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Entrevista de Michael Löwy a Ernst Bloch: «Lukács tiró por la borda todo lo que le había sido querido y precioso» (1974)

La siguiente entrevista fue realizada por Michael Löwy a Ernst Bloch en 24 de marzo de 1974 en Tubinga, Alemania. Fue publicada en inglés en la revista New German Critique (núm. 9, otoño de 1976, pp. 35-5). En la entrevista también se encontraba presente la arquitecta polaca-alemana Karola Piotrkowska Bloch. En la publicación original se incluía la siguiente nota redactada por Löwy: «El propósito de esta entrevista es aclarar varios aspectos de la relación entre Bloch y Lukács, especialmente durante el periodo comprendido entre 1910 y 1918, en el marco de la problemática general de la formación de una corriente anticapitalista entre los intelectuales alemanes de principios de siglo».

 

Michael Löwy.— ¿Podrías contarnos algo sobre el círculo de Max Weber de Heidelberg? ¿Qué tipo de ideología dominaba? ¿Se puede decir que había una cierta tendencia anticapitalista?

 

Ernst Bloch.— No hay que exagerar… Había un Schiur (seminario privado) que se reunía todos los domingos por la tarde en casa de Weber, en el que participaba la mitad del círculo de Stefan George, así que no eran exactamente revolucionarios… Y el propio Weber estaba lejos de ser un revolucionario. Se consideraba objetivo y portador de una ciencia libre de valores. En aquella época el marxismo no desempeñaba el mismo papel que ahora; se consideraba un modelo entre otros, una realidad literaria entre otras, y por tanto no era objeto de polémica dentro del círculo. Además, era imposible discutir absolutamente nada con gente como Gundolf. Resulta imposible proyectar el presente sobre el pasado de los años 1910-1913.
Cuando estalló la guerra, Weber era un militarista entusiasta; se ponía el uniforme de oficial de reserva para recibirnos todos los domingos.

 

Michael Löwy.— Sin embargo, todavía había una especie de ala izquierda antimilitarista en Heidelberg, que incluía a Lukács, a ti y quizá a otros, ¿no?

 

Ernst Bloch.— Éramos muy pocos. Teníamos un círculo en el que participaba Jaspers, que se había opuesto a la guerra desde el principio. Así que estábamos Jaspers, yo mismo, Lukács, Radbruch —un abogado que pertenecía al ala izquierda de los socialdemócratas—, el economista Lederer y varios más. Toller y Leviné llegaron a Heidelberg más tarde, cuando yo ya me había marchado.
Me gustaría compartir contigo algunas reminiscencias de mi relación con Lukács. Te parece bien, ¿verdad?

 

Michael Löwy.— Por supuesto.

 

Ernst Bloch.— El principio fue así: yo era muy amigo de Georg Simmel en Berlín; él tenía un Schiur en el que yo participaba a veces. Una vez Simmel me invitó a asistir a una de estas reuniones porque quería conocer mi opinión sobre un joven historiador de la literatura y esteticista que había llegado a Berlín con una recomendación de la Academia Húngara de Ciencias. «Una recomendación de esta institución», me dijo Simmel con una sonrisa, «no vale gran cosa; pero el joven me ha enviado un libro sobre la sociología del drama inglés, y me gustaría que hablaras con él y me dijeras después qué impresión te causa». Llegó la fecha fijada para nuestro encuentro y fui a casa de Simmel, pero en realidad había olvidado que tenía la tarea de juzgar al conferenciante. No obstante, intercambié algunas palabras con él. Cuando todos se hubieron marchado, Simmel me preguntó: «Bueno, ¿cuál es tu impresión? ¿Qué piensas de este tipo, cómo se llama, Georg von Lukács, con el que hablaste?». «Ah, sí», le contesté, «es cierto. Pero olvidé por completo lo que me pediste. Sí, hablé con él, pero francamente, no lo sé muy bien. No me causó ninguna impresión».
Más tarde fui a Budapest a visitar a una amiga, Emma Ritoók, que conocía a Lukács, y le conté mi impresión negativa, o más bien mi falta de impresión. Emma Ritoók le comunicó mi opinión a Lukács, y él respondió: «No espero que un filósofo notable sea también un buen juez de los hombres». Su respuesta me desarmó porque yo era incapaz de una «moralidad objetiva» tan superior. Ése fue el comienzo de mi respeto por el hombre al que me referí en El espíritu de la utopía como «el genio de la moralidad».
Así que llegué a conocer a Lukács más de cerca en Budapest de lo que lo había hecho en casa de Simmel en Berlín, y pronto descubrimos que teníamos la misma opinión sobre todo, una identidad de puntos de vista tan completa que fundamos un «parque natural» o «reserva» para nuestras diferencias de opinión, para que no dijéramos siempre las mismas cosas.

 

Michael Löwy.— ¿Cuáles eran esas diferencias de opinión?

 

Ernst Bloch.— Un desacuerdo muy artificialmente preservado, artificialmente mantenido, sobre la relación entre el arte y el mito. Uno de nosotros afirmaba que el arte se oponía al mito, y el otro que el arte era un mito secularizado. En contra de nuestras propias convicciones, acentuamos artificialmente este desacuerdo para que hubiera al menos una diferencia y distinción entre nosotros en el terreno de la teoría. Aparte de eso, no había ninguna. Cuando llevábamos varios meses separados y volvimos a encontrarnos, descubrimos que ambos habíamos trabajado exactamente en la misma dirección. Yo podía continuar donde él lo había dejado, y él continuar donde yo lo había dejado. Éramos como vasos comunicantes; siempre había el mismo nivel en ambos.
Más tarde esta comunidad de ideas desapareció. Pero duró lo suficiente como para que Lukács me escribiera de nuevo a Suiza durante 1918 para proponerme trabajar una filosofía común. Se trataba de su estética —ése era el tema de su tiempo— y quería que yo colaborara en el área de la filosofía de la música. Lukács no sabía nada de música.
Por aquel entonces, para ambos era evidente que opinábamos exactamente lo mismo, aunque trabajábamos con materiales muy diferentes. Lukács se ocupaba de pintura y literatura —de las que yo no sabía nada, como ya he dicho—, pero de música, ése era yo, por supuesto. «No hace falta que me enseñes el manuscrito», me escribió Lukács en una carta, «no hace falta que lo discutamos, sé de antemano que estamos de acuerdo». Esta estrecha relación —casi identidad— entre nosotros continuó hasta 1917-1918 aproximadamente.
El primer desacuerdo serio surgió cuando Lukács fue llamado a filas y aceptó marcharse a Budapest. Ésa fue la primera diferencia de opinión que no pertenecía al «parque natural». El hecho de que se marchara a Budapest y se dejara reclutar, en lugar de emigrar. Yo, en cambio, me fui a Suiza; no quería participar en la guerra. Lukács, en nombre de una moralidad que me resultaba totalmente incomprensible, pensó que lo suyo era ir a Budapest y hacerse soldado. Aún no era una diferencia profunda, pero ya era el principio de una separación. Cuando volvimos a encontrarnos después de la guerra, hacia 1921, el antiguo acuerdo de amistad continuó durante un tiempo, pero ya había cuestiones fundamentales que nos situaban en oposición.
Con respecto a Schopenhauer, por ejemplo. Nuestra relación había sido siempre un aprendizaje mutuo. Así, Lukács me introdujo en Kierkegaard y en el misticismo alemán; yo, por mi parte, le enseñé a estudiar a Hegel más profundamente, por así decirlo. Pero Lukács el hegeliano y Bloch el hegeliano ya no coincidían en Schopenhauer. La cuestión clave era el concepto de verdad: ¿es la verdad algo que justifica el mundo o es hostil al mundo? ¿No está todo el mundo existente desprovisto de verdad? El mundo tal como existe no es verdadero. Existe un segundo concepto de verdad que no es positivista —que se fundamenta en una declaración de facticidad, en la «verificación a través de los hechos»—, un segundo concepto que en cambio está cargado de valor. Por ejemplo, el concepto de «un amigo verdadero», o en la expresión de Juvenal Tempestas poetica, es decir, el tipo de tempestad que uno encuentra en un libro, una tempestad poética, del tipo que la realidad nunca presenció, una tempestad llevada al extremo, una tempestad radical y, por tanto, una verdadera tempestad, en este caso en relación con la estética, con la poesía; en la expresión «un verdadero amigo», en relación con la esfera de la moralidad. Y si eso no se corresponde con los hechos —y para nosotros, los marxistas, los hechos no son más que momentos cosificados de un proceso—, en ese caso, tanto peor para los hechos, como decía Hegel en sus últimos años.
Esta función de ser hostil al mundo, de disolver el mundo, la cumple en la obra de Schopenhauer el concepto de nirvana; el mundo no es verdadero, sólo el nirvana es verdadero. La voluntad de vivir no es verdadera; puede verificarse, por supuesto, pero no debe existir; así se introduce en la verdad un concepto «valorativo», un concepto subversivo del valor.
Así que hubo una gran disputa entre Lukács y yo sobre esta cuestión porque, en mi opinión, el pensamiento de Schopenhauer fue una poderosa fuerza de oposición contra la ideología de lo existente, pero la oposición condujo desgraciadamente al nirvana y no a Marx… Pero valía más que el Hegel reaccionario, por ejemplo, el Hegel que cambió su filosofía del derecho en 1819-1820 después de los Decretos de Karlsbad, haciéndola reaccionaria; no nos interesa ese Hegel, ni tampoco Schopenhauer. No lo necesitamos. Se trata simplemente de reconocer su oposición al mundo existente.
En consecuencia, en 1921 Lukács y yo ya no necesitamos un «parque natural».
Eso no significa que ya no tuviéramos ideas en común. Hay partes e ideas en Historia y conciencia de clase que son expresiones de un punto de vista común y que realmente surgieron de mí, al igual que partes de El espíritu de la utopía y aspectos de su contenido se originaron en conversaciones con Lukács, hasta el punto de que a ambos nos resultaba difícil decir: «Ésta es mi idea, ésta es la tuya». Realmente estábamos profundamente de acuerdo. Pero entonces llegó el Partido, y Lukács tiró por la borda todo lo que le había sido querido y precioso.
En La teoría de la novela, por ejemplo, Lukács sólo se planteaba una pregunta sobre Dostoievski: ¿es el precursor de un nuevo Homero, o es él mismo el nuevo Homero? En aquella época, Dostoievski desempeñaba para Lukács el papel más importante imaginable. Pero varios años más tarde el mismo Lukács escribió una crítica devastadora de Dostoievski que concluía con una frase que recuerdo bien: «Y así, Dostoievski y su gloria se hundirán juntos hacia un final inglorioso».1 ¡Y se trataba del mismo hombre! Más tarde ocurrió algo parecido con Kierkegaard, muy admirado por el joven moralista Lukács sólo para ser completamente aniquilado en El asalto a la razón. Aquí no podía seguirle la corriente. «Mi querido amigo, mi mentor en Dostoievski y Kierkegaard», le dije, «¿dónde está entonces la verdad? Ahora estás diciendo lo contrario, lo más hostil y lo más ciego posible y opuesto a lo que dijiste hace tres años cuando yo era tu alumno. En ese caso, ¿en qué debo basarme: te equivocaste entonces o te equivocas ahora? ¿Qué te ha pasado para que puedas escribir una frase así sobre Dostoievski?».
Bajo la influencia del Partido su horizonte se estrechó, sus opiniones estaban conformes y marcadas con el sello de los apparátchik; su regla de medida eliminaba, destruía y juzgaba mal todo lo que no correspondía a los valores de los apparátchik de Moscú.
Por cierto, en una ocasión en el pasado, ya había demostrado un instinto poco fiable, con respecto a Paul Ernst. Como recordarás, en El alma y las formas, comparó a Paul Ernst con Sófocles. ¿Cómo era posible? Era su neoclasicismo. Y, como ves, este neoclasicismo del joven Lukács (con el que yo no comulgaba) se llamó más tarde «marxismo ortodoxo», también compuesto sólo de orden, líneas rectas, la adoración de la belleza griega, las construcciones kitsch de Stalin en Moscú, etc. Aquí hay una transición, un punto de contacto entre ambos, en el sesgo de su pasión por el orden, que también se manifiesta en la forma en que utiliza a Nicolai Hartmann por ser tan clásico, tan ordenado.
Más tarde, durante la década de 1930, estas diferencias de opinión entre nosotros se desarrollaron aún más en nuestra discusión sobre el expresionismo. Imagino que conoces este debate.
Bueno, yo le tomaba la palabra a Lukács, incondicionalmente, en todo lo que tenía que ver con la pintura, con la estética de la pintura y, por supuesto, con la literatura. Lo seguí en su admiración por Cézanne y la segunda época de Van Gogh; lo seguí porque era él quien lo había dicho, y entendía estas cuestiones cien mil veces mejor que yo, según pensaba entonces. Sin embargo, yo había estado en Múnich en 1916 y descubrí las obras del grupo Blaue Reiter, los escritos y pinturas del expresionismo, y me causaron una gran y profunda impresión. Pero Lukács las despreciaba, tachándolas de producto de «los nervios destrozados de un gitano». Fue entonces cuando empecé a dudar de la validez del juicio de Lukács. Más tarde, como es bien sabido, reaccionaría del mismo modo ante Joyce, Brecht, Kafka, Musil, etc., calificándolos de «artistas decadentes de la burguesía tardía» y nada más. Ésta fue la segunda diferencia de opinión importante que surgió entre nosotros.

 

Michael Löwy.— Hablas modestamente de Lukács como tu mentor en arte, literatura, etc. Pero, por otra parte, Paul Honigsheim, que fue miembro del círculo de Max Weber de Heidelberg, habla de ustedes dos en los siguientes términos: «Bloch, el judío apocalíptico catolicizante, y su seguidor, Lukács». ¿Quizá Lukács fue discípulo tuyo antes de 1914?

 

Ernst Bloch.— Era recíproco. Yo era tan discípulo de Lukács como él lo era mío. No había diferencias entre nosotros. A través de él, me familiaricé con Dostoievski, Kierkegaard y Maestro Eckhart, y a través de mí, Lukács aprendió a entender mejor a Hegel.

 

Karola Bloch.— Estoy descifrando un centenar de cartas de Bloch a Lukács que datan de los años 1910-1914 y que acaban de ser descubiertas en una maleta que Lukács dejó en Heidelberg. En ellas se abordan cuestiones filosóficas y estéticas sumamente interesantes, y se menciona a Hegel con frecuencia. Creo que realmente se puede hablar de una especie de «simbiosis» entre Bloch y Lukács en aquella época.

 

Michael Löwy.— A veces se dice que el personaje de Naphta, el jesuita comunista creado por Thomas Mann, se inspiró en ti o en Lukács. ¿Qué opinas al respecto?

 

Karola Bloch.— Cuando apareció La montaña mágica, la gente pensaba en general que Naphta era una combinación de ciertos rasgos de Lukács y Bloch.

 

Ernst Bloch.— Yo creo que se parece más a Lukács. Para Lukács, el Partido Comunista era la realización de una vieja aspiración. En su juventud, había querido ingresar en un monasterio. El Partido fue un sustituto de este deseo secreto. No le atraía el catolicismo como sistema o doctrina, sino como forma de vida: la solidaridad, la ausencia de propiedad, la existencia monástica tan opuesta a la de la clase media alta a la que pertenecía por su familia y su padre director de banco.

 

Michael Löwy.—¿Cuál fue tu propio camino hacia el marxismo?

 

Ernst Bloch.— Conocí el marxismo a una edad muy temprana. Nací en una ciudad obrera a orillas del Rin, Ludwigshafen, donde el I. G. Farben Trust tenía su sede central. La mitad de los habitantes de la ciudad eran obreros y tuve contacto con los socialdemócratas muy pronto. Tenía conexiones directas con el proletariado, a diferencia de Lukács, que había nacido en una villa del elegante barrio de clase media alta de Budapest. Pero la intensificación de mi actitud anticapitalista y promarxista llegó obviamente con la guerra y más tarde con la Revolución rusa, que acogí con alegría y entusiasmo.

 

Michael Löwy.— Me parece que en un aspecto había una diferencia notable entre ti y Lukács en 1918: mientras Lukács era un tolstoyano obsesionado con el problema moral de la violencia, tú escribiste en El espíritu de la utopía que «es necesario oponerse al poder establecido con lo apropiadamente poderoso como un imperativo categórico con un revólver en el puño».

 

Ernst Bloch.— Jesús dijo hace mucho tiempo: «No he venido a traer la paz, sino que he venido a arrojar fuego sobre la tierra». Además, en 1914-1918, el fuego ardía.
Hay una diferencia muy importante entre poner la otra mejilla, según el Sermón de la montaña, cuando soy el único que ha ofendido, y tolerar la ofensa al prójimo. En el segundo caso debería usar la violencia; el Sermón de la montaña predica la tolerancia hacia los afectados, pero cuando mi hermano es la víctima, no puedo tolerar la persecución, el asesinato. El Sermón de la montaña no es un tratado pacifista. Y Thomas Müntzer tampoco era pacifista, y era mejor cristiano que Lukács.

 

Michael Löwy.— Con respecto a El espíritu de la utopía, hay una frase en el último capítulo que no entiendo muy bien. ¿Podrías explicármela un poco? Tú escribes: «Tal vez haya un camino para llegar a lo que Dostoievski y Strindberg persiguieron como “psicología”, un camino como el de Lukács —y aquí está profundamente cerca de nosotros, asociado con nosotros de nuevo— Lukács el genio absoluto de la moralidad […] que quiere restablecer el sistema de castas sobre una base metafísica».2 ¿Qué significa para ti «restablecer el sistema de castas sobre una base metafísica»?

 

Ernst Bloch.— Es la concepción de Lukács, no la mía. Las castas pensadas son similares a las de la India. Se trata de restablecerlas sobre una base moral, en el sentido de la caballería, por ejemplo: al caballero le están prohibidas muchas cosas que al campesino le están permitidas. Por cierto, es una idea católica. Las dificultades, el ascetismo, aumentan en la cima de la jerarquía; se acumulan las dificultades, no los placeres. Ése es el nuevo significado de las castas. En el capitalismo, ocurre evidentemente lo contrario. El campesino ni siquiera está sometido a prohibiciones porque se le impide objetivamente hacer lo que quiere, mientras que al señor, el patrón, se le permite todo: el lujo, los beneficios de la explotación, la plusvalía; todo se lo mete en el bolsillo. En las utopías sociales hindúes y católicas ocurre lo contrario, y Lukács quería seguir esta tradición. Además, al monje le están prohibidas muchas cosas que al laico le están permitidas. Los monjes son, en cierto sentido, la aristocracia del cristianismo. Ésa era la perspectiva del joven Lukács.

 

Michael Löwy.— Sí, pero tú también escribiste algo sobre una nueva aristocracia, una aristocracia espiritual. En El espíritu de la utopía afirmaste: «El conjunto de una utopía puede presentar así la imagen de una jerarquía que ya no es económicamente rentable, que incluye sólo a campesinos y artesanos en la base y que tal vez se distingue en la cima por el honor y la gloria, por una nobleza sin siervos y sin guerra, por una humanidad que vuelve a ser caballeresca y piadosa, pero de otra manera, y por la autoridad de una aristocracia espiritual».

 

Ernst Bloch.— Es cierto, son castas de otro tipo. En aquella época yo estaba de acuerdo con Lukács.
Hay virtudes que se distribuyen entre las diferentes clases sociales. A la burguesía se le atribuye dedicación, parsimonia, etc. A la nobleza se le atribuye el honor, la fidelidad, el respeto del caballero, etc.; éstas son las virtudes de la caballería.
Por lo tanto, la nueva aristocracia de la que hablaba no era rentable económicamente, es decir, no se basaba en la explotación, sino que, por el contrario, tenía virtudes ascéticas y caballerescas. Éste es el significado de la referencia de Lukács a las nuevas castas, que no tienen significado económico ni de explotación.
Esto nos devuelve a la cuestión del origen y la motivación de una actitud revolucionaria en aquellos que no la necesitan: en los decembristas, en Bakunin, en Lenin, en Marx. No la necesitaban, y Engels, el rico fabricante de algodón de Mánchester, la necesitaba aún menos: ¡lo único que hacía era serrar la rama en la que estaba sentado! ¡Engels era extraordinario! Por lo tanto, estamos hablando de un problema moral. Estamos hablando de virtudes caballerescas, de una herencia moral y cultural que uno puede encontrar en los escritos de Marx y Engels. «Eso no es justo»: este veredicto contra el capitalismo se basa en una norma de valores que es una norma de valores «caballerescos». Se remonta al código de los caballeros, al código de la Mesa Redonda del rey Arturo. Un caballero que no es fiel a la palabra dada es deshonrado. Un capitalista que no es fiel a la palabra dada hace negocios rentables.
Sin embargo, ya no estoy de acuerdo con esto.

 

Michael Löwy.— ¿En serio? ¿Ya no crees que exista cierta conexión entre la norma de valores precapitalista y la del socialismo?

 

Ernst Bloch.— En el socialismo, cada uno produce según sus capacidades, consume según sus necesidades. Es un concepto limitado, un ideal social. Pero, en la medida en que uno se acerca a él, en que desaparece la economía de explotación, cosificación y mercantilización de las personas y las cosas, uno ya no necesita estas virtudes. Uno necesita obligar a alguien a cumplir una promesa solemne, etc. Estos valores deberían desaparecer como la maquinaria del Estado, según Engels. Eso es lo que está pasando en la URSS, donde el Estado es cada vez más fuerte. Ésa no es la vía marxista; algo no va del todo bien.

 

Michael Löwy.— ¡Hay muchas cosas que no están del todo bien en la URSS! Pero me gustaría hacerte otra pregunta: ¿de dónde adquieren los intelectuales la actitud «caballeresca» anticapitalista, gente como Marx, Engels, Bakunin, etc.?

 

Karola Bloch.— Es una cuestión ética que ya se puede encontrar en las conversaciones entre Iván y Aliosha Karamazov.

 

Ernst Bloch.— El proletariado no necesita «moralidad» para rebelarse contra la opresión y la explotación. Pero los intelectuales sólo pueden tener motivaciones éticas porque la revolución se opone a sus intereses personales. Al hacerse revolucionarios, están serrando la rama en la que están sentados. Si Marx hubiera sido un buen burgués como los demás, no habría pasado hambre en Londres… Obviamente, en ese caso, no habría escrito El capital.

 

Karola Bloch.— La primera esposa de Ernst Bloch, Else von Stritzky, era muy rica; su familia poseía grandes minas de oro en Rusia. En la Revolución de 1917, obviamente lo perdió todo, pero eso no influyó en absoluto en el sentimiento de Bloch hacia el Octubre soviético.

 

Ernst Bloch.— Solía decir a mis amigos que había pagado treinta millones de marcos por la Revolución rusa, ¡pero que para mí había merecido la pena! Realmente había obtenido algo a cambio de mi dinero.

 

Michael Löwy.— ¿Qué papel desempeñó en la vida de Lukács su primera esposa, Elena Grabenko? Era una social-revolucionaria rusa, ¿no?

 

Ernst Bloch.— Sé que durante la revolución de 1905 llevaba en brazos a un bebé, un niño pequeño que alguien le había prestado, y debajo de la manta del bebé había escondido algunas bombas. Ésa era Elena. A través de ella, Lukács se casó con Dostoievski, por así decirlo; se casó con su Rusia, su Rusia dostoievskiana que no existía en la realidad.

 

Michael Löwy.— ¡Muy interesante! ¿Qué quieres decir con eso?

 

Ernst Bloch.— Para él, esta mujer era una Sonia, u otro personaje de Dostoievski, una personificación del «alma rusa».
Ése es otro misterio, que, por cierto, también pertenece al tema de su investigación sobre los intelectuales alemanes: ¿por qué Dostoievski y Tolstoi tuvieron tanta influencia en Europa Occidental?

 

Michael Löwy.— ¡Exacto! Es una pregunta en la que he pensado durante mucho tiempo.

 

Ernst Bloch.— El ruso desempeñó un papel tremendo en aquella época. Rainer Maria Rilke escribió esta notable frase: «Otros países están bordeados por montañas, ríos u océanos, pero Rusia está bordeada por Dios». Y según Spengler, por ejemplo, en La decadencia de Occidente, Tolstoi y Dostoievski señalan el futuro de la humanidad. Con ellos comienza una nueva cultura, que ahora sólo ha alcanzado su etapa merovingia. Yo mismo participé en este sentimiento general cuando escribí en El espíritu de la utopía que la Revolución rusa fue el acto de una nueva guardia pretoriana «que entronizó por primera vez a Cristo como emperador». Ésta seguía siendo la Rusia mítica. ¡Con Cristo como Emperador! Y con los pretorianos, que, al contrario que los romanos, ayudaron a establecer el poder de Cristo. Para nosotros, esto era la cristiandad rusa, el universo espiritual de Tolstoi y Dostoievski. ¿Por qué toda Europa occidental sólo veía esta Rusia imaginaria? Era un impulso tanto religioso como moral, que suscitaba esta pasión por el «alma rusa» —comprenderán que estoy utilizando conscientemente el término kitsch para referirme a ella— por algo que hacíamos brillar ante nuestros ojos y que no existía en la realidad.
Lukács sentía tal admiración por esta Rusia soñada que conservaba con cariño los sellos de las cartas de San Petersburgo, sellos rusos con el águila bicéfala y la corona. ¡El asunto llegó tan lejos en su mente que incluyó el águila bicéfala y la corona en la Rusia de Tolstoi y Dostoievski! No con su cerebro, no teóricamente, sino con sus emociones. Ésa fue también la razón por la que se apasionó tanto por la Revolución rusa. Si la revolución hubiera estallado en Francia, no habría tenido el mismo impacto en él. Habría sido un simple asunto del cerebro. Pero Rusia fue un asunto del corazón.

 

Michael Löwy.— Antes de 1914, Max Weber también se sentía atraído por Rusia,

 

Ernst Bloch.— Un poco. Ésa era su otra faceta, más débil que el aspecto nacionalista alemán, pero que sin embargo estaba ahí. Eso fue lo que le atrajo de Lukács: la admiración común por Tolstoi y Dostoievski.

 

Michael Löwy.— Una última pregunta, si no es molestia: ¿en qué tema estás trabajando actualmente?

 

Ernst Bloch.— Estoy escribiendo mi último libro, que trata de la cuestión del sentido y el significado último de la vida, del mundo, de la humanidad. Una pregunta que la religión plantea sin responder realmente. Una pregunta que está muy bien formulada, por cierto, en este viejo proverbio que encontré una vez en casa de un campesino bávaro: «De dónde vengo, no puedo decirlo; adónde voy, no puedo verlo; que sea tan feliz, me asombra».

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