Traducción de un artículo de Ivan Illich publicado originalmente como «Death Undefeated: From Medicine To Medicalisation To Systematisation», en British Medical Journal, vol. 311, núm. 7021, 23-30 de diciembre de 1995, pp. 1652-1653.
Ya en 1974, cuando escribí Némesis médica, podía hablar de la «medicalización» de la muerte.1 El arte occidental de morir —resultado de la cristianización de Europa— había cedido ante una asistencia terminal garantizada. Acuñé el término en referencia a unos establecimientos médicos que habían asumido las funciones de una Iglesia dominante y cuyos efectos simbólicos incluían el moldeamiento de las creencias y percepciones, necesidades y reivindicaciones de la gente. Lo que los profesionales veían como el último fracaso terapéutico, los legos lo temían como una cobertura financiera limitada. Entonces era plausible utilizar el término «iatrogenia» no sólo para referirse a los efectos secundarios sintomáticos sufridos por los individuos en su encuentro con médicos, fármacos u hospitales, sino también a la remodelación supersticiosa de la sociedad y la cultura mediante la interiorización de los mitos de la medicina.
Dos décadas más tarde, tendría que escribir un libro muy diferente. Antes utilizaba la medicina para ilustrar una característica general de las grandes instituciones a mediados de siglo: su acción contraproductiva al hacer que los objetivos para los que fueron diseñadas fueran imposibles de alcanzar para la mayoría de sus clientes. Por ejemplo, las escuelas impedían el aprendizaje; el transporte procuraba prescindir de los pies; las comunicaciones retorcían la conversación. Analicé la empresa médica como una liturgia poscristiana que infundía en sus devotos un miedo acérrimo al dolor, la discapacidad y la muerte. Hoy en día, varias instituciones, especialmente las que pretenden prestar servicios sociales, han perdido su identidad; los sistemas de educación y medicina están entrelazados con los sistemas militares, económicos y de otro tipo.
A mediados de siglo, la vinculación más intensa de muchas personas con la atención médica comenzó cuando estaban a punto de morir. Por mi propia experiencia, sé qué expectativas irreales inspiraban los inútiles rituales y rutinas médicas, y lo difícil que la medicalización hacía la tarea de la familia, los amigos o el capellán: despertar el ánimo del moribundo para aceptar lo inevitable, encontrar fuerza en la belleza de los recuerdos y despedirse de este mundo.
En la tradición galénica, los médicos estaban entrenados para respetar las señales de Lete y permitir que la gente subiera a la balsa de Caronte; aprendieron a reconocer la facies hipocrática, los síntomas que mostraban que su paciente había entrado en el atrio de la muerte. En este umbral, la propia naturaleza rompía el contrato de curación, y el sanador tenía que reconocer sus límites. En ese momento, retirarse era el servicio adecuado que un médico prestaba a la buena muerte de su paciente.
El doctor de túnica blanca luchando contra la muerte no aparece en el arte gráfico hasta finales del siglo XIX. La enseñanza sobre cómo distinguir entre lo curable y lo incurable no desapareció de las facultades de medicina estadounidenses hasta después del Informe Flexner de 1910.2 Mientras los médicos se concentraban en la lucha contra la muerte, el paciente se convertía en un objeto residual, luego en una construcción tecnológica. Hoy, uno se pregunta: ¿existe todavía un yo autónomo capaz del acto de morir?
En 1995, no puedo culpar a la medicalización de este desarrollo. Al igual que con la televisión con música, las nuevas tecnologías cambian la naturaleza de la actuación; en el sistema médico, usurparon totalmente la antigua Danza de la Muerte. La constelación dentro de la cual la masa de formación académica, instrumentos, laboratorios y hospitales podía aislarse como medicina se ha desvanecido. La alimentación, los medicamentos, los genes, el estrés, la edad, el aire, el sida o la anomia ya no son cuestiones médicas, sino sistémicas. La etiología ya no se refiere a una causa específica, sino a una jerarquía de feedback loops, bucles o circuitos de retroalimentación. El paciente es ahora una «vida» que emerge de un acervo genético hacia una ecología. Antes, la gente pedía el diagnóstico de una enfermedad y esperaba que el tratamiento la aliviara; hoy, las vidas se gestionan y la optimización manda. La biogestión incluye ahora las emisiones de fluidos industriales, la recolección de basura doméstica, la guerra contra las drogas y la distribución gratuita de agujas.
