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Luhuna Carvalho / El eclipse de la invisibilidad

Texto publicado originalmente el 5 de abril de 2025 en la plataforma de A Discipline of Attention.

 

La publicación portuguesa en 2024 de Los invisibles (1987) de Nanni Balestrini por la editorial Barco Bêbado suscita una serie de apuntes que no remiten a la obra en sí, sino al contexto de su edición.
Nanni Balestrini (1935-2019) fue una de las figuras principales de la contracultura italiana, uniendo el experimentalismo de las vanguardias artísticas y literarias de inicios del siglo con las experiencias insurreccionales del periodo de posguerra. Tal vez sólo Pablo Echaurren se le compare en la producción de un imaginario visual de la llamada «área de la Autonomía» en los setenta: un archipiélago insurreccional de movimientos, colectivos, publicaciones y asambleas de fábrica y de barrio que desafiaban los corsés ideológicos, reclamándose tanto de un anarquismo espurio como de un comunismo sin Estado.1
En Los invisibles, un narrador anónimo relata su vida militante, comenzando con las primeras revueltas liceístas y las ocupaciones de centros sociales, describiendo un uso difuso de la violencia revolucionaria en el contexto general de la lucha armada, y terminando, como cientos de otros jóvenes, en el infierno de la prisión.
Las obras más conocidas del trabajo artístico de Balestrini son sus cuadros, que estructuran las consignas, el repertorio conceptual y los gritos de la época como poesía visual, componiendo una cartografía textual de los movimientos.

Su experimentación literaria se desarrolla en continuidad con ese trabajo gráfico. Balestrini elige personajes-tipo (un joven obrero en las huelgas salvajes de Fiat en los sesenta; un joven «autónomo» en el hinterland lombardo de los setenta) e implosiona la estructura sintáctica de su narrativa directa, quedando un discurso «rizomático», como se decía entonces, que traduce el vértigo de la explosión subjetiva en curso. El discurso es exterior, contrario a cualquier «flujo de conciencia» modernista, más cercano a la verborrea esquizoide de la exaltación colectiva que a la introspección neurótica de un abismo interior cualquiera:

 

la mañana que ocupamos el Almacén habíamos llegado muy pronto habíamos llegado de madrugada prontísimo era la mañana del sábado y la noche antes mientras Valeriana y Avellana vigilaban los dos lados de la carretera Membrillo Ortiga y yo agujereamos con un taladro manual el candado por la parte inferior donde tiene la cerradura hicimos saltar el tambor y el candado se abrió así todo quedaba a punto para la mañana siguiente bastaría con quitar la cadena luego dejamos a lo largo de la cuneta del otro lado de la carretera bolsas de plástico ocultas en la maleza con piedras bolas y hondas tampoco demasiadas cosas porque dentro del Almacén había material de todo tipo para poder defendernos en caso de ataque inmediato

 

Balestrini recrea el lenguaje de su tiempo, no de un tiempo «histórico», sino de un tiempo suspendido en una larga insurrección difusa. Se trata, por tanto, de un ejercicio más etnográfico que experimental. Basta comparar cualquiera de sus párrafos con algunos textos del periodo, como el famoso texto sobre el «valor de uso» escrito en 1979 por el recién fallecido Franco Piperno:

 

Valor de uso es el disgusto por el empleo fijo, incluso si queda junto a casa: es el horror al oficio; es movilidad; es la fuga del rendimiento estúpidamente rigidificado como forma de resistencia activa frente a la mercancía, a convertirse en mercancía, a ser poseído enteramente por los movimientos de la mercancía. […]. Valor de uso es el deseo de aprender con todo el cuerpo esta nueva sensibilidad que emerge de ese continente rico en matices, tonos y emociones sensibles que es el asociacionismo juvenil en su relación particular con la música, el cine, la pintura […]. Valor de uso es la terca búsqueda de nuevas relaciones entre los hombres, de modos «transversales de comunicarse», de experimentar, de crecer desde las propia diferencias […]. Valor de uso es la «alegría pensativa» del robo de objetos útiles, deseados — que es relación directa con las cosas, libre de la sucia e inútil mediación del dinero […]. Valor de uso es la esperanza ingenua con la que nacen —para vivir de forma frágil y luego morir— cientos de miles de experiencias de «contraeconomía», de trabajo útil en la agricultura, de los servicios, en los barrios. […] Valor de uso es la abstracta inhumanidad del homicidio, del atentado — solución fantástica a un problema real, remordimiento denso por la plenitud de las propias posibilidades, intento desesperado de afirmar, con un orgullo impaciente, la propia fuerza social.2

