Frecuentemente se te ha acusado de criticar a Europa como una asociación puramente económica. Mientras tanto, todo apunta a que has estado en lo cierto: en el caso de la crisis griega, se ha discutido exclusivamente sobre dinero. ¿Cómo evalúas el drama griego? ¿Europa está dividida en dos mitades?
Una Europa como la que yo quiero sólo podría darse cuando la «Europa» realmente existente colapse. Por eso Grecia —incluso si ha sido amargamente decepcionada por sus líderes políticos— podría desempeñar un papel totalmente decisivo. Hablaste de escisión: pero en el caso de que Grecia realmente saliera de la Unión Europea, la verdadera Europa estaría en Atenas, no en Bruselas, donde —algo que la mayoría de los europeos parece no saber— todas las decisiones son tomadas por comisiones, compuestas en gran parte por agentes de la gran industria de cada uno de los respectivos sectores económicos. Antes que nada hay que hacer frente a la mentira de que este pacto entre Estados que se hace pasar por Constitución sea la única Europa pensable, de que este lobby institucionalizado sin ideas ni porvenir que se ha consagrado ciegamente a la más lúgubre de todas las religiones, la religión del dinero, sea el heredero legítimo del espíritu europeo.
¿Tiene para ti un significado simbólico que la crisis haya irrumpido precisamente en Atenas? Heidegger probablemente habría dicho que en Atenas se ha consumado el «destino occidental». ¿Qué significado más profundo se esconde detrás de la crisis del dinero?
No debe pasarse por alto que la importancia de la crisis radica más allá del marco económico. Si la reducimos a sus aspectos económicos, corremos el riesgo de perder de vista lo esencial. Porque la verdadera pregunta es: ¿qué hay detrás del dominio global del paradigma económico? ¿Cuáles son los fundamentos más profundos de la suplantación de la política por la economía? Nos enfrentamos a un problema que, más allá de los intereses particulares de accionistas y banqueros, marca un momento decisivo no sólo en la historia de Europa, sino también del género humano como tal. La debilidad de la tradición marxista consiste precisamente en haberse limitado a un análisis económico. Las fuerzas históricas —política, religión, arte y filosofía— que hasta la Primera Guerra Mundial gobernaban el destino de Occidente, ya no son capaces de movilizar a los pueblos de Europa hacia metas específicas. Sí, el propio concepto de «pueblo» ha perdido su sentido, y las poblaciones que tomaron su lugar no tienen la menor intención de asumir una tarea histórica de ningún tipo; y tal vez esté bien que así sea, si recordamos las tareas históricas que los pueblos de los siglos XIX y XX asumieron. Éste es el contexto donde se sitúa la actual hegemonía de lo económico. Dada la ausencia de tareas históricas, la vida biológica ha sido declarada como la última misión política de Occidente. Se muestra así que el dominio del paradigma económico va acompañado de aquello que desde Foucault se llama usualmente biopolítica: el cuidado de la vida como una tarea eminentemente política. Pero la vida misma es un concepto genérico vacío que, como Ivan Illich mostró, puede designar tanto un espermatozoide como una persona, un perro o una abeja, un embrión o una célula. Así pues, la economía conduce o bien a ninguna parte, o bien, como muestra la historia de los totalitarismos del siglo XX y la actual ideología dominante del crecimiento económico ilimitado, a la destrucción de la vida, que ella ha capturado.
Si es cierto que la economía no lleva a nada y tampoco sirve para nada, ¿no se debería entonces invertir completamente la línea de pensamiento y preguntarse en qué medida la crisis económica se remonta a una crisis espiritual y metafísica, o como mínimo a una crisis de la cultura europea?
