Este texto fue publicado originalmente en francés por Eduardo Viveiros de Castro en Les temps qui restent, núm. 1, el 16 de marzo de 2024.
Nota editorial de Les temps qui restent: La encíclica Laudato si’ de 2015 del papa Francisco sonó como un giro ecológico en la teología política católica. Se pidió al antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro que comentara este acontecimiento, y sostiene que el retorno del cristianismo a la Tierra tropieza con su antropología: el ser humano se distingue de todas las demás criaturas por su devenir angélico, prometido para el final de los tiempos. Lo contrasta con otra forma de pensar la excepcionalidad humana: la del «animismo», sobre todo en las cosmologías amazónicas, donde lo humano es la forma que toda entidad tiene para sí misma. No es en el tiempo, sino en el espacio, donde el ser humano negocia su diferencia. Y concluye: hay que «llevar a cabo una reforma agraria en filosofía».
Este texto es una versión escrita y ampliada de una conferencia pronunciada en el Coloquio Internacional «Gaia frente a la teología: el desafío religioso del cambio climático», celebrado en el Collège des Bernardins de París en febrero de 2020.1 El anuncio de la conferencia afirmaba que:
El objetivo de este coloquio es reflexionar sobre las formas en que la teología, la política y la ciencia pueden enfrentarse a Gaia. El cambio climático nos obliga a tener en cuenta una profunda transformación en nuestra relación con la Tierra. Esta transformación se resume en la enigmática figura de Gaia, expresión que remite tanto a las nuevas ciencias de la Tierra como a los nuevos mitos. Hasta ahora, la religión cristiana, formada en una época en la que esta transformación, causada en gran parte por la actividad humana, era aún desconocida, no ha dimensionado todavía la inmensidad de lo que está en juego. La encíclica Laudato si’ del papa Francisco ha desempeñado ciertamente un papel de despertar y de alerta, pero aún no ha sido asimilada por los fieles. El objetivo de este coloquio es que la nueva figura de Gaia sacuda al máximo las formas de expresión de la religión. Se trata tanto de la ciencia del sistema Tierra como de la mitología, la exégesis y la política.
Laudato si’ y la teología del aterrizaje
En primer lugar, quisiera señalar que la posición relativa de los «actuantes» de nuestro coloquio no parece estar perfectamente clara para los organizadores. Su título es, en efecto, «Gaia frente a la teología», pero la página del anuncio nos advierte de que pretende «reflexionar sobre las formas en que la teología, así como la política y la ciencia, pueden enfrentarse a Gaia». Esto plantea la cuestión de quién debe enfrentarse a quién. De hecho, a continuación se afirma que «el objetivo de este congreso es que la nueva figura de Gaia sacuda al máximo las formas de expresión de la religión». Así pues, parece que no se trata tanto de la realidad de Gaia en la época del Antropoceno —el «cambio climático»—2 como de la necesidad de que la Iglesia católica asuma plenamente a Gaia, de darle un sentido teológico-político capaz de informar activamente la praxis del Pueblo de Dios. Pero también en este caso, el tema de la conferencia sigue siendo algo ambiguo: ¿nos invita Gaia a repensar sólo las formas de expresión, o también algo de la sustancia del contenido de la religión cristiana? ¿Sería este contenido inmutable e intocable, yaciendo su fundamento fuera de Gaia, más allá de Gaia? En ese caso, se trataría simplemente de encontrar un lugar en el corpus doctrinal cristiano para la novedad mundana de Gaia, digamos un acuerdo o una conexión entre la escatología cristiana y la colapsología mediática. ¿O en realidad se nos invita a reflexionar sobre la posibilidad y la necesidad de una reorientación sustancial de la teología ante la intrusión de Gaia? El subtítulo de la conferencia, «El desafío religioso del cambio climático», sugiere que al menos podemos imaginar que el cambio climático provocará ciertos cambios religiosos —quizá ya esté en proceso de hacerlo— tanto dentro como fuera de la esfera de la cristiandad, cambios que requieren una reflexión cuidadosa y urgente.
Desde hace algún tiempo, me siento cada vez más inclinado a considerar la hipótesis (o quizá deberíamos hablar más bien de presentimiento) de que el Antropoceno —el acontecimiento y el concepto— marca no sólo el fin de la Modernidad (Bruno Latour), sino también la culminación por inversión del viaje de tres mil años inaugurado por la Era Axial (Karl Jaspers).3 Jaspers situó la Era Axial entre los siglos VIII y II a. C., y vio en ella el nacimiento de la idea de una historia universal de la humanidad, con la aparición simultánea de modos de indagación abiertos en varios continentes (el taoísmo en China, el zoroastrismo en Irán, los Upanishads en la India, los presocráticos en Europa). Pero con el advenimiento de lo que Dipesh Chakrabarty denomina «historia universal negativa», que puede remontarse (digamos) a 1492, el gran avance metafísico que Jaspers vio en la universalidad «axial», al convertirse en mucho más que una idea, se realiza, pero a la inversa, a través de la figura de una catástrofe universal. Esto significa, en concreto, que los recursos intelectuales legados por la Era Axial han agotado su atractivo, su capacidad de ser reactivados (reinventados) cada vez que surge una crisis histórica (ya sea política, religiosa, cultural, ecológica, etc.).4 Y eso significa que tenemos que salir de «nosotros mismos», es decir, reinventar nuestros instrumentos de reinvención.
Mi contribución a este coloquio adoptará la forma de una serie de preocupaciones, que obviamente no soy el primero en expresar (ni aquí ni en ningún otro lugar), impulsadas por una lectura agnóstica (también en el sentido de antignóstica) de la encíclica del papa Francisco, Laudato si’ (en adelante abreviada LS),5 basada en mi experiencia como antropólogo especializado en cosmologías indígenas de la Amazonia. Recientemente tuve la oportunidad de leer el Documento final del Sínodo sobre la Amazonia celebrado en el Vaticano el pasado mes de octubre,6 un texto de gran importancia en cuanto a las implicaciones del LS para la acción de la Iglesia en esta inmensa región que, en términos de cambio climático de origen antrópico, es la segunda región más vulnerable de la Tierra después del Ártico. La Amazonia, como todos sabemos, es la mayor selva tropical del planeta (5.5 millones de km2, la mitad de la superficie total de Europa); es la tierra prometida de la biodiversidad y la sociodiversidad, de la vida en estado salvaje, es decir, la vida «no domesticada con vistas al rendimiento» (definición de Lévi-Strauss de «pensamiento salvaje»), una región cuyos habitantes humanos y no humanos son aún muy poco conocidos. La Amazonia brasileña (60 % del bioma) es la región del planeta con mayor número de comunidades autóctonas clasificadas como aisladas, es decir, aún no capturadas y controladas por un Estado nacional. La Amazonia está al borde de un catastrófico colapso ecológico, resultado de la extracción ilegal de madera y del lavado clandestino de oro, de la implantación de la industria minera transnacional a gran escala (petróleo, oro, etc.), de la deforestación a gran escala para crear ganado y de la plantación de monocultivos, todo ello para la exportación, por supuesto. Así que son ustedes (los europeos) los que están en el otro extremo de la cadena. Ustedes, junto con los estadounidenses y los chinos, por supuesto.