 

Balestrini respondía a la singularidad de las formas políticas que vivía. La excepcionalidad del 68 italiano no es, proverbialmente, que «durara diez años», hasta el final de los setenta, sino que en esa extensión logró ensayar una ruptura interna a la propia categoría de «política». Imagínese un largo y extenso PREC, donde el desarrollo de las experiencias de «poder popular» empezara a ir más allá de la lógica de la participación, de la valorización económica y de la ciudadanía, asumiendo su propia experiencia colectiva como programa, haciendo de la vida vivida un instrumento de subversión en sí misma.
La intensa aceleración del «milagro italiano» hizo que el choque de la sujeción al tiempo y espacio de la gran fábrica fuera particularmente evidente y brutal. Todas las identidades socioeconómicas —ser «obrero», ser «desempleado», ser «mujer», ser «joven», ser «marginal»— se revelaban como simples categorías del enfrentamiento entre el dominio capitalista y un antagonismo de clase de mecha corta. La respuesta sería también «inmediata». «Lo queremos todo», como decía el propio Balestrini. La contestación rechazaba toda mediación social —sindicatos, partidos, etc.—, oponiéndoles ese archipiélago de rechazos: la llamada «área de la Autonomía». No la «autonomía» de la autogestión del capitalismo, sino la «autonomía» del rechazo de todo el proceso productivo.3
Los invisibles acompaña la parte final de esa década. La insurrección eufórica encuentra sus límites en el enfrentamiento con el Estado y con el Partido Comunista Italiano, que acusa a miles de personas de terrorismo, llevando a cientos de ellas al exilio en Francia. Es como Bildungsroman colectivo que Los invisibles se vuelve un texto mítico, de esos que, leídos en la edad adecuada, transforman una vida. El libro es, literalmente, un manual de subversión. Enseña cuándo una ruptura con la burocracia activista puede crear una comunidad capaz de escalar una lucha, etc. Hoy, sin embargo, una lectura lúcida y sensible del texto encontrará en él menos un mito que un luto.

 

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El furioso exceso comunal de Los invisibles sería hoy imposible. Cualquiera que intentara seguir ese camino sería inmediatamente identificado y procesado. La extensión de los medios objetivos y subjetivos de control social disolvió el contrapoder «invisible» de las grandes metrópolis, que se extinguió sin siquiera darse cuenta.
Por eso resulta tan extraña la decisión de incluir en esta edición portuguesa un prefacio de Negri de 2005, profundamente anacrónico. Negri es rescatado en un intento por asociar su prestigio a un texto que no sólo no lo necesita, sino que se ve disminuido por él. Negri vincula la vitalidad de Los invisibles a los diversos movimientos contemporáneos de entonces (la Pantera, movimiento estudiantil italiano de los noventa, y las grandes movilizaciones antiglobalización de Seattle, Praga y Génova), afirmando que el libro realiza una antropología de la «multitud» que viene, trazando una línea de continuidad entre los setenta y una nueva primavera de los movimientos. Si este tipo de afirmaciones era común en 2005, en 2025 suena a una broma de mal gusto.
La sintonía concreta entre las instituciones formales e informales de la izquierda (el llamado «movimiento») y las formas difusas de antagonismo social parecía algo «natural» hasta la sucesión explosiva de revueltas e insurrecciones que siguieron a la crisis financiera de 2008, donde comenzó, poco a poco, a dibujarse su divorcio.
En 2011-2012, en las plazas ocupadas de Madrid, Lisboa y Nueva York, «movimiento» y antagonismo parecían indistinguibles. Se convirtieron, pocos años después, en 2019-2020, durante los chalecos amarillos y la «Insurrección George Floyd» (ambas descritas como las mayores revueltas desde 1968), en entidades distintas: el impacto de las instituciones militantes en el desarrollo de los acontecimientos fue relativamente nulo. Por un lado, los «movimientos sociales», folclorizados, burocratizados y autorreferenciales, incapaces de pensar más allá de la política representativa, de una banal catequesis de los buenos sentimientos y de la judicialización autofágica de su propio medio. Por el otro, las masas «salvajes», cada vez más proletarizadas y sin forma, ilegibles a la luz de las categorías políticas de las sociedades liberales, al mismo tiempo demasiado revolucionarias y demasiado reaccionarias, humilladas y odiadas por el progresismo, reacias a cualquier paternalismo, listas para volar la casa entera al entender que no les queda ninguna salida de emergencia.
Tal vez el mejor comentario al prefacio de Negri, y a la decisión de recuperarlo, sean las palabras recientes de su ex-compagnon de route, Maurizio Lazzarato:

 

Algunos habían delirado sobre la autonomía del proletariado cognitivo, sobre la independencia de la nueva composición de clase. Nada más falso. Quien decide dónde, cuándo, cómo y con qué fuerza de trabajo se produce (asalariada, precaria, servil, esclavizada, femenina, etc.) es, una vez más, quien detenta los capitales necesarios, quien posee la liquidez y el poder para hacerlo (hoy en día, sin duda, los «Big Three»). No es, desde luego, el proletariado más débil de los últimos dos siglos. Lejos de la autonomía y la independencia: la realidad de clase es subordinación, sujeción y sometimiento, como nunca antes en la historia del capitalismo. Ser «trabajo vivo» es una desgracia, porque siempre es trabajo comandado, como el de mi padre y el de mi abuelo. El trabajo no produce «el» mundo, sino el «mundo del capital», que, mientras no se demuestre lo contrario, es algo muy distinto, porque se trata de un mundo de mierda.4

 

Lo que hoy hay que pensar son las discontinuidades entre nuestro tiempo y el tiempo de la narrativa de Balestrini.
La promesa general de que una «otra izquierda», más libertaria y democrática, estaría lista para sustituir a la «vieja izquierda», estatal y autoritaria, cobró nuevo impulso tras la caída del muro en 1989. La premisa fundamental, con expresiones múltiples y contradictorias, era que las luchas en sí mismas, por su propia esencia, constituían las formas emancipatorias por venir. La experiencia social y organizativa de los movimientos y de la contracultura —aparentemente abierta, dinámica, democrática, creativa, inclusiva y horizontal— era un ensayo de la política que se avecinaba, liberada del determinismo y del productivismo socialdemócrata y/o filosoviético.
La reorganización del capitalismo pudo haber extinguido a la clase obrera de antaño, pero las nuevas formas de trabajo contenían el mismo deseo de democracia, justicia e igualdad. Los múltiples intentos por renombrar la composición de clase contemporánea —el precariado, el cognitariado, etc.— rechazaban sustituir una lucha de clases anclada en el proceso productivo por una nueva «clase media» global, buscando al mismo tiempo superar las formas clásicas de identidad obrera (masculina, blanca, productivista, etc.). La esencia de la izquierda era ahora la creatividad y la multiplicidad, protagonizadas por un sujeto compuesto, que exigía sobre todo un nuevo tipo de contrato social. La emergencia del «movimentismo» significó una transformación del propio concepto de organización y de vanguardia. Los movimientos abandonaban el paternalismo rancio del leninismo vulgar, desarrollando y experimentando internamente un repertorio práctico y crítico que aguardaría las crisis sistémicas inevitables para constituirse como forma de lucha hegemónica. Las prácticas militantes de finales de los noventa —desde los bloques negros hasta los foros sociales, pasando por las ocupaciones— acabarían por informar movilizaciones masivas, primero en los movimientos antiglobalización de Seattle, Praga y Génova, y luego en las primaveras árabes, en las plazas ocupadas y en los movimientos antiausteridad, donde una multitud asumió de facto el repertorio crítico y contestatario de los milieux militantes.
Pero la historia de la última década muestra cómo todo ese marco político fue ampliamente derrotado. La agudeza y el ingenio de todas esas composiciones de clase prêt-à-porter encubrían apenas la inestabilidad existencial de una clase media confrontada con su inevitable pauperización. Ante los programas de austeridad del inicio de la década pasada, esa misma pequeña burguesía progresista y cosmopolita que había entendido la crisis financiera como un agotamiento sistémico del capitalismo, comprendió que, al final, tenía mucho más que perder que sus cadenas. Si para gran parte de la clase media las consecuencias de la crisis se reflejaban sobre todo en términos económicos, dando lugar a su chauvinismo populista y autoritario, para la clase media letrada, creativa e intelectualizada, lo que estaba en juego con los recortes neoliberales del gasto estatal era sobre todo su capital simbólico y cultural.
Su programa difuso dejó entonces de ser el cuestionamiento de los límites de las democracias liberales para volverse la defensa acérrima de las instituciones públicas. La Realpolitik económica obligó a la clase media progresista a abandonar su supuesta pasión política por una «democracia real», renunciando a toda fantasía revolucionaria, y quedándose únicamente con una inmensa ansiedad por probar su necesidad social y su valor como élite intelectual y cultural. La «multitud» que apenas media década antes exigía la destitución de todos los gobiernos en las plazas ocupadas, ahora estaba en las redes sociales exigiendo más leyes, más Estado, más subsidios, más instituciones, revelándose tanto más conservadora cuanto más ostentaba su progresismo como conquista civilizatoria.
La separación histórica entre «movimiento» y antagonismo se produce en esa reconversión de la intelligentsia post-68 a la razón de Estado. En las protestas de los chalecos amarillos en Francia en 2019 emerge esa otra clase media en crisis, proletarizada y periférica, que recurría a los repertorios «de movimiento» (ocupación de glorietas, democracia directa, medios autónomos, enfrentamientos con las fuerzas del orden), sin expresarse dentro del marco simbólico, referencial y moral de una «izquierda» que, entretanto, se había vuelto completamente incapaz de comprender quiénes eran esos paganos que devastaban los Campos Elíseos. La «izquierda» cosmopolita, liberal, progresista, esa subjetividad moderna, heredera descarriada de Nietzsche, Marx y Freud, nacida con la revolución sexual, con la emancipación femenina, con la liberación homosexual, con la poesía caída en las calles y con el día inicial entero y limpio, se volvía, al fin, uno de los principales garantes y baluartes del status quo.

 

