Publicado originalmente en francés en lundimatin, núm. 455, 9 de diciembre de 2024.
Las cosas han quedado claras: vivimos el fin de una época. La de la pretensión de universalidad de los valores de un «campo occidental» supuestamente ratificado por el formalismo democrático y la arquitectura del derecho. La fase final de su irresistible declive se está jugando en los horrores perpetrados por el fascismo israelí con la complicidad benevolente del mundo liberal.
No es que no se hayan producido otras masacres y procesos de exterminio desde la Segunda Guerra Mundial en el siglo pasado. Enumerarlos sería una ardua tarea. Pero la destrucción total en curso en Gaza, en la que se combinan simultáneamente un genocidio, un «urbanicidio», un «ecocidio» y un «memoricidio»,1 es decir, la aniquilación metódica de seres humanos, seres no humanos, de la posibilidad de habitar una tierra y, por último, el intento de destruir la relación entre memoria y los lugares, ha dejado al mundo estupefacto.
Las notas que siguen se limitarán a plantear algunas cuestiones al respecto. Concluirán con las resonancias en Francia del genocidio en curso. En lo que a éstas se refiere, por un lado está la complicidad del Estado francés, de la mayoría de los partidos políticos y de los medios de comunicación dominantes con la barbarie israelí y, por otro, una reacción identitaria en el seno de ciertos círculos de la extrema izquierda que se hace cada vez más patente, produciendo una adhesión binaria que se desplaza por todas partes. Reacción identitaria paralizante, basada en una matriz colonial que se supone que lo explica todo, y con referencia a un antiimperialismo caduco salido directamente de la década de 1970.
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El salvajismo del Estado de Israel, que recurre a una amplia panoplia hight-tech, puede subsumirse en lo que podría denominarse liberal-fascismo. Gaza se ha convertido en su laboratorio, con su atroz escenografía presentada como un gran espectáculo ante los atónitos ojos del mundo entero. Israel aparece así como la vanguardia de un fascismo caótico de nuevo tipo en el curso de globalización.
En este sentido, el «caso» israelí tiene también la particularidad de poner de relieve el irresistible declive de lo que se ha dado en llamar Occidente. No faltaba más para que la legitimidad de Occidente, sus justificaciones históricas apuntaladas por su supuesta superioridad moral arraigada en la tradición de las democracias liberales, se derrumbe con la propagación de formas fascistas de poder en absoluto incompatibles con el parlamentarismo y el libre mercado, de las que la reelección de Trump es el ejemplo canónico.
Según la doxa liberal, Israel es el único ejemplo de democracia formal y Estado de derecho en medio de geografías despóticas árabes o persas (ya sean teocracias o dictaduras laicas nacidas de las luchas de decolonización en Oriente Medio). Y ello, a pesar —y paradójicamente sólo en apariencia— de su régimen de apartheid que acompaña su historia colonial. Como sabemos, el Estado de Israel debe su existencia al apoyo inquebrantable de todos los Estados que dicen abrazar los valores democráticos, parlamentarios y liberales, y las instituciones formales del derecho. Y así es como puede sobrevivir, gracias a la inyección masiva de armas estadounidenses (en este sentido, hay que pensar lo que acontence en Gaza como un genocidio estadounidense-israelí). Pero Israel es también un Estado cuya sociedad se ha transformado en un magma en el que se descomponen sus «economías morales», lo que podría anunciar su colapso en las próximas décadas.2 También en esto Israel ilustra las situaciones de implosión social de Estados Unidos y otros países del capitalismo «avanzado».
Volviendo a la cuestión del liberal-fascismo: ¿en qué sentido Israel es especialmente ejemplar?