Yo no he dicho que la economía no sirva para nada. Todo lo contrario: es absolutamente útil, puro servicio, mera utilidad. Con ella, la vida humana ingresa en la esfera de los objetos de uso cotidiano y de las herramientas. En conjunto con la tecnología, sustituyó a los esclavos, las «herramientas vivas» de la Antigüedad. Lo que quiero decir es que la economía en cuanto tal no puede saber ni decidir los propósitos a los que debe servir. Se comporta igual que la crisis, de la que tanto se ha hablado. Recuerdo, no por primera vez, que la palabra griega crisis significa «juicio» o «decisión». En la tradición médica señala el momento en que el médico debe decidir si el enfermo permanecerá con vida o morirá, y en la tradición teológica el momento del Juicio Final. Hoy la crisis devenida cotidiana e indefinida decide únicamente su propia duración, el aplazamiento de cada decisión inapelable. Es como si el siervo que se convirtió en señor no supiera para qué podría servir, a no ser que para el incremento ilimitado del servicio y la servidumbre. Es la situación paradójica de una herramienta obligada a decidir a qué debe servir y decide servirse a sí misma. Walter Benjamin que hablaba sobre el capitalismo como una religión ya sabía que en este «servicio» incondicional yace algo religioso. En nombre de este mismo «servicio» pseudorreligioso se pretende, como en el caso de Grecia, prescribir a la gente cómo debe vivir. En este sentido puede decirse que la crisis no es simplemente económica. La importancia de la filosofía —prefiero esta palabra a metafísica— radica en ello, en enfrentarse al devenir humano de los hombres. La antropogénesis, el devenir humano del animal, no ha tenido lugar de una vez y por todas en un pasado remoto; es un acontecimiento que sucede continuamente, un proceso inacabado en el que se decide si el hombre seguirá siendo o no humano, o mejor dicho, si lo será de nuevo. El pensamiento es antes que nada la rememoración de este acontecimiento, su repetición. En él se pone en juego la humanidad o inhumanidad del hombre, algo de lo que los economistas y los expertos en finanzas no se hacen ninguna idea.
¿Son todos presagios de un inminente declive o de un periodo tardío decadente, eso que podría ser el principio del fin del mundo occidental?
Si he dicho que Occidente se encuentra hoy en una situación epocal en la que las fuerzas que moldearon su historia parecen haber llegado a su fin, con eso no quise decir que esas fuerzas hayan muerto. Las ideas habituales sobre este tema deben ser invertidas. Algo se convierte en realmente actual y útil cuando se ha desgastado. Sólo así se muestra en toda su plenitud y verdad. Puede ser que la política, la religión, el arte y la filosofía hayan llegado al final de su desarrollo histórico, pero, en la medida en que podamos sacar una nueva vida de la totalidad de su historia, no han muerto. No vivimos en una época poshistórica, en la que ya nada pueda o deba acontecer. Más bien vivimos en un tiempo en el que todo puede acontecer, en el que está en juego nada menos que la recapitulación de todas las posibilidades históricas de Occidente. La humanidad no ve ante sí sólo un futuro paralizador que ya no tiene nada que ofrecerle, sino que también puede dirigir retrospectivamente su mirada a la totalidad de su pasado, lo que le abre la posibilidad de hacer un nuevo uso de todo lo acontecido o vivir por primera vez lo que había permanecido en aquel pasado como no vivido. Teniendo en cuenta el interés de los poderes dominantes por acumular el pasado en los museos y deshacerse de su legado espiritual, cualquier intento de establecer una relación viva con el pasado es un acto revolucionario. Por eso creo, con Michel Foucault, que la arqueología —a diferencia de la investigación sobre el futuro, que por definición está al servicio del poder— es en primer lugar una práctica política. El futuro de Europa es su pasado; aunque bajo la condición de que esté a su altura
Lo occidental, es decir, la filosofía con una fe implícita en el progreso, quiere, como regla general, superar su pasado. Nos sentimos a menudo superiores a nuestros antepasados porque hemos escapado de todos los posibles horrores del pasado, de la sociedad esclavista, del absolutismo, del racismo, del eurocentrismo, del totalitarismo, del trabajo infantil, de la opresión de la mujer, y así sucesivamente. En siglos anteriores, por ejemplo, yo difícilmente habría tenido la ocasión de mantener una conversación contigo. ¿Qué tesoros olvidados del pasado recuerdas cuando dices que el futuro de Europa yace en su pasado?