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El corolario de la despolitización de la izquierda fue su entusiasta adhesión a la gestión estatal de la pandemia. Su vanidosa formación posestructuralista y descolonizante se desvaneció en el aire en cuanto la «validez científica» de los confinamientos se convirtió en la única discusión posible. La cancelación total de cualquier consideración política, existencial o social sobre la gestión pública de la pandemia demuestra cuán imposible se volvió cualquier indagación crítica o filosófica que vaya más allá de una naturalización del Estado. La pandemia fusionó a esa izquierda libertaria, democrática, horizontal, alegre y creativa con la razón soberana, en un proceso histórico que aún hoy resulta complejo de comprender.
En términos de filosofía política moderna, la autoridad del Estado se justifica por la supuesta necesidad de conciliación entre sujetos que, en su «estado natural», estarían entregados a la anarquía violenta de la ley del más fuerte. El poder del Estado está compuesto por el poder que todos le cedemos, de modo que ese poder común sea siempre más fuerte que el más fuerte entre nosotros. Como suma de instituciones jurídicas y soberanas, el Estado agrega intereses individuales, reprimiendo unos, incentivando otros, sistematizándolos en un proyecto colectivo. La «sociedad» es el campo de mediaciones entre esferas de interés dispares y antagónicas, un conjunto de instancias de participación y debate abierto, sujetas a crítica constante y a una incesante reconfiguración. En otras palabras, es la sistematización permeable y plástica de la «sociedad civil» lo que legitima el poder gubernamental del Estado.
La amenaza a ese convenio deja de ser, entonces, el mito del «más fuerte», para pasar a ser quien, por una u otra razón, se sustrae a la plena participación en el contrato social, rechazando sus obligaciones cívicas (participación, impuestos, obediencia a la autoridad, etc.) y/o sus obligaciones culturales y simbólicas (religiosas, políticas, culturales, lingüísticas, raciales, de género, etc.). Si la derecha teme al extranjero, al disidente, a la minoría, etc., la izquierda teme al magnate, al mafioso, al hooligan, etc. El Estado es precisamente la institución que nos protege de una violencia siempre latente e inminente, venga de arriba o de abajo. Pero si algo ha dejado claro el pensamiento crítico moderno es que la violencia proyectada es la violencia del que proyecta. El conflicto entre mediaciones universales e intereses singulares es inherentemente violento, y esa violencia le es, en el fondo, interna.
Esto ocurre en un doble proceso. En primer lugar, la propia «sociedad», como abstracción, como mediación primaria, se da como una subsunción necesaria de todas las relaciones sociales cuya inmediatez sea incompatible con su marco normativo. Es decir, si la sociedad abstracta necesita de instituciones concretas (la educación, la familia, la religión, la cultura, los partidos, la ideología, etc.), también requiere autonomizarse de todas ellas, es decir, del riesgo de que estas mismas instituciones se separen del campo de mediación abstracta. Si, por un lado, el proceso de constitución social es interminable (la subsunción normativa de comunidades espontáneas es una tarea continua), por otro, hay una clara teleología política inherente a la idea de sociedad: la creación de un ser puramente social y abstracto, de una identidad enteramente cívica. En segundo lugar, esta forma social abstracta responde, evidentemente, a un propósito productivo: la creación y circulación de valor. Es ese propósito el que pone en movimiento el paradigma social de constitución y destitución continua de comunidades concretas. La acumulación originaria no es un episodio histórico de la constitución del capitalismo, sino un proceso interno a su propia reproducción. La creación de nuevos productos, de nuevos mercados, de nuevos capitales y de nuevas fuerzas de trabajo implica siempre la destrucción de los anteriores.