En Israel, como en todas partes, se combinan una atomización de masas, poderosamente fomentada por las redes sociales (un proceso de desterritorialización), y, como en otras partes del mundo pero con una intensidad poco común, una reterritorialización de su identidad supuesta enraizada en un arché religioso delirante: una reinterpretación de la historia del judaísmo, de sus raíces en una tierra mítica de orígenes (Eretz Israel), en la estela de un sionismo cuyas variantes arqueológicas se tendrían que considerar. ¿Qué tienen en común el llamado sionismo «cultural», anarquizante, de Martin Buber y Gershom Scholem en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y el protofascismo sionista de Vladimir Jabotinsky? Apenas nada, aparte de la experiencia de la singularidad judía arraigada en la persecución, los pogromos y las masacres, que culminó en la Shoah, la empresa nazi de aniquilación total, con la colaboración de los regímenes europeos. Lo que tenían en común, sin embargo, era el plan de crear un Estado-nación territorializado en la tierra de Palestina, un proyecto de repoblación más o menos laico y socializante, y más o menos —como estamos viendo furiosamente hoy— religioso.3 Cierto proyecto sionista histórico, que aspiraba a ofrecer a los judíos un refugio sin renunciar a la idea de convivir con los árabes palestinos, se vio marginado desde el principio por una visión colonial de repoblación por sustitución, que implicaba el acaparamiento de tierras y la expulsión de las poblaciones no judías. Fue un proyecto con un trasfondo étnico-religioso que se afianzó, desde el nacimiento mismo de un Estado judío fundado en la violencia de la ocupación y que condujo al despojo de tierras y a la organización de un régimen de apartheid. El hecho es que las tensiones entre una concepción laica de la sociedad israelí y otra religiosa, que excluyen tanto una como otra a los árabes de la plena pertenencia a derechos comunes, están balcanizando la sociedad israelí hasta el punto de amenazarla de colapso. Pero, a pesar de ello, ¿debemos concluir precipitadamente que el sionismo, todos los sionismos, llevan en sí las semillas del neofascismo israelí contemporáneo? Ésta es la cuestión que el antisionismo, a pesar de su legitimidad ante la ultraviolencia del régimen israelí, debería evitar cerrar con sospechoso afán.
Sin embargo, a pesar de la distopía bélica israelí que se despliega ante nuestros ojos, no podemos eximirnos de otro trabajo genealógico: el del islamismo político, que en sus diversas variantes ha sustituido en Palestina la resistencia laica contra la colonización (cuyo último avatar ha sido la creación de la llamada Autoridad Palestina, convertida en auxiliar corrupto de las fuerzas de ocupación israelíes), por movimientos de resistencia que se proyectan en la creación de un Estado de fundamento religioso ortopraxista. No se trata en estas breves notas de realizar esa arqueología política, inseparable de su dimensión religiosa, que nos llevaría a examinar la larga historia de rivalidades en el seno de las geografías árabes, las historias plurales de los islam, sus cismas, sus violencias, sus formaciones despóticas y sus luchas por la hegemonía. También se tendría que mencionar el impacto contemporáneo de un modernismo árabe autoritario, nacido de los movimientos de decolonización, inseparable de la Guerra Fría y de la polarización instrumental operada por la URSS y Estados Unidos, a su vez en tensión con los proyectos de organizaciones políticas religiosas o de nuevos Estados teocráticos. Por último, cabe mencionar las formas de connivencia entre las potencias surgidas de la decolonización formal y los antiguos colonizadores europeos, y más tarde el imperialismo estadounidense.4
Con lo dicho hasta aquí no prentendemos en absoluto crear artificialmente una supuesta simetría entre dos fundamentalismos, el del mesianismo judío y el del integrismo musulmán, la naturalización de un escenario bélico perfectamente asimétrico destinado a aniquilar a las comunidades palestinas. Sin embargo, es imposible no preguntarse a la luz de los últimos acontecimientos: ¿podía ignorar Hamás el estado de fascistización del gobierno y la sociedad israelíes cuando cometió la atroz masacre del 7 de octubre? ¿Cuál era la estrategia política detrás de este acto? ¿No era consciente la camarilla de dirigentes de Hamás y la Yihad Islámica de que estaban sacrificando al pueblo palestino al que pretenden representar? Parece difícil imaginar que no fueran conscientes de las atrocidades desenfrenadas que un gobierno israelí de supremacistas mesiánicos, dirigido por un mafioso, era capaz de cometer en represalia. Por tanto, es difícil no cuestionar la escatología de la resistencia islámica que pretende la hegemonía en el seno de la resistencia palestina, en contra del pluralismo histórico de esta última.5 La crítica de las formas despóticas del Islam político en un contexto de esencialización de la experiencia religiosa no puede dejarse en manos de la derecha reaccionaria prosionista. ¿Reducir la resistencia palestina a Hamás no significa hipotecar su futuro?
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Pero volvamos a la cuestión del liberal-fascismo y de su singular encarnación en el Estado de Israel.
