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Giorgio Agamben / ¿Qué es un dispositivo?

Traducción de Giorgio Agamben, Che cos’è un dispositivo?, Roma, nottetempo, 2006.

 

1. Las cuestiones terminológicas son importantes en filosofía. Como dijo una vez un filósofo por el que siento un gran respeto, la terminología es el momento poético del pensamiento. Esto no significa que los filósofos deban definir necesariamente sus términos técnicos en cada ocasión. Platón nunca definió el más importante de sus términos: idea. Otros en cambio, como Spinoza y Leibniz, prefieren definir more geometrico su terminología.
La hipótesis que pretendo proponerles es que la palabra «dispositivo» es un término técnico decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Lo utiliza con frecuencia sobre todo a partir de mediados de la década de 1970, cuando empieza a tratar lo que llamó la «gubernamentalidad» o el «gobierno de los hombres». Aunque nunca da una definición real, se acerca a algo parecido a una definición en una entrevista de 1977:

 

Lo que intento identificar bajo este nombre es, en primer lugar, un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, arreglos arquitectónicos, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas, en definitiva: lo dicho, así como lo no-dicho; tales son los elementos del dispositivo. El propio dispositivo es la red que se puede establecer entre estos elementos…
…por dispositivo, me refiero a una especie de —digamos— formación que en un momento histórico determinado tenía la función principal de responder a una emergencia. Por lo tanto, el dispositivo tiene una función estratégica dominante…
Dije que el dispositivo era esencialmente de naturaleza estratégica, lo que implica una cierta manipulación de relaciones de fuerza, una intervención racional y concertada en estas relaciones de fuerza, ya sea para desarrollarlas en tal dirección, o para bloquearlas, o para estabilizarlas, para utilizarlas. Por lo tanto, el dispositivo está siempre inscrito en un juego de poder, pero también está siempre vinculado a una o varias fronteras del saber, que surgen de él pero, igualmente, lo condicionan. El dispositivo es precisamente esto: estrategias de relaciones de fuerza que apoyan tipos de saber, y que se apoyan en ellos.
(Dits et écrits, vol. III, pp. 299-300)

 

Resumamos brevemente los tres puntos:

 

a) Se trata de un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente cualquier cosa, tanto lo lingüístico como lo no-lingüístico: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. El dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos elementos.

 

b) El dispositivo tiene siempre una función estratégica concreta y siempre forma parte de una relación de poder.

 

c) Como tal, resulta de la intersección de relaciones de poder y de relaciones de saber.

 

2. A continuación, me gustaría intentar trazar una breve genealogía de este término, primero dentro de la obra de Foucault y luego en un contexto histórico más amplio.
A finales de la década de 1960, más o menos en el momento de escribir La arqueología del saber, para definir el objeto de sus investigaciones Foucault no usa el término dispositivo, sino aquel, etimológicamente cercano, de «positivité», positividad, de nuevo sin definirlo.
A menudo me preguntaba dónde había encontrado Foucault ese término hasta que, no hace muchos meses, releí el ensayo de Jean Hyppolite Introduction à la philosophie de l’histoire de Hegel. Probablemente conozcan la fuerte relación entre Foucault e Hyppolite, al que a veces se refiere como «mi maestro» (Hyppolite había sido en realidad su profesor, primero durante la khâgne en el liceo Henri IV y luego en la École normale).
El capítulo tres del ensayo de Hyppolite se titula: Raison et histoire. Les idées de positivité et de destin (Razón e historia. Las ideas de positividad y de destino). Centra aquí su análisis en dos obras hegelianas del llamado período de Berna y Fráncfort (1795-96): la primera es «El espíritu del cristianismo y su destino» y la segunda —de la que procede el término que nos interesa— «La positividad de la religión cristiana» (Die Positivität der christliche Religion). Según Hyppolite, «destino» y «positividad» son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En particular, el término «positividad» tiene su lugar en la oposición de Hegel entre «religión natural» y «religión positiva». Mientras que la religión natural se refiere a la relación inmediata y general de la razón humana con lo divino, la religión positiva o histórica comprende el conjunto de creencias, reglas y rituales que en una determinada sociedad y en un determinado momento histórico se imponen a los individuos desde el exterior. «Una religión positiva —escribe Hegel en un pasaje que cita Hyppolite— implica sentimientos se imprimen en las almas a través de una coacción, y comportamientos que son el resultado de una relación de mando y obediencia y que se llevan a cabo sin interés directo».1
Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica entre libertad y coacción y entre razón e historia. En un pasaje que no puede no haber despertado la curiosidad de Foucault y que contiene algo más que un presagio de la noción de dispositivo, escribe: «Se ve aquí el nudo problemático implícito en el concepto de positividad, y los intentos posteriores de Hegel de unir dialécticamente —una dialéctica que aún no ha tomado consciencia de sí misma— la pura razón (teórica y sobre todo práctica) y la positividad, es decir, el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo para la libertad humana, y como tal es condenada. Investigar los elementos positivos de una religión y, se podría añadir ya, de un estado social, significa descubrir lo que en ellos se impone por coacción a los hombres, lo que hace opaca la pureza de la razón; pero, en otro sentido, que en el curso del desarrollo del pensamiento hegeliano acaba por imponerse, la positividad debe reconciliarse con la razón, que pierde entonces su carácter abstracto y se adapta a la riqueza concreta de la vida. Se entiende, pues, cómo el concepto de positividad está en el centro de las perspectivas hegelianas».2
Si «positividad» es el nombre que, según Hyppolite, el joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga de reglas, rituales e instituciones que son impuestos a los individuos por un poder externo, pero que están, por así decirlo, interiorizados en los sistemas de creencias y sentimientos, entonces Foucault, al tomar prestado este término (que luego se convertirá en «dispositivo») toma posición respecto a un problema decisivo, que es también su propio problema: la relación entre los individuos como seres vivos y el elemento histórico, entendiendo por tal el conjunto de las instituciones, procesos de subjetivación y reglas en que se concretan las relaciones de poder. Sin embargo, el objetivo último de Foucault no es, como en Hegel, reconciliar ambos elementos. Tampoco se trata de enfatizar el conflicto entre ellos. Se trata para él más bien de investigar los modos concretos en que las positividades (o los dispositivos) actúan en las relaciones, mecanismos y «juegos» de poder.

