La nueva estructura estatal se caracteriza por el hecho de que la unidad política del pueblo, y con ello el sistema general de su vida pública, se refleja en tres series que pertenecen a órdenes distintos. Las tres series no se sitúan de frente, sobre el mismo rango, pero una de ellas, o sea el Movimiento que se encarga del Estado y del Pueblo, penetra y conduce las otras dos.
Carl Schmitt, Estado, Movimiento, Pueblo (1933)
Como cada fin de semana desde hace casi un mes, se especula sobre el estado del «movimiento contra la ley El Khomri» – medios de comunicación, sindicalistas, militantes y esperanzados de todos los géneros quieren creer que esta vez lo hemos alcanzado: después de las manifestaciones «históricas» del 31 de marzo, que habrían visto una duplicación de los efectivos de los cortejos del 19 de marzo y ahora las asambleas de «Nuit debout», el movimiento al que dirigían sus expectativas, pero que no acababa nunca de empezar, finalmente nació. Tal vez si se ensañan tanto en poner el nombre de «movimiento» a lo que está sucediendo ahora en Francia, es que se trata aquí, en realidad, de algo inédito. Porque un «movimiento» en Francia es, precisamente, aquello que se sabe gestionar, es decir, vencer. Las organizaciones, los gobiernos y los medios de comunicación, desde hace lustros en que los movimientos no conducen a ninguna conmoción de amplitud, se han convertido en maestros en el arte de conjurar la amenaza que todo acontecimiento callejero lleva consigo: que la situación devenga ingobernable. Es necesario no olvidar jamás que el actual Primer Ministro no se volvió tal en virtud de la licenciatura de historia que obtuvo en la década de 1980 en Tolbiac, sino porque se adiestró como sindicalista en la Union Nationale des Étudiants de France (la UNEF). En ese momento, se acompañaba de Alain Bauer o Stéphane Fouks, una de las bestias negras del Colectivo Autónomo de Tolbiac (el CAT), y viceversa.
Un «movimiento», para todo el personal de encuadramiento al que se reduce esta sociedad, es algo tranquilizador. Cuenta con un objeto, unas reivindicaciones, un marco, por lo tanto unos portavoces con licencia y unas negociaciones posibles. Sobre esta base, nunca resulta difícil hacer una partición entre el «movimiento» y aquellos que «desbordan» su marco, hacer un llamado al orden hacia sus elementos más determinados, su fracción más consecuente. Se los calificará oportunamente de «vándalos», «rompevidrios» «autónomos» o «nihilistas», cuando está clarísimo que los que están ahí para romper las dinámicas son justamente los nihilistas que no ven en el movimiento más que un trampolín para sus futuros puestos ministeriales – todos los Valls, Dray y otros Julliards. Cortar un «movimiento» de su punta más «violenta» es siempre una forma de emascularlo, de volverlo inofensivo y a final de cuentas de mantenerlo bajo control. Los movimientos están efectivamente hechos para morir, incluso cuando son victoriosos. La lucha contra el CPE es un caso de manual para esto. Al gobierno le basta con una retirada táctica para que se derrumbe el suelo debajo de los pies de los que se han puesto en marcha. Algunos artículos en los periódicos y algunos reportajes televisivos contra los «extremistas» bastan completamente para arrebatar a aquello que hasta ayer lo podía todo la legitimación social en la que se habían apoyado hasta entonces las maniobras más audaces. Una vez que estos últimos se vean aislados, los procedimientos policiales y después judiciales más o menos inmediatos llegan oportunamente para drenar el mar del «movimiento». La forma-movimiento es un instrumento en las manos de aquellos que se proponen gobernar lo social, y nada más. El nerviosismo extremo de los servicios de orden, en particular de la CGT, de la BAC y de los antimotines durante las manifestaciones de las últimas semanas es el signo que delata su voluntad desesperada de hacer entrar en la forma-movimiento lo que se ha puesto en marcha, y que se les escapa por todas partes.
Ahora todo el mundo está de acuerdo en decirlo: la ley Trabajo no es más que «la gota que derramó el vaso», lo que se expresa en las calles, en los lemas o en los enfrentamientos es un «hartazgo general», etc. Lo que está pasando es que ya no soportamos ser gobernados por esa gente ni tampoco de esta manera; e incluso tal vez, frente al fracaso tan flagrante de esta sociedad en todos los dominios, de ningún modo seguimos soportando ser gobernados. Es algo que se ha vuelto epidérmico y epidémico, ya que de manera cada vez más clara se trata de una cuestión de vida o muerte. Estamos hartos de política; cada una de sus manifestaciones se ha vuelto obscena porque es obscena esta manera de agitarse de una manera tan impotente en una situación tan extrema en todos los sentidos.