Como hemos dicho, con el liberal-fascismo ya no se trata de la masa en fusión del fascismo histórico, hipostasiada en la figura de un líder supremo que es su encarnación, sino de masas atomizadas: individualización autorreferencial, sumisión al hipnotismo de la mercancía y a una semiótica que instituye el ser-para-sí y en-sí, que como en todas partes erige la negligencia absolutista en el corazón de sus formas de subjetivación. El corolario de esto es la destrucción del sentido de comunidad y de sus economías morales, llegando a un punto de tensión en el que la comunidad sólo puede reconstituirse en torno a una producción identitaria que excluye violentamente todo lo que pueda hacerla diferente. En otras palabras, existe probablemente una correlación lógica, un movimiento de vaivén entre la atomización del mundo del valor (y del valor de uno mismo en el mercado de las individualidades) y la reconstitución de la comunidad sobre la base de una identidad fantasmagórica homogeneizadora, despojada de toda heterogeneidad. La neutralización y la destrucción de la diferencia se convierten así en el principio y fundamento de la existencia social. La diferencia sólo puede percibirse entonces como un peligro existencial. Y la sociedad se transforma en una maquinaria paranoica que persigue todo signo de extrañeza.6
Así pues, podemos destacar una paradoja de la sociedad israelí: por un lado, su hedonismo furiosamente liberal, con el uso masivo de las redes sociales, toda una lógica de autoexposición intensificada, de cosificación del cuerpo, de cultura festiva estandarizada que ha invadido sus formas de subjetividad y de relaciones sociales. Como en todas partes. Y al mismo tiempo, como en pocos países pertenecientes al «campo de la libertad», estos modos de subjetivación coexisten en una tensión cada vez más incierta con la mistificación de una historia de los orígenes, de un arraigo a la tierra como fundamento absoluto de la identidad. En este último aspecto, podemos identificar elementos característicos del fascismo histórico. Sin duda, cada vez hay más ecos entre la Heimat alemana nazi y el Gran Israel sionista contemporáneo, digan lo que digan los guardianes del templo de la lucha contra el antisemitismo.
En este paisaje híbrido, ¿qué lugar pueden ocupar los palestinos como «cuerpo radicalmente extranjero»? Resumiendo con algunas libertades las palabras del director de cine Eyal Sivan poco después de las masacres cometidas por Hamás el 7 de octubre,7 podríamos decir:
Antes de esa fecha, todo iba bien en la sociedad israelí. Por fin los palestinos ya no existían. Ya no se hablaba de la «cuestión palestina» en una conciencia social narcotizada, cercana a un «presentismo totalitario». Y de repente, ¡zas! Los palestinos vuelven a existir. Son varios millones, encerrados y hacinados en una prisión al aire libre llamada Gaza; otros viven en un territorio organizado como un régimen de apartheid en Cisjordania, mano de obra barata controlada por innumerables checkpoints humillantes, destinada a una economía de plantación y a la construcción en el marco de la expansión urbana. Pero los israelíes se habían olvidado de ellos. Todo iba bien. De vez en cuando se mencionaba un nuevo episodio de violencia fascista por parte de colonos ortodoxos, pero era anecdótico: alguien de izquierdas escribía un artículo denunciando los asentamientos en el periódico progresista Haaretz, que nadie lee en Israel, y ya está. Se hablaba de la corrupción de Netanyahu y su camarilla, de los ataques de los fundamentalistas judíos al orden jurídico del Estado de derecho (para los judíos),8 etc. Pero los palestinos… Pero los palestinos… Todo iba bien, porque ya no existían; habían desaparecido del radar. Pero, ¿qué coño quieren esos palestinos? Si todo iba bien… Nos habíamos olvidado de ellos; ya no existían, aunque estuvieran al lado. Todo iba bien.
Pero todas estas consideraciones sobre el liberal-fascismo (tan bien ilustradas por Israel pero no reducidas a él) siguen siendo generalidades. Para decir algo de mínimo valor heurístico, tendríamos que llevar a cabo una genealogía de las formaciones estatales-nacionales particulares, las formas locales de desarrollo capitalista, los pasados coloniales entretejidos en las historias singulares de los Estados movilizados en cada «caso» neofascista. No es lo mismo el liberal-fascismo de Netanyahu que el de Milei, ni el de Macron que el de Meloni o el de Orbán, ni el de Bolsonaro es una transcripción del de Trump. No podemos transponer esquemas generales y abstractos sin detenernos en las mitologías estatistas que guardan celosamente su particularidad y dan forma a las distintas versiones monstruosas del fascismo que están invadiendo el planeta liberal.
