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Giorgio Agamben / Notas sobre la política

 

1. La caída del Partido comunista soviético y el dominio sin rebozo del Estado democrático-capitalista a escala planetaria han suprimido los dos principales obstáculos ideológicos que impedían el restablecimiento de una filosofía política a la altura de nuestro tiempo: el estalinismo, por una parte, y el progresismo y el Estado de derecho, por otra. El pensamiento se encuentra hoy así por primera vez frente a su tarea sin ninguna ilusión y sin coartada posible. En todas partes se está cumpliendo ante nuestros ojos la “gran transformación” que impulsa uno tras otro a los reinos de la tierra (repúblicas y monarquías, tiranías y democracias, federaciones y Estados nacionales) hacia el Estado espectacular integrado (Debord) y el “capital-parlamentarismo” (Badiou), que constituyen el estadio extremo de la forma Estado. Y así como la gran transformación de la primera revolución industrial había destruido las estructuras sociales y políticas y las categorías del derecho público del Ancien Régime, de la misma manera los términos soberanía, derecho, nación, pueblo, democracia y voluntad general cubren ahora una realidad que nada tiene que ver con lo que estos conceptos designaban antes; y, por eso, quienes continúan haciendo uso de ellos de una manera acrítica no saben literalmente de qué están hablando. La opinión pública y el consenso en nada tienen que ver con la voluntad general, no más en todo caso de lo que la “policía internacional” que hoy dirige las guerras tiene que ver con la soberanía del jus publicum Europeum. La política contemporánea es este experimento devastador, que desarticula y vacía en todo el planeta instituciones y creencias, ideologías y religiones, identidad y comunidad, y vuelve después a proponerlas bajo una forma ya definitivamente afectada de nulidad.

 

2. El pensamiento que viene tendrá, pues, que tratar de tomar en serio el tema hegeliano-kojeviano (y marxiano) del fin de la historia, así como la reflexión de Heidegger sobre el ingreso en el Ereignis como fin de la historia del ser. Respecto a este problema, el terreno se divide hoy entre aquellos que piensan el fin de la historia moderna sin el fin del Estado (los teóricos poskojevianos o posmodernos del cumplimiento del proceso histórico de la humanidad en un Estado universal homogéneo) y los que piensan el fin del Estado sin un correlativo fin de la historia (los progresistas de varia lección). Ambas posiciones caen por debajo de su tarea, porque pensar la extinción del Estado sin el cumplimiento del telos histórico es tan imposible como pensar un cumplimiento de la historia en el que permaneciese la forma vacía de la soberanía estatal. Si la primera tesis se muestra impotente por completo frente a la supervivencia tenaz de la forma estatal en una transición infinita, la segunda choca con la resistencia cada vez más viva de instancias históricas (de tipo nacional, religioso o étnico). Por lo demás, las dos posiciones pueden convivir perfectamente mediante la multiplicación de las instancias estatales tradicionales (es decir, de tipo histórico), bajo la égida de un organismo técnico-jurídico con vocación post-histórica.
Sólo un pensamiento capaz de pensar a la vez el final del Estado y el final de la historia, y de enfrentarlos entre sí, podrá estar a la altura de aquella tarea. Es lo que trató de hacer el último Heidegger, si bien de una manera absolutamente insuficiente, con la idea de un Ereignis, de un acontecimiento último, en el que lo que es apropiado y queda sustraído al destino histórico es el propio permanecer-oculto del principio historificante, la historicidad misma. Si la historia señala la expropiación de la naturaleza humana en una serie de épocas y de destinos históricos, el cumplimiento y la apropiación del telos histórico del que aquí se trata no significa que el proceso histórico de la humanidad esté ya sencillamente ordenado en una disposición definitiva (cuya gestión sea posible confiar a un Estado universal homogéneo), sino que la misma historicidad anárquica que, permaneciendo presupuesta, ha destinado al hombre como ser viviente a las diversas épocas y culturas históricas, debe ahora venir como tal al pensamiento, es decir que el hombre ha de apropiarse ahora de su mismo ser histórico, de su misma impropiedad. El devenir propio (naturaleza) de lo impropio (lenguaje) no puede ser formalizado ni reconocido según la dialéctica de la Anerkennung, porque es, en la misma medida, un devenir impropio (lenguaje) de lo propio (naturaleza).
La apropiación de la historicidad no puede por eso tener aún una forma estatal —al no ser el Estado otra cosa que la presuposición y la representación del permanecer-oculta de la arjé histórica— sino que debe dejar libre el terreno a una vida humana y a una política no estatales y no jurídicas, que todavía siguen estando completamente por pensar.

