Giorgio Agamben publicó en 2025 Amicizie, un libro breve en el que evoca, a través de diecisiete retratos breves, el recuerdo de amigos que dejaron una huella indeleble en su vida y en su persona. Figuran entre ellos Italo Calvino, Elsa Morante, Guy Debord (aquí traducido), Pierre Klossowski y Giorgio Caproni.
Je veux uniquement que vous sachiez combien je vous ai aimé tous le deux dès la première fois qu’on s’est rencontré et que je ne vous oublierais jamais. [«Sólo quiero que sepan cuánto los quise a los dos desde la primera vez que nos conocimos y que nunca los olvidaré»]. Han pasado casi treinta años desde que escribí estas palabras a Alice Debord al día siguiente del suicidio de Guy, pero recuerdo perfectamente aquel primer encuentro nuestro a finales de los años ochenta, en el bar del Lutetia, el gran hotel de Montparnasse donde, con su gusto desenvuelto por los aspectos placenteros del lujo burgués, Guy solía citarse con sus amigos. Bastaron unas cuantas palabras para entendernos de inmediato sobre cada detalle de la situación política, que ya se encaminaba hacia lo peor. Habíamos llegado a la misma claridad, Guy partiendo de la tradición de las últimas y exhaustas vanguardias artísticas, yo desde la poesía y la filosofía. Por primera vez me encontraba hablando de política sin tener que toparme con el estorbo de ideas y autores inútiles y equívocos (en una carta que Guy me escribió más tarde, uno de esos autores exaltados incautamente era sobriamente despachado como ce sombre dément d’Althusser [«ese sombrió demente de Althusser»]) y con la exclusión sistemática de aquellos que podrían haber orientado a los llamados movimientos en una dirección menos fallida. En cualquier caso, para ambos era claro que uno de los principales obstáculos que impedían el acceso a una nueva política era precisamente lo que quedaba de los partidos marxistas (¡no de Marx!) y del movimiento obrero, cómplices inconscientes (y conscientemente los primeros) del enemigo que creían combatir.
Durante nuestros encuentros posteriores en su casa de la rue du Bac, la implacable sutileza —digna de un magister del vico degli Strami o de un teólogo del siglo XVII— con la que estigmatizaba no sin ironía tanto al capital como a sus dos sombras, la estalinista (el «espectáculo concentrado») y la democrática (el «espectáculo difuso»), no dejaba de maravillarme. Todavía lo veo, sentado en el sofá Chesterfield en medio de la habitación, mientras describía de forma vívida la situación de los líderes comunistas mediante la imagen del pintor que, al quitarle el banquito en el que apoyaba los pies, queda colgado del techo con el pincel: ils ne tiennent plus que par le pinceau [«ya sólo se sostienen por el pincel»].
El verdadero problema entre nosotros estaba, sin embargo, en otra parte: más cercano y, al mismo tiempo, más impenetrable. Es curioso cómo en Guy una lúcida conciencia de la insuficiencia de la vida privada se acompañaba de la más o menos consciente y casi ingenua convicción de que había, en su existencia y en la de sus amigos, algo único y ejemplar. Ya en una de sus primeras películas, con un título tan acertado, Critique de la séparation, había evocado «esa clandestinidad de la vida privada sobre la que sólo poseemos documentos ridículos». Y sin embargo, en sus primeras películas y todavía en Panégyrique, desfilan sin cesar los rostros de los amigos y de las mujeres que amó y las casas en las que habitó (el 28 de la via delle Caldaie en Florencia, la casa de campo en Champot, el square des Missions-Étrangères en París — en realidad el 109 de la rue du Bac). Hay aquí una especie de contradicción central, que los situacionistas no lograron resolver y, al mismo tiempo, la oscura, inconfesada conciencia de que el elemento político genuino consiste justamente en esa incomunicable y casi ridícula clandestinidad de la vida privada. Porque sin duda ésa —la clandestina, nuestra forma de vida— es tan íntima y tan cercana que, si intentamos asirla, nos deja entre las manos sólo la impenetrable, odiosa cotidianidad. Y sin embargo, tal vez precisamente esa presencia promiscua y sombría resguarda el secreto de la política, la otra cara del arcanum imperii, contra la que naufragan toda biografía y toda revolución. El sintagma «construcción de situaciones», del que los situacionistas tomaron su nombre, implicaba de hecho que les correspondía encontrar algo como «el paso del Noroeste en la geografía de la vida verdadera». Pero Guy, que era tan hábil y perspicaz cuando se trataba de analizar las formas alienadas de la existencia en la sociedad espectacular, era en cambio ingenuo e indefenso cuando intentaba comunicar la forma de su vida, mirar de frente y desmitificar a la clandestina con la que compartió hasta el final el viaje. Era el significado político de esa clandestina —que Aristóteles, con el nombre de zoé, había al mismo tiempo excluido e incluido en la ciudad— lo que yo comenzaba a interrogar precisamente en esos años. También yo buscaba, de otro modo, el paso del Noroeste en la geografía de la vida verdadera.