Las pobaciones indígenas que viven hoy en Brasil son objeto de una deliberada campaña de exterminio cultural por parte del Estado: ecológica (invasión de sus tierras), social (ataque a los fundamentos morales de su economía), política (no respeto de sus derechos constitucionales) y espiritual (agresivo proselitismo evangélico), campaña que no duda en recurrir al exterminio físico. Estamos frente a un gigantesco ecocidio y etnocidio sistemático, que lamentablemente no comenzaron hoy, sino que han sido brutalmente acelerados por el gobierno de extrema derecha que asumió el poder en Brasil en 2019 y que considera a los pueblos aborígenes, es decir, a los pueblos originarios, como invasores del territorio brasileño, como una amenaza a la soberanía nacional.7 Un gobierno negacionista climático que no pierde ocasión de mostrar su abyecto servilismo al ex (y quizás futuro) presidente de los Estados Unidos, Donald Trump; que ha importado de ese país las técnicas propagandísticas de la «alt-right»; que está aplicando una política económica inspirada en el Chile de Pinochet, abiertamente dirigida por y para el gran capital. Un gobierno ferozmente extractivista, antiindígena, racista, oscurantista, mafioso y corrupto, cuyo presidente es un admirador declarado de la dictadura militar de 1964-1985, que elogia públicamente la tortura, y que está asociado por lazos de parentesco y amistad con poderosos grupos criminales de las fuerzas de seguridad. Es un gobierno que utiliza la «guerra cultural» como una de sus banderas contra la educación pública, las universidades, la investigación científica, la creación artística y el pensamiento en general. Y por último, pero no menos importante, un gobierno que se proclama profundamente cristiano, y que fue elegido con el doble de votos evangélicos (la gran mayoría de ellos neopentecostales) que el candidato del Partido de los Trabajadores (el voto católico se repartió a partes iguales entre los dos candidatos, y las corrientes carismáticas y reaccionarias votaron por el candidato vencedor). Hace menos de una semana,8 un misionero evangélico fue nombrado para coordinar a los indios aislados de la Fundación Nacional para los Pueblos Indígenas9 la conversión integral de los indios al cristianismo evangélico es ahora política de Estado; una conversión que es claramente la antítesis de la «conversión ecológica integral» predicada por el papa Francisco y los obispos de la Amazonia.10 Ayer, el gobierno envió a la Asamblea Nacional un proyecto de ley que autoriza la extracción de minerales y petróleo en territorios indios, en total contradicción con la Constitución Federal. En resumen: el genocidio, el etnocidio y el ecocidio están en marcha.
Antes de pasar a las preguntas que me planteé tras leer el LS y el documento final del Sínodo para la Amazonia, me gustaría dejar claro que considero el LS como un documento revolucionario, comparable a la encíclica Paz en la Tierra (1963), que también podría haberse llamado «Paz con la Tierra», en la medida en que su postura sobre la amenaza climática es similar a la de Juan XXIII sobre la amenaza nuclear. La encíclica del papa Francisco marca sin duda un giro decisivo en la doctrina católica sobre la relación entre los seres humanos y sus condiciones materiales de existencia, al insistir en que estas condiciones, al igual que las relaciones intrahumanas que sustentan, forman parte de la red total de interdependencias que constituyen el tejido de la vida terrestre (Gaia). Dicho esto, permítanme pasar a mis preguntas, o más bien a mis preocupaciones geoteológicas sobre el LS, preocupaciones que no son muy distintas de las que me suscitaron las páginas de Deleuze y Guattari sobre la geofilosofía: en resumen, en ambos casos hay una insistencia inquietante en la singularidad, de hecho la excepcionalidad, de ciertas figuras de la historia mundial (la especie humana y la filosofía griega, respectivamente).11
La cuestión principal, desde un punto de vista «teórico», es si resulta convincente la clara distinción que hace Laudato si’ entre el antropocentrismo cristiano, piedra angular de la doctrina, y lo que la encíclica condena como «antropocentrismo moderno» (§ 115 y ss.). Pero sobre todo, la cuestión es si la distinción es suficiente, y muy precisamente si es suficiente para hacer justicia a Gaia teológica y políticamente.
Por supuesto, el intento de la encíclica Laudato si’ de proponer un compromiso entre inmanencia y trascendencia puede resultar más inclusivo que el que la teología cristiana postula como su fundamento (la Encarnación); así es como interpreto la dimensión profundamente innovadora del LS. Este intento ha sido acusado por los católicos conservadores de promover afirmaciones temerarias, incluso heréticas, no sólo porque retoman el espíritu «izquierdista» de la teología de la liberación, con su crítica a la injusticia económica y social, sino también porque insinúan un «coqueteo con el panteísmo» y hacen «concesiones al paganismo», con su «ecoteología». Cualquier lectura del LS desde un punto de vista agnóstico y biocéntrico —como el mío—, que no puede dejar de inquietarse por los puntos de intransigencia teológica que de algún modo compensan la audacia de otras posiciones de la encíclica, menos aún puede pasar por alto el hecho de que el papa Francisco se enfrenta a poderosos enemigos, tanto dentro como fuera de la Iglesia católica.
Pero he aquí, no obstante, los dos puntos que me parecen más importantes desde una perspectiva más amplia, cuestiones que quizá calificaría de propiamente cosmopolíticas:
1. En cuanto a la trascendencia y la dimensión escatológica del LS, ¿es este compromiso suficientemente sólido para hacer frente al apocalipticismo ecocida de los movimientos evangélicos (y de ciertas corrientes carismáticas dentro del catolicismo), que han arrasado como un tsunami vastas regiones de la Tierra? No olvidemos que si existe una teología del negacionismo climático, se encuentra en el movimiento neopentecostal, es decir, entre los cristianos. De hecho, ni siquiera se trata de una teología negacionista, sino de una oposición teológicamente motivada a cualquier movimiento, grupo generacional, categoría profesional o corriente de opinión que hable de la catástrofe ecológica como algo contra lo que hay que luchar, porque queremos que llegue la catástrofe, estamos esperando el fin del mundo, no queremos que lo «retenga» algún katechon, como los pueblos indígenas de la Amazonia, por ejemplo, que creen que sus chamanes impiden que se caiga el cielo, y que por tanto, desde el punto de vista de estos cristianos, retrasan la subida de los elegidos al cielo. En cuanto a la dimensión inmanente y ecológica de la encíclica LS, nos preguntamos si la teología de la sobriedad predicada en la encíclica tiene la fuerza persuasiva necesaria para neutralizar la atracción de la teología de la prosperidad y de su compañera aún más siniestra, la teología de la dominación, el «dominionismo», movimiento que pretende instaurar un Estado teocrático bajo la égida de un Cristo Pantocrátor. Con Estados Unidos como epicentro, se está desarrollando una convergencia política entre, por un lado, las masas que desean el Armagedón y esperan el Rapto (mientras esperan la consumación de los tiempos, consumen materialmente lo que queda del futuro) y, por otro, las élites que se arman hasta los dientes para defender sus búnkeres con aire acondicionado mientras se preparan para abandonar la Tierra a la miseria y al caos.15 Y no se trata sólo de teología de la prosperidad o de dominionismo: en materia de inmanencia, está claro que el movimiento evangélico ha resultado sorprendentemente más eficaz que la Iglesia católica en cuanto a su capacidad de conversión y movilización, gracias a la continuidad social, económica y psicológica que ha sabido establecer entre los momentos «sagrados» y «profanos» de la vida de los fieles.
2. Por lo que se refiere a la atención especial que debe prestarse a los «valores» y a las «tradiciones culturales» de los pueblos «autóctonos» a los que se refiere LS (§ 146, § 179) —no sólo porque están particularmente amenazados por la codicia y la corrupción capitalistas, sino porque estas tradiciones son ejemplos de respeto y de amor a la tierra, en los que los cristianos deberían por tanto inspirarse—, la cuestión que Pierre Clastres planteaba a la etnología debería extenderse a la teología: «Ya no proyectamos sobre las sociedades primitivas la mirada curiosa o divertida del aficionado más o menos ilustrado, más o menos humanista; las tomamos en serio, por así decirlo. La cuestión es: ¿hasta qué punto las tomamos en serio?». Esta cuestión se pone especialmente de relieve en el Documento final del Sínodo para la Amazonia, que parece ir más lejos que LS en lo que respecta a las tradiciones indígenas, proponiendo una «conversión cultural» como parte integrante de la «conversión ecológica» de la Iglesia amazónica, y legitimando las «fuerzas espirituales» inmanentes que los pueblos indígenas identifican en la creación. Cito el § 9 del Documento final:
La búsqueda de la vida en abundancia por parte de los pueblos indígenas de la Amazonia se materializa en lo que ellos llaman el «buen vivir», y que se materializa plenamente en las Bienaventuranzas. Se trata de vivir en armonía con uno mismo, con la naturaleza, con los seres humanos y con el ser supremo, porque hay intercomunicación entre todo el cosmos, donde no hay exclusiones ni excluidos, y donde podemos crear un plan de vida plena para todos. Tal comprensión de la vida se caracteriza por la interconexión y la armonía de las relaciones entre el agua, el territorio y la naturaleza, la vida comunitaria y la cultura, Dios y las diversas fuerzas espirituales.