 

3. Ahora debería quedar claro en qué sentido planteo la hipótesis de que el término «dispositivo» es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. No se trata de un término particular, que se refiere únicamente a tal o cual tecnología de poder. Es un término general, que tiene la misma amplitud que, según Hyppolite, tiene «positividad» para el joven Hegel y, en la estrategia de Foucault, viene a ocupar el lugar de lo que él llama críticamente «los universales» (les universaux). Foucault, como se sabe, siempre se negó a tratar esas categorías generales o entes de razón que él llama «los universales», como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no haya conceptos operativos de carácter general en su pensamiento. Los dispositivos son precisamente lo que ocupa el lugar de los universales en la estrategia foucaultiana: no simplemente esta o aquella medida de policía, esta o aquella tecnología de poder, ni siquiera una generalidad obtenida por abstracción: más bien, como dijo en la entrevista de 1977, «la red (le réseau) que se establece entre estos elementos».
Si ahora intentamos examinar la definición del término «dispositivo» que se encuentra en los diccionarios franceses de uso común, vemos que distinguen tres significados del término:
a) Un sentido jurídico en sentido estricto: «El dispositivo es la parte de un juicio que contiene la decisión separada de los motivos». Es decir, la parte de la sentencia (o de una ley) que decide y dispone.
b) Un significado tecnológico: «El modo en que están dispuestas las piezas de una máquina o mecanismo y, por extensión, el mecanismo mismo».
c) Un significado militar: «El conjunto de medios dispuestos según un plan».
Los tres significados están, en cierta medida, presentes en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, sobre todo los que no tienen un carácter histórico-etimológico, operan dividiendo y separando los diversos significados de un término. Sin embargo, esta fragmentación corresponde generalmente al despliegue y la articulación histórica de un único significado original, que es importante no perder de vista. ¿Cuál es, en el caso del término «dispositivo», este significado? Ciertamente, el término, tanto en el uso común como en el uso foucaultiano, parece referirse a un conjunto de prácticas y mecanismos (tanto lingüísticos como no lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) destinados a hacer frente a una emergencia y a conseguir un efecto más o menos inmediato. Pero, ¿en qué estrategia de praxis o pensamiento, en qué contexto histórico se originó el término moderno?

