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Giorgio Agamben / Epílogo. Para una teoría de la potencia destituyente («El uso de los cuerpos»)

Esta versión de «Para una teoría de la potencia destituyente» corresponde al epílogo de El uso de los cuerpos (2014). En este caso, se retomó la versión publicada en la «Edizione integrale» de 2018, que incluye un álef que no se publicó en la primera edición. Una lista cronológica y exhaustiva de las diferentes versiones presentadas por Agamben de «Para una teoría de la potencia destituyente» podría ser la siguiente:

 

 


1. La arqueología de la política que estaba en juego en el proyecto «Homo sacer» no pretendía criticar o corregir tal o cual concepto, tal o cual institución de la política occidental; más bien, pretendía revocar en su cuestionamiento el lugar y la propia estructura originaria de la política, para intentar sacar a la luz el arcanum imperii que de algún modo constituía su fundamento y que había permanecido en ella a la vez plenamente expuesto y tenazmente oculto.
La identificación de la nuda vida como primer referente y puesta en juego de la política fue, por tanto, el primer acto de la investigación. La estructura originaria de la política occidental consiste en una ex-ceptio, en una exclusión inclusiva de la vida humana en forma de nuda vida. Reflexionemos sobre la particularidad de esta operación: la vida no es en sí misma política —por eso debe ser excluida de la ciudad— y, sin embargo, es precisamente la exceptio, la exclusión-inclusión de este Impolítico lo que funda el espacio de la política.
Es importante no confundir la nuda vida con la vida natural. A través de su división y captura en el dispositivo de la excepción, la vida asume la forma de la nuda vida, es decir, de una vida que ha sido escindida y separada de su forma. En este sentido hay que entender, al final de Homo sacer I, la tesis de que «la prestación fundamental del poder soberano es la producción de la nuda vida como elemento político originario». Y es esta nuda vida (o vida «sagrada», si sacer designa ante todo una vida que puede matarse sin cometer homicidio) la que, en la máquina jurídico-política de Occidente, funge como umbral de articulación entre zoé y bios, vida natural y vida políticamente cualificada. Y no será posible pensar otra dimensión de la política y de la vida si antes no hemos logrado desactivar el dispositivo de la excepción de la nuda vida.

 

2. En el curso de la investigación, sin embargo, la estructura de la excepción que se había definido con respecto a la nuda vida resultó constituir de manera más general la estructura del arché en todos los ámbitos, tanto en la tradición jurídico-política como en la ontología. En efecto, no se puede comprender la dialéctica del fundamento que define la ontología occidental a partir de Aristóteles si no se comprende que funciona como una excepción en el sentido que hemos visto. La estrategia es siempre la misma: algo es dividido, excluido y rechazado en el fondo y, precisamente a través de esta exclusión, es incluido como arché y fundamento. Esto vale para la vida, que, en palabras de Aristóteles, «se dice de muchas maneras» —vida vegetativa, vida sensorial, vida intelectual, la primera de las cuales es excluida para servir de fundamento a las demás—, pero también para el ser, que igualmente se dice de muchas maneras, una de las cuales será separada como fundamento.
Es posible, además, que el mecanismo de la excepción esté constitutivamente conectado al acontecimiento de lenguaje que coincide con la antropogénesis. Según la estructura de la presuposición que hemos reconstruido más arriba, el lenguaje, al acontecer, excluye y separa de sí lo no lingüístico y, en el mismo gesto, lo incluye y lo captura como aquello con lo que siempre ya está relacionado. La ex-ceptio, la exclusión inclusiva de lo real por el logos y en el logos es, por tanto, la estructura originaria del acontecimiento de lenguaje.

 

3. En Estado de excepción, la máquina jurídico-política de Occidente se describía así como una estructura dual, compuesta por dos elementos heterogéneos y, sin embargo, íntimamente coordinados: uno normativo y jurídico en sentido estricto (la potestas) y otro anómico y extrajurídico (la auctoritas). El elemento jurídico-normativo, en el que parece residir el poder en su forma efectiva, necesita, sin embargo, del anómico para poder aplicarse a la vida; por su parte, la auctoritas sólo puede afirmarse y tener sentido en relación con la potestas. El estado de excepción es el dispositivo que, en última instancia, debe articular y mantener unidos los dos aspectos de la máquina jurídico-política, instituyendo un umbral de indecidibilidad entre anomia y nomos, entre vida y derecho, entre auctoritas y potestas. Mientras los dos elementos permanezcan correlacionados, pero conceptual, temporal y personalmente distintos —como en la Roma republicana en la oposición entre el senado y el pueblo o, en la Europa medieval, en aquella entre el poder espiritual y el temporal—, su dialéctica puede funcionar de algún modo. Pero cuando tienden a coincidir en una sola persona, cuando el estado de excepción, en el que se indeterminan, se convierte en la regla, entonces el sistema jurídico-político se transforma en una máquina letal.
En El Reino y la Gloria se puso de manifiesto una estructura análoga en la relación entre reino y gobierno y entre inoperosidad y gloria. La gloria aparecía aquí como un dispositivo destinado a capturar dentro de la máquina económico-gubernamental esa inoperosidad de la vida humana y divina que nuestra cultura no parece capaz de pensar y que, sin embargo, no cesa de ser invocada como el misterio último de la divinidad y del poder. Esta inoperosidad es, para la máquina, tan esencial que debe ser capturada y mantenida en su centro a toda costa en forma de gloria y aclamaciones que, a través de los medios de comunicación, no cesan de cumplir su función doxológica aún hoy.
Del mismo modo, unos años antes, en Lo abierto, la máquina antropológica de Occidente se había definido a través de la división y articulación en el interior del hombre de lo humano y lo animal. Y, al final del libro, el proyecto de una desactivación de la máquina que gobierna nuestra concepción del hombre exigía no la búsqueda de nuevas articulaciones entre lo animal y lo humano, sino la exposición del vacío central, del hiato que separa —en el hombre— el hombre y el animal. Lo que —una vez más bajo la forma de la excepción— había sido separado y luego articulado en la máquina, debía ser devuelto a su división para que una vida inseparable, ni animal ni humana, pudiera eventualmente aparecer.

