Categorías
General

Yann Sturmer / Contra la utopía del capital. Pensar hoy con Giorgio Cesarano

Un lector de Artillería inmanente nos envió para su publicación la siguiente traducción de un texto de Yann Sturmer sobre la actualidad de las ideas de Giorgio Cesarano. El texto original fue publicado en inglés en el sitio web de Endnotes en mayo de 2022.

 

¿Cómo podría un revolucionario italiano de la década de 1970, conocido por ser especialmente difícil de leer y entender, ayudarnos a comprender la miseria de la situación actual? ¿No hay una desconexión entre la necesidad de descifrar nuestro presente, con todos sus horrores, y la necesidad de discutir una forma de pensamiento arraigada en el estilo y las vicisitudes de una época pasada? Cesarano es un interlocutor especialmente interesante en la medida en que la posición que trabajó para construir, las batallas que lideró, pueden encontrarse hoy, ciertamente bajo un nuevo disfraz, pero como un eco que no ha perdido nada de su fuerza inicial. Cesarano siempre escribió con un sentido de urgencia —cualquier otra cosa, a la luz de una situación cada vez más grave, sería simplemente imposible— para definir las transformaciones del capital tras la crisis de 1971. Tras la publicación del informe del Club de Roma, Los límites del crecimiento, era necesario comprender cómo el capital podía adoptar una forma afirmativa, defendiendo una cierta idea de la vida e incluso, hasta cierto punto, la alegría de vivir. Habiendo alcanzado su límite extremo —y éste no es otro que el límite ecológico, el límite inducido por haber destruido el universo natural hasta tal punto que la propia existencia humana queda en entredicho—, el capital se presenta como la única esperanza de salvación al volverse autocrítico, al no buscar ya sólo explotar al proletariado, sino también fomentar su creatividad, valorizando la promoción infinita del yo o de la persona social. El análisis del capital de Cesarano estuvo siempre motivado por la búsqueda, dentro de su época, de una fuente de revuelta capaz de revocar los proyectos utópicos capitalistas. Vio su presente como el cierre del eje histórico que se abrió con la revolución neolítica, lo que le obligó a movilizar los resultados de la biología, la paleontología y la mitología; ampliando así la crítica del capital a través de una crítica de la civilización que lo produjo. Por último, vincula esta búsqueda de un antagonismo interno y verdadero a una crítica de aquello que se presenta como la contestación de este mundo, pero que, al no haber cuestionado adecuadamente el proceso de reificación capitalista, en realidad no representa más que su confirmación subrepticia.

 

Ni retroceso, ni política, ni alternativismo, ni leninismo

 