Aquí hay un auténtico malentendido. Lo que yo llamo relación viva con el pasado me interesa sólo en la medida en que posibilita un acceso al presente. Michel Foucault dijo una vez que sus investigaciones históricas no son más que la sombra de su interrogación del presente arrojada sobre el pasado. Comparto totalmente ese punto de vista. El presente nunca lo podemos aferrar, siempre se nos escapa. Por eso la contemporaneidad es lo más difícil, porque sólo es verdaderamente contemporáneo —como ya Nietzsche sabía— lo intempestivo. Seguramente conoces la tesis de Walter Benjamin según la cual el presente no se da en un punto aislado de un continuum temporal, sino en una constelación con un momento del pasado. Esto significa que la relación con el pasado no es sólo un problema psicológico e individual, sino también político y colectivo. Cada decisión sobre el presente, ya sea en la vida individual o colectiva, implica la relación con un momento preciso del pasado, con el cual el presente debe hacer las cuentas. Sin esta constelación crítica, el presente es inaccesible y opaco, porque se reduce, como el discurso del poder no se cansa de sugerir, a un conjunto de hechos y de cifras que deben ser aceptados sin la posibilidad de revocarlos en su cuestionamiento. Por eso estoy convencido de que la arqueología es la única vía de acceso al presente, ya que busca los orígenes de su curso, y detecta la sombra que el presente proyecta en el pasado.
Esto suena bastante complicado: el pasado, que habría de ser reanimado para nosotros, ¿no existe en absoluto como tal?
Cuando hablo del pasado no me refiero ni a un origen intemporal ni a aquello que ha sido de una vez por todas, la serie de hechos irrevocables que se trata de acumular y custodiar en los archivos. Entiendo por pasado más bien algo que puede todavía advenir y que debe ser arrancado de la representación dominante de la historia, de modo que pueda acontecer. Si me ocupé de la genealogía del estado de excepción, fue, por consiguiente, porque quería comprender lo que sucedía a mi alrededor; cuando estudié las reglas de las órdenes monásticas, fue, por consiguiente, porque me parecían abrir la posibilidad de una praxis política venidera. Por cierto, debo confesar que estoy completamente en desacuerdo cuando dices: «lo occidental, es decir, la filosofía con una fe implícita en el progreso». No conozco a ningún filósofo digno de mención que se haya considerado a sí mismo progresista. Cualquier historiador informado sabe que la ideología progresista no es otra cosa que uno de los dos lados —la mano izquierda por así decirlo— de la ideología capitalista, cuya agonía presenciamos. Coincide fatalmente con su expresión más absurda y temible: la idea de un crecimiento infinito del proceso de producción.
Tratemos de concretar la idea de que el futuro de Europa yace en su pasado, a través de tu ejemplo de la vida monástica. ¿El modo de vida franciscano puede ser un modelo para la agotada Europa? ¿La solución reside en el ideal cristiano de pobreza?
Para decirlo de nuevo, no se trata de un retorno al ideal franciscano tal como existió, sino de usarlo de nuevas maneras. En realidad, mi interés por el monaquismo despertó del hecho de que, no pocas veces, hombres que pertenecían a la capa más acaudalada e instruida, como fue el caso con Basilio el Grande, Benito de Nursia, el fundador de la orden benedictina, y más tarde fue el caso de Francisco, tomaron la decisión de salir de la sociedad en la que hasta entonces vivían para fundar una convivialidad radicalmente diferente o, lo que es para mí lo mismo, una política radicalmente diferente. Esto ocurrió simultáneamente con el declive y la caída del Imperio romano. Lo destacable de esto es que estas personas no acudieron a la idea de reformar o corregir el Estado en el que vivían, es decir, de tomar el poder para transformarlo. Simplemente le dieron la espalda.