 

4. En todas estas figuras opera el mismo mecanismo: el arché se constituye escindiendo la experiencia facticia y rechazando en el origen —es decir, excluyendo— una mitad de ella para luego rearticularla a la otra, incluyéndola como fundamento. Así, la ciudad se funda en la escisión de la vida en nuda vida y vida políticamente cualificada, lo humano se define mediante la exclusión-inclusión de lo animal, la ley mediante la exceptio de la anomia, el gobierno mediante la exclusión de la inoperosidad y su captura en forma de gloria.
Si tal es la estructura del arché en nuestra cultura, el pensamiento se enfrenta aquí a una tarea de enormes proporciones. En efecto, no se trata de pensar, como se ha hecho en la mayoría de los casos hasta ahora, en nuevas y más eficaces articulaciones de los dos elementos, jugando una contra otra las dos mitades de la máquina. Tampoco se trata de remontarse arqueológicamente a un inicio más original: la arqueología filosófica no alcanza otro inicio que el que pueda, eventualmente, resultar de la desactivación de la máquina (en este sentido, la filosofía primera es siempre filosofía última).
El problema ontológico-político fundamental es, hoy, no la obra, sino la inoperosidad, no la búsqueda frenética e incesante de una nueva operatividad, sino la exhibición del vacío incesante que la máquina de la cultura occidental encierra en su centro.

 

5. En el pensamiento de la modernidad, los cambios políticos radicales se han pensado a través del concepto de un «poder constituyente». Todo poder constituido presupone en su origen un poder constituyente que, a través de un proceso que suele adoptar la forma de una revolución, lo lleva a la existencia y lo garantiza. Si nuestra hipótesis sobre la estructura del arché es correcta, y si el problema ontológico fundamental hoy no es la obra, sino la inoperosidad, y si ésta, sin embargo, sólo puede ser atestiguada con respecto a una obra, entonces el acceso a una figura diferente de la política no puede tomar la forma de un «poder constituyente», sino la de algo que podemos llamar provisionalmente «potencia destituyente». Y si el poder constituyente corresponde a revoluciones, sublevaciones y nuevas constituciones, es decir, a una violencia que instaura y constituye el nuevo derecho, para la potencia destituyente es necesario pensar estrategias completamente diferentes, cuya definición es la tarea de la política que viene. Un poder que sólo ha sido derrocado por una violencia constituyente resurgirá de otra forma, en la incesante, inagotable, desoladora dialéctica entre poder constituyente y poder constituido, violencia que instaura el derecho y violencia que lo conserva.
La paradoja del poder constituyente es, en efecto, que aunque los juristas subrayan más o menos decididamente su heterogeneidad, sigue siendo inseparable del poder constituido, con el que forma un sistema. Así, por un lado, se afirma que el poder constituyente se sitúa fuera del Estado, existe sin él y sigue permaneciendo fuera del Estado incluso después de su constitución, mientras que el poder constituido que deriva de él no existe más que en el Estado; pero, por otro lado, este poder originario e ilimitado —que podría, como tal, amenazar la estabilidad del ordenamiento— acaba necesariamente por ser confiscado y capturado en el poder constituido al que dio origen y no sobrevive en él más que como poder de revisión de la constitución. Incluso Sieyès, quizás el teórico más intransigente de la trascendencia del poder constituyente, debe, al final, limitar drásticamente su omnipotencia, no dejándole otra existencia que la sombría de un Jury constitutionnaire, encargado de enmendar, según procedimientos estrictamente establecidos, el texto de la constitución.
Aquí parecen repetirse de forma secularizada las paradojas con las que los teólogos habían tenido que lidiar en relación con el problema de la omnipotencia divina. En efecto, esto implicaba que Dios podía hacer cualquier cosa, incluso destruir el mundo que había creado o anular o subvertir las leyes providenciales con las que había querido dirigir a la humanidad hacia la salvación. Para frenar estas consecuencias escandalosas de la omnipotencia divina, los teólogos distinguieron entre potencia absoluta y potencia ordenada: de potentia absoluta, Dios puede hacer cualquier cosa; pero, de potentia ordinata, es decir, una vez que ha querido algo, su potencia es por eso mismo limitada.
Así como la potencia absoluta no es, en realidad, más que el presupuesto de la potencia ordenada, que ésta necesita para garantizar su validez incondicionada, puede decirse que el poder constituyente es lo que el poder constituido debe presuponer para darse un fundamento y legitimarse. Según el esquema que tantas veces hemos descrito, el poder constituyente es aquella figura del poder en la que una potencia destituyente es capturada y neutralizada, a fin de asegurar que no pueda volverse contra el poder o el orden jurídico como tal, sino sólo contra una determinada figura histórica del mismo.