Ambos puntos se refieren, en definitiva, a la compleja relación entre la teología cristiana y la inmanencia, o más bien a la relación entre la inmanencia, la trascendencia y los diferentes significados que se dan a la dimensión de lo sobrenatural en la teología cristiana y en las cosmologías extramodernas o antimodernas. En una palabra, se trata de saber hasta qué punto la teología cristiana está por fin dispuesta a aprender de lo que tenemos la mala costumbre de llamar animismo, a aprender por fin a «reactivar el animismo», en el sentido que Isabelle Stengers da a estas dos palabras.18
La escatologización de la inmanencia
El imaginario espacio-temporal —científico, filosófico y político— construido en torno a la antigua figura de Gaia y su más reciente acompañante, el Antropoceno, se ve atraído y repelido por la distinción característica de la Modernidad, a saber, la existente entre Naturaleza y Cultura. «Gaia» gravita semánticamente en torno al polo de la Naturaleza, al tiempo que lo problematiza, articulando (por no decir oponiendo) la universalidad planetaria y física de Galileo con la singularidad biogénica terrestre de Lovelock-Margulis. El «Antropoceno», por su parte, destaca el polo de la Cultura o la Sociedad —en sus diversas encarnaciones: capitalismo, tecnología, colonialismo, etc.— al mismo tiempo que problematiza el bicameralismo físico/político moderno, al subrayar la convergencia de escala (cronológica, geográfica y termodinámica) entre los procesos biogeoquímicos de origen antrópico y no antrópico.
La idea de una «apuesta religiosa en el cambio climático» sugiere, sin embargo, que una tercera dimensión cosmológica o categoría ontológica está destinada a conformar la fisonomía de Gaia, una dimensión que llamaré, a falta de un término mejor, lo Sobrenatural. La llamo «sobrenatural» no sólo porque Gaia hace un guiño a los «nuevos mitos» —o más bien, llama nuestra atención sobre la sabiduría contenida en los viejos mitos—,19 sino también porque el término «Antropoceno» designa el fracaso del excepcionalismo humano (el «doblete empírico-trascendental» de Foucault) como fundamento sobrenatural del capitalismo (el capitalismo como religión, en términos de Walter Benjamin). Es más, el colapso de la dualidad Naturaleza/Cultura libera y reactualiza la dimensión original que siempre ha insistido tras ella, y cuya «naturaleza» (en el sentido de esencia) puede describirse, dado nuestro vocabulario culturalmente limitado, como «espiritual», ya que concierne al aspecto encarnado (inmanente) de Gaia la trascendente, es decir, su significado. Es en este sentido que hay «apuestas religiosas» en juego en el cambio climático, y que la pareja Antropoceno-Gaia nos enfrenta a lo «sobrenatural», es decir, al probable advenimiento de una nueva «formación geoespiritual», como propone Bronislaw Szerszynski;20 quizás incluso con la promesa de una «segunda Era Axial», siempre según este autor. O, como sugiere Bruno Latour, esta pareja nos enfrenta a una elección entre diferentes Tierras posibles, siendo Gaia sólo el nombre de una de ellas.21 Otra forma de pensar la reemergencia de una dimensión geoespiritual en la nueva era post-axial del Antropoceno es observar cómo lo trascendental kantiano ha dejado de ser tomado como ancla cognitiva, columna vertebral de la constitución inmutable y distintiva de lo humano, para entrar en un régimen «sobrenatural» de variación continua, materializándose en diferentes agenciamientos técnicos y diferentes formas de vida, ya sean humanas o no humanas, bióticas o abióticas, corpóreas o espectrales.22
La dimensión sobrenatural o espiritual que emerge en el horizonte de Gaia puede concebirse al menos de dos maneras. En la vulgata teocosmológica cristiana, constituye un tercer polo trascendente —el Reino de Dios—23 que abarca la dualidad Naturaleza/Cultura de forma absoluta, pero también asimétrica, puesto que el ser humano (el ser de la Cultura) está, por así decirlo, ya a medio camino de la trascendencia, dado que posee un «valor particular», una «dignidad eminente», «única» e incluso «una dignidad infinita».24 En este punto, la encíclica se mantiene fiel a la ortodoxia, que afirma la «jerarquía de las criaturas» y la condición del hombre como «cumbre de la creación» (Catecismo de la Iglesia católica, § 342-343). En cambio, en los mundos extra-modernos o «extra-axiales», la dimensión espiritual tiende a pensarse como la inmanencia de la naturaleza en la cultura y viceversa; en otras palabras, lo sobrenatural es el modo de existencia de la cultura pensada sub specie naturae, bajo el aspecto de la naturaleza (dimensión «mágica» de la inmanencia) y de la naturaleza pensada bajo el aspecto de la cultura (dimensión «animista»).25
Esta alternativa es cualquier cosa menos indiferente. La distinción entre algo sobrenatural concebido como trascendencia jerárquica sustancial —afirmación del estatuto excepcional del ser humano dentro de la creación—, o como inmanencia horizontal —la condición humana como estado de base y versión original común de todos los existentes (volveremos sobre esto más adelante)— indica límites que me parecen difíciles de franquear para una recepción integral de Gaia por parte de la teología cristiana, incluso en la versión «ecologizada» de Laudato si’. La espectrología cristiana, que exige la extinción escatológica de toda animalidad del ser humano y niega categóricamente el estatuto de «persona» a todo ser vivo no humano, no ofrece ninguna solución evidente, ni metafísica ni política, a la situación conocida como el «Antropoceno».26 En el Reino de Dios de la escatología cristiana clásica, al menos, toda la biodiversidad habrá sido aniquilada, porque sólo los cuerpos impasibles, sutiles y ágiles de los humanos resucitados ocuparán su lugar al lado de los ángeles y ante Dios (según la jerarquía ascendente de perfección feritas/humanitas/divinitas). El dogma de la resurrección de la carne, piedra angular de la Iglesia, «no presupone […] una restauración de la condición adánica original […] sino su superación en la forma angélica».27 Fabián Ludueña, en quien me apoyo aquí, caracteriza la escatología cristiana como un proyecto teológico-político de reconstrucción de un hombre angélico, es decir, puramente humano, liberado de la animalidad que el Adán terrenal tiene en común con el resto de los vivientes: «En verdad, el hombre es el ser que ha logrado superar al animal».28 Ludueña ve en ello la presencia de una tendencia gnóstica en el cristianismo, sugiriendo, además, la continuidad de esta antropología angelomórfica en las corrientes contemporáneas que defienden la «Singularidad», esa religión tecnopolítica originada en Silicon Valley, que promete liberar a la especie humana de su plataforma orgánica y animal e inmortalizarla en la nube computacional; o, en algunas versiones más modestas, que promete liberar a la humanidad de su prisión planetaria en estado de colapso ambiental y partir a colonizar espacios infinitos.29 (¿Quizá exista una profunda afinidad metafísica entre angelología y colonialismo?).
No he optado por expresar mis preocupaciones en términos de contraste entre las nociones de trascendencia e inmanencia simplemente por un deseo de filosofar a la vieja usanza. Me baso aquí, aunque vagamente, en el reciente libro del historiador Alan Strathern, Unearthly Powers, en el que desarrolla un contraste dinámico y complejo entre «religiones inmanentistas» y «religiones trascendentalistas» (judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo, jainismo, confucianismo, en resumen, las religiones —y filosofías— de la «Era Axial»).30 No tengo tiempo para hablar de este libro tan importante. Uno de los argumentos que se pueden retener aquí es que las religiones de la trascendencia (ontológicamente dualistas, individualistas, eticizantes, universalistas, soteriológicas, ideológicamente agresivas, etc.) siempre deben transigir con las inclinaciones inmanentistas («cosmológicas», animistas, intramundanas, pragmáticas, localistas, etc.) que informan las religiones «pre-Axiales» y que el autor considera cognitivamente innatas, es decir, naturales.31 La historia de las grandes religiones, por ejemplo, muestra una alternancia regular entre momentos trascendentalistas (reformistas) e inmanentistas («popularizaciones»). Pero incluso el cristianismo, religión fundada sobre un compromiso sin precedentes entre inmanencia y trascendencia (Cristo) —o quizás deberíamos decir sobre el esfuerzo más formidable por inmanentizar la trascendencia— no puede prescindir de afirmar la trascendencia en última instancia, y con particular fuerza. Así, en el § 81 del LS se afirma claramente el «suplemento de alma» (en sentido literal) como núcleo duro de la antropología cristiana. Francisco escribe:
Aunque el ser humano también conlleva procesos evolutivos, implica una novedad que no puede explicarse plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros posee una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con Dios mismo. La capacidad de reflexión, argumentación, creatividad, interpretación, desarrollo artístico y otras capacidades sin precedentes revelan una singularidad que trasciende los ámbitos físico y biológico. La novedad cualitativa que supone la aparición de un ser personal en el universo material presupone una acción directa de Dios, una llamada particular a la vida y a la relación de un Tú con otro tú. A partir de los relatos bíblicos, consideramos al ser humano como un sujeto, que nunca puede ser reducido a la categoría de objeto.