Como los que desertan y lo abandonan todo hoy, quienes se retiran al campo y cultivan hortalizas…
Veo aquí una cierta analogía con la situación presente. Estamos acostumbrados a comprender la transformación política radical como la consecuencia de una revolución más o menos violenta: un nuevo sujeto político, que desde la Revolución francesa se llama poder constitutivo o, mejor dicho, constituyente, destruye el orden político-jurídico existente y funda un nuevo poder constituido, o mejor dicho, instituido. Creo que ha llegado el momento de abandonar este modelo obsoleto para orientar nuestro pensamiento hacia algo que se podría llamar «poder destituyente» o mejor dicho, «potencia destituyente», es decir, hacia una potencia que de ningún modo pueda adquirir la forma de un poder constituido. Y si al poder constituyente corresponden revoluciones, motines y nuevas constituciones, es decir, una violencia que funda o constituye un nuevo derecho, para la potencia destituyente se deben pensar estrategias completamente diferentes, cuya definición es la tarea de la política que viene. Un poder que sólo ha sido derribado con una violencia constituyente resurgirá tomando otra forma, en la incesante, inconsignable, desolada dialéctica entre poder constituyente y poder constituido, violencia que funda el derecho y violencia que lo conserva, recreándolo de otra forma.
¿Sería entonces conveniente desarrollar una estrategia de retirada y de fuga de la modernidad?
Creo que, de hecho, el modelo de la lucha que ha paralizado el imaginario político de la modernidad debería ser sustituido por un modelo de la salida. Esto, me parece, se ha vuelto particularmente evidente en Grecia. Syriza tuvo que capitular porque se embarcó en una batalla perdida y rechazó el único camino viable: la salida de Europa. Por supuesto esto también vale para la existencia individual. Kafka repite esto incansablemente: no busques la lucha, encuentra una salida. Evidentemente, el modelo fáustico de la lucha está íntimamente vinculado al modelo capitalista del incremento de la productividad. Lo que me interesó especialmente del fenómeno de las órdenes monásticas fue el surgimiento de una forma de vida que implicaba una política de fuga y retirada. El Imperio se derrumbó, y las órdenes monásticas persistieron y preservaron para nosotros un legado cuya transmisión no pudieron seguirse permitiendo las instituciones estatales, al igual que en nuestros días las escuelas y las universidades europeas están siendo desmontadas masivamente. Veo que algo así se está aproximando también a nosotros. Naturalmente requiere su tiempo. Pero ya hoy este modelo se practica más o menos abiertamente por los jóvenes. Tan sólo en Italia deben de haber más de trescientas comunidades de este tipo. Se me objetará que lo que abrió la posibilidad del monaquismo era la fe, que ciertamente falta hoy. Eso es a lo que Heidegger debió de haberse referido cuando dijo en la entrevista del Spiegel aquella frase invariablemente malentendida: «Sólo un dios puede salvarnos». Pero, ¿qué es la fe? No cabe la menor duda de que hoy en día ninguna persona inteligente sigue estando dispuesta a creer en las instituciones, la Iglesia incluida, y en los valores existentes, sobre todo porque estos últimos pueden ser reducidos al euro, como muy bien podemos ver en Europa. La palabra griega para «fe» que se emplea en el Nuevo Testamento, pistis, significa originariamente «crédito», y el dinero no es otra cosa que un título de crédito. Aunque este título se basa —sobre todo desde que Nixon derogó el patrón oro del dólar— en nada. Las democracias europeas, que se hacen llamar seculares, se basan en una forma vacía de fe. Lo que hoy se conoce con aquella aparentemente venerable palabra, Europa, se basa en una nada. Sin embargo, un crédito expedido sobre la nada no puede durar eternamente. De los franciscanos me interesaba no tanto la pobreza, sino el modo en que ellos daban más importancia al uso que a la propiedad. El concepto de uso se encuentra también en el centro de mi último libro, El uso de los cuerpos. Para inventar una forma de vida que no esté fundada en la acción y la propiedad, sino en el uso; otra de esas tareas que tendría que ser asumida por una política que viene.