Empezaremos por el último punto: la crítica de todas las falsas ideologías de lucha. Cuando Cesarano habla de estas tendencias, lo hace siempre desde dentro del propio movimiento y no desde arriba, cómodamente sentado en una habitación del Gran Hotel Abismo. Leyendo hoy Manual de supervivencia (MS) o Apocalipsis y revolución (AR), uno puede encontrar cansina o divertida la virulencia con la que ataca a autores que han desaparecido casi por completo del paisaje intelectual. Entre los más significativos están el antipsiquiatra David Cooper —«pedazo de mierda con prisa retrasada de hacerse cagar por el culo de una contrarrevolución» (MS, § 33)—, pero también las tendencias entonces en desarrollo del «terrorismo leninista», del cual las Brigadas Rojas son el ejemplo más célebre.
¿Qué fue, al fin y al cabo, lo que falló en estas dos tendencias? Con respecto a la primera —Cooper sólo fue elegido por Cesarano para enfrentarse a las tendencias inmediatistas del movimiento—, es fácil ver que la dinámica de la «liberación», y en particular la «liberación de la vida cotidiana», la promoción de un «arte del vivir» en la que pueden haberse perdido algunos lectores de la Internacional Situacionista, es perfectamente insuficiente para superar eficazmente la lógica del capital. Además de abandonar la lucha, la lucha contra este mundo, tal posición reduce la contestación a un «estilo», uno subterráneamente en línea con la autotransformación del capital durante esos años. Esta liberación «autocrítica», que se niega a considerar que el antagonismo es inminente al desarrollo del capital, desea poner fin a lo que llama «problemas». También aquí encontramos la emergencia de grupúsculos imbuidos de una fachada de benevolencia liberadora, que en realidad no representan sino la liberación del Yo, narcisistamente colocado una vez más en el centro de la atención. Es el reinado, como lo llama Cesarano, de la egoarquía generalizada, del empresario de sí mismo. Al mismo tiempo, como ilustra el informe del Club de Roma, el capital también se entrega a una perpetua autocrítica, tratando de resolver las contradicciones de su modo de producción captándolas sólo como «problemas». Sin embargo, no hay «problemas» que gestionar, que curar, que analizar; lo que hay, en cambio, es una contradicción fatal, que hay que destruir antes de que nos destruya a nosotros. A la liberación del Yo, Cesarano opone el hecho concreto de «liberarse del Yo»: «No se trata de liberar el Yo, sino de liberarse del Yo, liberando así la historia desde su principio. Y esto, desde ahora mismo» (MS, § 12).
La crítica de Cesarano a esta tendencia, que pretende liberarse sin enfrentarse a la totalidad capitalista, es mucho más profunda y extensa. Hay razones biográficas para ello. Cesarano intentó un malogrado experimento comunal, el Podere al mennuci, que terminó abrupta y trágicamente. Después, muchos de los jóvenes amigos que Cesarano había conocido en 1968 —tenía entonces 40 años y, tras un paso por el medio literario, sólo se politizó en sentido estricto durante este periodo y por poco tiempo, pues se suicidó a los 47— se sumieron en una lógica suicida, ya fuera el consumo compulsivo de drogas o las acciones de robo-financiación que llevarían a más de un camarada a la cárcel. Sea como fuere, es fácil identificar a las figuras que encarnan hoy lo que Cesarano atacaba ayer. Se puede pensar, por ejemplo, en el latourismo de izquierdas, que ahora encuentra cierto público. El latourismo de izquierdas, basado en los escritos de Bruno Latour, piensa de manera cibernética las relaciones entre animales, humanos y objetos técnicos, sin interesarse por la crítica del capitalismo o de la democracia burguesa, o considerándola simplemente decorativa. Está bastante claro que el proyecto latouriano de un «parlamento de las cosas» es un intento de reconstruir una sociedad más fluida que cuide los límites ecológicos, en perfecta continuidad con el proyecto del Club de Roma tan duramente criticado por Cesarano. Esta tendencia militante e intelectual practica la autocrítica con el único fin de reformar una nueva forma de poder constituyente. Esto no quiere decir que no haya conceptos interesantes que provengan de esta tendencia, del mismo modo que Cesarano podría decir que David Cooper a menudo tenía razón, pero las consecuencias de tal pensamiento nunca son la abolición de este mundo tal como es en su sustancia. Una reflexión sobre las relaciones (entre especies, por ejemplo) si no se consideran desde la perspectiva del conflicto y de la lucha, agonística, pierde toda dimensión verdaderamente revolucionaria. Al basarse en un modelo teórico de la relación, y por tanto también en el lenguaje, este tipo de posiciones tienen una tendencia, cada vez más manifiesta, a no preguntarse ya por el tipo de mundo al que están ligadas y a justificar así teórico-artísticamente los peores aspectos de la vanguardia del capitalismo.
Pasemos a la segunda tendencia de la que se ocupó Cesarano: el neoleninismo, ya sea en forma de terrorismo o de partidos extraparlamentarios como Potere Operaio. Este espectáculo de la lucha política frontal, con su propia cuota de mártires, participa en la producción de nuevas formas de lo sagrado, una nueva mitología, de la que el movimiento revolucionario no tiene necesidad. ¿En qué sentido? Cesarano vio en la política una forma de ocultar y encubrir el conflicto real planteándolo en el escenario corrupto de la «representación», formando un racket* en lugar del movimiento real. Consideremos, por ejemplo, la cuestión de la multitud. Cesarano le dedicó algunas tesis en Manual de supervivencia. La multitud (la folla), la masa, debido a su incapacidad para ser totalmente controlable e incluso, estrictamente hablando, comprendida, contiene in nuce la comunidad real y su movimiento: «Ningún radical ignora la ambigüedad de una “multitud” y la labilidad de sus “estados de ánimo”. La facilidad repentina con la que el furor se convierte en vileza» (MS, § 167) y, sin embargo, «la multitud […] ataca la organización más superficial de la estructura del yo, y tiende a disolverla en una re-fusión de la presencia” (MS, § 168). Si la esencia de los movimientos de masas es ser fugaces y transitorios, para Cesarano esto no es ciertamente razón para construir, como dirían los leninistas, una táctica y una estrategia para dirigirlos hacia la opción que les parece más deseable a los aspirantes a estratega. Nada es más deplorable —y ahora lo vemos constantemente después del movimiento de los «chalecos amarillos»— que el espectáculo de las organizaciones que, asustadas por lo que podría haber sucedido, buscan capitalizar a la multitud para sus propias demandas políticas. Cesarano entendió perfectamente este punto:

 

No es casualidad que los líderes, mientras se esfuerzan por fundar en ella su poder cuantizado y su «carisma», la desprecien y la detesten visceralmente: ven en ella la pesadilla siempre inmanente en la que su poder puede «imprevisiblemente» disolverse. Toda «táctica» y toda «estrategia» intentan eludir o programar la inestabilidad «emocional» de las masas. (MS, § 167)

 

Cesarano vio el mismo proceso en juego en los disturbios, que tanto le interesaban, en Detroit, Dánzig y Szczecin, y aún más cerca en Calabria. Lo que importa aquí es que se expresó una revuelta que no podía ni tenía necesidad de usar el lenguaje, especialmente el lenguaje profanado de las demandas políticas, sino que afirmaba en la acción y, dice Cesarano, a través de «la razón de los cuerpos», una negativa a comprometerse con este mundo y su sociedad. A este respecto, podemos pensar en el artículo «Furore in Svezia» (1962) del antropólogo italiano Ernesto de Martino, que Cesarano leía con frecuencia. Este artículo aborda un fenómeno extraño: los jóvenes se reunían regularmente en las calles de Estocolmo para romperlo todo, quemarlo todo, pelear con la policía, en absoluto silencio, sin exigencias, sin motivos comprensibles. La sociología luchó por comprender este fenómeno, ya que el origen social de estos jóvenes era totalmente diverso. La interpretación de De Martino conecta este tipo de disturbios silenciosos con los ritos que encontramos evidenciados en varias sociedades —analiza las fiestas de año nuevo babilónico, donde los valores fueron trastornados hasta el punto de humillar el poder real, o los ritos de pubertad de los kwakiutl de América del Norte— y que dio forma al impulso destructivo que el hombre lleva dentro de sí mismo, que Freud, después de la Primera Guerra Mundial, llamó «pulsión de muerte». Estos disturbios expresaban así, según De Martino, el hecho de que las democracias seculares y burguesas no habían logrado encontrar una forma social para este impulso, a diferencia de otros tipos de sociedades. Según Cesarano, manteniéndose cerca de De Martino, es necesario sobre todo entenderlas como formas de lucha por la presencia, donde la ficción del ego se derrumba para dar paso a una subjetividad en la que la cuestión de la apariencia y la promoción de sí mismo, de las normas sociales y las temporalidades normales, da paso a un equilibrio con las pulsiones donde cuerpo y mente finalmente coinciden. Es la lucha por una presencia garantizada en el mundo que resurge en diferentes épocas y de la cual el fenómeno de la multitud o de la revuelta es una de las figuras (siendo la pasión amorosa otra). Después de tales luchas, el papel de las organizaciones leninistas es instituir un racket que las mediaría en un lenguaje que está ya justamente descalificado en la práctica por el disturbio mismo. Hoy basta mirar a los espantosos Frédéric Lordon o Andreas Malm, ambos obsesionados con la idea de resolver las ambigüedades de la multitud en el agua perfectamente clara de las instituciones y del Estado, para percibir los rostros actuales de los enemigos de ayer.
Ahora deberíamos haber comprendido el interés de pensar con Cesarano: las dos tendencias aquí descritas son las que dominan los movimientos del pensamiento radical contemporáneo. A éstos, Cesarano les opuso el movimiento real, entendido como «el antagonista natural de lo existente que no es un más allá de lo existente. Este antagonismo se incorpora a él más bien como una mecha en un detonador, como “simplemente” la otra cara devoradora de lo existente, la vida abolida a nivel de las formas, pero que crece dentro de cada forma para hacerla estallar. Ciertamente, esto es mucho más que la poética minuciosa y asesina de la salvación personal [alternativismo] o del escándalo [leninismo], como si la alienación fuera un estilo y la libertad su opuesto».
Ahora no se trata de añadir una tercera posición, como si estuviéramos en el supermercado de la radicalidad, sino de ver si Cesarano puede ayudarnos a comprender de otra manera y quizás más profundamente nuestro presente y su confusión.