 

4. A lo largo de los últimos tres años, me he ido adentrando en una búsqueda cuyo final sólo empiezo a ver ahora, y que podría describir a grandes grados como una genealogía teológica de la economía. En los primeros siglos de la historia de la Iglesia —digamos que entre los siglos II y VI— el término griego oikonomia desempeñó una función decisiva en la teología. Oikonomia significa en griego la administración del oikos, de la casa y, más generalmente, gestión, management. Es, como dice Aristóteles (Pol. 1255 b 21), no un paradigma epistémico, sino una praxis, una actividad práctica que tiene que ver con un problema y una situación particular de vez en cuando. ¿Por qué los padres sintieron la necesidad de introducir este término en la teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una «economía divina»?
Se trataba, en efecto, de un problema extremadamente delicado y vital, quizá de la cuestión decisiva en la historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el transcurso del siglo II, se empezó a discutir acerca de una trinidad de figuras divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, hubo, como era de esperar, una resistencia muy fuerte en el seno de la Iglesia por parte de personas razonables que pensaban con horror que, de este modo, se corría el riesgo de reintroducir el politeísmo y el paganismo en la fe cristiana. Para convencer a estos obstinados adversarios (que más tarde fueron luego llamados «monarquianos», es decir, defensores del gobierno de uno solo), teólogos como Tertuliano, Hipólito, Ireneo y muchos otros no encontraron nada mejor que servirse del término oikonomia. Su argumento era más o menos el siguiente: «Dios, en cuanto a su ser y a su sustancia, es, ciertamente, uno; pero en cuanto a su oikonomia, es decir, al modo en que administra su casa, su vida y el mundo que ha creado, es, en cambio, triple. Al igual que un buen padre puede confiar al hijo el desempeño de ciertas funciones y de ciertas tareas, sin perder con esto su poder y su unidad, así Dios confía a Cristo la “economía”, la administración y el gobierno de la historia de los hombres». El término oikonomia se especializó así para significar en particular la encarnación del Hijo y la economía de la redención y la salvación (por eso, en algunas sectas gnósticas, Cristo acaba llamándose «el hombre de la economía», ho anthropos tes oikonomias). Los teólogos se acostumbraron gradualmente a distinguir entre un «discurso —o logos— de la teología» y un «logos de la economía», y la oikonomia se convirtió así en el dispositivo a través del cual se introdujeron en la fe cristiana el dogma trinitario y la idea de un gobierno divino providencial del mundo.
Pero, como sucede a menudo, la fractura que los teólogos habían tratado de evitar y eliminar de este modo en Dios en el plano del ser, reapareció en forma de cesura que separa en Dios ser y acción, ontología y praxis. La acción (la economía, pero también la política) no tiene ningún fundamento en el ser: ésta es la esquizofrenia que la doctrina teológica de la oikonomia lega a la cultura occidental.

 

5. Creo que incluso a través de esta breve exposición, se habrán dado cuenta de la centralidad e importancia de la función que la noción de oikonomia ha desempeñado en la teología cristiana. Ya desde Clemente de Alejandría, se fundió con la noción de providencia, significando el gobierno salvífico del mundo y de la historia de los hombres. Ahora bien: ¿cuál es la traducción de este término griego fundamental en los escritos de los padres latinos? Dispositio.
El término latino dispositio, del que deriva nuestro término «dispositivo», viene así a asumir toda la compleja esfera semántica de la oikonomia teológica. Los «dispositivos» de los que habla Foucault están de alguna manera conectados con esta herencia teológica, pueden de alguna manera remontarse a la fractura que divide y, al mismo tiempo, articula en Dios ser y praxis, la naturaleza o esencia y la operación a través de la cual administra y gobierna el mundo de las criaturas. El término dispositivo nombra aquello en lo que y a través de lo cual se realiza una pura actividad de gobierno sin ningún fundamento en el ser. Por ello, los dispositivos deben implicar siempre un proceso de subjetivación, es decir, deben producir a su sujeto.
A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivos foucaultianos adquieren una significación aún más decisiva, en un contexto en el que se cruzan no sólo con la «positividad» del joven Hegel, sino también con el Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corresponde al latín ponere). Cuando Heidegger, en Die Technik und die Kehre (La técnica y el giro), escribe que Ge-stell comúnmente significa «aparato» (Gerät), pero que quiere decir con este término «el reunir de ese (dis)poner (Stellen), que (dis)pone del hombre, es decir, exige de él el descubrimiento de lo real en la forma del ordenar (Bestellen)», la proximidad de este término con la dispositio de los teólogos y con los dispositivos de Foucault es evidente. Todos estos términos tienen en común la referencia a una oikonomia, es decir, a un conjunto de praxis, saberes, medidas e instituciones cuyo objetivo es gestionar, gobernar, controlar y orientar en un sentido que se pretende útil los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los hombres.

