1. Cualquier interpretación del significado político del término pueblo debe partir del hecho singular de que, en las lenguas europeas modernas, éste también incluye siempre a los pobres, los desheredados y los excluidos. Un mismo término designa, pues, tanto al sujeto político constitutivo como a la clase que, de hecho si no de derecho, está excluida de la política.
El italiano popolo, el francés peuple, el español pueblo (como los adjetivos correspondientes, popolare, populaire, popular y los tardolatinos populus y popularis de que todos derivan) designan, lo mismo en la lengua común que en el léxico político, tanto al conjunto de los ciudadanos en su condición de cuerpo político unitario (como en popolo italiano o en giudice popolare) como a los pertenecientes a las clases inferiores (como en homme du peuple, rione popolare, front populaire). Incluso el inglés people, que tiene un sentido más indiferenciado, conserva, empero, el sentido de ordinary people en oposición a los ricos y a la nobleza. En la Constitución norteamericana se lee así, sin distinción de condiciones, “We people of the United States…”; pero cuando Lincoln, en el discurso de Gettisburgh invoca un “Government of the people by the people for the people», la repetición contrapone implícitamente otro pueblo al primero. Hasta qué punto esta ambigüedad fue también esencial durante la Revolución francesa (es decir, precisamente en el momento en que se reivindica el principio de la soberanía popular) es algo de lo que da buen testimonio la función decisiva que desarrolló en ella la compasión por el pueblo, entendido como clase excluida. H. Arendt ha recordado que “la misma definición del vocablo nació de la compasión y el término llegó a ser sinónimo de desgracia e infelicidad: le peuple, les malheureux m’aplaudissent, como acostumbraba a decir Robespierre; le peuple toujours malheureux, como hasta el mismo Sieyès, una de las figuras menos sentimentales y más lúcidas de la revolución, afirmaba”. Pero ya en Bodino, en un sentido opuesto, en el capítulo de la République en el que se define la Democracia, o État populaire, el concepto es doble: el peuple en corps, como titular de la soberanía, tiene su contrapartida en el menu peuple, al que el buen sentido aconseja excluir del poder político.
2. Una ambigüedad semántica tan difundida y constante no puede ser casual: tiene que ser el reflejo de una anfibología inherente a la naturaleza y a la función del concepto pueblo en la política occidental. Todo sucede, pues, como si eso que llamamos pueblo fuera en realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéctica entre dos polos opuestos: por una parte el conjunto Pueblo como cuerpo político integral, por otra, el subconjunto pueblo como multiplicidad fragmentaria de cuerpos menesterosos y excluidos; en el primer caso una inclusión que pretende no dejar nada fuera, en el segundo una exclusión que se sabe sin esperanzas; en un extremo, el Estado total de los ciudadanos integrados y soberanos, en el otro la reserva (bandita) —corte de los milagros o campo— de los miserables, de los oprimidos, de los vencidos. En este sentido no existe en parte alguna un referente único y compacto del término pueblo: como muchos conceptos políticos fundamentales (similares en esto a los Urworte de Abel y Freud o a las relaciones jerárquicas de Dumont) pueblo es un concepto polar, que indica un doble movimiento y una compleja relación entre dos extremos. Pero esto significa también, que la constitución de la especie humana en un cuerpo político se realiza por medio de una escisión fundamental y que, en el concepto “pueblo”, podemos reconocer sin dificultades las parejas categoriales que, como hemos visto, definen la estructura política original: nuda vida (pueblo) y existencia política (Pueblo), exclusión e inclusión, zoé y bíos. El pueblo, pues, lleva ya siempre consigo la fractura biopolítica fundamental. Es lo que no puede ser incluido en el todo del que forma parte y lo que no puede pertenecer al conjunto en el que está ya incluido siempre.
De aquí las aporías y contradicciones a que da lugar cada vez que es evocado y puesto en juego en la escena de la política. Es aquello que ya existe siempre y que, sin embargo, debe aún realizarse; es la fuente pura de toda identidad pero que debe redefinirse y purificarse permanentemente por medio de la exclusión, la lengua, la sangre o el territorio. O bien, en el polo opuesto, es lo que se falta por esencia a sí mismo y cuya realización coincide, por eso, con la propia abolición; es lo que para ser, debe proceder, por medio de su opuesto, a la negación de sí mismo (de aquí las aporías específicas del movimiento obrero, que se dirige al pueblo y, al mismo tiempo, tiende a su abolición). Estandarte sangriento de la reacción y enseña incierta de las revoluciones y de los frentes populares, según las ocasiones, el pueblo contiene en todo caso una escisión que es más originaria que la de amigo-enemigo, una guerra civil incesante que le divide más radicalmente que cualquier conflicto y, a la vez, le mantiene unido y le constituye más sólidamente que cualquier identidad. Bien visto, hasta eso que Marx llama lucha de clases y que, a pesar de permanecer sustancialmente indefinido, ocupa un lugar tan central en su pensamiento, no es otra cosa que esa guerra intestina que divide a todo pueblo que sólo tendrá fin cuando, en la sociedad sin clases o en el reino mesiánico, Pueblo y pueblo coincidan y no haya ya, propiamente, pueblo alguno.