 

El hambre de sentido

 

Consideremos ahora el concepto de hambre, del hambre verdadera. Esto está especialmente presente en los capítulos tres y cuatro del Manual de supervivencia, capítulos que, en mi opinión, constituyen el corazón teórico del pensamiento de Cesarano. Con esta noción, es seguro que Cesarano se refiere al texto de Ernst Bloch, El principio esperanza. En este libro, Bloch critica el psicoanálisis freudiano —pero también, aunque de otra manera, el junguiano— por haber dado un lugar demasiado central a la noción de impulso sexual en lugar de la del hambre. Buscó así un impulso fundacional que pudiera corresponder a una lectura materialista. Según Bloch, este impulso fundamental consiste en la necesidad de satisfacer el hambre y hay que, añade, pertenecer a la pequeña burguesía vienesa para considerar esto como sólo de naturaleza sexual y no dar una base histórica a estos impulsos mismos. Es a través del movimiento mediante el cual el hombre se organiza colectivamente para luchar contra la cuestión del hambre que nace su deseo de conocimiento. «El instinto de conservación, el hambre, es el más sólido de todos los llamados impulsos fundamentales y el que más firmemente se ha mantenido a lo largo de todas las metamorfosis históricas y sociales de las que fue también origen». «La necesidad de saciar esta hambre es el aceite que alimenta la lámpara de la historia».
La forma en que el hombre ha satisfecho esta hambre ha sido el motor de la historia y el que ha cimentado diferentes sociedades hasta nuestros días. Es importante comprender el acto inaugural de fundación: tal como lo formularon Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, consistió en separarse uno mismo del universo natural, de la esfera instintiva, ahora percibida como una fuente de temor, para protegerse a uno mismo — y, a través de este proceso, desarrollar la razón. Sin embargo, esta razón se ha vuelto autónoma del hombre como ratio, un proceso sobre el cual la acción humana ya no tiene control. La situación del hombre contemporáneo es, por tanto, la siguiente: se encuentra atrapado entre la negación de su esfera instintiva y su separación de la esfera racional.
Este tema del hambre adquirió una nueva dimensión en la década de 1970 con el desarrollo de lo que Cesarano llama el «capital de la opulencia». Se estima que, a partir de 1933 en Estados Unidos, a partir de 1945 en Europa y luego totalmente a finales de la década de 1960, el trabajo humano ha sido sustituido por el de las máquinas, por la automatización, de tal manera que la producción de mercancías ya no es central en el marco de la explotación capitalista. Semejante evolución podría significar que la cuestión del hambre —y, por ende, de la seguridad material del hombre— está cerca de resolverse. Cesarano expresa una cierta, y bastante cuestionable, confianza en el prodigioso progreso de la automatización en aquellos años, que podría dar esperanza a una humanidad liberada del trabajo. El punto al que ha llegado el capital le permitiría presentarse como la respuesta definitiva y permanente a esta antigua cuestión del impulso que es el hambre, la ansiedad de la supervivencia animal. En estas condiciones, el hambre comienza a diferir de su concepción blochiana: es ahora lo que Cesarano llama «hambre verdadera», que es un «hambre de sentido».
Sin embargo, este «capital de la opulencia», al haber garantizado la supervivencia social y resuelto así la cuestión del hambre, la cuestión de las necesidades, que era, por ejemplo, la cuestión central de la política comunista y del conflicto de clases, produce a cambio subjetividades vacías y depresivas, «libres para producirse a sí mismos», pero sin encontrar ningún uso a esta libertad. Seres que nunca dejan de plantearse la inquietante pregunta metafísica: «¿Por qué estoy aquí?».
El hambre, la necesidad, se convierte en necesidad de significado, una necesidad metafísica. Así resurge para la especie «el tema más antiguo de la instintualidad negada», el de construir un mundo en coherencia con el universo material, de construir un mundo que tenga sentido. Pero esta cuestión del significado resurge en un momento que también es crítico tanto para el capital como para la propia historia de la especie humana: en su afán por resolver la cuestión de la necesidad, la especie ha destruido el universo material, devastado el planeta, arruinado el ambiente.
