Traducción para Artillería inmanente de cuatro textos de Giorgio Agamben publicados entre mayo y junio de 2024 en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet, donde publica habitualmente su columna «Una voce».
Europa o la impostura
Es probable que muy pocos de los que van a votar en las elecciones europeas se hayan cuestionado el significado político de su gesto. Puesto que están llamados a elegir un «parlamento europeo» no mejor definido, pueden creer más o menos de buena fe que están haciendo algo que corresponde a la elección de los parlamentos de los países de los que son ciudadanos. Conviene aclarar desde ahora que no es así en absoluto. Cuando se habla hoy de Europa, lo que se reprime es ante todo la propia realidad política y jurídica de la Unión Europea. Que se trata de una verdadera represión se desprende del hecho de que se evite a toda costa llevar a la conciencia una verdad tan embarazosa como evidente. Me refiero al hecho de que, desde el punto de vista del derecho constitucional, Europa no existe: lo que llamamos «Unión Europea» es técnicamente un pacto entre estados, que sólo afecta al derecho internacional. El tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993 y dio a la Unión Europea su forma actual, es la sanción extrema de la identidad europea como mero acuerdo intergubernativo entre Estados. Conscientes de que hablar de una democracia con respecto a Europa carecía por tanto de sentido, los funcionarios de la Unión Europea trataron de enmendar este déficit democrático elaborando el proyecto de la llamada constitución europea.
Es significativo que el texto que lleva este nombre, redactado por comisiones de burócratas sin ningún fundamento popular y aprobado por una conferencia intergubernativa en 2004, fuera rechazado rotundamente cuando se sometió a votación popular, como en Francia y Holanda en 2005. Ante el fracaso de la aprobación popular, que anuló de hecho la autodenominada constitución, el proyecto fue tácitamente ―y quizás habría que decir vergonzosamente― abandonado y sustituido por un nuevo tratado internacional, el llamado Tratado de Lisboa de 2007. Sobra decir que, desde el punto de vista jurídico, este documento no es una constitución, sino una vez más un acuerdo entre gobiernos, cuya única sustancia se refiere al derecho internacional y que, por tanto, se cuidaron de no someter a la aprobación popular. No es de extrañar, por tanto, que el llamado parlamento europeo que se va a elegir no sea, en verdad, un parlamento, porque carece del poder de proponer leyes, que está enteramente en manos de la Comisión europea.
Algunos años antes, el problema de la constitución europea había suscitado, por otra parte, un debate entre un jurista alemán cuya competencia nadie podía poner en duda, Dieter Grimm, y Jürgen Habermas, que, como la mayoría de los que se llaman filósofos, carecía por completo de cultura jurídica. Contra Habermas, que pensaba que en última instancia podría fundar la constitución en la opinión pública, Dieter Grimm tuvo buen juego al sostener la inviabilidad de una constitución por la sencilla razón de que no existía un pueblo europeo y, por tanto, algo parecido a un poder constituyente carecía de fundamento posible. Si bien es cierto que el poder constituido presupone un poder constituyente, la idea de un poder constituyente europeo es el gran ausente en los discursos sobre Europa.
Desde el punto de vista de su supuesta constitución, la Unión Europea carece, por tanto, de legitimidad. Así pues, es perfectamente comprensible que una entidad política sin una constitución legítima no pueda expresar una política propia. La única apariencia de unidad se consigue cuando Europa actúa como vasallo de los Estados Unidos, participando en guerras que en modo alguno corresponden a intereses comunes y menos aún a la voluntad popular. La Unión Europea actúa hoy como una sucursal de la OTAN (que es a su vez un acuerdo militar entre estados).
Por eso, retomando con no demasiada ironía la fórmula que Marx utilizó para el comunismo, podría decirse que la idea de un poder constituyente europeo es el espectro que acecha hoy a Europa y que nadie se atreve a evocar. Sin embargo, sólo un poder constituyente de este tipo podría devolver la legitimidad y la realidad a las instituciones europeas, que ―si un impostor es, según los diccionarios, «el que obliga a los demás a creer cosas que no son ciertas y a obrar de acuerdo con esa credulidad»― no son en la actualidad más que una impostura.
Otra idea de Europa sólo será posible cuando hayamos despejado el campo de esta impostura. Para decirlo sin tapujos ni reservas: si realmente queremos pensar en una Europa política, lo primero que tenemos que hacer es quitar de en medio a la Unión Europea, o al menos estar preparados para el momento en que, como ahora parece inminente, se derrumbe.