Hace algunos años presentaste la propuesta de desempolvar algo de la vida política de Europa aquello que el filósofo francés Alexandre Kojève llamaba «el Imperio latino». Detrás de ello se esconde una idea geofilosófica de pueblo mediterráneo y de pensamiento mediterráneo, que también inspiró a Paul Valéry, Albert Camus y muchos otros. Lo que ahora dices sobre nuevas formas de vida que no están fundadas en la propiedad me recuerda a una utopía mediterránea, en la que la moderación y la humildad figurarían en el centro. ¿Es el pensamiento mediterráneo el camino deseado para Europa? ¿O el intento de retirarse de la sociedad del crecimiento sigue siendo sólo un sueño para poetas y un par de comunidades marginales?
Entiendo lo que quieres decir, pero prescindiría de formulaciones como «pensamiento mediterráneo», que me parecen demasiado vagas. Cuando en la lingüística no se puede aclarar manifiestamente la etimología de una palabra indoeuropea o, como se dice en Alemania, «indogermana», se remite por lo general a un «sustrato mediterráneo». Éste se podría equiparar a una gran X, porque no se sabe prácticamente nada sobre este idioma. Lo que se puede decir, por otra parte —sin tener que caer en vaguedades—, es que, por razones históricas complejas pero comprensibles, el modo de producción capitalista que empezó a prevalecer desde la Revolución industrial, se encontró con obstáculos y resistencias en los campos del área mediterránea. Aquí estaba aún intacto, más o menos, aquello que Ivan Illich llamaba el dominio vernáculo, es decir, los bienes que no se compran en el mercado sino que son producidos por cada familia. El capitalismo, por otra parte, requiere de cada individuo su total dependencia al mercado. Como es sabido, hoy en día no hay nada que no tenga que ser comprado en el mercado. Entonces, para responder a tu pregunta: la continuidad del dominio vernáculo requiere la supervivencia de ciertas ideas y convicciones, que ciertamente tampoco en los países del norte se habían desvanecido completamente, pero que en Europa del sur estaban mucho más difundidas. Por cierto, yo prefiero hablar de «formas de vida», porque, contrariamente a la opinión corriente, no es nada fácil distinguir entre teoría y praxis. Si se quiere dar sentido a las fórmulas «pensamiento mediterráneo» e «Imperio latino», se debe elaborar un catálogo de estas ideas y prácticas o «formas de vida». Es mérito de Ivan Illich haber iniciado este trabajo de una manera muy inteligente. Por desgracia, la tradición de izquierda ha considerado exclusivamente abstracciones jurídicas (los derechos humanos) y económicas (la fuerza de trabajo, la producción) y nunca ha centrado la atención en las formas de vida. Por eso no sorprende que se muestre inferior en todos los aspectos al capitalismo, con el cual comparte fundamentos. Ésa es la razón por la que además del concepto de uso se encuentra en el centro de mi más reciente libro un segundo concepto: el désœuvrement, la ausencia de obra. En mi libro hablo de inoperosità. No se refiere a la atonía ni a la holgazanería, sino a una forma particular de actividad que consiste en desactivar y volver inoperantes las obras de la economía, del derecho, de la biología, etc., para abrirlas a un nuevo uso. Aristóteles planteó una vez la pregunta más importante: ¿hay una obra o una actividad propia del hombre que no lo defina como zapatero, arquitecto, escultor, etc., sino en cuanto tal? ¿O es el hombre en cuanto tal carente de obra, sin una actividad específica para él? Siempre he tomado esta pregunta en serio. El hombre es el ser vivo sin obra propia, porque no se le puede atribuir ninguna vocación específica. Por lo tanto, es un ser de posibilidad, de pura potencia. Genuinamente humana es únicamente la actividad que abre la obra, a través de su suspensión, a la