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Jean-Luc Nancy en entrevista con lundimatin: «El voto no es una palabra. En ningún sentido»

Al mismo tiempo que se prevé de forma particularmente patética la elección presidencial de 2017 [en Francia], trataremos [en lundimatin] a lo largo de estas próximas semanas dar la palabra a aquellos que sitúan lo político sobre un plano completamente diferente. Con ocasión de la aparición de su último libro ¿Qué hacer?, decidimos entrevistar a Jean-Luc Nancy.

 

Lundimatin: En el pasado, distinguías la política (en el sentido de política-de-políticos) y lo político (como esfera integrada a la vida). Parece que has vuelto recientemente a esta distinción. ¿Cuál es el camino mediante el cual estás proponiendo salir de esta alternativa?

 

Jean-Luc Nancy: ¿Por qué? En primer lugar porque me había parecido necesario, como a muchos y con la compañía de muchos camaradas, utilizar el masculino «lo político» para designar una esencia o una verdad de la existencia común. Pues bien, en ese mismo tiempo (hace cerca de cuarenta años) se volvía cada vez más claro que la acción política, sin importar sus actores, se tornaba inconsistente, más y más encerrada en un orden tecno-económico que le arrebataba su alcance. La lengua inventaba entonces la expresión alucinante de «política de políticos». ¿Diríamos la «cocina de cocineros» para designar lo que se come en un fast-food?
No propongo salir de la alternativa, sino retomar desde cero la cuestión: teniendo una idea de la ciudad (polis) y una técnica de gobierno (archie o cratie) ¿hace falta evacuar ambas? ¿Una sola? O bien, ¿cambiar completamente de registro?

 

También dices que todavía es necesaria la política. ¿Qué entiendes por esto? ¿No es volver a una definición demasiado restringida y no-crítica de la política como simple esfera de la justicia y del poder?

 

Sí, la esfera de la justicia y del poder —el «y» tan fuertemente conjuntivo como sea posible—, pues esta esfera tiene al menos un sentido preciso: ella tiene que contener la mafia, que también podríamos llamar el feudalismo (pero sin juramento ni lealtad de naturaleza sagrada) o bien el reino de las bandas.

 

Esta cuestión hay que relacionarla con las elecciones. Numerosas voces se elevan para oponerse a la política que se hace por medio del voto y en la escena del espectáculo mediático, separados. Pero ¿cómo no caer en la fetichización inversa, aquella de una esfera de lo político como esfera de lo propio, de lo auténtico en oposición al juego de crédulos que el circo electoral representa?

 

¡Excelente pregunta! Sí, lo político (ustedes lo emplean en masculino, ¡en esta ocasión!) es proyectado como la autenticidad de la comunidad… Heidegger escribe en uno de sus Cuadernos: «Yo soy mejor político que todos los políticos». Él quiere decir que sabe qué es o qué debe ser la apropiación auténtica del ente al ser. Lo que destaca aquí es que de este modo contradice otra de sus afirmaciones (en Ser y tiempo) según la cual lo auténtico no es nunca más que una captación modificada de lo inauténtico. Todas las arqui-políticas, de derecha o de izquierda, van en este camino. Y como Heidegger, pretenden saber lo que sería lo auténtico.
Y cuando se dice «separado», como tú lo haces, uno retoma la crítica marxiana de la alienación política. Pero ¿qué es lo no-separado? ¿Lo todo-en-uno? ¿Dónde hay eso? Lo que nos extravía es una obsesión por lo Uno… Hace falta lo separado. La cabeza no es el pie y se puede cortar el pie si es necesario. La pintura no es la música. Uno no es otro.

 

Tu última obra se titula ¿Qué hacer? Dices que esta pregunta se ha planteado, en Kant y después en Lenin, en la víspera de una revolución. Como si, en el fondo, fuera la señal de una impotencia teórica pero que, no obstante, anunciaría cambios, comienzos. ¿Piensas que estamos hoy en la víspera de una nueva revolución? ¿Hay, de acuerdo contigo, cosas que hacer, formas que encontrar, a fin de que el murmullo de revuelta que se deja percibir entre las líneas de la historia se despliegue más ampliamente?