 

3. Los conceptos de soberanía y de poder constituyente, que están en el centro de nuestra tradición política, deben, en consecuencia, ser abandonados o, por lo menos, pensados de nuevo, desde el principio. Uno y otro señalan el punto de indiferencia entre violencia y derecho, naturaleza y logos, propio e impropio, y, como tales, no designan un atributo o un órgano del orden jurídico o del Estado, sino su propia estructura original. Soberanía es la idea de que hay un nexo indecidible entre violencia y derecho, viviente y lenguaje, y que este nexo tiene necesariamente la forma paradójica de una decisión sobre el estado de excepción (Schmitt) o de un bando (Nancy), en que la ley (el lenguaje) se mantiene en relación con el viviente retirándose de él, a-bandonándolo a la propia violencia y a la propia ausencia de relación. La vida sagrada, es decir, la vida presupuesta y abandonada por la ley en el estado de excepción, es el mudo portador de la soberanía, el verdadero sujeto soberano.
De este modo, la soberanía es el guardián que impide que el umbral indecidible entre violencia y derecho, naturaleza y lenguaje salga a la luz. Es necesario, empero, mantener fija la mirada precisamente sobre aquello que la estatua de la Justicia (que, como recuerda Montesquieu, era cubierta con un velo al proclamarse el estado de excepción) no debía ver, y, en consecuencia, sobre el hecho de que (como hoy está claro para todos) el estado de excepción es la regla, que la nuda vida es inmediatamente portadora del nexo soberano y, como tal, está hoy abandonada a una violencia que es tanto más eficaz en la medida en que es anónima y cotidiana.
Si existe hoy una potencia social, ésta debe ir hasta el fondo de su propia impotencia y, renunciando a cualquier voluntad tanto de establecer el derecho como de conservarlo, quebrar en todas partes el nexo entre violencia y derecho, entre viviente y lenguaje, que constituye la soberanía.

 

4. Mientras la decadencia del Estado deja sobrevivir por doquier su envoltura vacía como pura estructura de soberanía y de dominio, la sociedad en su conjunto está consignada irremediablemente a la forma de sociedad de consumo y de producción orientada al único objetivo del bienestar. Los teóricos de la soberanía política como Schmitt ven en ello el signo más seguro del fin de la política. Y en verdad las masas planetarias de consumidores (cuando no recaen simplemente en los viejos ideales étnicos y religiosos) no dejan atisbar ninguna nueva figura de la polis.
Sin embargo, el problema al que ha de enfrentarse la nueva política es precisamente éste: ¿es posible una comunidad política que se oriente exclusivamente al goce pleno de la vida de este mundo? ¿Pero no es éste precisamente, si bien se mira, el objetivo de la filosofía? Y cuando surge un pensamiento político moderno, con Marsilio de Padua, ¿no se define acaso por la recuperación con fines políticos del concepto averroísta de “vida suficiente” y de “bien vivir”? Aún Benjamin, en el Fragmento teológico-político, no deja lugar a dudas en cuanto al hecho de que “el orden de lo profano debe orientarse sobre la idea de felicidad”. La definición del concepto de “vida feliz” (de una manera que no permita su separación de la ontología, puesto que del “ser: no tenemos otra experiencia que vivir”) sigue siendo uno de los objetivos esenciales del pensamiento que viene.
La “vida feliz” sobre la que debe fundarse la filosofía política no puede por eso ser ni la nuda vida que la soberanía presupone para hacer de ella el propio sujeto, ni el extrañamiento impenetrable de la ciencia y de la biopolítica modernas, a las que hoy se trata en vano de sacralizar, sino, precisamente, una “vida suficiente” y absolutamente profana, que haya alcanzado la perfección de la propia potencia y de la propia comunicabilidad, y sobre la cual la soberanía y el derecho no tengan ya control alguno.