posibilidad y a un nuevo uso. Me parece que un ejemplo convincente es la poesía. ¿Qué es la poesía sino una operación lingüística que consiste en neutralizar las funciones informativas y comunicativas del lenguaje para abrirlo a otro uso, ese mismo uso que se llama poético? Otro ejemplo es la fiesta. Pues la fiesta no se deja reducir, tal como sucede en la sociedad capitalista, a una interrupción del trabajo: consiste sobre todo en hacer de otra manera lo que hacemos usualmente, es decir, en desactivarlo o volverlo inoperante. Cuando se come, no es para alimentarse; cuando se viste no es, por tanto, para protegerse del frío; cuando se intercambian objetos, no es, por tanto, para comprar o vender. Estoy firmemente convencido de que los diferentes tipos de inoperosidad son tan importantes para una sociedad como los diferentes tipos de producción. Desgraciadamente Marx se ocupó exclusivamente del estudio de las formas de producción y desatendió completamente las formas de inoperosidad. Este sesgo explica algunas aporías de su pensamiento, particularmente cuando se trata de la definición de la actividad humana en la sociedad sin clases. Desde la perspectiva de Marx se podría decir que la sociedad sin clases está ya presente aquí y ahora en la inoperosidad. Para volver a tu pregunta: como puedes ver, ya todo está ahí, es decir, la pregunta por el centro y los márgenes ya está resuelta. El asunto es cómo se comporta cada sociedad ante esta presencia. Lo que la poesía hace para la facultad del habla y la fiesta para la productividad, deben hacerlo la política y la filosofía para la capacidad de actuar. En la medida en que suspenden las actividades económicas y biológicas, muestran lo que puede el cuerpo humano, y abren nuevos caminos para hacer uso de él.
Entonces tu filosofía de la deserción y de la inoperosidad ofrece una salida a la crisis actual. Obviamente tenemos que seguir el consejo que nos da el poeta Rainer Maria Rilke: «Has de cambiar tu vida». ¿Se trata de una renovación radical de nuestras formas de vida?
No se trata simplemente de cambiar nuestro modo de vida. Todos los seres vivos obedecen a un modo de vida, pero no todos los modos de vida son, o no son siempre, formas de vida. Cuando hablo de forma de vida no me refiero a una vida distinta, mejor o más verdadera que la que llevamos: la forma de vida es la inoperosidad inmanente a toda vida, una tensión que atraviesa esa vida, que desactiva la identidad social y la facticidad jurídica, económica e incluso corporal, para hacer un uso distinto de ella. Sucede lo mismo que con la vocación: tal vez es bueno tener un oficio, ser escritor, arquitecto o lo que sea que se quiera ser. Pero la verdadera vocación es la revocación de toda vocación, es una potencia que opera en el interior de la vocación, poniéndola en cuestión y llevándola a ser una verdadera vocación. En la primera Epístola a los Corintios Pablo formula este impulso interior en la fórmula «como no»: «Quien tenga una esposa, que se comporte como no teniéndola, quien llore, como no llorando, quien se alegre, como no…». Vivir bajo el signo del «como no» significa deponer todas las propiedades jurídicas y sociales, sin que esta deposición funde una nueva identidad. En este sentido la forma de vida es aquello que depone todas las condiciones sociales bajo las cuales se vive, y al hacerlo no se niegan las condiciones sino que se hace uso de ellas. Pablo escribe: si en el momento del llamado te encontrabas esclavizado, no te preocupes. Aun cuando pudieras liberarte, procura más hacer uso de tu servidumbre. Es el mismo caso, creo yo, para la vida, que está en busca de su forma, de una forma de la que ya no pueda ser separada.
Entrevista publicada en Die Zeit el 13 de septiembre de 2015 a cargo de Iris Radisch, publicada en alemán en una traducción del francés.