3. Si eso es cierto, si el pueblo contiene necesariamente en su interior la fractura biopolítica central, será entonces posible leer de una manera nueva algunas páginas decisivas de la historia de nuestro siglo. Porque, si bien es verdad que la lucha entre los dos pueblos ha tenido lugar desde siempre, tal lucha ha sufrido en nuestro tiempo una última y paroxística aceleración. En Roma la escisión interna del pueblo estaba sancionada jurídicamente por la clara división entre populus y plebs, cada uno de los cuales tenía sus propias instituciones y sus propios magistrados, de la misma forma que en el Medievo, la distinción entre popolo minuto y popolo grasso respondía a una precisa articulación de diversas artes y oficios; pero cuando, a partir de la Revolución Francesa, el pueblo se convierte en depositario único de la soberanía, el pueblo se transforma en una presencia embarazosa, y la miseria y la exclusión aparecen por primera vez como un escándalo intolerable en cualquier sentido. En la Edad Moderna, miseria y exclusión no son sólo conceptos económicos o sociales, sino categorías eminentemente políticas (todo el economicismo y el “socialismo” que parecen dominar la política moderna tienen, en realidad, un significado político, incluso biopolítico).
En esta perspectiva, nuestro tiempo no es otra cosa que el intento —implacable y metódico— de suprimir la escisión que divide al pueblo y de poner término de forma radical a la existencia del pueblo de los excluidos. En este intento coinciden, según modalidades diversas y desde distintos horizontes, derecha e izquierda, países capitalistas y países socialistas, unidos en el proyecto —vano en última instancia, pero que se ha realizado parcialmente en todos los países industrializados— de producir un pueblo uno e indiviso. La obsesión del desarrollo es tan eficaz en nuestro tiempo, porque coincide con el proyecto biopolítico de producir un pueblo sin fractura alguna.
El exterminio de los judíos en la Alemania nazi adquiere, a esta luz, un significado radicalmente nuevo. En cuanto pueblo que rechaza integrarse en el cuerpo político nacional (de hecho se supone que cualquier asimilación por su parte sólo es, en rigor, simulada), los judíos son los representantes por excelencia y casi el símbolo viviente del pueblo, de esa nuda vida que la modernidad crea necesariamente en su interior, pero cuya presencia no consigue tolerar en modo alguno. Y en el lúcido furor con que el Volk alemán, representante por excelencia del pueblo como cuerpo político integral, trata de eliminar para siempre a los judíos, debemos ver la fase extrema de la lucha intestina que divide a Pueblo y pueblo. Con la solución final (que incluye también, y no por azar, a los gitanos y a otros no integrables), el nazismo busca oscura e inútilmente liberar la escena política de Occidente de esa sombra intolerable para producir finalmente al Volk alemán como pueblo que ha colmado la fractura biopolítica original (por esto los jefes nazis repiten de forma tan obstinada que, eliminando a judíos y gitanos, también están trabajando, en verdad, para los demás pueblos europeos).
Parafraseando el postulado freudiano sobre la relación entre Es e Ich, se podría decir que la biopolítica moderna está regida por el principio según el cual “allí donde hay nuda vida, debe advenir un Pueblo”; a condición, empero, de añadir inmediatamente que este principio vale también en la fórmula inversa, que establece que “allí donde hay un Pueblo, debe advenir la nuda vida”. La fractura que se creía haber colmado eliminando al pueblo (a los judíos que son su símbolo), se reproduce así de nuevo, transformando a todo el pueblo alemán en vida sacra consagrada a la muerte y en cuerpo biológico que debe ser infinitamente purificado (eliminando a los enfermos mentales y a los portadores de enfermedades hereditarias). Y de manera diversa, pero análoga, hoy el proyecto democrático-capitalista de poner fin, por medio del desarrollo, a la existencia de clases pobres, no sólo reproduce en su propio seno el pueblo de los excluidos, sino que transforma en nuda vida a todas las poblaciones del Tercer Mundo. Sólo una política que sea capaz de superar la escisión biopolítica fundamental de Occidente podrá detener esa oscilación y poner fin a la guerra civil que divide a los pueblos y a las ciudades de la tierra.
En Medios sin fin: notas sobre la política, Valencia, Pre-Textos.