El propósito de la «sociedad» es entonces, por un lado, permitir y acelerar el vértigo salvaje de la circulación del capital y, por otro, gestionar los cortocircuitos sociales que de ello se derivan, autorizando unos, reprimiendo otros. La violencia espontánea contra el proceso es presupuesta, alentada, organizada, compensada y redirigida. Dicho de otro modo, las sociedades capitalistas necesitan garantizar su paz social exactamente del mismo modo en que necesitan sostener su guerra social. Las sociedades capitalistas requieren asegurar su orden en la misma medida en que necesitan garantizar su anarquía.
La sociedad perfecta no produce paz social, sino la crisis ideal, donde el máximo de productividad posible coincide con el máximo de atomización social posible. El sujeto social ideal es aquel que ha logrado hacer indistinguible su identidad productiva de su identidad cívica. La pandemia fue una aproximación a esta crisis ideal. El sujeto totalmente territorializado por el orden soberano se volvió, al mismo tiempo, el sujeto totalmente desterritorializado por la brutal aceleración de los flujos de información. El poder anárquico del Estado se fusionó con la anarquía autoritaria de las redes, y viceversa. Ambas funciones adquirieron una capacidad técnica históricamente inédita, volviéndose indiscernibles y contiguas. Millones de personas, seguras en casa, entregadas al onanismo tecnológico más delirante, voraz y adictivo. Su anarquía cínica e iconoclasta volviéndose indistinguible de la obediencia absoluta al lenguaje del Estado. Esa fue la Aufhebung, la realización y superación simultánea de la tensión entre individuo y grupo que constituía a las sociedades liberales. El orden se volvió anárquico precisamente como orden. Trump y Musk destruyen al Estado mientras los anarquistas crean regímenes jurídicos.
Es en ese contexto donde las categorías clásicas de la política y la sociología se vuelven obsoletas. Izquierda, democracia, opinión pública, sociedad civil, cultura, etcétera, son hoy términos vaciados de sentido. El vocabulario post-68 no era, evidentemente, el vocabulario liberal, pero era aun así un intento por reformularlo en otros términos: «deconstruirlo», «desterritorializarlo», «profanarlo», «desnaturalizarlo», etc. Abandonado, con razón, el proyecto socialista, lo que parecía quedar era una tentativa por sazonar la fenomenología social, política y cultural de las relaciones capitalistas.
Todo ese programa de nuevas mediaciones y de abolición de las grandes metafísicas colapsa con la descomposición del mundo liberal. El programa implícito en «la teoría», más francesa, más alemana (o más italiana), sobrevive sólo como conciencia cínica del nihilismo reinante. La conciencia difusa de que somos gobernados por dispositivos fundamentalmente apocalípticos dio lugar a un desesperado entusiasmo por la absurdidad de toda la situación. El sujeto contemporáneo sabe perfectamente que su vida está regida por un régimen de abstracciones contingentes que lo devastan sin tregua, pero se reserva, como último vestigio de propiedad sobre sí mismo, el enamoramiento intelectual por su propio cinismo y sarcasmo. Ese narcisismo onanista es el único bote salvavidas que queda, y en él vagamos a la deriva en un océano de tedio, ansiedad y desesperación.