Mientras el capital pone en peligro la supervivencia misma de la especie humana, se cierra ahora el arco histórico que comenzó con el terror, con el miedo del hombre ante la naturaleza que reactivamente produjo la separación del hombre del animal, la negación del instinto y la ratio que se ha vuelto autónoma del hombre mismo. Esto significa que este acontecimiento fundacional, por el cual el hombre se separó de su universo natural y constituyó así el mundo como una cosa frente a él, no es un acontecimiento que ocurrió de una vez por todas, sino que es un acontecimiento que continúa ocurriendo y que involucra la historia política de la humanidad en su totalidad. Es esta relación del hombre con el universo material la que constituye para Cesarano «la invariancia de una contradicción fundamental» a lo largo de la historia de la especie. Esta invariancia se volvió actualizable en su época y traza los «lineamientos de la verdadera guerra». Además, dado que la destrucción de la naturaleza por parte del hombre puede ahora destruir al hombre mismo, es ahora cuando debe surgir esta cuestión —y vemos aquí la urgencia con la que escribe Cesarano— porque a la especie no le queda más remedio que abandonarse a «la pulsión de muerte», un impulso que nunca se ha observado a escala de toda una especie.
Esta forma de entender el conflicto como emergencia y superación, por parte de la propia especie, de lo desatendido y reprimido, de ese resto abandonado entre la esfera instintiva y la esfera racional, la esfera de las necesidades animal y humana, no se corresponde apenas con la visión revolucionaria del mundo moderno — especialmente con la visión articulada por Lukács en Historia y conciencia de clase sobre la clase, su posible conciencia y el papel del partido como operador estratégico entre ambas. Para Cesarano, la necesidad de sentido que se tiene, la necesidad metafísica en definitiva, tiene una explicación histórica, materialista, en la creación de lo que él llama «el sistema simbólico», que no es otro que el aparato proveedor de seguridad —el lenguaje es un ejemplo paradigmático— que el hombre ha construido en su escisión del mundo natural, creando al hombre como diferente de la naturaleza. Sin embargo, detrás de la máscara del sistema simbólico permanece una tensión de la especie hacia un lugar que sea coherente con el universo natural, una tensión hacia el comunismo según la definición dada por Marx en 1844: una naturalización del hombre y una humanización de la naturaleza. Un último estallido de vida frente a la «pulsión de muerte». Se pueden encontrar huellas de ello en todas las épocas de la especie, y este estallido estará aún más en consonancia con el proyecto comunista que la humanidad ha evidenciado en todo lo que, en su pérdida, ha ganado. Por lo tanto, para Cesarano, no es en absoluto una cuestión de primitivismo ni mucho menos; es, al contrario, una forma muy poderosa de teleología que hace que su optimismo a veces sea difícil de comprender para nuestros oídos desilusionados. Tal comprensión de la lucha, captando las raíces de la alienación en la creación del «sistema simbólico» —la producción del «mundo»— y no sólo en el proceso de producción capitalista, suprime la noción de esperanza de nuestro vocabulario político. Esto es también una corrección a El principio esperanza de Bloch: no se trata de esperanza, sino de encontrar en uno mismo y en el movimiento general, la certeza de que la especie no continuará su errancia ad vitam aeternam, que no aceptará su propia extinción. Percibir esta «invariancia de la lucha», que ve en la creación del «sistema simbólico» la alienación original, es la única manera para Cesarano de construir una teleología creíble y así de «liberar la historia de su origen» y del ego ficticio. Esto es lo que Cesarano percibió en los disturbios silenciosos de Estocolmo: una rabia que no tiene motivo, que rechaza incluso la mediación del lenguaje, entendido como expresión insurgente, aunque momentánea y limitada en el tiempo, de una certeza.