Pero es en el § 119, que sigue a una severa crítica de la «moderna desmesura antropocéntrica» —la arrogancia tecnocrática que hace creer al hombre que puede sustituir a Dios—, donde la tensión se expresa con la máxima claridad:
La crítica del antropocentrismo tampoco debe eclipsar el valor de las relaciones entre las personas. Si la crisis ecológica es el brote o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el medio ambiente sin sanear todas las relaciones fundamentales del ser humano. Cuando el pensamiento cristiano reivindica para el ser humano un valor especial, superior al de las demás criaturas, ello da lugar a una valoración de cada persona humana y conduce al reconocimiento de los demás. La apertura a un «tú» capaz de conocer, amar y dialogar sigue siendo la gran nobleza de la persona humana. Por eso, para una adecuada relación con el mundo creado, no es necesario debilitar la dimensión social del ser humano ni su dimensión trascendente, su apertura al «Tú» divino. En efecto, no podemos concebir una relación con el entorno aislada de la relación con los demás hombres y con Dios. Eso sería individualismo romántico, disfrazado de belleza ecológica, y un sofocante aprisionamiento en la inmanencia.
Este argumento me parece inaceptable. Por supuesto, Francisco quiere subrayar la indisociabilidad entre justicia social y justicia medioambiental, y advertir contra un ecologismo de los ricos o contra una misantropía nihilista. Pero no creo que el rechazo de toda forma de antropocentrismo, incluido el antropocentrismo cristiano reafirmado aquí,32 nos ponga en peligro de relegar a un segundo plano la dimensión social del ser humano. De hecho, creo que ocurre exactamente lo contrario.33 Tanto más cuanto que el «individualismo» criticado en este párrafo, ya sea «romántico» o posesivo,34 es un valor cardinal que la sociología y la antropología históricas han asociado al universalismo cristiano, y que el énfasis en la «identidad personal», concebida como la interioridad del sujeto en unidad con Dios (el «Tú»), se ha asociado a menudo a un debilitamiento de las relaciones sociales y comunitarias (Lucas 14, 26). Tampoco creo necesario vincular la dimensión social del ser humano a su dimensión trascendente —sobre todo cuando esta última se reivindica celosamente como un «valor particular superior» al de las demás criaturas—, ya que la socialidad es la condición inmanente y eminente de toda la vida de Gaia. Pero todo sucede como si «la distancia infinita entre la naturaleza y el Creador» (§ 88) fuera mucho más infinita para las criaturas no humanas que para las criaturas humanas.
La insistencia en el valor superior de los seres humanos en relación con las demás criaturas me recordó un famoso pasaje de la Teodicea de Leibniz:
Toda perfección o imperfección en la criatura tiene su precio; pero no hay ninguna que tenga un precio infinito. […] Es cierto que Dios da más importancia a un hombre que a un león; sin embargo, no sé si se puede asegurar que Dios prefiera a un hombre a toda la especie de los leones en todos los aspectos; pero si así fuera, no se seguiría que el interés de un cierto número de hombres prevaleciera sobre la consideración de un desorden general extendido sobre un número infinito de criaturas. Esta opinión sería un vestigio de la vieja y muy denostada máxima de que todo está hecho únicamente para el hombre.
Por analogía, podría decirse que «Dios tiene en más alta estima» a la especie humana que a cualquier otra especie en particular; sin embargo, no sé si puede decirse que Dios prefiere sólo a la especie humana que a todas las demás especies tomadas colectivamente, en todos los aspectos. ¿Qué es la Sexta Extinción, sino «el desorden general extendido entre un número infinito de criaturas»?
Hablemos de este desorden. Sabemos que el Antropoceno no es obra de una sola especie, y que la destrucción de las condiciones de existencia de innumerables especies vivas no es obra de todos los seres humanos. Pero el hecho es que todas las cadenas causales que conducen a la destrucción de la vida terrestre pueden remontarse a acciones humanas. Andreas Malm y Alf Hornborg, defensores del nombre «Capitaloceno» para designar nuestra época de catástrofes, han argumentado, quizá irónicamente, que el concepto de «Antropoceno» sólo tendría sentido «desde el punto de vista de los osos polares».37 Pero precisamente por eso defiendo este concepto. Desde el punto de vista de la humanidad (es decir, de la especie humana vista, por así decirlo, desde dentro),38 esta época de catástrofes quizá merezca llamarse el «Capitaloceno». Pero para las abejas, los osos polares y los koalas, se trata efectivamente del Antropoceno. Decir «Antropoceno» es decir que el punto de vista correcto para aprehender el colapso medioambiental en curso es el de los seres vivos no humanos: el concepto de Antropoceno nos lleva a considerar la especie humana desde fuera, la única perspectiva que le da coherencia pragmática. Esto nos devuelve a Chakrabarty y su «historia universal negativa», una negatividad a la que la Sexta Extinción confiere una siniestra positividad.
La teología del LS supone por tanto una equivalencia, o incluso una identidad, entre la especificidad relativa o reflexiva del ser humano y su excepcionalidad sustancial y absoluta. Toda excepción es una exterioridad a una norma determinada, una exención de responsabilidad en el dominio definido por esa norma, una especie de infinitud privada o exclusiva. Ahora bien, me parece que no es legítimo partir de la constatación (que no tiene nada de particularmente cristiana) de un carácter especial del ser humano a sus propios ojos para acabar afirmando su carácter excepcional a los ojos de los demás seres. Es precisamente esta pretensión de excepcionalidad espiritual la que rechazan las religiones inmanentistas extraaxiales o extramodernas.39 Y es esta reivindicación, «secularizada» en la excepcionalidad ontológica (LS § 8 habla de «una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico»), la que funciona, todo sea dicho, como el presupuesto central de la irresponsabilidad cósmica de la civilización tecnocapitalista moderna. En resumen: no puede haber desmesura antropocéntrica moderna sin un antropocentrismo teológico previo.
La relación entre la no excepcionalidad de la especie humana y el cuidado de la Tierra queda clara —y aquí pongo sólo un ejemplo entre mil— en un pasaje de un libro del que todos aquí hemos oído hablar, si no leído, La caída del cielo, del pensador yanomami Davi Kopenawa y el antropólogo francés Bruce Albert. Este asombroso libro es, entre otras cosas, un discurso profético sobre el pecado ecológico de los blancos, un discurso que señala el camino hacia lo que podríamos llamar una «escatologización de la inmanencia», por oposición a la famosa «inmanentización del eschaton» de Voegelin: la idea, obviamente no cristiana, de que Gaia es el Reino, y que la «ecología» es directa, inmediata e inmanentemente escatológica. Esto es lo que las cosmologías extraaxiales tienen que decir sobre cualquier aspiración a una «ecología integral»:
Omama [el demiurgo creador de los yanomami] fue, desde el principio, el centro de lo que los blancos llaman «ecología». […] Mucho antes de que estas palabras existieran entre ellos y de que empezaran a hablar tanto de ellas, ya estaban en nosotros, sin que las nombráramos de la misma manera. [Los yanomami eran los guardianes de la semilla de la palabra ecológica…]. Para los chamanes, siempre han sido palabras que venían de los espíritus para defender la selva […]. En la selva, somos los seres humanos los que somos la ecología. ¡Pero tanto como nosotros, los xapiri [espíritus ancestrales de los animales y otros seres del medio ambiente], la caza, los árboles, los ríos, los peces, el cielo, la lluvia, el viento y el sol! Esto es todo lo que surgió en el bosque, lejos de los blancos; todo lo que aún no está rodeado de cercas. […] Los xapiri han defendido el bosque desde que existe. Gracias a que los tienen a su lado, nuestros antepasados nunca lo devastaron. […] Los blancos, que antes ignoraban todas estas cosas, ahora empiezan a oírlas. […] Ahora se hacen llamar ecologistas porque les preocupa que su tierra se caliente cada vez más.