 

Cada vez estoy más tentado a ver en las revoluciones —todas— fenómenos del desarrollo técnico en el sentido más amplio de la palabra: técnica bancaria, comercio, burguesía. Con otras técnicas marítimas, manufactureras, militares. Técnica industrial, democracia, lucha de clases. En fin, electricidad (retraso de Rusia) + soviets (avance político teórico inmediatamente esquivado… ésta es una de las «buenas elecciones» de Lenin…). Y podemos proseguir con China y una parte no despreciable de las liberaciones coloniales. No ha habido ninguna «revolución» auténtica (¡henos aquí de nuevo!), sino que ha habido poderosas mutaciones socio-técnicas. ¿Qué es lo que creó y después desarrolló los «burgos»? Ésta es la única verdadera pregunta, sobre la verdadera revolución…
Del murmullo de revuelta del que hablas, hay que percibir en primer lugar su vínculo con la historia moderna (y premoderna, sin duda, si pensamos en las revueltas de esclavos de los finales de los imperios pregriegos, y después en Roma donde también tuvieron lugar movimientos de la plebe, y después las revueltas campesinas de los siglos XIII al XVI). Pero el devenir mundial de la revuelta (comunismos, socialismos, liberaciones coloniales) parece haber desviado el movimiento: bien hay aquí y allá revueltas, pero sobre todo parece haber formas diferentes de rodeo antes que de enfrentamiento — mafias, circuitos paralelos, mezclas entre deseo de identidad y manipulación de dicho deseo mezclado con la revuelta de la pobreza y de la desdicha. Estamos muy lejos de poder exclamar: «Proletarier aller Länder, vereinigt euch!». La injusticia más flagrante es denunciada sin cesar por cohortes de intelectuales, de religiosos, pero no hacen resonar voces de pueblos… Al contrario, tenemos lo que se llaman «populismos». Y el murmullo de los países europeos, ¿qué es realmente? ¿No se trata, para el caso de una buena parte, del murmullo de una clase media irritada por no continuar sacando provecho de un progreso tranquilo y cómodo? Clase media excitada por un discurso medio —socio-psico-ideo-lógico— que se deleita con denuncias de todo (Estado, política, progreso, regresión, moda, consumo, goce, urbanización, cemento, farmacia, iletrismo, etc., etc…). Dado que lo criticamos todo, no debe sorprender que la crítica se convierta en el primer producto de consumo.
Sólo un ejemplo: ¿por qué tantos escándalos sexuales y financieros de los gobernantes? Respuesta: porque es placentero vilipendiarlos, en tanto que no era completamente regocijante quejarse de los excesos y el lujo de los príncipes. No voy a seguir analizando esto, pero me parece evidente. Y diría lo mismo de las críticas de las costumbres burguesas, de las revistas, de la televisión, de la literatura «autoficcional», etc… No digo que estas críticas sean erróneas: digo que se la pasan mal ellas mismas, sin otro horizonte.

 

En una entrevista reciente, afirmas que el pensamiento ya no tiene algún espacio que le sea propio. Que la universidad no es ya el espacio adecuado para el desarrollo del pensamiento y que sería necesario, por tanto, buscar otro lugar. Rechazas la noción de comunidad, en beneficio de algo que llamas «la comuna». ¿Qué entiendes por «comuna» y por qué has abandonado el concepto de «comunidad»?

 

He dejado la palabra «comunidad» porque no deja de hacer surgir malentendidos o demasiados bienentendidos (podemos verlo de las dos maneras). La había recibido de Bataille y de Bailly pero frecuentemente conoció una ola más y más dudosa — y por tanto, también, una oposición a veces justa y a veces también dudosa. Lo importante para mí es que lo común está ontológicamente presente en lo individual. No hay individuación sin comunicación, comunización, como se lo quiera llamar. Éste es un axioma indispensable. Hablar de «la comuna» (olvido dónde lo hice) tuvo que ser un medio 1) para conservar el «com-», 2) para rendir homenaje a aquella de París (que no obstante no constituye un modelo político — más bien relata una historia muy bella), 3) para designar un lugar instituido, la red de las comunicaciones entre todos los espíritus, los deseos, las expectativas de nuestro mundo que se sabe tan desprovisto de «bien común»… Es decir, también, de «bien particular»…