La resistencia a su avance sólo puede residir en la afirmación en acto de formas antiidentitarias de comunidad, abandonando el fundamento social en la idea de un Estado como realización de un proceso que se supone que afirma la emancipación de un «pueblo» identificado con la Nación. Por último, añadamos que, en relación con las prácticas históricas de colonización externa, inseparables del nacimiento y las configuraciones del capitalismo, debemos considerar también las prácticas de colonización interna que las hicieron posibles al mismo tiempo.
Ahora sabemos que no habrá solución de dos Estados en Palestina. Sólo la desaparición del fundamento sionista del Estado de Israel, o lo que es lo mismo, una decolonización de Palestina que sea simultáneamente la de Israel —es decir, la constitución de un Estado único con igualdad de derechos para todas las comunidades que viven en esta tierra e indiferente a cualquier identidad étnica o religiosa— podrá escapar a la reproducción de la violencia que está en la raíz misma de la realización del proyecto sionista.
Pero para que esto sea posible, también debe quedar claro que ni Hamás, ni Hezbolá, ni el «Eje de la Resistencia» del que se supone que la teocracia iraní es la columna vertebral, serán nunca fuerzas de emancipación frente al neofascismo israelí sostenido con la complicidad obscena de un «Occidente» en descomposición.
Y en este sentido, aunque le pese a los izquierdistas y sus atavismos, es importante constatar que el esquema antiimperialista heredado de la década de 1970 ya no puede movilizarse como eje de la emancipación de los pueblos. Por ejemplo, el colonialismo económico «cool» de China (que no le impide emprender un proceso genocida «interno» contra los uigures) está en vías de recubrir las geografías de África y parte de América Latina, y de agujerear el sur y el centro de Europa. Por no hablar de las zonas de influencia y las violencias de los polos imperiales «menores»: desde el brutal resurgimiento del despotismo ruso, pasando por el fascismo indio, hasta las monarquías del Golfo Pérsico, todos ellos desplegando estrategias dispares para imponer sus intereses en un panorama global al borde del colapso y con la perspectiva de potenciales guerras globalizadas.
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En cuanto a la resonancia del proceso genocida que tiene lugar en Gaza en los medios políticos franceses, dejaremos a un lado las exhortaciones a elegir entre el apoyo a la democracia israelí o el apoyo a la resistencia de Hamás y Hezbolá, presentada a menudo como «decolonial». Por supuesto, hay que oponerse por todos los medios a la complicidad de la amplia franja reaccionaria y de extrema derecha que domina el paisaje, incluido el Partido Socialista Francés, y relegar a sus representantes al basurero de la historia de la colaboración con los regímenes fascistas.
Dicho esto, en lo que sigue nos centraremos en la extrema izquierda francesa, en cuyo seno prospera una fracción de la constelación decolonial, hoy cuerpo político parasitario del inmenso sufrimiento de los palestinos, en su insistencia a hacer existir la matriz colonial como explicación última, permitiendo supuestamente fundar un régimen de equivalencia universal sobre la base de la identidad de un nuevo sujeto político exportable a todas partes.
No hace falta recordar la larga historia colonial de Francia, que se prolonga hasta nuestros días: baste pensar en la brutalidad de la represión de las revueltas actuales en las Antillas francesas o en Nueva Caledonia. También hay que mencionar las prácticas continuadas de segregación de los descendientes de inmigrantes de las antiguas colonias y otros países del «sur global», acompañadas de una sobreexposición a la violencia policial racista. Las formas de resistencia y los estallidos de disturbios desde los sesenta han seguido puntuando esta violencia estatal: luchas contra la discriminación en el mundo laboral, disturbios en reacción a los crímenes policiales, el nacimiento de luchas organizadas: desde la Marcha por la Igualdad y contra el Racismo tras los disturbios de Vénissieux en 1983 hasta el Mouvement de l’Immigration des Banlieues (banlieue siendo el nombre común de las periferias urbanas guetificadas en Francia) fundado en 1995 en nuevos contextos de tumultos y enfrentamientos con la policía. A este respecto, conviene subrayar que el MIB se caracterizó por sus fuertes vínculos con el tejido social de las zonas urbanas marginalizadas.
El Partido de los Indígenas de la Républica (PIR) se fundó en 2005. Su nombre hace referencia al «Código del Indigenado», un régimen administrativo y penal especial aplicado a los nativos de Argelia en 1834, en plena colonización, y extendido en 1887 a todas las colonias francesas (a excepción de los judíos en 1870, que con el Decreto Crémieux se les concedió la plena ciudadanía francesa). Este decreto no se derogó hasta 1944, ocho años antes del comienzo de la guerra de liberación del pueblo argelino, que terminó con la independencia en 1962. Como sabemos, se produjeron torturas y masacres masivas (incluidos bombardeos con napalm) en el marco de la contrainsurgencia dirigida por el Estado francés (se calcula que más de 400 000 argelinos fueron asesinados por las fuerzas de ocupación).
A diferencia de los movimientos, solidaridades, revueltas y alianzas en los barrios, de los que el MIB había sido un actor notable, con el pensamiento decolonial representado por el PIR y sus avatares posteriores, una cosificación de la identidad conduce a la construcción ideológica de un «nosotros» racializado, autoproclamado y homogéneo, disociado de las experiencias de las comunidades, oscureciendo la pluralidad de los «otros» dentro de las historias y geografías de la migración y del exilio. Y, sobre todo, este «nosotros» requiere un «vosotros» simétricamente racializado: los blancos. Y entonces, no está realmente claro si «blanco» designa un fenotipo, asociado a una posición social de privilegio en sí misma, y que a su vez ignora las múltiples historias de las resistencias proletarias contra la brutalidad de la gubernamentalidad neoliberal, y que podría declinarse en los linajes de una colonialidad «interior».
Este «nosotros» producido únicamente a través de una lógica de la representación, que exige un «vosotros» supuestamente blanco en su homogeneidad simétrica, asocia entonces el cuerpo en sí mismo a una posición social y de subjetivación, la primera dominada, la segunda dominante y culpable por esencia. Primero, entonces, los decretos de identidad. Después, alianzas condicionales que implican la aceptación de un dispositivo que exige un reconocimiento de culpabilidad. Por supuesto, esta «blanquitud», defienden los decoloniales, no reside en una concepción biológica de la raza, sino, según el mantra consagrado, en la raza-socialmente-construida. Pero lo cierto es que lo que identifica al Blanco como sujeto de privilegio es su cuerpo como significante primero y primario. Y tanto peor si esta operación de doble cosificación, que conlleva borrar la pluralidad de historias de las comunidades proletarizadas, sus hibridaciones, la multiplicidad de sus mundos, redobla el aplastamiento ya provocado por la organización y la gestión social del Estado.
Sin embargo, si volvemos al sujeto «racializado» no-Blanco, esto también supone un segundo golpe a la diversidad de historias que pueblan los movimientos migratorios, negando su pluralidad cosmológica, sus afiliaciones dispares y su resistencia al colonialismo, tanto externo como interno a las geografías subalternas. ¿Cómo olvidar que el islam, que a veces se reivindica como emblema decolonial, ha sido y sigue siendo un poderoso agente de colonización de las subjetividades? En su programa de conquista del espacio de la extrema izquierda, este pensamiento decolonial, obsesivamente hipnotizado por las fórmulas de provocación contra el progresismo supuestamente colonizador, destinado sobre todo a impresionar al burgués ingenuamente universalista, acaba por asignar su musulmán fantasagórico a un arché reaccionario, supuestamente asediado por el modernismo occidental. Al mismo tiempo, y en última instancia, se produce entonces una confiscación simultánea de la variedad de la experiencia religiosa.
