Artillería Inmanente les comparte en castellano el discurso de Giorgio Agamben pronunciado en ocasión de su recepción del «Premio Nonino 2018» entregado el 27 de enero 2018 en las Distillerie di Ronchi di Percoto (Údine, Italia).
A pesar de mi recelo por los premios y los castigos, he aceptado recibir el premio Nonino, por la simple razón de que se propone explícitamente en su ordenanza la «valorización de la civilización campesina». Es a propósito de estas dos palabras, «civilización campesina», que me gustaría reflexionar con ustedes. Porque si bien es cierto que algo continúa viviendo de ella, nosotros sabemos que la cultura campesina ya no existe, que pertenece al pasado. En los años en que yo nací los campesinos constituían todavía la mayor parte de la población italiana, pero mi generación observó progresiva y rápidamente su desaparición. Un hecho que no dejará de asombrar a los historiadores futuros es que nos haya llevado tan poco hacer desaparecer una cultura que, en sus líneas generales, había permanecido inalterada por cinco mil años. Y no menos sorprendente es la facilidad con la que nos hemos dejado persuadir por los pregoneros del progresismo que esto habría sido un fenómeno inevitable; tan inevitable, no obstante, que para llevarlo a cabo fue necesario, curiosamente, ejercer sobre los afectados una violencia sin precedentes.
No me refiero solamente al exterminio de los campesinos de la Unión Soviética, un genocidio en sentido propio —me gusta recordarlo precisamente hoy en el día de la memoria— que provocó un número de víctimas doble o quizá triple con respecto al exterminio de los judíos. Me refiero también a la violencia —porque de una forma de violencia se trató indudablemente, incluso si fue más sutil— que fue necesaria para deportar las poblaciones agrícolas del Sur hacia las fábricas de Norte.
Fue necesario hacerlo —se nos ha dicho— porque una nueva figura epocal se había asomado en los umbrales de la historia y habría marcado desde entonces el curso de los siglos por venir: el trabajador. En 1938 aparece el libro de Ernst Jünger que lleva precisamente este título: Der Arbeiter, el trabajador [en italiano l’operaio, que también significa «el obrero»]; un libro que tenía que ejercer una influencia considerable tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político europeo. En el centro del libro está la descripción y la teorización de esta nueva figura epocal, que tenía que sustituir a los campesinos (que, a decir verdad, apenas son nombrados por Jünger), la aristocracia y la burguesía en el dominio del mundo. Toda la modernidad se coloca según Jünger bajo su marca: la técnica —son sus palabras— «no es más que el modo en que la figura del trabajador moviliza el mundo».
Pues bien: todo esto era falso, simplemente falso. Esta figura epocal decisiva, que fue exaltada, descrita, representada y celebrada innumerables veces con amor y también rechazada con odio y desprecio, ha desaparecido con la misma velocidad con la que había aparecido. Existen ciertamente todavía trabajadores, pero el trabajador como figura epocal pertenece hoy al pasado del mismo modo que el campesino cuyo puesto tenía que tomar. No es fácil decir cuál es la figura histórica que tenemos frente —si el tecnócrata, el científico o algún otro personaje digital más oscuro del cual apenas conseguimos entrever su rostro— pero ciertamente no será el trabajador.
Jakobson habló, a propósito del destino trágico de los poetas rusos del siglo XX, de una «generación que disipó a sus poetas»: nosotros somos ciertamente una generación que disipó en pocos decenios un antiquísimo patrimonio y que no sabe bien con qué sustituirlo.
Me gustaría acabar, entonces, con las palabras de un autor que escribió el testimonio más extraordinario sobre el fin de la civilización campesina: Carlo Levi. Es un hecho sobre el cual no nos deberíamos cansar de reflexionar que, en los mismos años, dos judíos turineses homónimos, Carlo Levi y Primo Levi, publicaron los dos libros sin duda más importantes de la literatura italiana del siglo XX: Cristo se paró en Éboli (1945) y Si esto es un hombre (1947). En la novela El reloj, publicada en 1950 y ambientada en esos meses de 1945 en que el gobierno Parri, nacido de los Comités de Liberación Nacional, cae para dejar el puesto a la debacle política que nosotros conocemos y que él entrevé de un modo lúcido, Levi propone dividir el mundo en dos clases: los Campesinos y los Luigini. Los Campesinos son aquellos que «hacen las cosas, las aman y se complacen de ellas». Campesinos son para Levi no sólo los campesinos en sentido estricto, sino también los industriales, los artesanos, los empresarios, los matemáticos, los poetas, las amas de casa; todos aquellos, en suma, que «hacen las cosas». Luigini son todos los demás, los burócratas, los organizadores, los políticos, los mediadores y los mediócratas de todas las especies, que viven explotando el trabajo y la inteligencia de los Campesinos.
«La verdad —escribe de modo profético Levi— es que la forma misma de nuestros partidos es luigina, la técnica de la lucha política y la estructura misma de nuestro Estado son luigine». Italia —yo creo— nunca existió —excepto, tal vez, en esos pocos meses o en esos dos años de 1945 a 1947— hasta las elecciones de 1948 que marcaron el triunfo de los Luigini; en las cuales por un momento pareció posible que los Campesinos quitaran finamente de en medio a los Luigini. Dedico este premio a los Campesinos y no a los Luigini.