 

6. Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente en mis investigaciones es el de identificar en los textos y los contextos en los que trabajo lo que Feuerbach llamaba el elemento filosófico, es decir, el punto de su Entwicklungsfähigkeit (literalmente, capacidad de desarrollo), el locus y el momento en que son susceptibles de un desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos y desarrollamos el texto de un autor en este sentido, llega el momento en que empezamos a darnos cuenta de que no podemos seguir adelante sin contravenir las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el desarrollo del texto en cuestión ha llegado a un punto de indecidibilidad en el que resulta imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque se trata de un momento especialmente feliz para el intérprete, sabe que ha llegado el momento de abandonar el texto que está analizando y seguir por su cuenta.
Por tanto, los invito a abandonar el contexto de la filología foucaultiana en el que nos hemos movido hasta ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto.
Les propongo nada menos que una partición general y masiva de lo existente en dos grandes grupos o clases: por un lado, los seres vivos (o las sustancias) y, por otro, los dispositivos en los que son incesantemente capturados. Por un lado, por tanto, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas y por otro la oikonomia de los dispositivos que buscan gobernarlas y guiarlas hacia el bien.
Generalizando aún más la ya muy amplia clase de dispositivos foucaultianos, llamaré dispositivo literalmente a todo lo que tenga de alguna manera la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos. Por lo tanto, no sólo las cárceles, los manicomios, el Panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la pluma, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarro, la navegación, las computadoras, los teléfonos celulares y —por qué no— el propio lenguaje, que es quizá el más antiguo de los dispositivos, en el que hace miles y miles de años un primate —probablemente sin darse cuenta de las consecuencias— tuvo la inconsciencia de dejarse capturar.
Recapitulando, tenemos pues dos grandes clases, los seres vivos (o las sustancias) y los dispositivos. Y, entre los dos, como tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación y, por así decirlo, del cuerpo a cuerpo entre los seres vivos y los dispositivos. Por supuesto, las sustancias y los sujetos, como en la antigua metafísica, parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de teléfonos celulares, el navegante de Internet, el escritor de cuentos, el aficionado del tango, el no-global, etc. etc. El inmenso crecimiento de los dispositivos en nuestro tiempo va acompañado de una proliferación igualmente inmensa de procesos de subjetivación. Esto puede dar la impresión de que la categoría de la subjetividad en nuestro tiempo se tambalea y pierde consistencia; pero no se trata, para ser precisos, de una cancelación o superación, sino de una diseminación que lleva al extremo el aspecto de mascarada que siempre ha acompañado a toda identidad personal.

 

7. Probablemente no sería erróneo definir la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Por supuesto, desde que apareció el homo sapiens, ha habido dispositivos, pero parece que no hay un solo momento en la vida de los individuos hoy en día que no que no esté modelado, contaminado o controlado por algún dispositivo. Entonces, ¿cómo podemos enfrentar esta situación, qué estrategia debemos seguir en nuestro cuerpo a cuerpo diario con los dispositivos? No se trata simplemente de destruirlos, ni, como sugieren algunos ingenuos, de utilizarlos de forma correcta.
Por ejemplo, al vivir en Italia, es decir, en un país en el que los gestos y los comportamientos de los individuos han sido remodelados de arriba abajo por el teléfono celular (conocido familiarmente como telefonino), yo he desarrollado un odio implacable hacia este dispositivo, que ha hecho que las relaciones entre las personas sean aún más abstractas. Aunque a menudo me he sorprendido pensando en cómo destruir o desactivar los telefonini y en cómo eliminar o, al menos, castigar y encarcelar a quienes los utilizan, no creo que sea la solución adecuada al problema.
El hecho es que, según todas las pruebas, los dispositivos no son un accidente en el que los hombres cayeron por casualidad, sino que tienen sus raíces en el mismo proceso de «hominización» que hizo«humanos» a los animales que clasificamos bajo la rúbrica homo sapiens. El acontecimiento que produjo al humano constituye, en efecto, para el ser vivo, algo así como una escisión, que reproduce en cierto modo la escisión que la oikonomia había introducido en Dios entre ser y acción. Esta escisión separa al ser vivo de sí mismo y de la relación inmediata con su entorno, es decir, con aquello que Uexküll y, después de él, Heidegger llaman el círculo receptor-desinhibidor. Al romper o interrumpir esta relación, se producen para el ser vivo el aburrimiento —es decir, la capacidad de suspender la relación inmediata con los desinhibidores— y lo Abierto, es decir, la posibilidad de conocer lo ente en cuanto ente, de construir un mundo. Pero, con estas posibilidades, también se da inmediatamente la posibilidad de los dispositivos, que pueblan lo Abierto con instrumentos, objetos, gadgets, chucherías y tecnologías de todo tipo. A través de los dispositivos, el hombre intenta que los comportamientos animales que se han separado de él giren en el vacío y así disfrutar de lo Abierto como tal, de lo ente en cuanto ente. En la raíz de todo dispositivo, por lo tanto, hay un deseo demasiado humano de felicidad, y la captura y la subjetivación de este deseo en una esfera separada constituye la potencia específica del dispositivo.