En definitiva, se instituye así la ficción de un campo político que exige un dispositivo de confesión y contrición por parte de la figura declarada adversa a priori, el Blanco. Y ello (desde el vacío de su arraigamiento en la realidad de las formas de vida populares), dentro del propio campo potencial de las alianzas, al imponer sus condiciones a las posibles composiciones con vistas a las luchas comunes por la emancipación: la exigencia de una prueba de culpabilidad y de un «privilegio blanco» genérico, casi teológico, cualquiera que sea la «clase» a la que pertenezca el llamado Blanco; la revelación de la «inocencia blanca», cualquiera que sea la participación de los llamados Blancos en las luchas, revueltas, solidaridades y deserciones… Si bien todo esto coincide con una especie de matriz cristiana de la confesión, también es un modelo muy liberal, el del desarrollo personal, que requiere la deconstrucción previa de una supuesta identidad con la ayuda del Evangelio decolonial para adquirir finalmente una identidad valorizable en el mercado de la política. Y así es como los actuales avatares del Partido de los Indígenas acaban desprendiendo el embriagador aroma de una secta de conversos…
No nos detendremos en un tedioso catálogo de los desvaríos que pueblan el campo semántico de esta constelación decolonial, de la que los panfletos y discursos de Houria Bouteldja son la ilustración más estridente. Esto ha sido ampliamente documentado por otros, a veces con mala fe reaccionaria.9 Baste recordar los efectos performativos con los que consigue invadir los modos de subjetivación dentro de la extrema izquierda. El resultado final de este proceso declamatorio (o de parodia judicial) es la institución de una lógica de guerra civil y hostilidad, la producción de un enemigo dentro del campo de la emancipación, hasta en la intimidad de los sujetos que se supone que se adhieren a él.
Aparecen entonces aberraciones como la denuncia de la lucha contra la homofobia y la LGTBfobia, que se acompaña de un llamamiento a la rehabilitación de la virilidad «humillada» de la masculinidad «racializada», o la reivindicación de que las mujeres permanezcan fieles a su supuesta comunidad de origen en situaciones de violencia de género, todo ello en nombre de la oposición a un «progresismo» blanco equiparado a la dominación neocolonial. Coqueteos con la homofobia y el antifeminismo, una denuncia obsesiva del filosemitismo de Estado en la que los judíos son tangencialmente reducidos al papel de auxiliares del poder. Y, por último, un «campismo» que lleva a ensalzar el islam, o a apoyar regímenes autoritarios sangrientos, como axioma del antiimperialismo estadounidense. Extendiendo esta lógica ad absurdum, podríamos preguntarnos: ¿qué ocurre con lo racializado cuando tenemos en cuenta el ascenso de una clase media árabe negra, guiada por un ideal consumista y el individualismo del pequeño propietario, tan indiferente como el blanco promedio a la suerte de los nuevos inmigrantes y a la violencia que sufren por parte del Estado, una clase media cada vez más presente en los grandes medios de comunicación, en los gobiernos liberales de derecha e incluso en la extrema derecha? ¿Se trata entonces de racializados blanqueados? ¿Quién decide el grado de blanquitud o de «racialización»? Pues, naturalmente, una vanguardia que, en la confusión que contribuye a crear, persiste en tratar de resucitar a un sujeto social que se aloja en las entrañas de un izquierdismo moribundo; un dispositivo que podría calificarse de fascista «soft», determinando el valor de los seres a partir de una semiótica de la identificación en la que el cuerpo como significante desempeña un papel central.
Lo que vemos emerger entonces es la afirmación de una lógica de Fundamento. El nuevo sujeto social «racializado» pretende así llenar el vacío dejado por el sujeto obrero de clase, que se ha vuelto inoperante con los últimos avatares del capitalismo.10 Lo que parece hacer tan exitoso el campo de la enunciación «decolonial» es que consigue erigirse en la máquina abstracta de representación de una nueva clase, alejada de las experiencias vitales de las comunidades inscritas en los territorios de los mundos obreros, abrumados por los estragos de la atomización liberal-fascista.11 Como sabemos, el izquierdismo aborrece el vacío. Y así, el aparato indigenista no cesa de operar una reinterpretación teleológica de la historia, vectorizada de manera paranoica por causalidades que conducen a efectos ya determinados en su matriz interpretativa.12
A la luz de lo anterior, no debemos subestimar la violencia colonial y poscolonial del Estado francés, ni su atávico racismo institucional (una de cuyas formas es su tenaz islamofobia al más alto nivel de sus instituciones), que se refleja en la recurrente violencia policial y en las persistentes formas de relegación social. En este sentido, hay que tomar nota de la pluralidad de estudios e intervenciones decoloniales. Junto a los panfletos de este campo decolonial identitario, su labor propagandística y su empeño en crear un espacio mediático, podemos mencionar, en contraposición, otros trabajos de investigación, encuestas e intervenciones situadas.13
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La guerra contra los palestinos, y ahora contra los libaneses, ha sido una trágica oportunidad para reactivar la ideología de las políticas identitarias decoloniales en Francia, que está perdiendo terreno estos últimos años. Sin duda, su gusto inmoderado por la provocación, su retórica panfletaria y sus fórmulas de choque, en el vacío de su trabajo de intervención en los universos populares, en las vidas cotidianas inciertas, les habían ido quitando legitimidad. Y otra vez el izquierdismo decolonial ha podido resucitar en el contexto del shock provocado por la barbarie de Israel. Y ello en nombre de una matriz colonial que convoca un régimen de equivalencia entre el palestino y el indígena francés, cualquiera que sea la singularidad de las historias y geografías poscoloniales. Y es entonces que reaparece la compulsión de fundar. Fundar una antropología política presa de las escenas de la representación. Mientras que nuestras catástrofes actuales exigen composiciones ontológicas, ontologías relacionales que hagan lugar. Lugares de la comunidad que se establece en los pasajes y transiciones de la experiencia. Lugares de lo Abierto contra la asfixia que nos encierra en la identidad.
