Texto de Marcello Tarì publicado por primera vez el 3 de junio 2024 en el sitio web de Settimana News.
En el centro de la obra de Franz Kafka —y, en el centenario de su muerte (3 de junio de 1924), me parece que es justo afirmarlo— hay una meditación ininterrumpida sobre la esperanza.
Soy consciente de que esta afirmación puede parecer extraña a muchos, teniendo en cuenta que el nombre del escritor praguense se ha convertido en la cultura de masas, o mejor dicho, en el «espíritu del mundo», en sinónimo de lo contrario, es decir, de desesperación absoluta y feroz.
La esperanza, potencia de otro tiempo
Pero tal sentencia, dictada anónimamente, porque la masa no tiene nombre, es exactamente el tipo de juicio al que Kafka se enfrentó a lo largo de su vida, que, en su caso, se difumina por completo con su escritura. Lo verdaderamente desesperante es este mundo, esta masa anónima y juzgadora, no Kafka.
En este sentido, nunca se trata, para él, de la esperanza entendida como optimismo fatuo, es decir, precisamente la falsa esperanza mundana que Kafka se encargó de destruir pieza a pieza, sino de aquella entendida como la potencia de otro tiempo, de un futuro tremendamente liberador frente al rancio porvenir de una triste historia prisionera de sí misma.
El trabajo de Kafka consistió en tratar de barrer, mostrándonoslo, todo el manto de mentiras e ilusiones que sofoca el aliento de esa palpitante esperanza de felicidad.
La lucha de Kafka, porque es una lucha y desde el principio —Descripción de una batalla es de hecho el título de su primer relato, que, en mi opinión, puede entenderse como el programa de todo lo que escribiría—, es por tanto un combate por la esperanza.
En este relato suyo, que transcurre en la noche entre la ciudad y el bosque, los ríos y las rocas, las iglesias y los callejones oscuros, los salones elegantes y las tabernas malolientes, es decir, en el «desierto» que Kafka eligió atravesar, la esperanza es perceptible en la espera confiada del amanecer del nuevo día: el personaje-narrador, a pesar de su agotamiento, de la incomprensibilidad de la existencia y de la contrariedad de la historia, siente acercarse la aurora radiante de la resurrección del hombre y de la transfiguración cósmica. Pero, mientras tanto, sabe que debe luchar, contra lo absurdo y también contra la sombra del «mundo» que lleva dentro, aunque no sepa por qué, cómo y hasta dónde hacerlo. Es sólo una cuestión de fe.
Sólo observo —en relación con la lucha en la oscuridad y la espera del amanecer como inicio de una nueva vida— que el protagonista de esa historia, en un momento dado, se da cuenta de que ha sido herido en el fémur, en el mismo lugar donde Jacob fue herido en su lucha nocturna con el Ángel.
Encontrar las llaves correctas
Gershom Scholem, el gran historiador de la mística judía, en las primeras páginas de su libro sobre el simbolismo de la cábala, tratando de indicar la situación a través de la cual entender lo que fue esta disciplina mística, que se centra en la búsqueda de una forma de acceder al contenido de la Revelación, y, al mismo tiempo, señalando la crisis espiritual de la modernidad, no encuentra mejor manera que recurrir a Kafka.
Y, para explicar esta referencia, recurre a otro autor, antiguo y cristiano esta vez, a saber, Orígenes, quien, al comenzar su comentario al Salmo 1, se refiere al pensamiento de otro sabio, un rabino precisamente.
En resumen, Scholem casi traza el encadenamiento de una tradición paralela a la oficial, la del exilio en el mundo, que va desde el antiguo rabino de Cesarea hasta Kafka, pasando por Orígenes y los cabalistas.
El rabino había dicho a Orígenes que la Escritura se parece a un gran palacio en el que hay muchas habitaciones y ante cada una de ellas hay una llave, sólo que no es la correcta: las llaves se han confundido y, por tanto, la tarea del exégeta o del místico es encontrar las llaves adecuadas para cada puerta.
Esta dispersión, que priva de sentido a una Ley que, sin embargo, sigue vigente, es el dramático significado teológico del exilio en que vive ahora la humanidad secularizada y —según Scholem— ésta es exactamente la situación que pone de relieve la obra de Kafka que, precisó el historiador, no tiene nada de negativo, sino que indica la profundidad no sólo existencial sino espiritual, que es algo distinto de «religiosa», de su obra.
Las cosas «ligeramente desplazadas»
Así pues, el problema kafkiano es la dispersión de la Tradición y, por tanto, la confusión de todo: todo en el mundo está diabólicamente fuera de lugar.
El desplazamiento, en efecto, remite al pecado original y, por tanto, al mal: puede decirse que todos los aforismos de Kafka conocidos como «Zürau» no hablan de otra cosa que de esto. De esto y del paraíso que, insinúa Kafka, quizá nunca hayamos abandonado realmente pero que, a causa del pecado, somos incapaces de reconocer y por eso todo nos parece descarriado, inapropiado, absurdo.