Lo que aún no está cercado: la vida…
La definición de Kopenawa de la ecología como todo lo que aún no está cercado pone de relieve la dimensión del espacio, un espacio liso que el tiempo, es decir, los blancos, están despojando y apropiándose a toda velocidad: el tiempo está devorando el espacio. Es esta dimensión espacial la que el concepto de Gaia pretende introducir en el discurso escatológico cristiano, muy unilateralmente centrado en la temporalidad. En su libro Eschatology and Space, el teólogo Vítor Westhelle42 sostiene que el concepto de eschata, las «últimas cosas», incluye tanto una referencia espacial como temporal: eschatos es el límite, la frontera, el recinto, tanto en el tiempo como en el espacio. Westhelle cita varias declaraciones de eminentes teólogos cristianos en las que el tiempo se define como la dimensión cristiana por excelencia, mientras que el espacio es «la cosa» de los paganos:
Paul Tillich, sin duda uno de los grandes teólogos del siglo pasado y muy sensible a las cuestiones y valores culturales, llegó a afirmar que el cristianismo hizo triunfar el tiempo sobre el espacio. Identificó el paganismo con «la elevación de un espacio especial a valor y dignidad últimos». En un tono inusualmente admonitorio, llama al «martirio» en nombre de «la victoria eterna en la lucha entre el tiempo y el espacio [que] volverá a hacerse visible como la victoria del tiempo y del único Dios que es el Señor de la historia». Este discurso de un teólogo filósofo es incluso comprensible para alguien que tuvo que abandonar su país de origen bajo la política nazi del Blut und Boden; pero el lenguaje de oposición que utiliza impide al lector darse cuenta de que un abuso no impide el uso.43
Y Westhelle se pregunta:
La separación entre naturaleza/espacio/hecho, por una parte, e historia/tiempo/significado, por otra, ¿es específica del corazón de la historia cristiana? ¿O puede concebirse esta separación como un dispositivo hermenéutico que, aunque prevalezca en el cristianismo occidental, tiene su propia genealogía relativa y no debe considerarse como un elemento normativo último para la reconstrucción de la teología cristiana?44
Para Westhelle, la cuestión era urgente, ya que basaba su pensamiento sobre su ministerio en su experiencia con los campesinos sin tierra. Comienza su libro con una anécdota personal:
La teología ha ido a la zaga de otros campos en cuanto a la importancia de tratar cuestiones de geografía y espacio. Trabajando en la Comisión Pastoral Ecuménica de la Tierra (CPT), después de terminar un doctorado, no estaba preparado para encontrar recursos en la literatura teológica. Un domingo, un fraile capuchino y yo estábamos dirigiendo un servicio en un campamento para campesinos sin tierra en el suroeste de Brasil. […] Unas treinta familias vivían en tiendas de plástico negro bajo un sol abrasador. […] El lugar estaba en una franja de tierra de no más de veinte metros de ancho, junto a una autopista que une Brasil y Paraguay, flanqueada al otro lado por la valla de una megagranja. Entre los textos bíblicos del oficio estaba el Salmo 24: «Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, el mundo y los que viven en él». Uno de los campesinos, que había perdido la parcela de su familia como consecuencia de las políticas agrarias adoptadas por el régimen militar en la década de 1970, dijo en voz alta: «Si la tierra es de Dios, ¿cómo es que sólo veo esta cerca?». A excepción de los estudios de arquitectura eclesiástica, la teología no me había proporcionado ninguna orientación bíblica o teológica para enmarcar mis experiencias espaciales.45
Entonces, ¿qué hay al otro lado de estas cercas? ¿Cómo podemos concebir el esfuerzo por hacer nuestro un trozo de tierra, que también significa un cuerpo, de otra forma que no sea como una expropiación? Esta pregunta resuena extrañamente con la cuestión de la diferencia antropológica, es decir, con lo que la humanidad puede tener en común con los terrícolas que no son humanos. El discurso de Kopenawa en La caída del cielo, al poner en pie de igualdad, como constituyentes de la ecología, a los seres humanos (yanomami) y a los espíritus, los animales, los árboles, la lluvia, el cielo —todos ellos concebidos como «animados», es decir, capaces de acción (y reacción) intencional—, expresa una posición fundamental en las cosmologías de las sociedades amazónicas y de muchos otros pueblos extramodernos. Los pueblos indígenas «responden» al antropocentrismo occidental (cristiano o moderno) con lo que he llamado, no sin cierta crítica, antropomorfismo, es decir, la inclusión virtual en la categoría de humanidad de todo lo que existe. En las cosmologías indígenas, a menudo encontramos la afirmación de que varias especies de no humanos «son humanos» o «son gente» (es decir, fueron humanos en tiempos míticos, o siguen siendo humanos tras sus «ropajes» animales, o tienen espíritus maestros humanoides, etc.), en el sentido de que poseen varias, si no todas, las capacidades que consideramos distintivas de los humanos. Lo que nos molesta de esta idea es que los indios no reconocen estos atributos como exclusivamente humanos. Volvamos a leer a Descartes:
Me he detenido aquí un poco en el tema del alma, porque es uno de los más importantes; porque, después del error de los que niegan a Dios, […] no hay nada que aleje más a las mentes débiles del camino recto de la virtud, que imaginar que el alma de las bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por consiguiente, no tenemos nada que temer, ni que esperar, después de esta vida más que las moscas y las hormigas.48
Ante esta curiosa forma de comparar las almas animales y humanas, cabe sospechar que Descartes parece temer tanto que el hombre sea un animal como cualquier otro como que los animales sean hombres como nosotros. Esto es precisamente lo que pretenden las cosmologías de los pueblos «animistas», aquellos pueblos que se toman en serio las «almas de las bestias» y que se niegan a aceptar que la condición de sujeto (y muchas otras cosas) sea una propiedad privada de la especie humana. Es su forma de «negar a Dios», es decir, de ser paganos inmanentistas. Pero, ¿no deberíamos los modernos ser un poco menos mezquinos, un poco menos tacaños con nuestras riquezas? ¿No deberían los que comparten «la casa común» poner en común sus «propiedades»?49 Contrariamente al lema cartesiano, «yo pienso, luego existo», el cogito amerindio se expresaría más bien como «esto existe, luego piensa». Y al fin y al cabo, hasta las moscas y las hormigas (Leibniz habría elegido a los leones) pueden tener algo que temer —puesto que no tienen nada que esperar— de la especie que se considera soberana absoluta en este mundo, precisamente porque es la detentora exclusiva de lo único que no es de este mundo.
En definitiva, la noción de antropomorfismo quizá no sea la más adecuada. Las religiones inmanentistas de la América indígena se caracterizan más bien por un prosopomorfismo muy general, es decir, por la extensión indefinida de la condición político-moral de personhood (esta palabra inglesa se podría traducir como «personitud») a otros existentes. El antropomorfismo anatómico, etológico o cultural que suele acompañar a este prosopomorfismo es más un esquematismo mitopoiético que una posición doctrinaria fija, porque de hecho es la condición de persona la que desempeña este papel como sustrato del ser. Esto no significa que el ser humano, en la concepción de los pueblos amazónicos, no sea especial. De hecho, es y no es «especial» al mismo tiempo. Desde un punto de vista cosmológico, la humanidad es, de hecho, todo lo contrario de «especial»; es la forma a priori (en el lenguaje del mito: la forma primordial, originaria) de los seres vivos, a veces de todos los seres existentes, de la que derivan las especies y otros natural kinds que amueblarán el cosmos actual.51 Desde lo que llamaríamos un punto de vista reflexivo, es decir, desde la «perspectiva en primera persona», la humanidad de los pueblos indígenas en cuestión es claramente percibida por ellos como perfectamente especial. Son incluso supremamente humanos, los únicos humanos auténticos.