 

A la pregunta «¿Qué hacer?» respondes en tu último libro, entre otras cosas, que el «hacer» se sitúa en el presente, no en el futuro, que hay, por tanto, que dirigirse más bien hacia lo que se hace ya, ante nuestros ojos: «Digo, simplemente, que nosotros ya hacemos», «está haciéndose», escribes. Pero ¿qué es lo que se hace, de acuerdo contigo? Al final del texto, citas a Henry Miller: «Hoy en día no podemos aplicar soluciones, debemos dejar a las cosas resolverse; y el individuo realmente consciente de nuestra condición lo sabe bien», «un viejo modo de vida se ha agotado para nunca más renacer y uno nuevo se elabora precisamente mientras que el antiguo se deshace». Reencontramos la idea de que las cosas se hacen y se deshacen junto con la intuición de que más vale «dejar ser», «dejar a las cosas resolverse», casi naturalmente, necesariamente. ¿Cómo no caer en una forma de holgazanería o de confianza absoluta en el destino histórico necesario o natural de la humanidad?

 

No, justamente no se puede porque con todo lo que nos parece que está perdido está también perdido el «destino», la «necesidad» o la «naturaleza» — estas tres palabras dicen la misma cosa. ¡Justamente! Henos aquí en la contingencia (podríamos mostrar cómo trabaja ella desde hace mucho tiempo en la filosofía, al menos desde Kant), en la no-teleología, en la «destinerrancia» (Derrida) o en «la necesidad del azar» (Deleuze), al mismo tiempo que en un mundo sin trasmundo y más capaz de destruirse que de construirse. ¿No hay nada por lo cual batirnos en duelo y hacernos trabajar?
La Roma imperial se encontró en un estado comparable: un mundo, un derecho, grandes capacidades técnicas — y un desconcierto completo, una agitación religiosa y filosófica desordenada… Desde aquí acabó por surgir lo que se llama el cristianismo, es decir, un profundo desplazamiento de todas las esferas o de todos los aspectos de la romanidad. Nadie lo previó, nadie lo organizó antes de que hubiera empezado a formarse… Pero conformó muchas realidades, transformaciones, pensamientos —estoicos, epicúreos, cínicos, escépticos, técnicos, médicos, urbánicos, agrícolas, jurídicos, administrativos—, etc. (¡olvidamos hasta qué punto Roma fue técnica!). En un momento dado, todo empieza a conmocionarse…

 

A menudo hablas del fin del ideal de emancipación que constituye de acuerdo contigo un error, pues conduce siempre a poner la cuestión del sentido en el mañana y no en el presente. ¿Cómo es posible a tus ojos deshacerse de la idea de un proyecto revolucionario al mismo tiempo en que se mantiene una radicalidad política? ¿La revolución como proceso? ¿El sentido de la acción verdadera está únicamente contenido en la acción misma?

 

No quiero decir lo verdadero: sino lo verdadero sobre lo que decimos lo «verdadero». Hay una acción que ciertamente es siempre «verdadera» y que a menudo despreciamos: es la acción de existir, simplemente de salir del agua, de la tierra o del vientre, simplemente de vivir de, digamos, una vida más que vegetativa (pero lo vegetal mismo vive saliendo de su propia inmediatez, de su semilla o de su espora). Todos los humanos lo saben y lo desean. Todos quieren encontrar para cada uno y todos no el significado, sino el sabor (el «sentido») de existir. Lo cual implica esencialmente un impulso, una tensión, una marcha — por supuesto hacia sabores, aromas, sentimientos que pueden ser de una extraordinaria complejidad y de los cuales siempre se aleja lo que sería un estado, una satisfacción («lo suficiente», está acabado, está hecho). Sabemos muy bien esto, sin lo cual ni siquiera viviríamos. No llegaríamos más allá de unos meses, ni más allá de un año. Ya que tan sólo para caminar, y después para hablar —y sólo estoy tomando manifestaciones muy visibles—, hace falta un deseo y un esfuerzo, hace falta ex-ponerse, existir.
Esto es algo que pasa todo el tiempo. Y siempre entre varios. Y estos varios están ellos mismos siempre ya en un conjunto más vasto, en una o varias «comunas»: tienen representaciones, sensaciones, emociones que siempre son, al menos en parte, compartidas. E ideas, objetivos, modelos. En esto hay de todo. Puede haber expresiones de lo destructivo, de lo crédulo, de lo limitado, al igual que de lo afectuoso, de lo deseante, de lo pensante. ¿Y si tratamos volver a partir de ahí? ¿Qué es pues lo que da «sentido» a las vidas sin tener forma de Dios, de Saber o de Gloria? Y ¿por qué y cómo tantas existencias existen sin exigir grandes e imponentes referencias? No es una ausencia de ambición, es también ausencia de ilusión.
¿Y si se trabajara un poco a partir de aquí?