 

6. Por eso, en el capítulo 3 de la primera parte de Homo sacer I, se afirmaba que la relación entre poder constituyente y poder constituido es tan compleja como la que Aristóteles instituye entre potencia y acto, y se intentaba clarificar la relación entre ambos términos como una relación de bando o abandono. El problema del poder constituyente muestra aquí sus irreductibles implicaciones ontológicas. Potencia y acto no son sino los dos aspectos del proceso de autoconstitución soberana del ser, en el que el acto se presupone a sí mismo como potencia y ésta se mantiene en relación con aquél a través de su propia suspensión, de su propio poder no pasar al acto, y, por otra parte, el acto no es sino una conservación y una «salvación» (soteria) —en otras palabras, una Aufhebung— de la potencia.

 

A la estructura de la potencia, que se mantiene en relación con el acto precisamente por su poder no ser, corresponde la del bando soberano, que se aplica a la excepción desaplicándose a sí misma. La potencia (en su doble aspecto de potencia y potencia de no) es el modo a través del cual el ser se funda soberanamente, es decir, sin nada que lo preceda y determine salvo su propio poder no ser. Y soberano es aquel acto que se realiza simplemente quitando su propia potencia de no ser, dejándola ser, dándose a sí. (Agamben, p. 53)

 

De ahí la dificultad de pensar una potencia puramente destituyente, es decir, íntegramente desligada de la relación soberana de bando que la liga al poder constituido. El bando aparece aquí como la forma-límite de la relación, en la que el ser se funda manteniéndose en relación con un irrelacionado, que no es, en realidad, más que una presuposición de sí mismo. Y si el ser no es sino el ser «a-bandono» —es decir, abandonado a sí mismo— de lo ente, entonces incluso categorías como el «dejar-ser», a través de la cual Heidegger pretendía salir de la diferencia ontológica, permanecen dentro de la relación de bando.
Por eso, el capítulo podría cerrarse enunciando el proyecto de una ontología y una política desligadas de toda figura de la relación, incluso de esa forma-límite de la relación que es el bando soberano:

 

Habría que pensar la existencia de la potencia sin ninguna relación con el ser en acto —ni siquiera en la forma extrema del bando y de la potencia de no ser— y el acto ya no como cumplimiento y manifestación de la potencia —ni siquiera en la forma del don de sí y del dejar ser—. Esto implicaría, sin embargo, nada menos que pensar la ontología y la política más allá de cualquier figura de la relación, incluso de esa relación-límite que es el bando soberano. (Ibid., p. 54)

 

Sólo en este contexto sería posible pensar una potencia puramente destituyente, es decir, que nunca se resuelve en un poder constituido.

 

א Es en la secreta solidaridad entre la violencia que funda el derecho y la violencia que lo conserva en lo que Benjamin pensaba en su ensayo Para una crítica de la violencia, tratando de definir una forma de violencia que escapara a esta dialéctica: «Una nueva época histórica se funda en la interrupción de este ciclo que tiene lugar dentro de las formas míticas del derecho, en la destitución [Entsetzung] del derecho junto con los poderes en los que se apoya (como éstos se apoyan en él), es decir, en definitiva, en la destitución de la violencia estatal» (Benjamin, p. 202). Sólo un poder que se ha vuelto inoperoso y ha sido depuesto mediante una violencia que no pretende fundar un nuevo derecho queda plenamente neutralizado. Benjamin identificaba esta violencia —o, según el doble sentido del término alemán Gewalt, «poder destituyente»— en la huelga general proletaria, que Sorel oponía a la meramente política. Mientras que la suspensión del trabajo en la huelga política es violenta, «porque provoca [veranlasst, “ocasiona”, “induce”] sólo una modificación extrínseca de las condiciones de trabajo, la otra, como medio puro, carece de violencia» (ibid., p. 194). No implica, en efecto, la reanudación del trabajo «tras concesiones extrínsecas y alguna modificación de las condiciones de trabajo», sino la decisión de reanudar un trabajo sólo íntegramente transformado y no impuesto por el Estado, es decir, una «subversión que este tipo de huelga no tanto provoca [veranlant] como realiza [vollzieht]» (id.). En la diferencia entre veranlassen, «inducir, provocar», y vollziehen, «cumplir, realizar», se expresa la oposición entre el poder constituyente, que siempre destruye y recrea nuevas formas del derecho, sin destituirlo nunca definitivamente, y la violencia destituyente, que, en la medida en que depone el derecho de una vez por todas, inaugura inmediatamente una nueva realidad. «De ello se desprende que la primera de estas operaciones hace existir el derecho, mientras que la segunda es anárquica» (id.).
Al principio del ensayo, Benjamin define la violencia pura mediante una crítica de la relación preconcebida entre medios y fines. Mientras que la violencia jurídica es siempre un medio —legítimo o ilegítimo— en relación con un fin —justo o injusto—, el criterio de la violencia pura o divina no hay que buscarlo en su relación con un fin, sino en «una distinción en la esfera de los medios, sin referencia a los fines que persiguen» (ibid., p. 179).
Se trata aquí de la idea misma de instrumentalidad que, partiendo del concepto escolástico de «causa instrumental», hemos visto caracterizar la concepción moderna del uso y la esfera de la técnica. Mientras que éstas se definían por un instrumento que sólo aparece como tal en la medida en que se incorpora a la finalidad del agente principal, Benjamin tiene aquí en mente un «medio puro», es decir, un medio que sólo se muestra como tal en la medida en que se emancipa de toda relación con un fin. La violencia como medio puro nunca es un medio en relación con un fin: sólo se hace patente como exposición y destitución de la relación entre violencia y derecho, entre medio y fin.

 

7. En el parágrafo 2.8 de la segunda parte de esta investigación se mencionó una crítica al concepto de relación, a propósito del teorema agustiniano: «toda esencia que se dice de modo relativo, es también algo exceptuado lo relativo» (omnis essentia quae relative dicitur, est etiam aliquid excepto relativo). Se trataba, para Agustín, de pensar la relación entre unidad y trinidad en Dios, es decir, de salvar la unidad de la esencia divina sin negar su articulación en tres personas. Hemos mostrado que Agustín resuelve este problema excluyendo y al mismo tiempo incluyendo la relación en el ser y el ser en la relación. La fórmula excepto relativo debe ser leída aquí según la lógica de la excepción: lo relativo es a la vez excluido e incluido en el ser, en el sentido de que la trinidad de las personas es capturada en la esencia-potencia de Dios, de tal modo que permanece, sin embargo, distinta de aquélla. En palabras de Agustín, la esencia, que está y se dice en la relación, es algo que está fuera de la relación. Pero esto significa, según la estructura de la excepción soberana que hemos definido, que el ser es un presupuesto de la relación.
Podemos entonces definir la relación como aquello que constituye sus elementos presuponiéndolos, en conjunto, como irrelacionados. La relación deja así de ser una categoría entre otras y adquiere un rango ontológico especial. Tanto en el dispositivo aristotélico potencia-acto, esencia-existencia, como en la teología trinitaria, la relación es inherente al ser según una ambigüedad constitutiva: el ser precede a la relación y existe fuera de ella, pero siempre ya está constituido a través de la relación e incluido en ella como su presupuesto.

 

8. Es en la doctrina scotiana del ser formal donde el rango ontológico de la relación encuentra su expresión más coherente. Por una parte, retoma el axioma agustiniano y lo precisa en la forma omne enim quod dicitur ad aliquid est aliquid praeter relationem («lo que se dice con respecto a algo es algo fuera de la relación»: Op. Ox., I, d. 5, q. I, n. 18, p. 18; cf. Beckmann, p. 206). La corrección muestra que para Escoto se trata del problema de la relación como tal: si, como escribe, «la relación no está incluida en el concepto de lo absoluto» (id.), se sigue que es lo absoluto lo que está siempre ya incluido en el concepto de relación. Con una aparente inversión del teorema agustiniano, que saca a la luz la implicación que en él permanecía oculta, puede por tanto escribir que omne relativum est aliquid excepta relatione («todo relativo es algo con excepción de la relación»: ibid., p. 207).
Lo decisivo, en todo caso, es que para Escoto la relación implica una ontología, es una forma particular de ser, que él define con una fórmula que tendrá su fortuna en el pensamiento medieval, como ens debilissimum: «entre todos los entes, la relación es un ser extremadamente débil, porque es sólo el modo de ser de dos entes uno respecto del otro» (relatio inter omnia entia est ens debilissimum, cum sit sola habitudo duorum: Super praed., q. 25, n. 10). Pero esta forma ínfima del ser —que, como tal, es difícil de conocer (ita minime cognoscibile in se: id.)— desempeña en realidad una función constitutiva en el pensamiento de Scoto —y, continuando a partir de él, en la historia de la filosofía hasta Kant—, porque coincide con la prestación específica de su genio filosófico, la definición de la distinción formal y el estatuto de lo trascendental.
En la distinción formal, por tanto, Escoto pensó el ser del lenguaje, que no puede ser realiter distinto de la cosa que nombra, pues de lo contrario no podría manifestarla y darla a conocer, sino que debe tener alguna consistencia propia, pues de lo contrario se confundiría con la cosa. Lo que difiere de la cosa no realiter, sino formaliter es su tener nombre — lo trascendental es el lenguaje.

 

9. Si la relación tiene un estatuto ontológico privilegiado, es porque en ella viene a expresarse la propia estructura presuponente del lenguaje. Lo que afirma el teorema de Agustín es, en efecto: «todo lo que se dice entra en una relación y, por tanto, es también otra cosa antes y fuera de la relación (es, pues, un irrelacionado presupuesto)». La relación fundamental —la relación onto-lógica— discurre entre el ente y el lenguaje, entre el ser y su ser dicho o nombrado. El logos es esta relación, en la que lo ente y su ser dicho son a la vez idénticos y diferentes, remotos e indisociables.
Pensar una potencia puramente destituyente significa en este sentido interrogar y revocar en su cuestionamiento el estatuto mismo de la relación, manteniéndose abiertos a la posibilidad de que la relación ontológica no sea, en verdad, una relación. Esto significa enfrentarse en un decisivo cuerpo a cuerpo con ese ser extremadamente débil que es el lenguaje. Pero precisamente porque su estatuto ontológico es débil, el lenguaje, como había intuido Scoto, es extremadamente difícil de conocer y de aprehender. La fuerza casi invencible del lenguaje reside en su debilidad, en que permanece impensado y no-dicho en lo que dice y en aquello de lo cual se dice.
Por eso la filosofía nace en Platón precisamente como un intento de medirse con los logoi y, como tal, tiene inmediatamente y desde el principio un carácter político. Y por eso, cuando, con Kant, lo trascendental deja de ser aquello con lo que el pensamiento debe medirse sin cesar y se convierte, en cambio, en la fortaleza en la que se atrinchera, entonces la filosofía extravía definitivamente su relación con el ser y la política entra en una crisis decisiva. Sólo se abrirá una nueva dimensión para la política cuando los hombres —los seres que tienen el logos en la misma medida en que son poseídos por él— se hayan medido con esta potencia extremadamente débil que los determina y los envuelve tenazmente en una errancia —la historia— que parece interminable. Sólo entonces —pero este «entonces» no es futuro, sino que está siempre en curso— será posible pensar la política fuera de cualquier figura de la relación.

 

10. Así como la tradición de la metafísica siempre ha pensado lo humano en la forma de una articulación entre dos elementos (naturaleza y logos, cuerpo y alma, animalidad y humanidad), la filosofía política occidental siempre ha pensado lo político en la figura de la relación entre dos figuras que se trataba de enlazar: la nuda vida y el poder, la casa y la ciudad, la violencia y el orden instituido, la anomia (la anarquía) y la ley, la multitud y el pueblo. En la perspectiva de nuestra investigación, debemos en cambio tratar de pensar lo humano y lo político como lo que resulta de la desconexión de estos elementos e investigar no el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de su disyunción.
Se trata de la definición de la relación como aquello que constituye sus elementos presuponiéndolos, juntos, como irrelacionados. Así, por ejemplo, en las parejas viviente/lenguaje, poder constituyente/poder constituido, nuda vida/derecho, es evidente que los dos elementos se definen y se constituyen mutuamente a través de su relación opositiva y, como tales, no pueden preexistir a ella; y, sin embargo, la relación que los une los presupone como irrelacionados. Lo que hemos definido en el curso de nuestra investigación como bando es el vínculo, a la vez atractivo y repulsivo, que liga los dos polos de la excepción soberana.
Llamamos destituyente a una potencia capaz de deponer en cada ocasión las relaciones ontológico-políticas para hacer aparecer entre sus elementos un contacto (en el sentido de Colli, cf. más arriba, pp. 1242). El contacto no es ni un punto de tangencia ni un quid o sustancia en el que los dos elementos se comunican: sólo se define por una ausencia de representación, sólo por una cesura. Donde una relación es destituida e interrumpida, sus elementos estarán en este sentido en contacto, porque se exhibe entre ellos la ausencia de toda relación. Así, en el punto en que una potencia destituyente exhibe la nulidad del vínculo que pretendía mantenerlos unidos, nuda vida y poder soberano, anomia y nomos, poder constituyente y poder constituido se muestran en contacto sin relación alguna; pero, por la misma razón, lo que había sido dividido de sí mismo y capturado en la excepción —la vida, la anomia, la potencia anárquica— aparece ahora en su forma libre y sin libaciones.

 

11. La proximidad entre potencia destituyente y lo que, en el curso de la investigación, hemos denominado con el término «inoperosidad» se muestra aquí claramente. De lo que se trata en ambos casos es de la capacidad de desactivar y volver inoperante algo —un poder, una función, una operación humana— sin destruirlo simplemente, sino liberando las potencialidades que habían quedado sin ser llevadas a cabo para permitir así un uso diferente.
Un ejemplo de una estrategia destituyente que no es ni destructiva ni constituyente es la de Pablo ante la ley. Pablo expresa la relación entre el mesías y la ley con el verbo katargein, que significa «volver inoperante» (argós), «desactivar» (el Thesaurus de Estienne lo traduce por reddo aergón et inefficacem, facio cessare ab opere suo, tolto, aboleo). Así, Pablo puede escribir que el mesías «volverá inoperante [katargése(i)] todo poder, toda autoridad y toda potencia» (1Cor 15; 24) y, al mismo tiempo, que «el mesías es el telos [es decir, fin y cumplimiento] de la ley» (Rom 10, 4): inoperatividad y cumplimiento coinciden aquí perfectamente. En otro pasaje, dice de los creyentes que han sido «vueltos inoperosos [katergéthemen] respecto a la ley» (Rom 7, 6). Las traducciones actuales de este verbo con «destruir, anular» no son correctas (la Vulgata lo traduce más cautelosamente con evacuari), sobre todo porque Pablo en un famoso pasaje afirma que quiere «mantener firme la ley» (nomon histánomen: ibid., 3, 31). Lutero, con una intuición cuyo alcance no debió escapar a Hegel, traduce katargein con aufheben, es decir, con un verbo que significa tanto «abolir» como «conservar».
En cualquier caso, es cierto que para Pablo no se trata de destruir la ley, que es «santa y justa», sino de desactivar su acción con respecto al pecado, porque es a través de la ley que los hombres conocen el pecado y el deseo: «No habría conocido el deseo, si la ley no hubiera dicho: “no codicies”; tomando impulso del mandamiento, el pecado ha hecho operativo [kateirgásato, “ha activado”] en mí todo deseo» (ibid., 7, 8).
Es esta operatividad de la ley la que la fe mesiánica neutraliza y hace inoperante, sin por ello abolir la ley. La ley que se «mantiene firme» es una ley destituida de su poder de mando, es decir, ya no es una ley de mandatos y obras (nomos ton entolon: Ef 2, 15; ton ergon: Rom 3, 27), sino de fe (nomos pisteos: id.). Y la fe no es esencialmente una obra, sino una experiencia de la palabra («fe por el oír y oír por la palabra»: ibid., 10, 17).
Así pues, el mesías funciona en Pablo como una potencia destituyente de las mitzvot que definen la identidad judía, sin constituir por ello otra identidad. El mesiánico (Pablo no conoce el término «cristiano») no representa una identidad nueva y más universal, sino una cesura que atraviesa todas las identidades, tanto la del judío como la del gentil. El «judío según el espíritu» y el «gentil según la carne» no definen una identidad ulterior, sino sólo la imposibilidad de cualquier identidad de coincidir consigo misma — es decir, su destitución como identidad: judío como no judío, gentil como no gentil. (De manera similar, según este paradigma, podría pensarse en una destitución del dispositivo de la ciudadanía).
Coherente con estas premisas, Pablo, en un pasaje decisivo de ICor 7, define la forma de vida del cristiano mediante la fórmula hos me («como no»):

 

Esto, pues, digo, hermanos: el tiempo se contrae. El resto es para que los que tienen mujer sean como no teniendo, y los que lloran como no llorando, y los que tienen gozo como no gozando, y los que compran como no poseyendo, y los que usan del mundo como no abusando. Porque la figura de este mundo pasa. (1Cor 7, 29-31)

 

El «como no» es una deposición sin abdicación. Vivir en la forma del «como no» significa destituir toda propiedad jurídica y social, sin que esta deposición funde una nueva identidad. Una forma-de-vida es, en este sentido, la que depone sin cesar las condiciones sociales en las que se vive, sin negarlas, sino simplemente usándolas. Si, escribe Pablo, en el momento de la llamada estabas en la condición de esclavo, no te preocupes por ello: pero si también puedes llegar a ser libre, haz uso (chrésai) más bien de tu condición de esclavo (ibid., 7, 21). «Hacer uso» nombra aquí el poder deponente de la forma de vida del cristiano, que destituye «la figura de este mundo» (to schema tou kósmou toútou).

 

12. Es este poder destituyente el que tanto la tradición anarquista como el pensamiento del siglo XX han intentado definir sin conseguirlo nunca realmente. La destrucción de la tradición en Heidegger, la deconstrucción del arché y la fractura de las hegemonías en Schürmann, lo que, siguiendo los pasos de Foucault, he llamado «arqueología filosófica», son todos intentos pertinentes pero insuficientes de remontarse a un a priori histórico para destituirlo. Pero gran parte de la práctica de las vanguardias artísticas y de los movimientos políticos de nuestro tiempo también puede verse como el intento —a menudo miserablemente fallido— de llevar a cabo una destitución de la obra, que en su lugar ha acabado recreando en cada lugar los dispositivos museísticos y los poderes que pretendía deponer y que ahora parecen tanto más opresivos cuanto que ahora carecen de toda legitimidad.
Benjamin escribió una vez que no hay nada más anárquico que el orden burgués. En el mismo sentido, Pasolini hace decir a uno de los jerarcas de Salò que la verdadera anarquía es la del poder. Si esto es cierto, se comprende entonces por qué el pensamiento que intenta pensar la anarquía —en su doble acepción de «origen» y «mando», principium y princeps— queda preso en interminables aporías y contradicciones. Puesto que el poder se constituye a través de la exclusión inclusiva (la ex-ceptio) de la anarquía, la única posibilidad de pensar una verdadera anarquía coincide con la lúcida exposición de la anarquía interna al poder. La anarquía es lo que se vuelve pensable sólo en el punto en que captamos y destituimos la anarquía del poder. Lo mismo se aplica a cualquier intento de pensar la anomia: sólo se vuelve accesible a través de la exposición y la deposición de la anomia que el derecho ha capturado dentro de sí en el estado de excepción. Esto también es cierto para el pensamiento que busca pensar lo irrepresentable —el demos— que ha sido capturado en el dispositivo representativo de las democracias modernas: sólo la exposición de la a-demia interior a la democracia permite que aparezca el pueblo ausente al que pretende representar.
En todos estos casos, la destitución coincide sin residuo con la constitución, la posición no tiene más consistencia que en la deposición.

 

א El término arché significa en griego tanto «origen» como «mando». A este doble significado del término corresponde el hecho de que, tanto en nuestra tradición filosófica como en aquella religiosa, el origen, lo que da inicio y existencia, no es sólo un exordio, que desaparece y deja de actuar en aquello a lo que dio vida, sino que es también lo que manda y gobierna su crecimiento, desarrollo, circulación y transmisión — en una palabra, su historia.
En un importante libro, El principio de anarquía (1982), Reiner Schürmann intentó deconstruir este dispositivo a partir de una interpretación del pensamiento de Heidegger. Así, distingue en el último Heidegger entre el ser como puro venir a la presencia y el ser como principio de las economías histórico-epocales. A diferencia de Proudhon y Bakunin, que se limitaron a «desplazar el origen», sustituyendo el principio de autoridad por un principio racional, Heidegger habría pensado en un principio anárquico, en el que el origen como venir a la presencia se emancipa de la máquina de las economías epocales y ya no gobierna el devenir histórico. La limitación de la interpretación de Schürmann aparece claramente en el mismo sintagma deliberadamente paradójico que da título al libro: el «principio de anarquía». No basta con separar origen y mando, principium y princeps: como hemos mostrado en El Reino y la Gloria, un Rey que reina pero no gobierna no es más que uno de los dos polos del dispositivo gubernamental, y jugar un polo contra el otro no basta para detener su funcionamiento. La anarquía nunca puede estar en una posición de principio: sólo puede liberarse como un contacto, donde tanto el arché como origen como el arché como mando quedan expuestos en su no relación y neutralizados.

 

13. En el dispositivo potencia/acto, Aristóteles ha reunido en una relación dos elementos irreconciliables: lo contingente —que puede ser y no ser— y lo necesario —que no puede no ser—. Según el mecanismo de la relación que hemos definido, piensa la potencia como existente en sí misma, en forma de potencia de no o impotencia (adynamia) y el acto como ontológicamente superior y anterior a la potencia. La paradoja —y, al mismo tiempo, la fuerza— del dispositivo es que, si se toma al pie de la letra, la potencia nunca puede pasar al acto y el acto anticipa ya siempre su propia posibilidad. Por eso Aristóteles debe pensar la potencia como una hexis, un «hábito», algo que se «tiene» y el paso al acto como un acto de voluntad.
Tanto más compleja es la desactivación del dispositivo. Lo que desactiva la operosidad es ciertamente una experiencia de la potencia, pero de una potencia que, en la medida en que mantiene firme su propia impotencia o potencia de no, se expone a sí misma en su no-relación con el acto. Poeta no es alguien que posee una potencia de hacer y, en un momento dado, decide ponerla en acto. Tener una potencia significa en realidad: estar a merced de la propia impotencia. En esta experiencia poética, potencia y acto ya no están en relación, sino inmediatamente en contacto. Dante expresa esta especial proximidad de potencia y acto cuando escribe, en el De monarchia (I, 4), que toda la potencia de la multitud se encuentra sub actu, «de lo contrario se daría una potencia separada, lo cual es imposible». Sub actu significa aquí, según uno de los posibles significados de la preposición sub, la coincidencia inmediata en el tiempo y en el espacio (como en sub manu, inmediatamente al alcance de la mano, o sub die, inmediatamente, en el día mismo).
En el punto en el que el dispositivo queda así desactivado, la potencia se convierte en una forma-de-vida, y una forma-de-vida es constitutivamente destituyente.

 

א Los gramáticos latinos llamaban deponentes (depositiva o, también, absolutiva o supina) a aquellos verbos que, de forma similar a los verbos medios (que, siguiendo los pasos de Benveniste, analizamos en busca del paradigma de una ontología diferente), no se puede decir que sean propiamente activos ni pasivos: sedeo, sudo, dormio, iaceo, algeo, sitio, esurio, gaudeo. ¿Qué «deponen» los verbos medios o deponentes? No expresan una operación, sino que la deponen, la neutralizan, la vuelven inoperosa y, de este modo, la exponen. El sujeto no es simplemente, en palabras de Benveniste, interno al proceso, sino que, habiendo depuesto su acción, se ha expuesto junto con ella. En la forma-de-vida, actividad y pasividad coinciden. Así, en el tema iconográfico de la deposición —por ejemplo, en la deposición de Tiziano en el Museo del Louvre—, Cristo ha depuesto por completo la gloria y la realeza que, en cierto modo, aún le concernían en la cruz y, sin embargo, precisamente y sólo así, cuando ya está más allá de la pasión y de la acción, la destitución consumada de su realeza inaugura la nueva era de la humanidad redimida.

