El siguiente texto fue publicado por primera vez en la revista Réfractions, núm. 31, otoño de 2013. Escrito por compañeras de Montreal, en él se plantea un feminismo de la potencia que ponga en su centro lo político y no lo social, lo minoritario puramente sustractivo y no la voluntad instituyente o del reconocimiento. Hasta hace cierto tiempo otra versión actualizada del texto estaba vinculada al sitio web quebequense littor.al, el cual sufre ahora de complicaciones. Esta primera versión en castellano circuló impresa en la Ciudad de México durante marzo de 2017, a cargo de ediciones La Fugitiva, quienes comparten su correo para cualquier comunicación relativa: lafugitiva[@]riseup.net.
Partir del impoder, hacer de ello la ocasión de una potencia.1 Este texto propone explorar algunas pistas que avanzan en el sentido de esta proposición: examinar las diferentes maneras de comprender la situación minoritaria y lo que es posible hacer con la asimetría del poder. Históricamente, el feminismo es ejemplar de esta problemática, puesto que las mujeres parten de la posición de la minoría social. ¿Hace falta deplorar, hoy en día, que el feminismo sea especialmente invocado cuando se trata de criticar las relaciones de poder o de denunciar las relaciones no igualitarias? Como si el feminismo se hubiera convertido en el equivalente de una «oficina de quejas». Pero esto es olvidar que históricamente el feminismo ha sido portador de una tendencia completamente distinta. Basta con pensar en las figuras de las «locas», las «mujeres agresivas», las «brujas», las «castradoras» que forman la fuerza singular que invoca el nombre del feminismo. Este texto no trata sobre el feminismo. Busca más bien deshacer una cierta manera de abordar el conflicto, que tiende a reducirlo a un registro de litigios o a un tribunal de reparaciones, el cual se vuelca enteramente hacia los dominantes y que, por esta misma razón, arroja toda minoría a una posición de dominado. Sin tratar de evacuar el conflicto, ni de invisibilizar los diferendos que éste actualiza, se trata más bien de llevar su lógica hasta el límite para esbozar lo que sería una salida de las dinámicas de denuncia y de voluntad de reconocimiento. De esta forma, bosquejar lo que podría ser un feminismo de la potencia: la línea de cresta entre el reagrupamiento en torno a la debilidad y las posturas super-hombrescas.
La Moral es un arma de doble filo
Muchas de las prácticas y de los discursos sobre la emancipación permanecen prisioneros de la dialéctica amo-esclavo. Una dinámica que encierra en posiciones de impotencia y que ofrece como único sostén la exigencia de reconocimiento. Porque siendo tributaria de una economía pobre de las relaciones humanas, esta lógica sólo conlleva a soluciones que —aún pareciendo eficaces a corto plazo— corren bastante el riesgo de reproducir los puntos muertos que la originan. Esta tendencia opera tanto en las categorías como en la percepción: ella orienta la mirada. Rastrear las desigualdades, hacerse capaz de descifrar las relaciones de poder que están en juego en todas las situaciones, desenmascarar en nosotras y nosotros mismos nuestros propios determinismos, para por fin alcanzar ese nivel de vigilancia que supuestamente haría surgir un espacio saneado de violencia — que sería en sí mismo emancipador. Actualmente, la propagación de estos modos de abordar la —difícil— cuestión de las relaciones de poder consigue implantar en los medios políticos nuevas normas, cuyas caras más visibles son las prácticas lingüísticas y una cierta atención a las representaciones.
La difusión de estas prácticas no deja de tener una afinidad con una concepción pesimista de las relaciones humanas: el hombre es un lobo para el hombre, sólo sus intereses lo ponen en movimiento. Hobbes y Bourdieu no decían otra cosa: al dejar suelta sus tendencias «naturales», el hombre no buscará más que dominar a su prójimo. Y por medio de un vuelco absurdo, la empresa más constructivista se convierte en un naturalismo implacable: un sujeto enteramente constituido por lo social, determinado por las estructuras de dominación a un punto tal que las interacciones dejadas a ellas mismas no pueden ser nada más que el reflejo de la violencia estructural. El todo hace un llamado a la «solidaridad», al deseo de transformarse y de transformar las relaciones, que no se sabe muy bien de dónde podría surgir, a no ser de un precepto moral. Ahora bien, en primer lugar, la moral supone remitirse a principios trascendentes para regular situaciones singulares. A diferencia de una ética situada, que parte de la situación y de su complejidad, la moral impone figuras-tipo y criterios fijos para adjudicar una falta. En segundo lugar, el precepto moral se piensa como una «labor de dominación de las pasiones por parte de la conciencia: cuando el cuerpo actúa, el alma padece, se decía». No se dice otra cosa cuando se lleva todo a la crítica de las pasiones inevitablemente dominadoras.
Mucho se ha dicho sobre cómo las luchas por el reconocimiento a menudo resultan en cooptación: se otorga un cargo en el poder a cambio de la neutralización de la amenaza. Es cierto que toda lucha es portadora de nuevos modos de ser que corren el riesgo de desbordar la reivindicación inicial, por lo cual descalificar a priori las luchas, solamente en pos de lo que éstas reclaman, resulta vano. Lo que se dice con menos frecuencia es cómo la lucha por el reconocimiento puede estar impulsada por una atracción secreta por el poder, aún cuando ésta se postula como su oposición más irreductible. Esta mirada dirigida hacia el centro, hacia los jefes, esta mirada permanece cautiva de la configuración, de la repartición misma que pretende abolir. El acceso al centro se convierte entonces en el único horizonte posible, destronando a la antigua élite, y así el círculo de la fundación-conservación permanece intacto. ¿Cómo podría ser de otra forma cuando la dialéctica dominante-dominado no ofrece nada más a este último que una tensión fatal hacia el dominante? Siempre que se reduzca al dominado a un «menos del poder», su salvación residirá en la mirada del dominante.
Cada quien con sus daños2
Sin embargo, el problema del daño no puede ser eludido. No se puede, aún bajo pretexto de las derivas —puristas, victimistas o moralistas—, eludir de la política la cuestión del cuidado del otro y del drama fundamental que es la experiencia del rechazo de la existencia. Hay que partir de la evidencia de le heterogeneidad de los modos de existencia y de su difícil cohabitación. El daño forma parte del corazón de lo político. El daño resulta no solamente de la inadecuación entre la multiplicidad de los seres, sino sobre todo de la experiencia de la violencia que resulta del reparto entre lo que es legitimo y lo que no lo es, entre las vidas dignas y las que no lo son, entre aquellos que tienen el derecho de existir y de tomar la palabra y aquellos cuya existencia es denegada, reducida al silencio, incluso amenazada. Es evidente que este reparto es obra de un orden político impuesto y mantenido por una estructura fundamentalmente no igualitaria y por voluntades enemigas.
No obstante, existen al menos dos formas de poner el daño en el centro de una teoría política. Una es la de Jacques Rancière, figura emblemática que hace de la política el lugar en donde el daño se convierte en litigio: «en vez de decir que toda policía3 niega la igualdad, diremos que toda policía hace daño a la igualdad. Entonces diremos que lo político es la escena en la cual la verificación de la igualdad debe tomar la forma del tratamiento de un daño». Las palabras clave aquí son «verificación» y «tratamiento»: de forma implícita nos hemos adentrado en una dialéctica del reconocimiento que apunta a la extensión de lo universal. Invirtiendo el movimiento de la dialéctica clásica, en el cual el dominado debe volver inteligible su palabra adaptándose al lenguaje del poder, para Rancière es más bien la brusca aparición del excluido en la escena que le niega toda palabra la que fuerza al dominante a reconocer su queja como entendible. Es decir que los criterios mismos que definían la palabra racional se ven reconfigurados por la subjetivación de los «sin parte» que al tomar la palabra se hacen «cuerpo consagrado a algo más que a la dominación». Por medio de esta ruptura en acto del consenso que autorizaba su exclusión, las categorías del reparto se ven obligadas a reconfigurarse, a ampliarse, para darle su lugar a aquellos que ya no pueden ser objeto de una denegación de la igualdad. Sin embargo, lo que es central aquí es la «escena». Si el proceso de elaboración de una separación (el momento de la diferencia) forma parte del sistema de Rancière, el momento crucial es aquel en el que la división se vuelve insostenible puesto que una «demostración» acaba de tener lugar. La división se resuelve con una toma en consideración que reconfigura un nuevo orden simbólico. Toda la fuerza de la política rancieriana reside en esta performatividad: todo problema debe solucionarse en el lugar mismo donde éste se manifiesta. Sin exterioridad, sin fuera de escena.
Esta forma de concebir el daño corre el riesgo de excluir aquello mismo que busca defender: no hay lugar para imaginar una opacidad que desearía permanecer al margen de toda inteligibilidad. Ahora bien, ¿por qué el daño tendría que traducirse forzosamente en litigio? Y más aún, ¿no existen daños absolutos que de ninguna manera pueden ser «tratados»? Éstas son preguntas particularmente sensibles cuando se sabe que Rancière retoma implícitamente el diagnostico ya desarrollado por Jean-François Lyotard en Le Différend. Ya para Lyotard el problema del daño se encontraba en el centro de la política. El problema está implicado en los propios términos del debate, tal cual han sido impuestos por el lenguaje del poder. Según los dos pensadores, es así como los regímenes minoritarios de lenguaje se vuelven inaudibles ante los discursos mayoritarios. Partir de esta hipótesis implica asumir que la política no tiene un régimen de lenguaje propio, que por el contrario la política designa «la multiplicidad de géneros, la diversidad de fines, y en sumo la cuestión de la secuencia». Es aquí donde Lyotard va más lejos que Rancière. Para él, la política no podría reducirse nunca a un «buen género de frases». Ella no es la propiedad exclusiva de los excluidos u oprimidos. Ella no es más que el lugar de la aparición del diferendo,4 donde nada puede dar razón a una u otra de las partes presentes: la política no es un tribunal.
Lo que parecería ser una simple discrepancia filosófica se convierte en realidad en un diferendo político. A partir de ahí se abre todo un campo de reflexión: ¿cómo formular un discurso político que no busque darse a entender por el enemigo ni espere nada de él, como si todos los discursos se encontrasen en el mismo plano? Se trataría más bien de dirigirse a los aliados potenciales, hacerse inteligible en primer lugar a aquellos susceptibles de ensanchar la comunidad de lucha. Esos aliados no están determinados por posiciones estructurales preexistentes. Es en el gesto mismo del llamado que los aliados se encuentran como tales. Sin embargo, en ciertas intervenciones que se enfocan en denunciar las desigualdades, pareciera que importa más impedir a aquellos que tienen el poder seguir con sus rodeos, en vez de querer dar fuerza a aquellos que no la tienen.
Sobre todo porque esta postura política ya no está en fase con la manera en la que el capitalismo y sus dispositivos nos sujetan hoy en día. Si «lo que está en juego en el diferendo, que se actualiza en cada ocasión, es qué régimen de frases va a ganar sobre los otros en la secuencia necesaria a un enunciado», entonces la estrategia del Capital no es tanto la de tener la última palabra, sino la de formular la próxima. Su hegemonía no consiste en reducir todas las frases a un único régimen de verdad —a diferencia del modelo autoritario tradicionalista—, sino en que todas las frases producidas en todos los regímenes se subordinen al «desafío de todos los desafíos: ganar». Lo que quiere decir que la batalla política no consiste tanto en hacerse dar razón sobre un enunciado cualquiera, sobre una demostración particular, sino más bien en poder interrumpir el eslabón de la secuencia hegemónica. Esta estrategia de la interrupción significa menos un forcejeo de la escena pública, que una explosión de los espacios que están fuera de escena y una perturbación creciente del espacio mayoritario a raíz de esta fuerza.
Abandonar la voluntad de reconocimiento en la escena principal, asumir el hablarle a nuestros aliados más que el querer demostrarle al poder que tenemos razón, implica repensar nuestros modos de aparición. Antes que nada, acabar con la exigencia de una coherencia total que va de la par con la explicitación integral, es decir que cada espacio en cada instante no tiene que ser «ejemplar de nuestros ideales». Después, elegir nuestros modos de aparición con el fin de salir del punto muerto de la culpabilidad política. Abandonar la autoflagelación que, al preferir siempre la impotencia sobre cualquier poder, se aparta de toda potencia. Prisionera de una visión malintencionada de las relaciones, la culpa se convence de que frente a la posibilidad de una toma de poder, éste será necesariamente tomado. Ahora bien, si la igualdad no deriva más que de un cálculo, si ésta se limita al reparto equitativo de los sacrificios y de los privilegios, entonces se hace imposible entrar en relación con los otros de un modo que no sea el económico, en el que se trata ante todo de no «dejarse joder».
¿Y si matáramos al amo?
Algunos han intentado pensar lo que sería una política liberada de la búsqueda de reconocimiento, poniendo un énfasis en la autonomía adquirida por los dominados en la lucha. Esta posición lleva al extremo la lógica del amo-esclavo, hasta el punto de sobreponerla a la separación política entre el amigo y el enemigo. La única vía de reparación del daño se convierte entonces en la supresión del amo: el asesinato de aquel que se niega a reconocer. En este sentido la proposición de Sartre en el prefacio de Los condenados de la tierra es ejemplar: frente a una situación de daño —de daño absoluto, advierte él— es lógico optar por la pura y simple venganza, violencia que parte del dictamen según el cual nada es entendible ni tratable en el lenguaje del amo. Puesto que «las marcas de la violencia no las borrará ninguna dulzura: sólo la violencia puede destruirlas». En este caso es la política en su conjunto la que se vuelca del lado de la venganza. Matar al amo es «eliminar al mismo tiempo a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre». Con este acto, el esclavo se deshace de su condición de extrema impotencia, devolviéndosela a aquel que la había engendrado.
Es por esto que la verdadera venganza no puede ser sino fundamentalmente antijurídica. Se trata de un acto que anula la pretensión jurídica de resolver un diferendo, y en consecuencia no puede convertirse en la base fundacional de un nuevo derecho, tome éste la forma de «una justicia de los dominados», de nuevas prácticas distributivas o de una refundación de la comunidad alrededor del acto vengativo. Esta venganza ejemplar implica que aquel que se venga se expone al peligro de muerte tanto como aquel es matado. La venganza, entendida como ajusticiamiento, pone en juego tanto al amo como al esclavo. Pero si la venganza lleva a su paroxismo la existencia del diferendo, ésta corre el riesgo de no romper jamás su círculo vicioso: «La venganza no es una autorización. Ella muestra que otro tribunal, que otros criterios de enjuiciamiento son posibles y parecen preferibles. Pero suponiendo que ese cambio tuviera lugar, es imposible que los juicios del nuevo tribunal no creen nuevos daños puesto que resolverán o creerán resolver los diferendos como litigios».
Como lo constata aquí Lyotard, todo el problema de una venganza que se quiere políticamente justificable reside en la paradoja del acto destructor que funda una nueva autoridad, una nueva hegemonía del bien y del mal, de la víctima y del culpable. Radicalización de la lógica amigo-enemigo —motor de la política—, la venganza es también su abolición unilateral. Caso extremo de una violencia pura ante el rechazo de existir, la venganza es la expresión de un odio tal que el esclavo termina por poner en peligro su propia vida para llevar a cabo su destino. En este sentido, se trata de un caso de coherencia absoluta con la dialéctica del amo-esclavo. Cuando Sartre dice que en el acto de venganza el oprimido accede al fin al estatuto de humano, no está pensando en la potencia sino en la «libertad». El devenir humano sartriano es el de un tránsito del impoder al poder, es decir al dominio de la existencia propia como objeto de una voluntad inalienable. Sin embargo, podemos preguntarnos hasta qué punto, incluso después de la erradicación del amo, la libertad adquirida no permanece tributaria del espectro de éste. En cuanto al contenido de esta libertad, Sartre no dice mucho.
La potencia no es el poder
¿Cómo imaginar una fuerza revolucionaria que no esté fundada en el resentimiento? Conocemos el desprecio de Nietzsche por las «revueltas de esclavos». Podemos ciertamente atribuirlo a su elitismo, pero sería obviar lo importante de toda la intriga. Políticamente es difícil adherir por completo a la posición nietzscheana, entre otras cosas, a causa de la real ambigüedad de la naturaleza de los «fuertes» y de los «débiles». Para percibir el interés de su proposición hay que volcarse hacia la lectura de Deleuze. Ésta permite comprender que si Nietzsche desprecia tanto las posiciones reactivas, no es tanto porque las piense ilegitimas de acuerdo con lo que sería una distribución natural de puestos, sino porque su devenir —desde la forma que toman cuando emergen— las condena a reproducir su debilidad. El problema de las luchas que cargan el resentimiento como estandarte es que «éstas descomponen; separan la fuerza activa de lo que ella puede; sustraen de la fuerza activa una parte o casi todo de su poder; y de este modo no se vuelven activas, al contrario, hacen que la fuerza activa las alcance y se vuelva ella misma reactiva de otro modo». Ahora bien, si queremos difundir algo más que la resignación, toca saber agarrarse de aquello que en una posición de impoder puede escapar al devenir rencoroso y transformarse en potencia.
Es crucial entonces saber distinguir el poder de la potencia. Se suele distinguir el poder, que es actualizado o que debe actualizarse, de la potencia que atañe a la potencialidad. La potencia no necesita ejercerse para existir, el poder sin embargo existe sólo a través de sus manifestaciones, de sus actos. No obstante, esta primera distinción es insuficiente; se debe todavía explicitar de qué manera la potencia no es un simple poder «en suspenso». La diferencia más significativa es quizás que la potencia no está habitada por una tensión hacia «más poder». La potencia no tiene una dirección predeterminada. Ella designa el conjunto de posibilidades que una singularidad posee, que puede tanto resultar en un gigantismo envolvente como dar lugar a una retirada total.
Las prácticas llamadas antiopresivas, al igual que las críticas unilaterales de las relaciones de poder, tienden a confundir la dominación con todo lo relativo a un aura o una fuerza. El peligro de una política del resentimiento es que corta de raíz cualquier potencia que llega a emerger porque la descifra en el lenguaje de la dominación: es percibida como una amenaza. Pese a que es indispensable a toda lucha que se quiera revolucionaria, la potencia cae bajo la sospecha de haber sido extirpada, confiscada a otros. El resentimiento se mide desde el balance negativo de las carencias, las pérdidas y las deudas. No obstante, a diferencia del poder, la potencia puede engendrarse a sí misma. Lo que la nutre es que ésta se retira y no intenta capitalizar cualquier tipo de dominación. Está por fuera de la lógica del valor, es tanto el excedente como lo que queda. La potencia es justamente la potencia de apartarse de la lógica de la acumulación y de la apropiación. Salir de la lógica del resentimiento es salir de la sociología de la distinción, aquella que postula que la potencia sólo existe en contraste con los impotentes. El culto guerrerista, así como las posturas victimizantes, confunden poder y potencia de la misma manera. Decir «yo soy débil porque me dominan» es el equivalente de «yo tengo el poder porque soy el más fuerte».
Admitir que la potencia no es una acumulación primitiva de valor que se le ha confiscado a otros es darse la posibilidad de ver que el movimiento principal de la potencia es buscar prolongarla en los otros: la potencia busca la potencia. Al no ser una cantidad limitada, ésta se puede compartir infinitamente. Puesto que la potencia no puede sino desear la potencia de aquello que la rodea, ella no puede cerrarse totalmente a las expresiones de vulnerabilidad, a las dificultades que encuentra sobre su trayectoria: «toda potencia es inseparable del poder de ser afectado». En este sentido podemos hablar de un test cuando la potencia se confronta a la crítica, a la puesta en duda. Si no es capaz de escuchar nada, si no puede prescindir de manifestar los signos de su existencia, entonces podrá ser considerada como «en el poder». Al dejar atrás su imperceptibilidad, la potencia se expone a un derrocamiento, a un golpe de estado, al mismo título que cualquier otra soberanía.
Decir que la potencia no se incrementa con el resentimiento no nos autoriza a evacuar todo lo relativo con lo negativo, lo vulnerable, lo sufrido, bajo el pretexto de que son «pasiones tristes». Todo el problema de una interpretación demasiado positiva de la voluntad de potencia, de Spinoza a Nietzsche, es que nos hace creer que la fuerza no puede encontrar ningún obstáculo. Finalmente, estos discursos sobre la potencia se revelan difíciles de politizar, de aplicar a situaciones concretas, porque no sabemos muy bien cuáles condiciones, cuáles asperezas dan pie a un devenir revolucionario.
El llamado a la potencia no debe servir jamás para legitimar un estado de las cosas. Una ética basada en la sola voluntad de potencia, es decir, una evaluación inmanente de las fuerzas buenas o malas, es insuficiente si está desprendida de una exigencia de justicia. Una ética de este tipo, que toma en cuenta la guerra, el libre juego de las formas-de-vida,5 no toma nota del drama propiamente político de la heterogeneidad, de la asimetría fundamental de estas formas-de-vida. Hay que saber reconocer que los afectos considerados tristes se encuentran a menudo al origen de la politización, del hacer-huelga.
Hay que admitir que el sufrimiento es productivo, no se debe dejar atrás sino profundizar en él, con el objetivo de encontrar la fuerza precisamente ahí donde ha sido robada: en el centro mismo de la fisura. Intuir en el cuerpo que algo no va bien, haber sentido que el mundo es irrespirable, ser testigo de cómo la existencia es ultrajada en todos los planos: ahí se encuentra el origen de lo que podríamos llamar una «subjetivación política». La disposición a la lucha nace de la certeza de que hay algo que defender y que ese algo importa. Es cuando se comparte esta verdad que se puede entonces experimentar la «comunidad», muy lejos de la postura autosuficiente del superhombre.
Blanchot escribe: «el ser no busca ser reconocido sino cuestionado». Lo que quiere decir que su potencia no nace de la forclusión6 de su fuerza, sino al contrario de la apertura a su incompletud. Por ende, la búsqueda del reconocimiento no conduce en absoluto a la potencia, sino al contrario a la reproducción de identidades de oprimidos. El movimiento de la potencia se acerca pues a aquello que Dionys Mascolo llama la «compasión», es decir, la admiración del otro en su diferencia, en vez del proteccionismo de una debilidad replegada sobre ella misma. No se trata de amar al otro como si fuera otro yo, sino al contrario como alguien que nos empuja a salir de nosotros y nosotras mismas y nos abre a la compartición. Por esta razón, la potencia es inseparable de una exigencia ética.
Límite de la ética, comienzo de lo político
Si la potencia está atravesada, incluso constituida, por la exigencia ética, esto no quiere decir que esté obligada a «acoger» todo lo que aparece, todo lo que se encuentra en su camino. Comprender la vulnerabilidad, la porosidad, como una simple disponibilidad, una «pasividad» frente al otro, sería condenar la potencia a no ser sino una gran mar (madre) que recibe sin resistencia alguna toda queja y toda recriminación. Sí hay un elemento de crueldad, de dureza en toda potencia; lo que muchas veces es presentido cuando se le conoce. Porque la potencia alimenta para alimentarse mejor y sólo recibe las negatividades para convertirlas en potencia. Ella sólo es generosa en la medida en que toma a cambio, en los lugares más sombríos, más secretos, los materiales con los que hará sus fuerzas. De cierta manera, ante la exigencia ética que la obliga a abrirse, ella impone a cambio una exigencia a lo que recibe. Imperativo a ser parte activa de ella misma, a emprender, desnaturalizar, metamorfosear, agenciar. Pero frente a sí misma, la conciencia afligida encuentra bastantes dificultades en no aferrarse a su dolor como a una justificación, pues es él su razón de ser. La conciencia afligida sospecha de la potencia, de su propia voluntad de potencia, al percibir en ella una violencia o el peligro de perder su «particularidad».
Hay entonces dos polos hacia los cuales tienden las concepciones de la ética. Por un lado, la versión densa de un «uso habitual de la potencia», donde la forma-de-vida es sinónimo de ética. Al contrario de la pura disposición deleuziana de afectar y ser afectado, su potencia se encuentra en su densidad, su consistencia. Ella tiene algo de impenetrable, de opaco, y su ética reside precisamente en esta capacidad de persistir en sí misma. El problema de esta visión consiste en que no está nunca claro dónde se encuentra el límite entre la forma-de-vida como potencia y el simple poder, el estado de las cosas.