 

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Es como ruina de un mito que Los invisibles se revela. Su experimentalismo formal resulta accesorio frente a su estructura narrativa. El personaje principal no es tanto el narrador como su flujo verbal, y como tal, las tramas menores se revelan como simples sucedáneos del ejercicio literario en sí.
Elementos cruciales del periodo, como la emergencia de un feminismo autónomo respecto al propio movimiento autónomo, o la explosión del consumo de heroína, se remiten a un par de anécdotas circunstanciales. Pero a casi cuatro décadas de distancia, lo que aún queda por pensar sobre la Autonomía no es tanto su energía insurreccional, feérica y ampliamente discutida y celebrada, sino aquello que en ella ya operaba como extrañamiento del mundo.
El cuestionamiento5 de los líderes carismáticos, de la fanfarronería guevarista y marxiana, del hedonismo manipulador de la revolución sexual y de las propias prácticas discursivas del movimiento afirmaba una diferencia femenina, una alteridad antropológica frente al mundo masculino. Si hoy esa postura es desafiada por su esencialismo de género, posee sin embargo algo digno de atención: una práctica común de pensamiento y de alteridad que se constituye en una negativa lenta, no en una oposición histriónica. Las prácticas de autoconocimiento, las largas conversaciones de confidencias compartidas, el volver común lo que era personal, tejían lentamente un lenguaje y un gesto que superaban tanto el pánico como el cinismo.
El consumo de heroína durante los setenta refuerza este punto. Es el agotamiento del movimiento lo que lleva a miles de jóvenes al uso de una sustancia que recreaba la plenitud existencial y emocional que se vivía en el calor y la comunión de las luchas. Eso no ocurría por debilidad, por desajuste o por hedonismo; al contrario, era una decisión consciente ante la ruina de la efusividad afectiva y aventurera del movimiento, y ante lo intolerable del ultimátum entre el salto al vacío de la lucha armada y la condena a «una vida normal». Es precisamente su sesgo antiheroico lo que vuelve ese gesto digno de otra atención, como «estrategia de la negativa» llevada hasta sus últimos límites físicos. La epidemia opiácea de los movimientos revolucionarios de los setenta anticipa y explica la epidemia opiácea contemporánea. El libro por escribir que existe en el reverso de Los invisibles es, precisamente, el libro de aquellas experiencias contemporáneas a su trama que son imposibles de traducir dentro del artificio literario de Balestrini. Son esas las que aún buscan su lenguaje: el de un desencuentro inefable entre el éxtasis de la comunión y la revuelta, y la mundanidad de la política y la vida cotidiana. Los «libros revolucionarios» necesarios son los que dicen la verdad de una época. La nuestra no es la de una alegría comunizante desbordante, sino la de una derrota.