 

Leyéndote a veces diríamos que buscas hacer pasar lo político hacia el dominio ético (vemos esto por ejemplo en las últimas líneas de tu libro: «Mejor que una revolución: una resolución»). ¿En qué, de acuerdo contigo, nuestras «existencias fisuran el funcionamiento global»? ¿Este nivel micropolítico basta realmente? ¿No hay que pensar también en otra escala?

 

Sin duda, pero no sé lo que «macro» querría decir, hoy en día. Me gustaría mucho ser capaz de proponer una monarquía o un imperio cuya cabeza gobernara menos de lo que simboliza. Pero esa simbólica está obsoleta. Sin embargo, no propongo plegarnos a lo ético. O más bien diría que la ética es forzosamente mucho más amplia que la política y que ésta no puede estar totalmente desprendida de aquélla. Pues el ethos es la conducta y la estancia de lo familiar-vivible-dotado de sentido; y la ciudad debería al menos volver posible tal estancia, impedir que sea devastada… Si dije «resolución» era para jugar con «revolución», primero, y después para salir del proyecto de la visión/objetivo en beneficio de una decisión, siempre tomada en lo indecidible como dice Derrida. ¿Qué hacer? ¿Decir buenos días o no? ¿Romper o no? ¿Emplear esta palabra u otra? ¿Por ejemplo «sentido» o «significado»? ¿Y a quién le hablo? ¿A quién quiero hablarle, o no? ¿A quién puedo? En el fondo, diría: ni ética ni política, dejemos esas palabras. Ocupémonos de todas las palabras, del lenguaje. ¿Qué estamos diciendo con tales o cuales palabras? ¿Qué estamos callando? El lenguaje tiene hoy dificultades, ¿por qué? Tropezamos con cualquier palabra: hombre, mujer, valor, trabajo, sentido, sexo, idea, animal, naturaleza, técnica, etc. Ya casi no podemos hablar. Hay que trabajar en esto — esto es la filosofía, al menos es ése el sentido mínimo de esta palabra. Esto lo vemos en cada filósofo, cada uno se hace una lengua…

 

En muchas ocasiones vuelves a la idea de que nuestra civilización está negándose a sí misma. «Mucho tiempo se proyectó como la producción de un futuro glorioso; empieza a renegarse a sí misma». ¿Cómo se manifiesta de acuerdo contigo este renegación? ¿Por medio del terrorismo? ¿Por medio de la destrucción engendrada por el progreso? ¿Qué hacer de esta renegación? ¿Hay que acompañarla en cuanto que es un movimiento de salida de la civilización, o bien es ella misma aquello de lo que hay que salir, una depresión en la barbarie cuya superación hay que acelerar?

 