Así, en la vulgata mitológica amerindia, la situación más común es aquella en la que todo lo que existe tiene un aspecto humano, ya sea residual, invisible, espiritual o potencial. Como ya he tenido ocasión de repetir innumerables veces, para los pueblos indígenas, la condición original común de la animalidad y la humanidad no es, como para los modernos, la animalidad, sino la humanidad como condición político-moral (la personitud),52 a menudo esquematizada en términos anatómicamente antropomórficos. Pero no es sólo un sustrato arcaico de todos los existentes. Lo que se ha dado en llamar «perspectivismo amerindio» es la concepción indígena según la cual todas (o más bien, repito: ¡casi todas!) las especies, vivas o no, se perciben a sí mismas como seres humanos, mientras que son percibidas como animales, plantas, etc., por las demás especies (esto incluye lo que consideramos humano, es decir, «nosotros mismos», que somos percibidos por las demás especies como espíritus monstruosos, bestias caníbales o, a la inversa, animales de caza). La condición humanoide primordial que postula el mito es una especie de cosificación o «conversión empírica» de la condición aperceptiva trascendental inherente a un número indefinido de existentes, por no decir a la existencia como tal. (¿Son los indígenas pan-experiencialistas? Tal vez…). Y en este sentido, el ser humano es efectivamente especial, especial para sí mismo. Pero como toda especie, en cuanto se percibe a sí misma como humana, se ve necesariamente como especial, el especismo (incluso el excepcionalismo), como su versión reducida, el etnocentrismo, es lo más compartido del mundo.53 Podemos comparar esta forma de imaginar la condición animal con la ironía antiantropomórfica de Jenófanes, que decía de los bueyes y los leones que, «si tuvieran manos», esculpirían a sus dioses con cuerpos bovinos o leoninos, igual que los humanos hacen con sus dioses. En el caso del perspectivismo indígena, son los humanos los que imaginan a los animales como humanos, no los animales los que imaginan a los dioses como animales. En cuanto a los dioses indígenas (en este caso, los espíritus), a menudo se imaginan como antepasados de los animales con forma humana, como los xapiripë de los yanomami.54 Quizá podríamos combinar las dos figuraciones, la griega y la amazónica, en una única «solución» judeocristiana, suponiendo que el Dios del Génesis —que ama a toda su creación y no tiene imagen— dice a todas sus criaturas que cada una de ellas fue hecha a su imagen y semejanza…
Conclusión
La historia de la expansión imperial de las religiones de la trascendencia no ha terminado. La ofensiva del cristianismo en la América indígena, África y Oceanía es la historia de una guerra despiadada contra las espiritualidades inmanentistas, una guerra en la que nunca han dudado en recurrir al genocidio, el etnocidio, la esclavitud y otras proezas piadosas. La cruzada la libran ahora los neopentecostales y sus congéneres. El documento final del Sínodo amazónico reconoce la dificultad de cohabitar sobre el terreno con una interpretación del concepto de evangelización muy diferente de la defendida por el papa Francisco: «En Amazonia, “las relaciones entre católicos y pentecostales, carismáticos y evangélicos, no son fáciles”». Pero una confrontación directa con estas versiones agresivamente colonialistas del cristianismo es claramente imposible para la Iglesia católica. Éste es uno de los más graves impasses teológico-políticos para la efectiva implementación de la ecología integral del LS en el contexto amazónico y en otros contextos extramodernos. La posición del documento final del Sínodo es diplomática, por no decir tibia; de hecho, delata la ascendencia común de las confesiones cristianas y, en última instancia, una convergencia teológica esencial.55 Por tanto, el deseado diálogo ecuménico e intercultural con las tradiciones indígenas y africanas debe acoger también a estas corrientes integristas tan incómodas, que no tienen ninguna intención de «dialogar» con los pueblos bajo su control catequético (y a menudo económico y, por tanto, político).56
En conclusión, ¿qué lecciones se pueden extraer de la distancia que, a pesar del gran esfuerzo de conversión ecológica iniciado por Laudato si’ —esfuerzo que esperemos no sea cortado de raíz por el próximo papado (las reacciones de muchos católicos ante las posiciones reformistas de Francisco son preocupantes)—, sigue separando a la antropología cristiana de las sabidurías indígenas que el LS alaba con tanto énfasis?
Permítanme comenzar diciendo que no se trata de predicar la necesidad de un «retorno» a un animismo supuestamente «primitivo», adjetivo que expresa precisamente la obsesión por la temporalidad típica de la tradición teológico-filosófica occidental y el consiguiente oscurecimiento del significado espacial —es decir, terrenal— del eschaton. Se trata, sobre todo, de respetar las formas en que otros pueblos habitan, amueblan y engendran el mundo. Conviene recordar que la atención a las formas indígenas de relacionarse con la tierra es muy apreciada en el LS, y que estas formas dependen íntimamente de las «categorías de lo sobrenatural» (por utilizar la expresión de Lévy-Bruhl) específicas de estos pueblos.
Hay más, por supuesto. Volvamos a la noción de «cerca» de la que hablan Westhelle y Kopenawa, porque no es sólo la cosa, es un concepto en sí mismo. Lo que he llamado la «escatologización de la inmanencia» tiene una relación fundamental con la noción de cerca como límite, uno de los significados, como hemos visto, de eschatos. Y la noción de límite debe tomarse en un doble sentido, es decir, en el sentido de significado y de dirección. Las dos acepciones de «sentido» están ligadas a otra palabra que también tiene dos significados similares, «la Tierra» y «tierra», un equívoco que se encuentra en varias lenguas: la Tierra-planeta, Gaia, y la tierra-suelo, el lugar que habitamos y donde se engendra la vida. La inmanencia es el sentido de lo que queda de la Tierra más allá de los límites de las tierras invadidas y devastadas por los Blancos (la Landnahme, la «toma de la tierra» de Carl Schmitt). Es también un sentido de los límites que no deben traspasarse en las relaciones con la Tierra; es, si se quiere, una conciencia de la finitud como condición inmanente de la inmanencia. Pero la inmanencia es también el movimiento para cruzar las fronteras impuestas por las cercas que estrían el espacio liso de la tierra, para recuperar las tierras acaparadas por el agronegocio y el extractivismo, para poner fin al mundo del monocultivo57 planetario, tanto en el sentido antropológico como agroindustrial. La escatologización de la inmanencia está representada por los Levantamientos de la Tierra, el Movimiento de los campesinos sin tierra de Brasil (MST), Extinction Rebellion, el movimiento anti-OGM: es la espacialización de la inmanencia, su terrestrialización, en los dos sentidos de T/tierra (que son siempre mucho más que dos). La inmanencia no asfixia, muy a pesar del trascendentalismo cristiano del papa Francisco. Más bien, lo que nos asfixia es la concentración de CO2 en el cielo, provocada, si no causada, al menos justificada por la creencia en el destino manifiesto de la humanidad (blanca) hacia un Reino supraceleste, y que, mientras espera la Segunda Venida (o desespera de ella), sueña con inmanentizar el eschaton. No hay nada escatológico en los «tiempos que restan» en el sentido cristiano tradicional; habitan en las ecuaciones de la termodinámica, en las curvas de Keeling y en las controversias de los palos de hockey. El propio eschaton, en su pleno sentido metafísico, está enteramente del lado del espacio, es la Tierra que nos queda y las tierras que han sido acaparadas y devastadas por la cosmotécnica del capital. Es cada vez más necesario llevar a cabo una reforma agraria de la filosofía, en el doble sentido de un reparto más equitativo de las tierras trascendentales habitadas y cultivadas por las diferentes humanidades (humanas y de otro tipo) —no puede haber verdadera geofilosofía sin esta reforma territorial— y de un reenfoque de la espacialidad como terreno de la lucha por el sentido de la T/tierra.
1 He añadido una o dos notas y algunas referencias bibliográficas para tener en cuenta lo que ha sucedido entretanto, en Brasil y en otros lugares.
2 Más concretamente, el desequilibrio multidimensional de los parámetros medioambientales resultante de la alteración de los ciclos biogeoquímicos responsables de la formación en curso de la «zona crítica» de la Tierra (la biosfera en sentido amplio).