Debemos luchar contra este envenenamiento identitario del campo de la emancipación. Sólo la ayuda mutua en acto, la solidaridad reactivada, una cultura renovada de la interdependencia —es decir, nuevas comunalidades— podrán hacer frente a la atomización liberal-fascista. Y sólo una política de desidentificación social, que abra el camino a los procesos transindividuales que dan existencia a las comunidades, permitirá crear alianzas, aquí en Francia y en otros lugares, para que la solidaridad con el pueblo palestino, en sí misma plural en su realidad histórica, pueda persistir.
Para no volver a caer en la construcción de un sujeto social espectral que aspire a constituirse en totalidad, contra la totalización por exclusión de las masas fascistas atomizadas que se avecina, podemos volver a meditar las palabras de Gilles Deleuze y Félix Guattari: «Lo múltiple debe hacerse, no añadiendo siempre una dimensión superior, sino al contrario lo más simplemente posible, a fuerza de sobriedad, al nivel de las dimensiones de las que disponemos, siempre n-1 (sólo así lo uno forma parte de lo múltiple, restándose siempre de ello)».
No necesitamos un sujeto encerrado en sí mismo en su totalidad ficticia, escudriñando con ansiedad paranoica la aparición de signos amenazadores de extrañeza que le hacen correr el riesgo diferir, presa de la depredación de quienes se conceden el derecho exorbitante de representarlo. Pero, una vez más, alianzas sin condiciones de identidad.
1 Ali Zniber, «Prise de terre et Terre promise : sur l’État colonial d’Israël», en Revue Terrestres, 2 de agosto de 2024 (https://www.terrestres.org/2024/08/02/prise-de-terre-et-terre-promise-sur-letat-colonial-disrael/).
2 Ilan Pappé, «L’effondrement du sionisme», en Revue Contretemps. Revue de critique communiste, 29 de junio de 2024 ( https://www.contretemps.eu/effondrement-sionisme/).
3 Sobre este tema, véase Gershom Scholem, Le Prix d’Israël. Ecrits politiques 1917-1974, L’Eclat, 2017. Esta colección de ensayos, presentados cronológicamente, muestra el debilitamiento gradual de la convicción de Scholem de que judíos y árabes debían vivir juntos, y sin embargo seguía afirmándolo en 1967. Así lo ilustra su pertenencia a la (muy pequeña) organización Brit Shalom, que abogaba por una estricta igualdad de derechos para todas las comunidades en la tierra de Palestina.
4 Para considerar una «larga historia» de Oriente Próximo y sus formaciones políticas indisociables de las tradiciones religiosas, sus procesos imperiales endógenos y la historia de la colonización europea y luego del imperialismo estadounidense, véase Jean-Pierre Filiu, Histoire du Moyen-Orient. De 395 à nos jours, Éditions du Seuil, 2021.
5 Podemos plantear la hipótesis de que, en el plan del 7 de octubre, Hamás intentaba destronar de una vez por todas cualquier apariencia de legitimidad por parte de la Autoridad Palestina, afirmarse como única fuerza de resistencia frente a la brutalidad de la colonización. O bien, la expectativa de una reacción mucho más decidida del «Eje de la Resistencia» contra el enemigo común, el imperialismo estadounidense. Para una visión desde dentro de la lógica política palestina, véase la entrevista de Catherine Hass, Montassir Sakhi y Hamza Esmili con el resistente Khalil Sayegh, en Conditions. Sociétés et cultures musulmanes, septiembre de 2024 (https://revue-conditions.com/entretienkhalilsayegh).