Ambos… Más otro movimiento, el cual consiste en acompañar también el «progreso». Hay que saludar a la vez la aparición del world wide web y acompañar su destrucción de ciertas formas (¿el libro?, no lo sé) y denunciar lo que tiene de informe, de monstruoso o de perverso y servirse de ello tanto como se pueda al mismo tiempo en que se actúa sobre él. Ejemplo: un gran defecto de la red, a mi parecer, es su disimulación casi permanente de las fechas: la mayor parte de los sitios y de las páginas no están datadas. ¿Por qué? Uno tiene el sentimiento de que no se quiere anunciar su obsolescencia… Es como en los DVD: busca el año de salida de la película, casi nunca está (es menos frecuente en los CD, lo cual hay que meditar). Se nos quiere hacer pensar que las películas no tienen historia… Sería bueno reflexionar en los medios de actuar en esto. Es un ejemplo menor (en apariencia). Hay otros mil: ¿por qué no hay en la escuela ningún aprendizaje de imágenes, de todas las formas y funciones de las imágenes? ¿Y esto cómo podría hacerse? O bien: a uno le gusta hoy denunciar el «biopoder», que siempre ha existido en todas las sociedades (lo mostraríamos fácilmente en Atenas: los niños no queridos; Aristóteles prohibe alimentar a los lisiados). Pero cuando uno requiere necesariamente un trasplante, un medicamento raro y de delicada manipulación, para una enfermedad nueva y rebelde — ¿qué se hace? ¿Se rechaza todo y se sufre, o se muere con infusiones dulces, o bien se lo intenta de todas formas? No digo que hay que intentar todas las cosas siempre ni, sobre todo, seguir todas las indicaciones de la medicina tal como es: pero ¿cómo reflexionar en las conductas que hay que abrazar? ¿En sus aspectos sociales, económicos, etc.?
Esto supone algo más que atacar las ganancias de la industria farmacéutica. Algo completamente distinto: un pensamiento de la salud, de la vejez, etc.
Hay mil obras de este tipo que trabajar. Y se requieren energías de todos los tipos…

 

La autonomía a menudo es presentada como la única alternativa seria cuando se busca otra manera de hacer política. Ahora bien, tú haces una crítica interesante de la autonomía o, más bien, de la autosuficiencia, a partir de la idea de que nada se determina a partir de sí: ni la materia inerte ni el sujeto. Por tanto, la autosuficiencia no puede ser más que un problema porque «la vida no procede de una certeza de sí». ¿Esto significa que el ideal de autonomía tiene que ser superado? ¿Cómo? ¿Sólo por medio de una ontología de lo que supera el sí (la «mezcolanza de los cuerpos, de los deseos, de las regiones, de los gustos, etc…»)?

 

Por medio de una ontología, si quieres, que cesa de ocuparse del «ser» y que pone antes el «ente», toda forma de existencia, como eso que es mientras que el «ser» no es. Ésta es como mínimo la lección de Heidegger (a la cual él mismo fue infiel). Ser entonces, el verbo, el verbo solo. Ser equivale a existir y existir es de entrada fuera de sí: «sí» quiere decir fuera de sí; ya que «sí» es un caso-régimen (como «tú», «otro», «él»). El caso-sujeto es «yo», y «yo» sólo tiene lugar en y como una palabra — destinada, forzosamente. Ninguna «autonomía» posible, Spinoza lo vio bien. El único «auto» es el todo, su «sustancia», todo y nada… El todo y el infinito… Sino una heteronomía (sería más coherente decir «alonomía»): no una dependencia sino una esencial relación a lo que no es sí, al afuera, a lo incomensurable, a lo intocable.
Nuestro problema es que Dios no está lo suficientemente muerto. Nietzsche lo dijo: la sombra de Buda permaneció mil años frente a su caverna después de su muerte. Hay todavía demasiada sombra o sombras de Dios: saber, poder, hombre, autonomía.

 

¿Qué harías si las elecciones de 2017 no tuvieran lugar?

 

¿Que no tuvieran lugar de qué manera? ¿Por medio de un bloqueo del Estado? ¿Por medio de una abstención total de los electores? ¿Por medio de una toma del poder — y por quién o qué? Cada acontecimiento aguarda sus efectos y sus respuestas.
Pero sobre todo: yo no soy mucho un elector. Hasta ahora he votado, porque encuentro interesante la simbólica de la cosa, pero se degrada con la abstención… Su realidad, en cambio, es desoladora: son reflejos condicionados en respuesta a propósitos ellos mismos precondicionados. Por esto la simbólica de la abstención se torna a su vez fuerte.
Mi trabajo y mi impulso no están ahí. El voto no es una palabra. En ningún sentido.

 


Traducción de Artillería Inmanente de la traducción publicada en lundimatin, n° 87, 1 de enero de 2017.

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