3-4. Sobre este punto Clemente mezcla la enseñanza de Platón y la ley de Moisés.
74 Cf. ibid., II, X, 90, 4; 91, 1; 92, 2; 92, 3; 95, 3. Sobre el tema antignóstico de que las órdenes de Dios son buenas y justas, cf. ibid., I, los capítulos VIII et IX.
75 Ibid., II, X, 96, 1.
76 Los textos que Clemente cita se encuentran en el libro VIII de las Leyes (819a-841e).
77 [Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 83, 3.]
78 El Pedagogo, II, X, 92, 1. Cf. también Filón, De specialibus legibus, III, 32- 33.
*4 [Manuscrito: «vaya a perderse».]
79 Clemente emplea la palabra apokatharma [ibid., II, X, 92, 1].
80 Sorano, Tratado de las enfermedades de las mujeres, I, X.
81 Clemente utiliza la palabra horexis que en el vocabulario estoico designa el deseo como movimiento natural (por oposición a epithymia).
82 Sorano, loc. cit., cap. X. Es también una idea médica que la mujer no puede efectivamente concebir más que si desea la relación sexual. Se extraía de ello la conclusión de que su una mujer concebía después de una violación era porque ella lo había de una cierta manera deseado.
83 Ibid.
84 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 93, 1. La frase remite explícitamente a los primeros capítulos sobre la cooperación de la creatura y del Creador en el nacimiento de los hombres.
85 Demócrito, Fragmento B 32, ed. H. Diels.
86 Galiano, Comentario sobre las Epidemias de Hipócrates, III, 3, donde cita a Demócrito; cf. también De utilitate partium, XIV, 10.
87 Rufo de Efesio, Obras, ed. Daremberg, p. 370.
88 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 89, 2; 90, 2-4; 93, 2; 96, 1.
89 El «sôphrôn gamos». No hay que olvidar que el objetivo de El Pedagogo es introducir a una vida moderada («sôphrôn bios», I, I, 1, 4).
90 Musonio Rufo, Reliquiae, XII, 1-2 et 7, p. 65.
91 Séneca, Cartas a Lucilio, 82, 8 et 16.
92 Clemente de Alejandría, El Pedagogo,
93 Ibid., II, X, 100, 1.
94 Luc, 20, 27-37.
95 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 100, 3. «El abandono de las obras carnales» (katargêsantes ta tês sarkos erga) no significa el abandono de la procreación: parece que se trata de una referencia a la Epístola a los Galatas donde las obras carnales son enumeradas como la impudicia, la impureza, la disolución, la idolatría, la magia, las enemistades, las peleas, en resumen, los principales pecados en general (San Pablo, Epístola a los Galatas, 5, 19-21).
96 Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, III, 9, 1.
97 «No se tiene el derecho de abandonarse a la voluptuosidad ni a permanecer ahí estúpidamente esperando los deseos sensuales, ni tampoco de dejarse impresionar indebidamente por los deseos contrarios a la razón, ni finalmente de desear la contaminación» (ibid., II, X, l02, 1). No obstante, en Los Stromata III, VII, Clemente expresará una concepción mucho más exigente de la relación con los deseos. La egkrateia de los paganos consiste en no someterse a los deseos; aquella de los cristianos reside en el mê epithumein: vencer no solamente los deseos, sino el hecho de desear.
98 «Oukoun aphrodisiôn hêttasthai […]. Speirein de monon…», Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 102, 1.
99 Clemente de Alejandría, Los Stromata, II, XXIII, 141, 5. Esta posición para Clemente no es absoluta. Cf. el pasaje sobre la posibilidad de casarse o de no casarse.
100 «Semnôi kai sôphroni paidopoioumenos thelêmati», ibid., III, VII (P. G., t. 8, col. 1161).
101 En el De Carne Christi, por ejemplo, Tertuliano ve el origen de la caída en el hecho de que la serpiente se insinuó en el cuerpo de la mujer todavía virgen. Caín sería su descendencia.
102 «Thatton ê prosêkon ên, eti neoi pephukotes», Clemente de Alejandría, Los Stromata, III, XVII (P. G., t. 8, col. 1205). Sobre el peligro, en general, que corren los jóvenes a los que el deseo enardece demasiado rápido, Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, II, 20, 3-4.
103 «Pais andrizomenos apeitheia», Clemente de Alejandría, El Protréptico, XI, 111, 1.
104 Clemente de Alejandría, Los Stromata, III, XVII (P. G., t. 8, col. 1205). Clemente recuerda que sería una blasfemia el condenar la génesis en la cual participó Dios.
105 Sobre todo a partir de 34, 3 (El Pedagogo, I, VI), donde comenta la primera Epístola a los Corintios, 3, 2: «Yo les he dado leche, no alimento sólido».
106 «Sungeneia dia to haima […]. Sumpatheia dia tên anatrophên», Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, VI, 49, 4.
107 «Hay que reconocer que ella [la moral sexual de Clemente] es extremadamente rigurosa: sus preceptos superan a menudo en severidad las posiciones que se volverán tradicionales en la Gran Iglesia», J.- P. Broudéhoux, Mariage et famille chez Clément d’Alexandrie, París, 1970, p. 136.
108 Una de las principales prohibiciones «nuevas», el régimen complejo y extensivo del inceso, apenas será desarrollado antes de la alta Edad Media.
*5 [Pasaje tachado por Foucault en el tapuscrito: «En resumen el esquema del código, de la represión y de la interiorización de las prohibiciones no es capaz de dar cuenta de estos procesos que permiten precisamente a los códigos volverse conductas o a las conductas trazar códigos; a saber, los procesos de “subjetivación”. La carne es un modo de subjetivación»].