 

14. Todos los seres vivos tienen una forma de vida, pero no todos son (o no siempre son) una forma-de-vida. En el momento en que la forma-de-vida se constituye, destituye y vuelve inoperosas todas las formas de vida individuales. Sólo viviendo una vida se constituye una forma-de-vida, como la inoperosidad inmanente a toda vida. La constitución de una forma-de-vida coincide, por tanto, íntegramente con la destitución de las condiciones sociales y biológicas en las que se encuentra arrojada. La forma-de-vida es, en este sentido, la revocación de todas las vocaciones facticias, a las que depone y pone en tensión desde dentro en el gesto mismo en que se mantiene y mora en ellas. No se trata de pensar una forma de vida mejor o más auténtica, un principio superior o un más allá, que sobreviene a las formas de vida y a las vocaciones facticias para revocarlas y volverlas inoperosas. La inoperosidad no es otra obra que sobreviene a las obras para desactivarlas y deponerlas: coincide íntegra y constitutivamente con su destitución, con vivir una vida.
Se comprende, entonces, la función esencial que la tradición de la filosofía occidental ha asignado a la vida contemplativa y a la inoperosidad: la forma-de-vida, la vida propiamente humana es aquella que, al volver inoperosas las obras y las funciones específicas del ser vivo, las hace, por así decirlo, girar en el vacío y, de este modo, las abre a posibilidades. Contemplación e inoperosidad son, en este sentido, los operadores metafísicos de la antropogénesis, que, al liberar al viviente hombre de todo destino biológico o social y de toda tarea predeterminada, lo vuelven disponible para esa particular ausencia de obra que acostumbramos a llamar «política» y «arte». Política y arte no son tareas ni simples «obras»: más bien, nombran la dimensión en la que las operaciones lingüísticas y corporales, materiales e inmateriales, biológicas y sociales son desactivadas y contempladas como tales para liberar la inoperosidad que en ellas se encierra. Y en esto consiste el mayor bien que, según el filósofo, puede esperar el hombre: «una alegría surgida de que el hombre se contempla a sí mismo y su potencia de actuar».

 

א Al menos hasta la modernidad, la tradición política de Occidente siempre ha intentado mantener en funcionamiento dos poderes heterogéneos en todo sistema constituido, que se limitaban mutuamente de algún modo. Ejemplos de ello son la dualidad de auctoritas y potestas en Roma, la de poder espiritual y poder temporal en la Edad Media, y la de derecho natural y derecho positivo hasta el siglo XVIII. Estos dos poderes podían actuar como una limitación recíproca porque eran completamente heterogéneos: el senado, a quien correspondía la auctoritas en Roma, carecía del imperium que correspondía al pueblo y a sus magistrados supremos; el papa no tenía la espada temporal, que seguía siendo privilegio exclusivo de los soberanos; el derecho natural no escrito procedía de una fuente distinta de las leyes escritas de la ciudad. Si ya en Roma, a partir de Augusto, que había hecho coincidir los dos poderes en su persona, y durante la Edad Media, con las luchas entre el papa y el emperador, uno de los poderes había intentado eliminar al otro, las democracias y los Estados totalitarios modernos han introducido de diferentes maneras un principio único del poder político, que se convierte, de este modo, en ilimitado. Ya se base en última instancia en la soberanía popular, en principios étnicos y raciales o en el carisma personal, el derecho positivo ya no conoce límites. El mantenimiento, en las democracias, del poder constituyente en forma de poder de revisión y el control de la constitucionalidad de las leyes por un tribunal especial son, de hecho, internos al sistema y, en última instancia, de naturaleza procesal.
Imaginemos ahora —lo que no es el propósito de este libro— traducir de algún modo en acto la acción de una potencia destituyente en un sistema político constituido. Habría que pensar un elemento que, permaneciendo heterogéneo al sistema, tuviera la capacidad de destituir, suspender y volver inoperantes sus decisiones. Algo así tenía en mente Platón cuando, al final de Las Leyes, menciona como salvaguardia (phylaké) de la ciudad un «consejo nocturno» (nykterinós sýllogos), que no es, sin embargo, una institución en sentido técnico, porque, como señala Sócrates, «no es posible establecer leyes en torno a él antes de que se haya ordenado [prin àn kosmethe(i)] […] a través de un largo estar juntos [metá synousias polles]» (Ley. 968c). Mientras que el Estado moderno pretende incluir en su interior a través del estado de excepción el elemento anárquico y anómico del que no puede prescindir, se trata en cambio de exhibir su radical heterogeneidad para dejarlo actuar como potencia puramente destituyente.

 

Bibliografía

 

Giorgio Agamben, Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Turín, Einaudi, 1995.
Jan Peter Beckmann, Die Relationen der Identität und Gleichheit nach Johannes Duns Scotus, Bonn, Bouvier, 1967.
Walter Benjamin, «Zur Kritik der Gewalt», en id., Gesammelte Schriften, Bd. II, 1, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1977, pp. 179-204.
Giorgio Colli, La ragione errabonda. Quaderni postumi, Milán, Adelphi, 1982.

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