 

8. Esto significa que la estrategia que tenemos que adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no puede ser sencilla. Porque se trata de liberar lo que ha sido capturado y separado a través de los dispositivos para restituirlo a un posible uso común. Es desde esta perspectiva que me gustaría hablarles ahora de un concepto en el que he estado trabajando recientemente. Es un término que proviene de la esfera del derecho y la religión romana (derecho y religión están, no sólo en Roma, estrechamente relacionados): profanación.
Según el derecho romano, sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de alguna manera a los dioses. Como tales, estaban sustraídas al libre uso y comercio de los hombres y no podían ser vendidas, pignoradas, cedidas en usufructo o gravadas con servidumbres. Sacrílego era cualquier acto que violara o transgrediera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestiales (y entonces se les llamaba propiamente «sagradas») o infernales (en este caso, se les llamaba simplemente «religiosas»). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba el retiro de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba, en cambio, restituirlas al libre uso de los hombres. «Profano —pudo así escribir el gran jurista Trebacio— en sentido propio significa lo que, de ser sagrado o religioso, es restituido al uso y la propiedad de los hombres».
Desde esta perspectiva, se puede definir como religión aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y las transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o preserva un núcleo genuinamente religioso. El dispositivo que implementa y regula la separación es el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, diferentes según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss inventariaron pacientemente, sanciona en cada caso el paso de algo de lo profano a lo sagrado, de la esfera humana a la divina. Pero lo que ha sido separado ritualmente puede ser restituido por el ritual a la esfera profana. La profanación es el contradispositivo que restituye al uso común lo que el sacrificio había separado y dividido.

 

9. El capitalismo y las figuras modernas del poder parecen, en esta perspectiva, generalizar y llevar al extremo los procesos separativos que definen la religión. Si consideramos la genealogía teológica de los dispositivos que acabamos de esbozas, que los conecta con el paradigma cristiano de la oikonomia, es decir, del gobierno divino del mundo, vemos que los dispositivos modernos presentan, sin embargo, una diferencia respecto a los tradicionales, que hace que su profanación sea especialmente problemática. Todo dispositivo implica, en efecto, un proceso de subjetivación, sin el cual el dispositivo no puede funcionar como dispositivo de gobierno, sino que se reduce a un mero ejercicio de violencia. Foucault mostró así cómo, en una sociedad disciplinaria, los dispositivos apuntan, a través de una serie de prácticas y discursos, de saberes y ejercicios, a la creación de cuerpos dóciles pero libres, que asumen su identidad y su «libertad» como sujetos en el proceso mismo de su sujeción. En otras palabras, el dispositivo es ante todo una máquina que produce subjetivaciones, y sólo como tal es también una máquina de gobierno. El ejemplo de la confesión es aquí esclarecedor: la formación de la subjetividad occidental, a la vez escindida y, sin embargo, dueña y segura de sí misma, es inseparable de la acción plurisecular del dispositivo penitencial, en el que un nuevo Yo se constituye a través de la negación y, al mismo tiempo, la asunción del viejo. En otras palabras, la escisión del sujeto operada por el dispositivo penitencial fue productiva de un nuevo sujeto, que encontró su propia verdad en la no-verdad del Yo pecaminoso repudiado. Se pueden hacer consideraciones análogas para el dispositivo cárcel, que produce como consecuencia más o menos inesperada la constitución de un sujeto y un milieu delincuente, que se convierte en objeto de nuevas —y, esta vez, perfectamente calculadas— técnicas de gobierno.
Lo que define a los dispositivos con los que lidiamos en la fase actual del capitalismo es que ya no actúan tanto a través de la producción de un sujeto como a través de procesos que podemos llamar de desubjetivación. Un momento desubjetivante estaba ciertamente implícito en todo proceso de subjetivación y el Yo penitencial se constituía, como hemos visto, sólo a través de su propia negación; pero lo que sucede ahora es que procesos de subjetivación y procesos de desubjetivación parecen volverse mutuamente indiferentes y no dan lugar a la recomposición de un nuevo sujeto, salvo en una forma larvada y, por así decirlo, espectral. En la no-verdad del sujeto ya no se pone en juego de ninguna manera su verdad. Aquel que se deja capturar en el dispositivo «teléfono celular», sea cual sea la intensidad del deseo que lo impulsó, no adquiere por ello una nueva subjetividad, sino sólo un número a través del cual puede ser, eventualmente, controlado; el espectador que pasa sus tardees frente a la televisión no recibe a cambio de su desubjetivación más que la máscara frustrante del zappeur o la inclusión en el cálculo de un índice de audiencia.
De ahí la vanidad de esos discursos bienintencionados sobre la tecnología, que afirman que el problema de los dispositivos se reduce al de su uso correcto. Parecen ignorar el hecho de que, si cada dispositivo corresponde a un determinado proceso de subjetivación (o, en este caso, de desubjetivación), es totalmente imposible que el sujeto del dispositivo lo utilice «de la manera correcta». Quienes sostienen tales discursos son, al fin y al cabo, ellos mismos resultado del dispositivo mediático en el que están capturados.

 

10. Las sociedades contemporáneas se presentan así como cuerpos inertes atravesados por gigantescos procesos de desubjetivación que no se corresponden con ninguna subjetivación real. De ahí el eclipse de la política, que suponía sujetos e identidades reales (el movimiento obrero, la burguesía, etc.), y el triunfo de la oikonomia, es decir, de una pura actividad de gobierno que no pretende otra cosa que su propia reproducción. Derecha e izquierda, que se alternan hoy en la gestión del poder, tienen por ello muy poco que ver con el contexto político del que proceden los términos y se limitan a nombrar los dos polos —el que pretende sin escrúpulos la desubjetivación y el que, en cambio, querría cubrirla con la máscara hipócrita del buen ciudadano democrático— de una misma máquina gubernamental.
De ahí, sobre todo, la singular inquietud del poder en el momento mismo en que se encuentra ante el cuerpo social más dócil y apaciguado que ha dado la historia de la humanidad. Sólo por una aparente paradoja, el inofensivo ciudadano de las democracias posindustriales (el bloom, como eficazmente se ha sugerido llamarlo), que cumple puntualmente todo lo que se ordena y deja que sus gestos cotidianos así como su salud, sus pasatiempos así como sus ocupaciones, su alimentación así como sus deseos, sean mandados y controlados por los dispositivos hasta el más mínimos detalle, es considerado por el poder —quizá precisamente por ello— como un terrorista virtual. Mientras la nueva legislación europea impone así a todos los ciudadanos los dispositivos biométricos que desarrollan y perfeccionan las tecnologías antropométricas (desde las huellas dactilares hasta la ficha policial) que se inventaron en el siglo XIX para la identificación de los criminales reincidentes, la vigilancia mediante cámaras de video transforma los espacios públicos de las ciudades en los interiores de una inmensa cárcel. A los ojos de la autoridad —y quizá con razón— nada se parece al terrorista como el hombre ordinario.
Cuanto más se generalizan los dispositivos y diseminan su poder en todos los ámbitos de la vida, más se enfrenta el gobierno a un elemento inaferrable, que parece escapar de sus garras cuanto más dócilmente se somete a ellas. Esto no significa que represente un elemento revolucionario en sí mismo, ni que pueda detener o incluso amenazar la máquina gubernamental. En lugar del anunciado fin de la historia, asistimos, de hecho, al incesante girar en el vacío de la máquina, que, en una especie de enorme parodia de la oikonomia teológica, ha asumido la herencia de un gobierno providencial del mundo, que, en lugar de salvarlo, lo conduce —fiel, en esto, a la vocación escatológica original de la providencia— a la catástrofe. El problema de la profanación de los dispositivos —es decir, de la restitución al uso común de lo que ha sido capturado y separado en ellos— es, por esta razón, tanto más urgente. No se planteará correctamente si los que se hacen cargo de ella no son capaces de intervenir sobre los procesos de subjetivación tanto como sobre los dispositivos, para sacar a la luz ese Ingobernable, que es el inicio y, a la vez, el punto de fuga de toda política.

 


1 J. Hyppolite, Introduction à la philosophie de l’histoire de Hegel, Seuil, París, 1983, p. 43 (1ª ed. 1948).
2 Ibid., p. 46..

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