La concha del caracol
Cualesquiera que sean las razones profundas del ocaso de Occidente, cuya crisis vivimos actualmente en todos los sentidos decisivos, es posible resumir su desenlace extremo en lo que, retomando una imagen icónica de Ivan Illich, podríamos llamar el «teorema del caracol». «Si el caracol», afirma el teorema, «después de haber añadido un cierto número de espirales a su concha, en lugar de detenerse, continuara su crecimiento, una sola espiral más aumentaría 16 veces el peso de su casa y el caracol sería inexorablemente aplastado». Esto es lo que está ocurriendo en la especie que un tiempo se llamó homo sapiens con respecto al desarrollo tecnológico y, en general, a la hipertrofia de los dispositivos jurídicos, científicos e industriales que caracterizan a la sociedad humana.
Siempre han sido indispensables para la vida de ese mamífero especial que es el hombre, cuyo nacimiento prematuro implica una prolongación de la condición infantil, en la que el pequeño es incapaz de proveer a su supervivencia. Pero, como suele ocurrir, precisamente en aquello que asegura su salvación se esconde un peligro mortal. Los científicos que, como el brillante anatomista holandés Lodewijk Bolk, han reflexionado sobre la condición singular de la especie humana, han extraído, de hecho, consecuencias por decir poco pesimistas sobre el futuro de la civilización. Con el paso del tiempo, el creciente desarrollo de las tecnologías y las estructuras sociales produce una inhibición real de la vitalidad, que es preludio de una posible desaparición de la especie. De hecho, el acceso a la etapa adulta se aplaza cada vez más, el crecimiento del organismo se ralentiza cada vez más y la duración de la vida ―y, por tanto, de la vejez― se prolonga. «El progreso de esta inhibición del proceso vital», escribe Bolk, «no puede sobrepasar un cierto límite sin que la vitalidad, sin que la fuerza de resistencia a las influencias nefastas del mundo exterior, en resumen, sin que la existencia del hombre se vea comprometida. Cuanto más avanza la humanidad por el camino de la humanización, más se acerca a ese punto fatal en el que el progreso significará destrucción. Y ciertamente no está en la naturaleza del hombre detenerse ante esto».
Es esta situación extrema la que vivimos hoy en día. La multiplicación sin límites de los dispositivos tecnológicos, el sometimiento cada vez mayor a limitaciones y autorizaciones legales de todo tipo y especie, y la sujeción integral a las leyes del mercado hacen a los individuos cada vez más dependientes de factores que escapan por completo a su control. Günther Anders ha definido la nueva relación que la modernidad ha producido entre el hombre y sus instrumentos con la expresión: «desnivel prometeico» y ha hablado de una «vergüenza» ante la humillante superioridad de las cosas producidas por la tecnología, de las que ya no podemos en modo alguno considerarnos dueños. Es posible que hoy este desnivel haya alcanzado el punto de máxima tensión y el hombre se haya vuelto completamente incapaz de asumir el gobierno de la esfera de los productos que ha creado.
A la inhibición de la vitalidad descrita por Bolk se añade la abdicación de esa misma inteligencia que podría frenar de algún modo sus consecuencias negativas. El abandono de ese último vínculo con la naturaleza, que la tradición filosófica llamaba lumen naturae, produce una estupidez artificial que hace aún más incontrolable la hipertrofia tecnológica.
¿Qué le ocurrirá al caracol aplastado por su propia concha? ¿Cómo podrá sobrevivir entre los escombros de su casa? Éstas son las preguntas que no debemos dejar de hacernos.
La invención del enemigo
Creo que muchos se han preguntado por qué Occidente, y en particular los países europeos, al cambiar radicalmente la política que habían seguido durante las últimas décadas, decidieron repentinamente convertir a Rusia en su enemigo mortal. En realidad, una respuesta es muy posible. La historia muestra que cuando, por la razón que sea, se derrumban los principios que aseguran la propia identidad, la invención de un enemigo es el dispositivo que permite —aunque de forma precaria y, en última instancia, ruinosa— hacer frente a este derrumbe. Esto es precisamente lo que está ocurriendo ante nuestros ojos. Está claro que Europa ha abandonado todo aquello en lo que creía — o, al menos, en lo que creyó durante siglos: su Dios, la libertad, la igualdad, la democracia, la justicia. Si en la religión —con la que Europa se identificaba— ya no creen ni los sacerdotes, también la política ha perdido hace tiempo su capacidad de orientar la vida de los individuos y de los pueblos. La economía y la ciencia, que han ocupado su lugar, no son en absoluto capaces de garantizar una identidad que no adopte la forma de un algoritmo. La invención de un enemigo contra el que combatir por todos los medios es, en este momento, la única manera de colmar la angustia creciente frente a todo aquello en lo que ya no se cree. Y ciertamente no es una prueba de imaginación haber elegido como enemigo al que durante cuarenta años, desde la fundación de la OTAN (1949) hasta la caída del Muro de Berlín (1989), permitió conducir por todo el planeta la llamada Guerra Fría, que parecía, al menos en Europa, definitivamente desaparecida.