 

Utopía capitalista

 

La necesidad de sentido, el hambre de sentido, es lo que obsesiona a la «personalidad depresiva». Esta figura subjetiva en crisis nace de un capital mismo en crisis, el capital industrial. Y para resolver sus contradicciones, ésta se reformará precisamente invirtiendo y proponiendo una respuesta a esta necesidad de sentido, convirtiéndose en una afirmación de la vida y no sólo en su negación. Su utopía consiste en responder a la necesidad de sentido mediante la colonización de la interioridad, reviviendo así el movimiento inicial de separación a través del cual la especie humana construyó el «sistema simbólico». Esta cuestión del significado fue retomada en la historia de la especie por diferentes ideologías, siendo la más importante, por supuesto, la religión. Por tanto, para comprender la utopía del capital es necesario comprender el nacimiento de lo sagrado, de lo religioso, como lo hace Cesarano en el segundo capítulo de Apocalipsis y revolución. Sin embargo, esta figura histórica de la religión, pero también la del arte y la ciencia, es ahora la que el propio capital tiende a asumir en el momento de su crisis, sintetizando estas tres esferas en una sola. Así lo reveló la publicación del informe al Club de Roma en 1972. Este texto no es sólo un intento de responder a los límites termodinámicos de la biosfera, sino también el nacimiento de un capital que podría integrar los límites mortales que enfrenta para hacer de ellos una palanca para su reforma, con una nueva economía, sustentada en un nuevo arte de vivir y una nueva religión. En resumen, como supo decir Jacques Camatte: el capital se convierte en una comunidad, incluso la única comunidad, la relación social que los hombres han perdido. Camatte llama a esto la antropomorfisis del capital: toma forma humana al sintetizar la alienación total de la comunidad humana. Para comprender con mayor precisión cómo se forma la utopía del capital, es necesario comprender primero los cambios en la economía y, en segundo lugar, en la psique.
Cesarano retoma la interpretación que hace Camatte del sexto capítulo inédito de El capital en Capital et Gemeinwesen. En este libro, Camatte comenta a Marx y profundiza en dos aspectos importantes de su texto. El primero se refiere a la distinción entre la dominación formal y real del capital sobre el trabajo. Cuando el capital se desarrolla en sus primeros años, sólo domina formalmente las relaciones de producción. Es decir, la actividad artesanal que la precedió queda ahora sujeta a la ley del capital, que es la de la extracción de plusvalía. En un segundo paso, con el desarrollo de la industria, el capital ya no se contenta con dominar formalmente el trabajo, sino que también lo domina realmente, porque es el proceso de producción en sí el que se crea y diseña enteramente de acuerdo con sus necesidades. Partiendo de la distinción de Marx entre dominación formal y dominación real del trabajo bajo el capital, Camatte extiende los conceptos a la sociedad misma, considerando una fase de dominación formal del capital sobre la sociedad, y una fase iniciada después de la Segunda Guerra, de dominación real del capital sobre la sociedad, en el que es la actividad humana en su conjunto la que se estructura, modela y conceptualiza en términos de capital: «El capital es ahora el ser común opresor de los hombres» (Camatte). El capital, al dominar realmente la sociedad, se convierte en una comunidad material que encierra y sostiene la vida humana, haciendo a la humanidad enteramente dependiente de ella y estructurando la imaginación del hombre. La distinción entre dominación formal y real, así como la idea del capital como comunidad material, son muy importantes para Cesarano, quien las modificará ligeramente psicologizándolas a través del concepto de comunidad terapéutica. Para definir esta comunidad terapéutica, término preferible en última instancia al de biopolítica, podemos decir que «el desarrollo del capital es delincuencia y locura. Hoy todo está permitido; ya no hay tabú, no hay prohibición. Pero, viviendo, las diversas “perversiones” de los hombres y las mujeres pueden perderse, destruirse y dejar de ser “operativas” para el capital; de ahí la idea de una comunidad que siempre las reinserte en la del capital». La comunidad del capital es, por tanto, una comunidad terapéutica con «un conjunto de terapeutas especialistas que servirán de mediadores para esta reintegración».