Por otro lado, hay una interpretación de la ética como movimiento que arroja fuera de sí mismo, obligación radical frente al otro. Para Simone Weil, filósofa que ligó su destino a este pensamiento extremo de la ética, existe una necesidad interna que limita toda potencia. Este límite no puede encontrar su origen sino en una trascendencia, una forma de Justicia divina. Como muchos lo han observado se trata de una proposición completamente antipolítica.
Una proposición que desconecta irremediablemente la ética de la política, como es el caso de Simone Weil o incluso de Levinas, es insuficiente. En primer lugar porque ella anula por principio la cuestión de las distancias, o mejor, de las divisiones que dan origen a la política. Negarse la capacidad de pensar la división y la posibilidad de antagonismos irreductibles, he ahí la consecuencia más dañina de una ética pura del Otro. Al preconizar una forma de disolución, de renuncia mística del yo, estas opiniones suprimen también aquello que hace las determinaciones, los apegos fuertes, constituyentes de la subjetividad política. Es a causa de las confusiones que estas opiniones absolutamente generosas permiten que se nos hace recriminaciones de tipo «ponte en el lugar de este policía» o «sí, pero este agente del poder también es una víctima, ante todo es un ser humano», que no son más que variantes actualizadas de «ama a tu prójimo como a ti mismo». Es por esta razón que las corrientes que buscan abolir toda manifestación de potencia no pueden conducir más que a la aniquilación en el más flojo de los liberalismos, donde trazar líneas de división, aún cuando fuesen circunstanciales, no dejará de ser tildado como un vulgar antiigualitarismo.
Admitir que la situación de enemistad no es una categoría fija, sino que semejantes disposiciones nos atraviesan, no es lo mismo que establecer un plano de equivalencia radical que opone inevitablemente la ética («todos somos criaturas desarmadas») a lo político («pero sin embargo hace falta trazar líneas de división»). Es por eso que la potencia es un elemento crucial de la concepción de la ética entendida en un sentido político. Porque hay que saber mantener juntas la potencia como movimiento extático —apertura hacia afuera, desprendimiento del yo— y como determinación, presencia, rigor. Es esta determinación la que le da fuerza, una fuerza que se sabe política, tanto en sus orígenes como en sus horizontes. La diferencia entre la ética y la moral se juega precisamente en la posibilidad de categorizar políticamente las fuerzas en presencia. La ética no se refiera a ningún principio abstracto ya que interviene en la situación misma, siempre insoluble, en la cual uno se sabe en presencia de regímenes de palabras, regímenes de afectos, de modos de ser contradictorios, a menudo en competencia. Y en la cual uno sabe también formar parte, aunque uno se ponga en la posición más neutra concebible. Por ende, ella no puede, en ningún caso, «dar razón» de una vez por todas a los «que cargan con el daño». Si la ética tiene que ver con el gesto de «revelar el hecho de que hay un daño», y que a menudo elige posicionarse del lado de las voces silenciadas, ella no ignora que su propia posición es una toma de partido en ese combate, animada por determinaciones singulares, entre las cuales no se debe minimizar la voluntad de poder, y por todo tipo de afectos. Erigirse en «defensor de los oprimidos», en otras palabras en justiciero queriendo revelar una situación de injusticia desde una posición de exterioridad, es extirparse con demasiada facilidad del juego, un juego del cual todos, incluso las «buenas almas» forman parte, que lo quieran o no. Como lo decía muy bien Sartre sobre sí mismo, cuando escribía él, europeo blanco, un prefacio a Los condenados de la tierra.