Contra los que se obstinan en encontrar de este modo algo en lo que creer, es necesario recordar que el nihilismo —la pérdida de toda fe— es el más inquietante de los huéspedes, que no sólo no puede ser domado con mentiras, sino que sólo puede conducir a la destrucción de quienes lo han acogido en su casa.
Sobre las cosas que no-están-ahí
Cristina Campo escribió una vez: «¿qué otra cosa existe de verdad en este mundo sino lo que no es de este mundo?». Se trata verosímilmente de una cita de Juan 18, 36, donde Jesús declara a Pilato: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado por mí, para que yo no fuera entregado a los judíos. Ahora bien, mi reino no es de aquí». Es entonces decisivo preguntarse por el significado y el modo de existencia de lo que no es de este mundo. Es lo que hace Pilato, que, como queriendo comprender el estatuto de esta realeza especial, le pregunta inmediatamente: «¿Así que tú eres rey?». La respuesta de Jesús, para quien sepa entenderla, ofrece una primera indicación del sentido de un reino que existe, pero que no es de aquí: «Tú dices que yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad». Y en este punto, Pilato formula la infame pregunta, que Nietzsche llamó «la broma más sutil de todos los tiempos»: «¿qué es la verdad?». El reino que no es de este mundo exige que demos testimonio de su verdad, y lo que Pilatos no comprende es que algo puede ser verdadero sin existir en el mundo. Es decir, que hay cosas que de alguna manera existen pero que no pueden ser objeto de un juicio jurídico de verdad o no verdad factual, como lo que está en cuestión en el proceso que Pilato está llevando a cabo.
Furio Jesi, interrogando la realidad del mito, sugirió una fórmula que puede ser útil retomar aquí: si las cosas que están en cuestión en lo que él llama la máquina mitológica «están ahí, están, sin embargo, en “otro mundo”: no-están-ahí». E inmediatamente añade: «no hay fe más exacta hacia un “otro mundo” que no-está-ahí que la declaración de que tal “otro mundo” no es». Se comprende, pues, lo que Jesús quiere decir al afirmar que su reino no es de este mundo. Su reino no-está-ahí, pero no por eso carece de significado. Al contrario, vino a este mundo para dar testimonio de lo que no es de este mundo, de las cosas que no-están-ahí. Y esto es precisamente lo que Cristina Campo debió de tener en mente: lo verdaderamente urgente e importante para su vida en este mundo son sólo las cosas que no están en este mundo, o, mejor dicho, que no-están-ahí.
Es bueno reflexionar con especial cautela, precisamente hoy, cuando la exigencia de la verdad parece haber sido anulada por el mundo, sobre el estatuto particular de las cosas que, aunque no sean de este mundo, nos son verdaderamente queridas y orientan nuestro pensamiento y nuestra acción en este mundo. Como sugiere Jesi, sería en efecto un error imperdonable confundir las cosas que no-están-ahí con las cosas que están ahí, pretender que simplemente están ahí. Su diferencia emerge claramente en la distinción entre revuelta y revolución, que Jesi intenta puntualmente definir. La revolución es el objetivo que se fijan quienes sólo creen en las cosas de este mundo y, por tanto, se ocupan de las circunstancias y los tiempos de su posible realización en el tiempo histórico según las relaciones de causa y efecto. La revuelta, en cambio, implica una suspensión del tiempo histórico, la apuesta intransigente por una acción cuyas consecuencias no son conocidas ni previsibles, pero que, por ello, no pacta ni se compromete con el enemigo. Mientras que los que no ven más allá de este mundo sólo se preocupan por la relación de fuerzas en la que se encuentran y están dispuestos a dejar de lado sin escrúpulos sus convicciones, los hombres de la revuelta son los hombres del no-está-ahí, que han suspendido de una vez por todas el tiempo histórico y pueden, por tanto, actuar incondicionalmente en él. Precisamente porque las cosas que no-están-ahí no representan para ellos un futuro por realizar, sino una exigencia presente de la que están obligados en todo momento a dar testimonio, tanto más inexorablemente actuará su acción sobre el acontecer histórico, rompiéndolo y aniquilándolo.
A quienes hoy intentan por todos los medios atarnos a una supuesta realidad factual que no admite alternativas, hay que oponer ante todo el pensamiento, es decir, la visión clara y perentoria de las cosas que no-están-ahí. Sólo a aquellos que, sin hacerse ilusiones, saben que su reino no es de este mundo, pero que sin embargo está aquí y ahora de modo irrevocablemente presente, se les da la esperanza, que no es otra cosa que la capacidad de desmentir en cada ocasión la brutal mentira de los hechos que los hombres construyen para esclavizar a sus semejantes.