Una noche, en París, cuando le dije que muchos jóvenes en Italia seguían interesándose por los escritos de Guy y esperaban de él una palabra, Alice respondió: On existe, cela devrait suffire [«Existimos, eso debería bastar»]. ¿Qué quería decir on existe? Ciertamente en esos años vivían apartados y sin teléfono entre la rue du Bac y Champot (se entendía que, al llegar a París, yo debía escribir una carta, invariablemente seguida por una invitación a cenar) y su existencia estaba, por así decirlo, íntegramente aplanada sobre la clandestinidad de la vida privada. ¿Qué podía significar entonces on existe? La existencia —el ser puro, este concepto en todo sentido fundamental de la filosofía primera de Occidente— tiene constitutivamente que ver con la vida. «Ser» —escribe Aristóteles— «para los seres vivos significa vivir». Y, siglos después, Nietzsche precisa: «Ser: no tenemos de ello otra representación que vivir». Guy no se consideraba un filósofo, sino, como me dijo una vez, un estratega. Y sin embargo, sacar a la luz —más allá de todo vitalismo— el íntimo entrelazamiento entre ser y vivir era ciertamente entonces —como lo es hoy— la tarea ineludible del pensamiento y de la política.
Guy no tenía ninguna consideración por sus contemporáneos y no esperaba nada de ellos. Para él, el problema del sujeto político se reducía ya a la drástica alternativa homme ou cave [«hombre o incauto»] (para explicarme el término del argot, que no conocía, me remitió a la novela de Simonin que apreciaba particularmente, Le cave se rebiffe). Guy era, consecuentemente, un hombre de pocas y reiteradas lecturas —en la carta que me escribió tras leer mis Glosas al margen de los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, se refería a los autores que había citado como quelques exotiques que j’ignore très regrettablement et de quatre ou cinq français que je ne veux pas du tout lire [«algunos exóticos que ignoro muy lamentablemente y cuatro o cinco franceses que no quiero leer en absoluto»]. Pero ocurre que, si se desespera de los semejantes, se desespera también de uno mismo, y de esa desesperación Guy nunca logró salir, ni siquiera cuando, en una de sus primeras películas, decía de sí mismo y de sus amigos que sus encuentros eran como «des signaux venus d’une vie plus intense, qui n’a pas été véritablement trouvée» [«señales venidas de una vida más intensa, que no ha sido verdaderamente encontrada»]. Su indecisión entre la clandestinidad de la vida privada —que, con el tiempo, debía de parecerle cada vez más inasible y tal vez intolerable— y la vida histórica en la que ésta se inscribía, revela una dificultad que nadie puede ilusionarse con haber resuelto de una vez por todas. La clandestina que Guy perseguía se ha vuelto hoy aún más inaprensible y, sin embargo, sólo si el pensamiento es capaz de encontrar el elemento genuinamente político que se ha ocultado en la clandestinidad de la existencia singular, podrá la política salir de su abstracción y la biografía individual de su idiotez.
Postal de Debord, 16 de febrero de 1990
Nota
Las citas provienen del cortometraje de 1961 Critique de la séparation; la frase sobre el «paso del Noroeste» viene del prefacio a la cuarta edición italiana de La sociedad del espectáculo, traducción de P. Salvadori, Vallecchi, Florencia 1979.
El texto de la postal es el siguiente: «Querido Giorgio, | Le envío una copia de mi prefacio italiano de 1979. He subrayado los pasajes en los que, a mi parecer, se expresa mejor el sentido del libro. Y, por ende, mi coherencia; que muchos, en realidad, podrían llamar más bien cinismo. Esto depende de los valores que reconocen y del vocabulario del que disponen. | Si usted hace referencia a este prefacio en el suyo, eso bastará para compensar su ausencia, la cual de otro modo podría ser notada, y quizá malinterpretada, dentro de esta especie de recopilación de mis escritos sobre el espectáculo. | Nos dio mucho gusto encontrarlo, y le propondré una noche para cenar juntos tan pronto como comunique la fecha de su regreso aquí. | Con amistad, | Guy».