 

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El futuro traerá disensos cada vez más radicales y violentos, pero también cada vez más desprovistos de forma y de consistencia.6 Si en un pasado reciente había, de hecho, algo disruptivo en la inmediatez de la experiencia sensorial y psíquica de la explotación y la sumisión —si era precisamente el cuerpo, como deseo y espíritu, quien expresaba una alteridad frente a la violencia de la fábrica y del Estado—, hoy el control social, a través de los algoritmos, ha creado su propia endocrinología.
Lo que queda es una «disciplina de la atención».7
Estar presentes en el ojo del huracán, suspendiendo todo juicio cínico que nos mantenga presos del desencanto de la época, y sustituyéndolo por una contemplación cuyo cuidado se opone en todo a la urgencia y al chantaje de un hiperpresente pegado a nuestras gargantas como una navaja. Esa atención debe descubrir qué fisuras incipientes pueden volverse contradicciones significativas. Éstas se manifiestan en aquello que la vida contiene de más íntimo e indecible, no porque sea secreto, sino porque es informulable. Es necesario emprender una larga y sinuosa «indagación», no sobre las condiciones de producción, sino sobre las condiciones de subjetivación y desubjetivación. Es de esa atención que podrá emerger un nuevo lenguaje, común en lo que tiene de disolución de la conciencia de sí en la conciencia del otro. La inmediatez a reivindicar no es la de mi deseo, de mi compensación psíquica, de mi urgencia ansiosa, sino la que antecede a un sentido de lo propio, porque se es antes algo otro, más vasto y más común. Es un programa tan tenue como la tecla más suave de un piano viejo, pero ése será el único piano que sonará en las barricadas.

 


1 Sobre la historia del período en cuestión, véanse Un comunismo más fuerte que la metrópoli de Marcello Tarì y La Horda de Oro, editado por Nanni Balestrini, Primo Moroni y Sergio Bianchi. Ambos están disponibles en varias traducciones. Sobre el imaginario artístico de la Autonomía, véase Images of Class. Operaismo, Autonomia and the Visual Arts de Jacopo Galimberti.
2 Franco Piperno, «Sul Lavoro non Operaio», en la revista Metropoli.
3 «La ciencia social de hoy es como el aparato productivo de la sociedad moderna: todos participan en él y todos lo usan, pero los únicos que obtienen ganancias son los patrones. No podrán destruirlo —nos dicen— sin hacer que el hombre regrese a la barbarie. Pero, antes que nada, ¿quién les dijo que nos importa la civilización del hombre?». Mario Tronti en Obreros y capital.
4 «¿Por qué la guerra?» de Maurizio Lazzarato.
5 El feminismo italiano de los setenta es vasto, y va desde la teoría marxiana de la reproducción social de Federici, Fortunati y Della Costa, hasta los diversos matices del separatismo de Carla Lonzi, la revista Sottosopra y el Colectivo de la Librería de las Mujeres de Milán. Véanse Escupamos sobre Hegel de Carla Lonzi y No creas tener derechos de la Librería de las Mujeres de Milán.
6 La reciente manifestación en Lisboa contra el acoso policial a inmigrantes es un buen ejemplo. Fue una de las mayores manifestaciones de la última década sin que lograra producir algo más allá del anuncio de una candidatura del Partido Socialista al Ayuntamiento de Lisboa.
7 «Por comunismo, entendemos cierta disciplina de la atención». Llamamiento, Anónimo.

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