Camatte también profundiza la idea del capital ficticio — de la fuga del capital. El capital escapó en la década de 1970 de lo que constituía su base material: con, por ejemplo, el fin del patrón oro, pero también con el creciente lugar otorgado al trabajo muerto, mediante el desarrollo de la automatización y las máquinas, en relación con el trabajo vivo, el ser humano. fuerza de trabajo hecha de «músculos, nervios y sangre». Está, por tanto, atrapado en una lógica demencial, una lógica loca, suicida. A partir de este momento, el capital comienza a depender del crédito, del valor supuestamente futuro, para asegurar su supervivencia. Debe dominar el futuro, que alguna vez fue el espacio de las proyecciones revolucionarias. El capital se vuelve así especulativo, una burbuja separada del lugar concreto de producción, que era la producción de valor mediante la fuerza de trabajo humana. «El capital logra romper su dependencia del proceso de producción y, por tanto, de los hombres porque se ha convertido en representación» (Camatte, Es necesario salir de este mundo). En resumen, el capital realiza la filosofía de Hegel: ya no puede entenderse sólo como sustancia (la sustancia del capital es el tiempo de trabajo humano) sino como sujeto, como un movimiento de circulación que domina el movimiento de producción. Semejante desapego de su sustancia significa que el capital está inmerso en una lógica mortal, una lógica que Marx llamó «locura». A partir de ahora, el desafío para el capital, según Cesarano —Camatte no lo sigue aquí—, es encontrar otro espacio de valorización, otro espacio que someter a su lógica. Cesarano da una interpretación muy fuerte de «Notas sobre James Mill», donde Marx escribe que «en el sistema crediticio no es el dinero lo que se abolió, es el hombre mismo quien se convierte en dinero, es decir, el dinero se personifica». Habiendo sometido, según una lógica imperialista, todo el planeta a su funcionamiento, el capital no sólo se convierte en el único colonizador externo del territorio físico, sino que ahora coloniza la interioridad misma. «Se personifica», dice Marx, es decir, según Cesarano, se instala en el interior de los propios sujetos, en sus psiques. La locura, el carácter radicalmente nihilista del capital, está interiorizada en la conciencia de los hombres, que también se vuelven cada vez más locos a medida que la enfermedad mental se convierte en una producción del capital mismo. Al volverse autónomo del mundo, de su límite material, el capital también arrastra a la humanidad a una pérdida total del mundo, de cualquier comprensión cosmogónica, de cualquier capacidad de captar y controlar lo que les sucede. A través de su locura, el capital enloquece a los hombres y arrastra a la especie hacia su extinción. Ante esta contradicción última, el fin de los espacios aún por conquistar para asegurar la reproducción de su sustancia y su devastación del ecosistema terrestre, el capital se transforma a sí mismo, como lo establece el psicoanálisis, a través de la autocrítica — comienza a colonizar el cuerpo. Una autocrítica que es, al mismo tiempo, la promoción de una nueva forma de vida, una nueva ética, una nueva humanidad.
Esto nos lleva lógicamente a la segunda dirección que tomó el capital en la década de 1970: ahora depende de una nueva figura que ha forjado a su imagen, la persona social. Según Cesarano, la producción de la «persona social» se convierte en la nueva mercancía, la nueva fuente de valor. Lo explica de la siguiente manera: «El capital constante convierte su inversión mayoritaria en infraestructuras aptas para producir sólo objetos en infraestructuras aptas para producir “personas sociales” (servicios sociales y “servicios personales”)» (AR, § 66). Así, es el propio hombre quien se convierte en el principal lugar de inversión del capital y éste se constituye a sí mismo en comunidad para producirlos como mercancía. La producción de una falsa individualidad, habiendo cedido toda certeza para entregarse a la promoción infinita de uno mismo, al haber intercambiado toda relación sustancial con el mundo para existir sólo en la pura representación, como mera imagen, es la contrapartida de un capital que también ha escapado de su sustancia natural, la creación de valor, y se ha vuelto así perfectamente ficticio. Nunca se podrán comprender los cambios del capital sin vincularlos dialécticamente al hombre que produce, al tipo de psique que inventa. A un capital convertido en comunidad material le corresponde una individualidad que sólo existe en y para la comedia social, una individualidad tanto más homogénea cuanto más se proclama diferente. Puede ser, sin embargo, que el punto donde el capital haya conquistado el planeta y la individualidad en su totalidad, donde tanto el mundo como los humanos se hayan convertido en «cosas», sea el punto donde la subjetividad real pueda aparecer y producir una verdadera comunidad, la Gemeinwesen. Porque, llegados aquí, pueden resurgir todas las preguntas que estaban reprimidas en la historia de la humanidad, una historia que sólo fue una prehistoria, una historia de su alienación.