6 Sobre la atomización de la sociedad israelí actual, su sistema jurídico, inseparable del estatuto étnico-religioso del Estado, y la historia del sionismo y la fundación del Estado-nación judío, véase la entrevista de Catherine Hass y Hamza Esmili a Omer Bartov, «Chronique d’une radicalisation. Ce que l’occupation fait à Israël ?», en Conditions. Sociétés et cultures musulmanes, octubre de 2024 (https://revue-conditions.com/entretienbartov); y el texto de Omer Bartov sobre un viaje a Israel en junio de 2024 (https://orientxxi.info/magazine/un-historien-du-genocide-face-a-israel,7577).
7 Eyal Sivan, «Le sort des Palestiniens n’intéresse pas les Israéliens», en Médiapart, 2 de septiembre de 2024 (https://www.mediapart.fr/journal/international/020924/eyal-sivan-le-sorte-des-palestiniens-n-interesse-pas-les-israeliens).
8 Es difícil tomárselo como una anécdota; en Israel, los matrimonios civiles entre judíos y árabes están prohibidos por ley y siguen siendo monopolio de los rabinos.
9 Y podríamos acabar preguntándonos si no es ése el objetivo de la tentativa de existir en el paisaje del espectáculo saturado de brutalidad, tales son las fórmulas groseras de publicistas.
10 Sobre este tema, en el contexto de América Latina, véase la recopilación de textos críticos resoecti a la esencialización de lo indígena por el pensamiento decolonial, que reintroduce la cuestión de la pluralidad de los tiempos históricos: Collectif, Critique de la raison décoloniale. Sur une contre-révolution intellectuelle, Éditions L’Echappée, 2024. Este libro se basa en una selección de textos de una obra publicada en América Latina: Enrique de la Garza Toledo (ed.), Crítica de la razón neocolonial, Buenos Aires, Clasco/Ceil-Conicet/Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Autónoma de Querétaro, 2021.
11 No es sorprendente, por paradójico que parezca a primera vista, que este pensamiento decolonial pueda reivindicar la soberanía en la estela de la France Insoumise (el partido parlamentario de la izquierda en Francia). El pensamiento indígena del que aquí se trata sólo puede existir en una relación especular con la república nacional. La identidad indígena necesita imperativamente el espejo que le devuelva su imagen. Encontramos aquí condensada la operación de reducción al Uno decolonial, referido a un Otro genérico, frente a las multiplicidades que habitan las comunidades.
12 Podríamos mencionar aquí los comentarios recurrentes de Youssef Boussoumah que, en nombre del antiimperialismo estadounidense, justifica (cuando no elogia) los regímenes despóticos de Oriente Próximo. He aquí un ejemplo de su prosa: «Recordemos que la unidad de los frentes es central en la visión del Eje de la Resistencia. Desde el 8 de octubre hasta hoy, la Resistencia Islámica del Líbano ha trabajado incansablemente para apoyar a sus hermanos y hermanas oprimidos de Gaza, mientras que otros han colaborado o, en el mejor de los casos, han guardado silencio sin proporcionar ningún apoyo armado efectivo. En este mar árabe de traición y derrotismo, Hezbolá, por el contrario, ha brillado por su audacia y valentía. Ha lanzado miles de operaciones contra la entidad sionista, anunciando 3763 de ellas en declaraciones oficiales. Ha matado y herido a miles de soldados sionistas y desplazado a más de 200 000 colonos». Les Semeurs, Journal d’opinion, «Trêve de 60 jours au Liban. Israël a obtenu la séparation des fronts ?», 28 de noviembre de 2024 (https://www.lesemeurs.com/Article.aspx?ID=17278). El hecho de que este Eje de la Resistencia, así celebrado con acentos marciales, haya contribuido decisivamente al aplastamiento de la insurrección siria, con las masacres que conocemos, y a mantener en el poder al sanguinario Bashar El Assad, no parece inquietar en absoluto a nuestro amateur geopolítico decolonial.
13 He aquí algunos ejemplos. Malcolm Ferdinand, por ejemplo, con sus trabajos sobre la matriz colonial de la plantación. O los trabajos de Dénètem Touam Bona sobre la resistencia en los mundos del marronaje, sus resonancias contemporáneas, su reflexión sobre el cruce de fronteras y la difuminación de las identidades.