 

5. El plano de inmanencia sobre el que se constituye la nueva experiencia política es la extrema expropiación del lenguaje llevada a efecto por el Estado espectacular. Mientras en el Antiguo Régimen, el extrañamiento de la esencia comunicativa del hombre se sustanciaba en un presupuesto que servía de fundamento común (la nación, la lengua, la religión…), en el Estado contemporáneo es esta misma comunicatividad, esta misma esencia genérica (es decir, el lenguaje), lo que se constituye en una esfera autónoma en la propia medida en que de viene el factor esencial del ciclo productivo. Lo que impide la comunicación es, pues, la comunicabilidad misma; los hombres están separados por aquello que les une.
Lo anterior quiere decir también, empero, que, de este modo, lo que nos sale al paso es nuestra propia naturaleza lingüística invertida. Ésta es la razón (precisamente lo expropiado es la posibilidad misma de lo Común) de que la violencia del espectáculo sea tan destructiva; pero, por lo mismo, éste contiene todavía algo que se asemeja a una posibilidad positiva y que puede ser utilizada en contra suya. La época que estamos viviendo es también, por eso, aquella en que por primera vez se hace posible para los hombres experimentar su propia esencia lingüística; no de este o aquel contenido de lenguaje, de esta o aquella proposición verdadera, sino del hecho mismo de que se hable.

 

6. La experiencia de que se trata en este caso no tiene ningún contenido objetivo, no es formidable en proposiciones sobre un estado de cosas o sobre una situación histórica. Concierne no a un estado, sino a un acontecimiento de lenguaje; no hace referencia a esta o a aquella gramática, sino, por así decirlo, al factum loquendi como tal. Por eso mismo debe ser concebida como un experimento que tiene que ver con la materia misma o la potencia del pensamiento (en términos espinozianos, un experimento de potentia intellectus, sive de libertate).
Puesto que lo que se ventila en el experimento no es en modo alguno la comunicación en cuanto destino y fin específico del hombre o como condición lógico-trascendental de la política (como sucede en las pseudofilosofías de la comunicación), sino la única experiencia material posible del ser genérico (es decir, experiencia de la “comparecencia” —Nancy— o, en términos marxianos, del General Intellect, la primera consecuencia que de ello se deriva es la subversión de la falsa alternativa entre fines y medios que paraliza toda ética y toda política. Una finalidad sin medios (el bien o lo bello como fines en sí) es tan extraña como una medialidad que sólo tiene sentido con respecto a un fin. Lo que se cuestiona en la experiencia política no es un fin más alto, sino el propio ser-en-el lenguaje como medialidad pura, el ser-en-un medio como condición irreductible de los hombres. Política es la exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal. Es la esfera no de un fin en sí, sino de una medialidad pura y sin fin como ámbito del actuar y del pensar humanos.

 

7. La segunda consecuencia del experimentum linguae es que, más allá de los conceptos de apropiación y de expropiación, lo que verdaderamente es necesario pensar es más bien la posibilidad y las modalidades de un uso libre. La práctica y la reflexión políticas se mueven hoy de forma exclusiva en la dialéctica entre lo propio y lo impropio, en que o bien lo impropio (como sucede en las democracias industriales) impone en todas partes su dominio con una irrefrenable voluntad de falsificación y de consumo, o bien, como sucede en los Estados integristas y totalitarios, lo propio pretende excluir de sí toda impropiedad. Si, en vez de eso, llamamos común (o, como prefieren otros, igual) a un punto de indiferencia entre lo propio y lo impropio, es decir, a algo que nunca es aprehensible en términos de una apropiación o de una expropiación, sino sólo como uso, el problema político esencial pasa a ser entonces: “¿cómo se usa un común?” (Heidegger tenía quizá en mientes algo de este tipo cuando formulaba su concepto supremo no como una apropiación ni como una expropiación, sino como apropiación de una expropiación.)
Sólo si consiguen articular el lugar, los modos y el sentido de esta experiencia del acontecimiento de lenguaje como uso libre de lo común y como esfera de los medios puros, podrán las nuevas categorías del pensamiento político —sean éstas comunidad inocupada, comparecencia, igualdad, fidelidad, intelectualidad de masa, pueblo por venir, singularidad cualquiera— dar expresión a la materia política que tenemos ante nosotros.

En Medios sin fin: notas sobre la política, Valencia, Pre-Textos.

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