La Revolución en su existencia histórica significativa, que domina todavía la civilización actual, se manifiesta a los ojos de un mundo callado de miedo como la explosión repentina de motines sin límites. La autoridad divina, a partir de la Revolución, deja de fundar el poder: la autoridad ha dejado de pertenecer a Dios, pertenece al tiempo cuya libre exuberancia da muerte a los reyes, al tiempo hoy encarnad en el tumulto explosivo de los pueblos. En el fascismo mismo, la autoridad estuvo limitada a fundarse en una supuesta revolución, homenaje hipócrita y constreñido a la pura autoridad imponente: la del cambio catastrófico.
Acéphale
Todo pasaba como si cada día, fueran arrojadas con fuerza a la irregularidad un número cada vez mayor de desgraciados que se veían perdidos si se sometían a este orden y condenados a una existencia residual si no se sometían.
Maurice Blanchot, Le Très-Haut
Además del tiempo presente, ¿existe prueba más formal del hecho de que nunca es suficiente la catástrofe para despertar un deseo cualquiera de revolución? ¿Que ella se encuentra muy por el contrario unida al paisaje desolado que ofrece el recuerdo en ruinas que es el mundo actual? Paisaje omnipresente y habitual al que, abatidos, vamos incluso a encontrarle una cierta belleza, eco, fuerza – incluso potencial para los más áridos.
El tiempo físico de mi escritura, muerta en una polifonía de narraciones, ha visto pasar y fallecer el movimiento social más fuerte de los últimos treinta años. El entramado de las razones de su fracaso, la definición misma de su fracaso –o no– es el objeto favorito de centenas de pequeños carniceros y analistas. Pero viéndolo bien, qué importa esto. Sólo una cosa debe retener nuestra atención: la ausencia seria de esperanza que atravesó a este movimiento.
Hace cincuenta años, Adorno escribía: «El único medio para sustraerse de lo que pasa en la fábrica o en la oficina es adaptarse a ellas durante las horas de ocio». Y ¿qué era el mundo del ocio sino una promesa de mejoramiento, de felicidad cada vez mayor? Cuando el mundo del ocio, del tiempo libre –y más generalmente, la totalidad del mundo– se ha tornado tan vacío de sentido, ¿cómo escapar de él si no es dejando de creer y de esperar algo de éste? «La falta de esperanza» de la cual hablaba entonces la escritura se vuelve una pésima definición: hay que hablar de ausencia, de no-esperanza, con un espíritu descriptivo que no sobreentiende que la esperanza habría tenido que estar presente, como el legado que cada generación hereda del mundo. Ninguna herencia si no es que el vacío, la delusión y desilusión. Un vacío, no por llenar sino por vaciar.
Quien ya no espera nada del mundo ya no tiene nada del mundo, y el mundo, nuestro mundo, como una venganza, ya no se vuelve responsable de nada, ya no tiene nada que responder más que para sí mismo. Dar fe, como por reflejo, de sus hechos y promesas rotas ahora que no hay nada que romper. Nada que esperar ya de él parece entonces la única actitud razonable, y al mismo tiempo, una posición nihilista. Sin esto, ¿cómo explicar seriamente que en Francia una «juventud» no encuentre ya otras maneras de estar presente que en el motín y la puesta en escena del poder de la calle?
Los impotentes esperan todavía un pequeño gesto redentor, los nihilistas ya no esperan salvación. Presentes con el único objetivo de ser, de ser en él, en esta oposición radical, negatividad plena y sin promesa de retorno dialéctico. La imperiosa necesidad de una negatividad irreconciliable ha convocado más personas a la calle que todos los sindicatos reunidos.
¿Nuit Debout? En la espera de una redención, de otra Reforma, esta vez constituyente, muchísimos valientes miraban el borde del acantilado del nihilismo con terror y ojos brillantes de deseos. El fin de las promesas, para cualquier gobierno, equivale a la abolición de la salvación en el funcionamiento de la Iglesia. Apenas se ha dejado de creer que todo el aparato se erosiona. ¿Por qué dejarse conducir cuando aquellos que pretenden hacerlo ni siquiera garantizan ya un tiempo mejor?
Ninguna constitución podrá borrar las decenas, veintenas, centenas de años de acumulación del vacío, del pudrimiento. No crean que esta negatividad se reduce a vestirse de negro y no ver nada más que su propio ombligo radical distribuyendo los buenos y malos puntos antiautoritarios. Que no. Nadie es el garante de esta negatividad. Menos aún aquellos que proclaman una forma suya incompartible, calibrada a pequeños juegos de identidades y de moralidades. Ninguna curia define su forma.
Se trata de un pliegue metafísico.
La fuerza de Nuit Debout, de este lugar, residió completamente en su capacidad geográfica, estática, de acumular un cielo de personas disponibles en la inmediatez de una acción o de un rechazo; disponibles, por tanto a la espera. Cada día, la espera, sin otro objetivo que reforzar el rechazo al mundo. Era todavía demasiado poco.
Se trata de un fenómeno metafísico en sí: una democracia que por un lado lleva consigo una conminación a la libertad, al cuidado, a lo Otro, y por el otro funciona como un vasto terreno de control y de regulación por la fuerza y la influencia organizada. No deja, en verdad, ninguna elección. En tiempos de tranquilidad, intersticios, reactivaciones positivas y experimentales, subversivas y monstruosas de las conminaciones son posibles. En tiempos de emergencias, de rupturas, es preciso pasar a un rechazo casi dualista del mundo.
Se nos habló, colmó y sobre todo se intentó producirlo, ese «segundo aliento». Se nos habló de «nueva generación», «nueva esperanza», «desplazamiento de la política», «toma de nuevo en las manos» y otras tecno-expresiones abstractas del sentimiento primero: el rechazo. No es mucha casualidad si muchos se encomendaron a un fénix, que se volvió un símbolo nacional por medio de videos interpuestos. Es preciso arder por completo antes de poder volver a una forma estable y familiar.
La imagen funciona en los dos sentidos: la ceniza se ha vuelto la norma del fuego. Del fénix se ha retenido la idea de un renacimiento. Fue sin considerar la quemadura, la herida primera que se ha hecho al mundo: ya nada que esperar de él. En el presente, el presente de esta escritura, se los ve activarse, hurgar, iluminarse, para encontrar promesas, con el riesgo de que estas promesas sea las más terrible de las bufonerías. Y si se concede un oído a esto, es muy ciertamente a falta de no poder cerrar todas estas llaves que gotean una (larga) última vez.
En Francia, en Europa, una fracción cada vez mayor del cuerpo social se zambulle en el nihilismo.
Nietzsche nos decía del nihilismo: «Un nihilista es un hombre que juzga que el mundo tal como es no debería existir, y que el mundo tal como debería ser no existe. Así pues, vivir (actuar, sufrir, querer, sentir) no tiene sentido: lo que hay de patético en el nihilismo es saber que “todo es vano”, y este patetismo mismo es todavía una inconsecuencia en el nihilista».
Reproducir un mundo del cual no se espera nada: tal es la esencia del nihilismo.
Sombría y simplemente, continuamos haciendo lo que se nos ha hecho: producir mierdas, volver a casa, huir de casa, trabajar coger, ganar, sobrevivir, estudiar, vender la fuerza de trabajo propia, buscarse la vida. Con este ligero desplazamiento, tan sutil que en cada ocasión ha sido el punto ciego y la ruina de los imperios: ya no se espere nada del mundo si no es su fin. Y cada cuerpo que se mezcla con esta verdad se encuentra precipitado en este murmullo: «acabemos con esto».