¿El problema revolucionario no ha sido siempre el de fundar una fuerza sobre el impoder? Desde una situación minoritaria, ¿cómo tomar las riendas de nuestras vidas y apuntar en conjunto a un horizonte común? El feminismo ha tenido el coraje de plantear claramente la cuestión de una emancipación que no pase por la asimilación a lo más despreciable del poder patriarcal. Del feminismo tenemos que sacar los ejemplos de la conversión del impoder en potencia. En vez de movilizar el feminismo exclusivamente en sus aportes críticos, en la instauración de una vigilancia y de mecanismos de control, hay que saber reconocer en él el principal movimiento que se ha enfrentado a la salida de la dialéctica amo-esclavo. Donde no se trata de sucumbir a la polarización entre la fuerza de la fuerza y la debilidad de la debilidad. Pensar una situación minoritaria sin buscar de entrada un ajusticiamiento es aprovechar la ocasión de explorar la fuerza que puede nacer de una grieta.
El feminismo interroga lo que pasa cuando, inclusive dentro de las comunidades de aliados, la minoría trabaja lo mayoritario, ahondándolo y desbordándolo por divergencias irreductibles. Si no pide ningún puesto, es que no se deja nunca contener, se escabulle de toda forma de asignación. Designa una disposición que nace de experiencias singulares pero que no pertenece a ninguna categoría: su fuerza consiste más bien en atravesarlas, en penetrarlas hasta hacerlas estallar. Para este feminismo es impensable contentarse con el acceso al reconocimiento o caer en la venganza infinita. Potencia de la separación, el feminismo dibuja la idea de un conflicto que, porque no busca la convergencia de las diferencias en lo idéntico, hace existir otro plano en el cual toman consistencia nuevas formas de existencia que se construyen desde lo heterogéneo. Hace existir de la misma forma líneas de división así como genera cruces inesperados que densifican los grupos, las luchas. Entendido como intensificación de vínculos, el conflicto conduce la política a siempre ir más lejos en el establecimiento de nuevas normas que tienden hacia la elaboración de una potencia común. La potencia en cuestión mantiene juntos el movimiento extático —desprenderse del yo— y la exigencia política de alcanzar esa densidad casi opaca que no se reconoce precisamente porque resiste a toda puesta en equivalencia. El feminismo tiene como punto de partida esta situación equívoca y es justamente eso lo que hace su cuestionamiento ineludible.
Algunas huelguistas
Bibliografía
Blanchot, Maurice, La comunidad inconfesable, Madrid, Arena Libros, 2002.
Deleuze, Gilles, Spinoza: filosofía práctica, Barcelona, Tusquets, 1984.
Deleuze, Gilles, Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1971.
Esposito, Roberto, Categorías de lo impolítico, Buenos Aires, Katz, 2006.
Fanon, Franz, Los condenados de la tierra, México, FCE, 2001.
Lyotard, Jean-François, La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1999.
Mascolo, Dionys, De l’amour, París, Benoît Jacob éditions, 1999.
Rancière, Jacques, En los bordes de lo político, Buenos Aires, La Cebra, 2007.
Rancière, Jacques, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010.
Notas de traducción de La Fugitiva:
1 Todo este texto parte de la diferencia entre un poder sobre (que hace referencia a la jerarquía y a la alienación) y una poder de (que hace referencia a una aptitud, afirmación de capacidades). Véase Tratado teológico-político de Baruch Spinoza.
2 Para Rancière y Lyotard el desacuerdo fundamental que da lugar a la políticase genera por el daño, entendido como el daño que las otras partes infligen aquellos que no son considerados como una parte, el daño de la inexistencia, de la negación, de la exclusión, etc.
3 No se refiere a las fuerzas del orden (brazo armado del Estado), sino al orden más general impuesto por un cierto régimen, en ese sentido más cercano a lo que Foucault llama «poder disciplinario».
4 Es la idea de una diferencia irresoluble entre lenguajes inconmesurables.
5 Forma-de-vida, concepto escrito siempre con guiones para denotar la unidad entre una vida y su forma. Giorgio Agamben lo ha elaborado ampliamente (véase el ensayo de este nombre en Medios sin fin) para trazar una línea de fuga política fuera de las categorías metafísicas y los dispositivos biopolíticos de Occidente (colectivo/individuo, gobierno/población, pasivo/activo, forma/materia, etc.).
6 En vez de afrontar o asimilar, la forclusión describe un mecanismo de rechazo, de exclusión que busca seguir como si nada. Es un concepto psicoanalítico de Jacques Lacan, quien tradujo de este modo el concepto de Verwerfung de Freud.