 

Relación con la verdad

 

Cesarano escribe en un momento bastante específico del desarrollo del capital, cuando ya no se contenta con vaciar al proletariado, con someterlo a una disciplina brutal, sino que también busca llenarlo de un imaginario social simbólico que lo vincula directamente a su locura. Si tiene tantas ganas de criticar los movimientos leninistas o liberacionistas es porque le parece que ambos participan en esta reforma del capital e incluso participan, sin querer, en la aceleración de su transformación. Lo ve también en el desarrollo de la ecología política, en la que se revolcará buena parte de la generación de 1968. Esto permite que la locura capitalista se reconstruya presentándose como la única utopía posible, la única que ha tenido éxito donde todas las demás —y la hipótesis revolucionaria moderna entre todas— han fracasado. Se trata ciertamente de un análisis sensato, y Cesarano no se equivocó. Sin embargo, debemos continuar donde lo dejamos, porque vivimos en una situación que también es diferente. Nada es más difícil, en estas condiciones, que criticar a la comunidad del capital, pues, así como destruye el ecosistema, se presenta como lo único capaz de protegerlo; así como destruye la salud, se presenta como lo único capaz de salvar la vida. Esta doble contradicción, en el sentido psicoanalítico del double bind o doble vínculo, produce, como sabemos, la locura y la pérdida de cualquier brújula clara en la que podamos confiar. Nuestra vida cotidiana se encuentra, por tanto, en la horrible utopía del capital que Cesarano anunció hace más de cincuenta años.
Para dejarla atrás, debemos definir un concepto de verdad adecuado a lo que sentimos como justo y verdadero, redescubrir la certeza. Me parece que lo peor sería oponer una supuesta verdad científica a otra. Es necesario, en cambio, concebir la existencia de otra verdad, otra práctica de la verdad, que la verdad científica. Una verdad que va más allá de la simple cuestión de los hechos.

 

La cuestión clave es el concepto de verdad. ¿La verdad es una justificación del mundo o es hostil al mundo? Sabemos que el mundo tal como existe no es verdadero. Hay un segundo concepto de verdad, que no es positivista, que no se basa en una constatación de la facticidad; sino que está cargado de valor [Wertgelanden], como por ejemplo en el concepto de «un verdadero amigo», o en la expresión de Juvenal «Tempestas poética», es decir, una […] tempestad poética, como la realidad nunca conoce, una tempestad llevada hasta el límite, una tempestad radical. […] Y si esto no se corresponde con los hechos —y para nosotros, los marxistas, los hechos no son más que momentos reificados de un proceso, y nada más—, en ese caso, tanto peor para los hechos [um so schlimmer für die Tatsachen], como decía el viejo Hegel. (Ernst Bloch)

* El término racket tiene una historia que se remonta al menos al siglo XV en inglés. Originalmente, se refería a un ruido o alboroto, pero con el tiempo, adquirió connotaciones relacionadas con el engaño, la extorsión y la ilegalidad. A partir del siglo XX, el término racket se refiere a una forma de extorsión organizada o fraude, en la que los miembros de la mafia —u otro tipo de organizaciones— obligan con mayor o menor uso de la violencia a individuos o negocios a pagar dinero a cambio de protección o para evitar daños. Así, durante la Prohibición en los Estados Unidos (1920-1933), el término racket se popularizó como una referencia a las actividades ilegales organizadas, particularmente en el contexto del contrabando y la venta clandestina de alcohol. Hasta la fecha, forma parte del vocabulario de la mafia en Estados Unidos. En este contexto, el racket puede implicar actividades como el juego, el tráfico de drogas, la prostitución, la infiltración en sindicatos laborales, entre otros. Aunque el término racket no tiene una historia tan arraigada en la cultura francesa como en la estadounidense, su uso aumentó en la jerga francesa especialmente después de la Segunda Guerra Mundial y con la influencia de la cultura estadounidense. En la segunda mitad del siglo XX, algunos grupos comunistas como la Internacional Situacionista o revistas como Invariance comenzaron a utilizarlo para criticar las lógicas mercantiles de las organizaciones políticas. Por extensión, Giorgio Cesarano y otros autores de la «crítica radical» comenzaron a emplearlo en sus publicaciones en Italia. En resumen, la palabra racket puede traducirse al español como «chantaje» o «extorsión». En el argot mafioso y lucrativo, también puede entenderse como «negocio», «protección», «chanchullo» o «mordida». Sobre el proceso de «racketización» de la política, véase Jacques Camatte, «Sobre la organización», 1969. [N. del T.].

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *