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Reiner Schürmann / De la constitución de uno mismo como sujeto anárquico

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No es el poder, sino el sujeto,
lo que constituye el tema general de mis investigaciones.
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Existe una opinión común concerniente al lugar que ocupa el sujeto en la obra de Foucault, una opinión que él mismo ha ayudado a reforzar. A fin de esquivar las invariantes tanto humanistas como estructuralistas, él propone una arqueología-genealogía capaz de trazar las configuraciones cambiantes del saber y del poder. El sujeto humano no está precisamente ausente en estas configuraciones, pero son ellas las que le asignan su lugar: una variable en regularidades discursivas, un efecto de estrategias de poder. De acuerdo con esta opinión, lo que permanece definitivamente apartado de esta investigación sería el sujeto práctico: Yo en cuanto que me constituyo como actuante en medio de otros actuantes.
Bien es cierto que, sin importar cuál sea la variante de la arqueología-genealogía de Foucault que se examine, no puede decirse que el Yo práctico salga bien parado en ella. En cuanto «hombre» al interior de la episteme moderna, él es recibido con una «risa filosófica»2 y es comparado con un «rostro de arena» dibujado «en los límites del mar» cuyo borramiento inminente puede ser asegurado.3 En cuanto «hacedor de acontecimientos» originario, acaba siendo destronado por el descubrimiento de dispositivos epistémicos y de poder, que sufren incesantes mutaciones en la historia. De este modo, «preservar, contra todos los descentramientos, la soberanía del sujeto» no ha sido, después de todo, sino una típica obsesión del siglo XIX. No puede haber una historia sensata —es decir, lineal— sin el sujeto como su agente duradero y como el portador sintético del sentido. «La historia continua es el correlato indispensable de la función fundante del sujeto». No es de sorprender que algunas lágrimas corran cuando se descubren umbrales y rupturas en la formación de nuestro pasado: «Lo que se lamenta con tanta fuerza no es la desaparición de la historia, sino el borramiento de esa forma de historia que era secretamente, aunque completamente, referida a la actividad sintética del sujeto».4 En sus genealogías de las instituciones, Foucault trata de mostrar que el sujeto consciente de sí mismo ha sido en realidad producido por la conjunción de fuerzas exteriores, como por ejemplo el confinamiento solitario, a su vez resultado de condiciones económicas. En el primer volumen de su último proyecto —la historia de la sexualidad—, el sujeto aparece nuevamente como un producto, esta vez de aquello que Foucault llama el bio-poder. Entonces, con lágrimas y temores, el sujeto-lector descubre que dicha opinión común se sostiene a lo largo de toda la obra de Foucault: él ríe, mientras que nosotros descubrimos que nuestra presunta soberanía como agentes conscientes no sólo proviene de un discurso vigilado y del resplandor del panóptico, sino también que muy pronto puede ser barrida. Sin importar cuál sea la perspectiva arqueológico-genealógica, el sujeto es fabricado desde el exterior. Esto equivale a excluir cualquier constitución a partir de una interioridad, cualquier autoconstitución, ya sea trascendental (como en Kant, a través del acto de apercepción como el polo de espontaneidad en la constitución del objeto) o bien por cualquier otra vía.
Existe una segunda opinión común que Foucault también ha ayudado a reforzar. Concierne al estatuto mismo del «hombre» como una figura vieja que tiene apenas tres siglos y que está ya a punto de desaparecer. ¿En qué sentido el «hombre» puede ser llamado «una invención de fecha reciente»?5 Foucault retoma aquí, con mayor fanfarria y humor, una afirmación que fue sostenida antes de él.6 Ésta tiene que ver con la epocalización de la filosofía occidental en relación con los efectos discursivos que ejerce en cada época la lengua en la que aquélla es hablada. Cada edad-lengua habría sido determinada por la postulación de un centro de significación al que todos los fenómenos tienen que referirse si pretenden hacer sentido. En el contexto griego, ese postulado supremo sería la naturaleza; en la época latina y medieval, Dios; y en el contexto moderno, sería el «hombre, ese postulado pasajero».7 La figura del hombre puede emerger y declinar únicamente como un punto focal imaginario, y sin embargo último, para la constitución misma de la fenomenalidad. Esta figura es una invención de fecha reciente puesto que, previamente al siglo XVII, la inteligibilidad de las cosas no era averiguada ni construida en relación a un sujeto que afirmara su posición central diciendo «Yo pienso». Esta segunda opinión común sostiene que es únicamente en relación con el cogito como el mundo puede volverse objetivo. O incluso: es únicamente en cuanto que son representadas para el ego como las cosas se vuelven objetos, y como la naturaleza, vuelta así el otro del Yo, es susceptible de ser dominada. Los individuos, también, caen bajo ese proceso general de objetivación y dominio. En consecuencia, tenemos que distinguir entre el «hombre» como el postulado último de una organización epocal, el «ego» como efectuando este centramiento y dominio, y el «individuo» como objetivado y dominado (a través, por ejemplo, de las ciencias del lenguaje, del trabajo, de la vida, o a través de las técnicas del poder tal como son institucionalizadas en los asilos, los hospitales y las prisiones). En otros términos, conviene distinguir entre el sujeto epocal, el trascendental y el objetivado. Si bien la genealogía de Foucault trabaja actualizando los modos de objetivación y de dominación, parece que, por la lógica de su argumento, lleva a cabo una nueva exclusión del campo de esta disposición llamada modernidad: la exclusión, precisamente, del sujeto ético.
Este último permanece externo a las tres nociones de sujeto mencionadas, de las cuales ninguna permite formar proposiciones que conciernan a la manera en que uno se constituye a sí mismo como el agente de actividades y prácticas. De cualquier modo, la autoconstitución del sujeto práctico —en su doble dimensión ética y política— toma cada vez mayor importancia en el pensamiento de Foucault, incluso si esto sucede a través de sugerencias y declaraciones antes que por medio de desarrollos metódicos. Más allá de los ipsissima verba de Foucault, lo que exige un examen es el estatuto de la cuestión «¿Qué puedo hacer?», así como la naturaleza del Yo que se la plantea y eventualmente responde a través de su acción. Dicha cuestión difiere del «¿Qué debo hacer?» kantiano en dos puntos decisivos. Conforme al positivismo «de pies ligeros» de Foucault, el Yo de ninguna manera podrá designar al agente moral autónomo, sin importar si es individual o colectivo (como cuando Lenin pregunta «¿Qué hacer?»). El Yo aparece más bien como siempre sometido a las restricciones que marca el dispositivo de un período dado. Del mismo positivismo surge todavía la imposibilidad de que haya que hablar de algún «debo». Gobernados, como nosotros estamos, por formaciones discusivas y efectos extradiscursivos de poder, podemos a lo mucho interrogar el lugar limitado que está así dejado al sujeto práctico en un momento dado. Hay poco que pueda hacerse en una coyuntura histórica cualquiera. Así, «¿Qué debo hacer?» es una cuestión que presupone demasiada autonomía en el sujeto, a saber, la autonomía de darme a mí mismo una ley moral obligatoriamente universal. Un simple estructuralismo, en cambio, concede muy poca autonomía en el sujeto; la «risa filosófica» del primer Foucault desaprueba la cuestión misma de la autoconstitución práctica. Y sin embargo, con el reconocimiento de que su arqueología de los órdenes epistémicos permanecía anclada en la episteme (estructuralista) del día, vino una reconsideración de las diferentes maneras en que decimos «Yo» y modificamos ese Yo.
Así pues, será necesario en un primer momento interrogar el estatuto de la cuestión «¿Qué puedo hacer?» en una historia arqueológico-genealógica. Convendrá después indicar algunos ejemplos paradigmáticos de autoconstitución en el interior de la historia tal como Foucault la cuenta. Por último, tendremos que preguntarnos: ¿qué puedo hacer en mi/nuestra propia situación histórica?

 

Texto integral publicado en Revista Fractal n° 75.

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