3 Bruno Latour, Face à Gaïa. Huit conférences sur le nouveau régime climatique, París, La Découverte, 2015; y Karl Jaspers, The Origin and Goal of History, Nueva York, Routledge, 2010 (1ª ed. alemana 1949).
4 Véase Eduardo Viveiros de Castro y Déborah Danowski, «The Past is Yet to Come», en e-flux journal, núm. 114, diciembre de 2020.
5 Disponible aquí: https://www.vatican.va/content/francesco/fr/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html.
6 Disponible aquí: https://www.vatican.va/roman_curia/synod/documents/rc_synod_doc_20191026_sinodo-amazzonia_fr.html.
7 El gobierno de extrema derecha de Bolsonaro fue sustituido en 2023 por Lula, del Partido de los Trabajadores, que fue elegido para su tercer mandato como presidente. La situación de los pueblos indígenas ha mejorado algo, pero sigue sin haber avances en la demarcación de sus tierras (escribo esta nota el 22 de febrero de 2024). Sobre todo, la situación de los yanomami en el extremo norte del país, atrapados por una invasión masiva de mineros del oro (financiada por intereses muy próximos al parlamento y apoyada extraoficialmente por el ejército en forma de omisión de sus deberes constitucionales) sigue siendo absolutamente catastrófica a día de hoy.
8 Recuerdo que estos comentarios se realizaron el 20 de febrero de 2020.
9 La FUNAI (Fundación Nacional para los Pueblos Indígenas) es el organismo público responsable de «proteger la vida, las tierras y los derechos fundamentales» de los pueblos indígenas, de acuerdo con la Constitución de 1988.
10 https://culanth.org/fieldsights/bolsonaro-the-evangelicals-and-the-brazilian-crisis.
11 En cuanto a lo segundo, comparto el malestar de Isabelle Stengers: «Si lees a los filósofos y piensas en lo que eso significa para los africanos, para los amazónicos […] hay muy poco de lo que puedas escapar. Dios sabe que me encanta Deleuze, pero incluso a veces puedes sentir vergüenza al leer ¿Qué es la filosofía?» (Isabelle Stengers, «SF antiviral, ou comment spéculer sur ce qui n’est pas là», en Cahiers d’Enquêtes Politiques — Vivre, Expérimenter, Raconter, Vaulx-en-Velin, Les Éditions des mondes à faire, 2016, pp. 107-124).
12 Por «un compromiso más inclusivo», quiero decir que la rostrificación humana de Dios —la Encarnación— no sólo excepcionalizaría a la humanidad, sino que santificaría toda la Vida. Permítanme recordar aquí un pasaje del Antiguo Testamento sobre las secuelas del primer fin del mundo (Génesis 9, 8-17): «Entonces dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: “Y haré mi pacto con vosotros y con vuestros descendientes después de vosotros, con todo ser viviente que está con vosotros, aves, animales domésticos y toda bestia de la tierra con ustedes, desde todos los que salieron del arca hasta toda bestia de la tierra. […] Recordaré el pacto eterno entre Dios y toda criatura viviente de toda especie sobre la tierra”».
13 La palabra «capitalismo», que nunca se pronuncia en la encíclica, está representada, por así decirlo, por varios circunloquios descriptivos.
14 Utilizo la palabra «biocéntrico» deliberadamente, pensando en la condena del «biocentrismo» en el LS § 118.
15 Véase William Connolly, «The Evangelical-Capitalist Resonance Machine», en Political Theory, vol. 33, núm. 6, 2005, pp. 869-886. Sobre la teología de la prosperidad en Brasil, véase https://culanth.org/fieldsights/bolsonaro-the-evangelicals-and-the-brazilian-crisis. Sobre el éxodo de los ricos, véase Bruno Latour, Où aterrir? Comment s’orienter en politique, París, La Découverte, 2017 y Nikolaj Schultz, «Life as exodus», en Bruno Latour y Peter Weibel (eds.), Critical Zones. The Science and Politics of landing on Earth, Cambridge, The MIT Press, 2020, pp. 284-287.
16 Pierre Clastres, «Entre silence et dialogue», en Raymond Bellour y Catherine Clément (eds.), Claude Lévi-Strauss, París, Gallimard, 1968, pp. 33-38. (Énfasis añadido).
17 Pero véase la advertencia del LS § 88 sobre «Los obispos de Brasil», que «han subrayado que toda la naturaleza, además de manifestar a Dios, es lugar de su presencia. En cada criatura habita su Espíritu vivificante, que nos llama a una relación con Él. Descubrir esta presencia nos estimula a desarrollar “virtudes ecológicas”. Pero al decir esto, no olvidemos que también hay una distancia infinita entre la naturaleza y el Creador…».
18 Isabelle Stengers, «Reclaiming animism», en e-flux journal, núm. 36, julio de 2012.
19 Bruno Latour habla de un «retorno progresivo a las cosmologías antiguas y a sus angustias, de las que de repente nos damos cuenta de que no estaban tan mal fundadas» (Enquête sur les modes d’existence. Une anthropologie des modernes, París, La Découverte, 2012, p. 286). Véanse también las actas recientemente publicadas del simposio internacional «Les mille noms de Gaïa: de l’Anthropocène à l’âge de la terre» (Río de Janeiro, 2014): Déborah Danowski, Eduardo Viveiros de Castro y Rafael Saldanha (eds), Os mil nomes de Gaia: do antropoceno à idade da terra, vols. I y II. Río de Janeiro, Editora Machado, 2022 y 2023.
20 Bronislaw Szerszynski, «From the Anthropocene Epoch to a New Axial Age: Using Theory-Fictions to Explore Geo-Spiritual Futures», en Celia Deane-Drummond, Sigurd Bergmann y Markus Vogt (eds.), Religion in the Anthropocene, Londres, The Lutterworth Press, pp. 35-52.
21 Véase Patrice Maniglier, «How many Earths?», en The Otherwise, núm. 1, 2019 (http://theotherwise.net/articles/maniglier_how_many_earths.html); y Bruno Latour y Dipesh Chakrabarty, «Conflict of planetary proportions: a conversation», en Journal of the Philosophy of History, núm. 14, 2020, pp. 419-454.
22 Véase el sorprendente libro de reciente publicación de Gabriel Catren, Pleromatica or Elsinore’s Trance (Falmouth, Urbanomic, 2023), que realiza una hibridación crítica entre el inmanentismo spinozista y el trascendentalismo kantiano, al tiempo que propone una redefinición desustancializadora y no alegórica de la ontoteología trinitaria cristiana e integra las enseñanzas del «nomadismo trascendental» de los chamanismos indígenas.
23 LS § 66: «La existencia humana descansa en tres relaciones fundamentales íntimamente relacionadas: la relación con Dios [Supernaturaleza], con el prójimo [Cultura] y con la tierra [Naturaleza]».
24 LS § 90, § 43, § 63, § 65.
25 La magia es la forma en que podemos actuar sobre la «naturaleza» por medios técnicos (mecánicos y/o semióticos), mientras que el animismo se basa en la premisa de que los seres distintos de los humanos son agentes intencionales con una «teoría de la mente» y miembros de comunidades políticas. En La Pensée sauvage (París, Plon, 1962, p. 293), Lévi-Strauss contrapone el «antropomorfismo de la naturaleza» y el «fisiomorfismo del hombre», asociando el primero a la «religión» (lo que aquí llamamos animismo) y el segundo a la magia.
26 Aquí, por supuesto, tenemos que tener en cuenta la oración franciscana con su afirmación del parentesco humano con los animales y las estrellas y, en consecuencia, el significado de la elección del nombre papal por parte de Bergoglio, dado su compromiso con la causa ecológica. La cuestión de si la cosmoteología de Francisco de Asís es una «anomalía salvaje» que se remonta a la imaginación medieval preescolar y al folclore campesino (es decir, «pagano»), o si es una virtualidad lista para ser actualizada en un cristianismo que ahora se encuentra «frente a Gaia», sigue siendo una pregunta abierta para mí, dado mi más que limitado conocimiento teológico.