Dicho esto, nos faltan palabras para designar lo que se está despertando en Francia en este momento. Si no es un «movimiento», ¿entonces qué es? Nosotros diremos que se trata de una «meseta». Antes de que Deleuze y Guattari la retomaran para ponerla en el titulo de su mejor trabajo, Mil mesetas, esta noción fue elaborada por el antropólogo y cibernético Gregory Bateson. Estudiando en los años 1930 el ethos balinés, Bateson se impresionó de esta singularidad: mientras los occidentales, ya sea en la guerra o en el amor, aprecian más las intensidades exponenciales, las interacciones acumulativas, las excitaciones crecientes que alcanzan un punto culminante –orgasmo o guerra total– seguido por una descarga de tensión, social, sexual o afectiva, los balineses, por su cuenta, ya sea en la música, en el teatro, en las discusiones, en el amor o en el conflicto, huyen de esta carrera al paroxismo; privilegian regímenes de intensidades continuas, variables, que duran, se metamorfosean, evolucionan, en una palabra: devienen. Bateson vincula esto a una práctica singular de las madres balinesas: «la madre inicia con su bebé una especie de amorío, jugando con su pene, o bien estimulándole de alguna otra manera a que realice una actividad de interacción. El niño, por tanto, se encuentra excitado por este juego y, por un corto tiempo, se produce en él una interacción acumulativa. Pero justo en el momento en que el bebé, acercándose a una especie de orgasmo, se lanza al cuello de la madre, esta última se gira. En este punto el bebé arranca como alternativa una interacción acumulativa que se traduce en un acceso de cólera. La madre desempeña ahora el papel del espectador que disfruta de la cólera del niño; o si él la ataca, ella lo repele sin mostrar ira» (Hacia una ecología de la mente). Así la madre balinesa enseña a su progenitura la fuga de las intensidades paroxísticas. La fase política en la cual estamos entrando políticamente en Francia en este momento es –por lo menos hasta las ridículas elecciones presidenciales, las cuales no es tan seguro, esta vez, que nos consigan imponer–, no una fase orgásmica de «movimiento» a la que sigue una desbandada necesaria, sino una fase de meseta: «una región continua de intensidades, que vibra sobre sí misma, y que se desarrolla evitando cualquier orientación a un punto culminante o hacia un fin exterior» (Deleuze-Guattari, Mil mesetas). El nivel de descrédito del aparato gubernamental es tal que ahora encontrará en su camino, en cada una de sus manifestaciones, una determinación constante, proveniente de todas partes, de abatirlo.
La cuestión no es por tanto la vieja cancioncilla trotskista de la «convergencia de luchas» –luchas que por otro lado son tan débiles en el presente que incluso haciéndolas converger no se llegaría a nada serio, además de perder, en la habitual reducción política, la riqueza propia a cada una de ellas–, sino más bien la de la actualización práctica del descrédito general de la política en cada ocasión, es decir, de las libertades cada vez más audaces que vamos a tomar con respecto al aparato gubernamental democrático. Lo que está en juego no es por tanto, en ningún caso, una unificación del movimiento, ni siquiera a través de una asamblea general del género humano, sino el cruce de umbrales, unos desplazamientos, unos agenciamientos, unas metamorfosis, unas puestas en contacto entre puntos distantes de intensidad política. Es evidente que la proximidad con la ZAD produce sus efectos en el «movimiento» para el caso de Nantes. Cuando 3000 estudiantes de liceo entonan «todo el mundo detesta la policía», abuchean el servicio de orden de la CGT, comienzan a manifestarse con el rostro cubierto, dejan de huir frente a las provocaciones de la policía y se intercambian suero fisiológico después de haber sido gaseados, se puede decir que en un mes de bloqueos unos cuantos umbrales han sido atravesados, unas cuantas libertades han sido tomadas. El asunto no es el de canalizar el conjunto de los devenires, de las conmociones existenciales, de los encuentros que conforman la textura del «movimiento» en un único río potente y majestuoso, sino más bien el de dejar vivir la nueva topología de esta meseta, y recorrerla. La fase de meseta en la cual hemos entrado no apunta a nada exterior a sí misma: «un rasgo desafortunado del espíritu occidental consiste en relacionar las expresiones y las acciones a fines exteriores o trascendentes, en lugar de estimarlos sobre un plano de inmanencia según su valor en sí» (Deleuze-Guattari, Mil mesetas). Lo importante es lo que se hace ya, y que no va a cesar de hacerse cada vez más: impedir paso a paso al gobierno gobernar – y por «gobierno» no hay que entender únicamente el régimen político, sino todo el aparato tecnocrático público y privado del que los gobernantes ofrecen su expresión titeresca. No se trata por tanto de saber si este «movimiento» va a conseguir o no derrotar la «ley El Khomri», sino de lo que ya está en curso: la destitución de aquello que nos gobierna.