De hecho, recuerdan aún los eruditos judíos, la venida del mesías consistirá en un pequeñísimo desplazamiento de todas las cosas del mundo que las devolverá al lugar que les corresponde, el de su origen edénico. Recuerdo que Walter Benjamin, que escribió quizá el mejor ensayo que se ha escrito sobre Kafka, tenía en mente esta interpretación del gesto mesiánico.
Realmente no sé si alguien se ha fijado alguna vez, pero justo al principio de El proceso, la novela más famosa de Kafka, hay una pequeña pero importante señal de la catástrofe que está a punto de sobrevenir al personaje de la novela, a saber, que todas las cosas del departamento de K. parecen iguales, de hecho son exactamente las mismas que el día anterior, pero están ligeramente desplazadas.
Kafka nos muestra así el reverso de la leyenda rabínica, muestra su lado negativo, todo lo que el mesías debe redimir. Es así, con esta llave, como es posible adentrarse en el laberinto de la obra de Kafka sin perderse.
El mundo que describe es el negativo del reino mesiánico, por lo que aparece sucio, malicioso, incomprensiblemente complicado, malvado hasta el asesinato sin sentido.
El mundo es un paraíso deformado por la caída, pero —recuerda Benjamin en su ensayo sobre Kafka— «las deformaciones que el mesías vendrá un día a corregir» no conciernen sólo al espacio, son «deformaciones de nuestro tiempo». Un orden aparente, el del «mundo», remite a un desorden real, mientras que un desorden aparente, el «mesiánico», remite a un orden real.
Toda la desesperación y la vergüenza de Kafka ante la inhumanidad de este desorden le conducen a un incesante cuerpo a cuerpo espiritual y existencial con la injusta disposición de las cosas del mundo en un tiempo desequilibrado, pero, al mismo tiempo, toda la esperanza y el coraje de Kafka residen en la certeza de un orden cósmico justo que sólo espera ser re-conocido, re-cordado, re-ubicado en otro espacio-tiempo, el de la Redención.
Hasta entonces, es como si nada hubiera ocurrido realmente, dijo, hablando de los movimientos revolucionarios espirituales.
¿Cómo acceder a esta otra temporalidad? ¿Cómo esperar contra toda esperanza? Éstos son los dilemas de Kafka, y evidentemente también los nuestros.
La llave que abre la Puerta de todas las puertas
Varias veces he recordado una conversación de Kafka con su amigo Max Brod, en la que éste le preguntaba si, en definitiva, había esperanza. Kafka, con su dolorosa ironía habitual, respondió que por supuesto que hay esperanza, una esperanza muy grande, sólo que «no para nosotros».
Personalmente, no me refiero a este «no para nosotros» en el sentido de una clausura y una condena definitiva, que es la interpretación banal y a fin de cuentas cómoda que le daría el «mundo», sino como un «no para nosotros tal como somos», es decir, que es necesaria una discontinuidad, una ruptura, una metamorfosis, un cambio radical, ese desplazamiento existencial que, en la tradición cristiana, acostumbramos a llamar «conversión». Sólo esta destitución del ego nos haría ver las cosas de otro modo, como realmente son o deberían y podrían ser, y ya no como se nos aparecen en el espejo deformante del «mundo».
Scholem, quizá comprensiblemente desde su punto de vista, no relató todo lo que dijo Orígenes, y que debería interesarnos (cf. PG 12, 1079-1080), a saber, que el palacio tiene una llave exterior para abrir la Puerta central y llegar así a las diversas habitaciones cuyas llaves han sido arrojadas. Esta llave principal es —según Orígenes— el Espíritu Santo y, para corroborar su hipótesis, cita a san Pablo: «De estas cosas hablamos, con palabras no sugeridas por la sabiduría humana, sino enseñadas por el Espíritu» (1 Cor. 2,13).
En resumen, sin la ayuda del Espíritu ni siquiera es posible entrar en el palacio, y mucho menos encontrar la llave correcta de cada una de sus habitaciones. Pero si el Espíritu es amor, entonces ésta es la única llave que puede abrir la Puerta de todas las puertas; amor que es exactamente lo que Kafka buscó durante toda su existencia, luchando y esperando contra toda esperanza. Para convencerse de ello, basta con leer sus Diarios, sus Cartas a Milena e incluso su terrible Carta al padre.
La Puerta —nos dijo Jesús— es Él mismo y es a través de Él, guiados por el Espíritu, como podemos acceder a la verdad del Reino. Creo que Kafka percibió algo de este misterio, por ejemplo cuando, respondiendo a una pregunta de su joven amigo Janouch, dijo: «Cristo es un abismo de luz. Hay que cerrar los ojos para no caer en él».
Pues bien, al despedirnos y dar las gracias a nuestro hermano Franz Kafka, sólo nos queda pedir al Espíritu que abra nuestros ojos.