27 Fabián Ludueña, La comunidad de los espectros. I: Antropotecnia, Bueno Aires, Miño y Dávila, 2010, p. 173.
28 Ibid., p. 209. Sabemos lo que hizo Giorgo Agamben con esta idea en L’Ouvert. De l’homme et de l’animal, París, Payot et Rivages, 2016. Pero Alain Badiou tampoco anda lejos: «Hay que decir claramente que la humanidad es una especie animal que intenta superar su animalidad, un todo natural que intenta desnaturalizarse.» («L’hypothèse communiste. Interview d’Alain Badiou par Pierre Gaultier», Le Grand Soir, 6 de agosto de 2009).
29 El divertido ensayo filosófico de Gabriel Tarde Fragment d’histoire future (París, Slatkine, 1980 [1893]) puede considerarse como una de las primeras versiones de las angelologías tecnófilas de siglos posteriores. En el caso del Fragmento, la purificación de la esencia del ser humano, liberado de toda animalidad, no tiene lugar en dirección a los cielos, sino en forma de una «transdescendencia» chtoniana, una huida hacia las profundidades de la Tierra helada por la muerte del Sol. Véase el análisis en Eduardo Viveiros de Castro y Déborah Danowski, «L’arrêt de monde», en Émilie Hache (ed.), De l’univers clos au monde infini, París, Éditions Dehors, 2014, pp. 221-339.
30 Alan Strathern, Unearthly Powers. Religion and Political Change in World History, Cambridge, Cambridge University Press, 2019.
31 Alan Strathern acepta la esencia de la tesis de la Era Axial de Jaspers y sus seguidores Eisenstadt, Bellah, Momigliano y otros: véase Eduardo Viveiros de Castro y Déborah Danowski, «The Past is Yet to Come», op. cit.
32 Porque, como vemos, el problema no es el antropocentrismo, sino la desmesura moderna. Lo cual no resuelve realmente la cuestión de la justa medida del antropocentrismo. Quizá radique en la siguiente paradoja: hoy más que nunca, el interés supremo de la humanidad es rechazar toda forma de antropocentrismo.
33 Lo que llamamos «animismo» es precisamente la extensión de la noción de relaciones sociales a todas las relaciones, incluidas las relaciones entre humanos y otros que no son humanos, una formidable extensión del dominio de la socialidad, del «tú», que ya no necesita un «Tú» supremo. Les remito a Eduardo Viveiros De Castro, Métaphysiques cannibales, París, Presses Universitaires de France, 2009, y a Philippe Descola, Par-delà nature et culture, París, Gallimard, 2005.
34 Crawford Brough Macpherson, La théorie de l’individualisme possessif de Hobbes à Locke, París, Gallimard, 2004 (edición original de 1964).
35 Essais de Théodicée, segunda parte, § 118 (Sobre este pasaje, véase el artículo fundamental de Déborah Danowski, «Ordem e Desordem na Teodicéia de Leibniz», en Revista Índice, vol. 3, núm. 1, 2011).
36 Elizabeth Kolbert, La sixième extinction. Comment l’homme détruit la vie, París, Vuibert, 2015.
37 Andreas Malm y Alf Hornborg, «The Geology of Mankind? A Critique of the Anthropocene Narrative », en The Anthropocene Review, vol. 1, núm. 1, 2014, pp. 62-69.
38 Hago aquí una distinción entre la especie «darwiniana» Homo sapiens y la condición «kantiana» (o arendtiana) que yo llamo «humanidad». Sobre esta distinción, véase Etienne Balibar, «Human species as a biological concept», en Radical Philosophy, vol. 2, núm. 11, 2011, pp. 3-12.
39 Véase la nota 27, y Alan Strathern, Unearthly powers, op. cit.
40 El «pecado ecológico», o «pecado contra la Creación», se expone y condena explícitamente en el Documento final del Sínodo para la Amazonia.
41 Davi Kopenawa y Bruce Albert, La chute du ciel. Paroles d’un chaman yanomami, París, Plon, 2010, p. 519-520.
42 El brasileño de origen alemán Vítor Westhelle, fallecido recientemente, fue profesor en Estados Unidos y uno de los principales teólogos de la liberación de confesión luterana.
43 Vítor Westhelle, Eschatology and Space. The Lost Dimension in Theology Past and Present, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2012, p. 10 (énfasis añadido). Recordemos también la fórmula hegeliana según la cual el tiempo es «la verdad» del espacio.
44 Ibid., p. 14 (énfasis añadido).
45 Ibid., p. xi (énfasis añadido).
46 O, como diría Lévi-Strauss, todos son seres que hacen signos: el pensamiento salvaje se enfrenta a un universo «cuyas propiedades físicas y propiedades semánticas reconoce», en La pensée sauvage, París, Plon, 1962, p. 355.
47 De hecho, casi todo. Sobre la importancia de la excepción como «residuo» clasificatorio en los juicios cosmológicos indígenas, véase Eduardo Viveiros de Castro, «On models and examples: engineers and bricoleurs in the Anthropocene», en Current Anthropology, vol. 60, suplemento 20, 2019, S296-S308.
48 Discurso del Método, Parte 5. (énfasis añadido).
49 LS, § 155: «En este sentido, debemos reconocer que nuestro propio cuerpo nos pone en relación directa con el medio ambiente y con los demás seres vivos. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como don del Padre y casa común». En otras palabras, la ecoteología del papa Francisco acepta que compartimos nuestra condición corporal con otros seres vivos y con la materia en general; pero el espíritu sigue siendo nuestra propiedad exclusiva.
50 Lo que yo llamaría «onirismo especulativo» es, sin embargo, absolutamente central en la praxis intelectual indígena, como lo es el particular valor de verdad atribuido a las experiencias de percepción alterada inducidas por prótesis farmacológicas.
51 Véase Eduardo Viveiros de Castro, «Cosmological Deixis and Amerindian Perspectivism», en Journal of The Royal Anthropological Insitute, (N.S.) 4, 1998, pp. 469-488, citando a Descola, La nature domestique. Symbolisme et praxis dans l’écologie des Achuar, París, Maison des Sciences de l’Homme, 1986, p. 120.
52 «La acción [del mito] transcurre en un tiempo en que todavía no había nada, pero el pueblo ya existía», escribe Miguel Carid, etnógrafo de los yawanawa de la Amazonia occidental (citado en Oscar Calavia Saez «El rastro de los pecaríes. Variaciones míticas, variaciones cosmológicas e identidades étnicas en la etnología pano», en Journal de la Société des Américanistes, vol. 87, 2001, pp. 161-176.
53 De hecho, la humanidad es como un pronombre más que un sustantivo, que marca una posición más que una sustancia. Todo lo que se piensa que ocupa la posición deíctica de sujeto, es decir, que desempeña el papel de «observador» que define el marco de referencia según el cual se puede describir o enunciar el mundo, se imagina como humano o, en algunas versiones de esta idea, se imagina imaginando que es humano: se trata de una «imaginación» peligrosa que los humanos de referencia (sean quienes sean, empezando por «nosotros los humanos») deben evitar tomar al pie de la letra, a riesgo de ser capturados —adoptados, esclavizados, devorados…— por estas humanidades que no son humanas.
54 Sobre estas entidades, véase Kopenawa y Albert, La chute du ciel, op. cit.
55 «El lugar central de la Palabra de Dios en la vida de nuestras comunidades es un factor de unión y de diálogo. En torno a la Palabra, puede haber tantas acciones comunes: traducciones de la Biblia a las lenguas locales, ediciones conjuntas, difusión y distribución de la Biblia y encuentros entre teólogos, entre teólogos católicos y de confesiones diferentes» (Documento final, § 24).
56 Documento final, § 24: «La aparición repentina de nuevas comunidades, vinculadas a la personalidad de algunos predicadores, choca fuertemente con los principios eclesiológicos y la experiencia de las Iglesias históricas y puede esconder el riesgo de dejarse llevar por las olas de la emoción del momento o de encerrar la experiencia de fe en marcos protegidos y tranquilizadores. El hecho de que muchos fieles católicos se sientan atraídos por estas comunidades es fuente de fricciones, pero para nosotros puede convertirse en motivo de examen personal y de renovación pastoral».
57 Eduardo Viveiros de Castro juega aquí con la palabra francesa monoculture, donde culture significa en castellano tanto cultura como cultivo. «Monocultivo» es al mismo tiempo «monocultura». [N. del T.].