En 1978 se utilizó por primera vez el término sistema inmunitario.3 Ese mismo año Microsoft lanzó su sistema operativo, DOS. Cinco años más tarde, incluso los escritos de divulgación científica hablaban de la salud como el estado de un sistema biológico y de la muerte como el colapso irremediable de la vida. Desde entonces, la mayoría de los recursos que se añadieron a la atención sanitaria financiaron de hecho una absorción de los componentes médicos por parte de los sistemas de gestión global. El análisis sistémico fomentó nuevas nociones y prácticas en la atención sanitaria, pero también afectó subrepticiamente a la percepción que las personas tienen de sí mismas. Cada vez más personas hablan ahora de su salud diciendo que es «el estado de mi sistema». Los conceptos analíticos de los sistemas han alterado nuestra autopercepción.
La medicalización llevó a las personas a verse a sí mismas como paquetes de diagnósticos con dos patas. Sin embargo, la medicalización no desencarnó la autopercepción; en la actualidad, lo está haciendo el pensamiento sistémico. La gente observa ahora la curva de sus parámetros vitales. A medida que se acercan al final de sus días, hace tiempo que se perciben a sí mismas como «vidas»; han estado bajo gestión profesional, algunas desde mucho antes de nacer.
Antiguamente, se hablaba de la última hora en voz activa: «Espero morir bien». También se podía usar el verbo intransitivamente: «Sé que moriré». Uno puede prepararse para morir, puede adquirir una buena postura. Tarde, pero no demasiado tarde, he visto a personas —incluso en cuidados intensivos— revivir sus recuerdos sobre el arte de morir, tal y como había sido tradicional en sus familias. Después de la Segunda Guerra Mundial, el derecho y las iglesias apoyaron a los doctores en la medicalización de la muerte. La colaboración con el heroísmo quijotesco de las estrategias médicas se presentaba tanto al paciente como a la familia como un deber. En ocasiones, las autoridades religiosas y morales aún hablaban de un derecho a rechazar medidas extraordinarias. Pero esta calificación no hacía sino reforzar la obligación general de obedecer los dictados del doctor. La agonía llegó a verse como el esfuerzo de un equipo médico, y la muerte como la frustración del equipo por un acto último de resistencia del consumidor. La medicalización de los ordenamientos sociales y las normas culturales, sin embargo, no consiguió la intensa desencarnación de la autopercepción lograda por la preocupación durante toda la vida por el autodiagnóstico, la autorregulación y el autotratamiento con ansias pronósticas.
La capacidad de morir la propia muerte depende de la profundidad de la propia encarnación. La medicalización significó dependencia, no desencarnación. Los desencarnados son los que ahora se ven a sí mismos como vidas en estados gestionados, como la memoria RAM de su computadora personal. Las vidas no mueren, se descomponen. Uno puede prepararse para morir, como estoico, epicúreo o cristiano. Pero la descomposición de la vida no puede imaginarse como una acción intransitiva venidera. El final de la vida sólo puede postergarse. Y para muchos, esta postergación gestionada ha durado toda la vida; al morir, es un recuerdo ininterrumpido. Saben que la vida comenzó cuando su madre observó un feto en la pantalla del ultrasonido. Una vida, fueron entonces objeto de políticas sanitarias medioambientales, educativas y biomédicas. Hoy en día, no son los sofisticados tratamientos terminales, sino el entrenamiento de por vida en una concreción desubicada, el principal obstáculo para una aceptación agridulce de nuestra precaria existencia y la consiguiente disposición a prepararnos para nuestra propia muerte.
Cuando esta situación se generaliza, se puede hablar con razón de una sociedad amortal. No hay muertos alrededor; sólo el recuerdo de vidas que no están. La persona ordinaria sufre la incapacidad de morir. En una sociedad amortal, la capacidad de morir —es decir, de vivir— ya no depende de la cultura, sino de la amistad. La vieja norma mediterránea de que una persona sabia necesita adquirir y atesorar un amicus mortis, alguien que le diga la amarga verdad y se quede contigo hasta el inexorable final, pide ser resucitada. Y no veo ninguna razón de peso por la que alguien que practica la medicina no pueda ser también un amigo, incluso hoy en día.
1 Ivan Illich, Medical Nemesis, Londres, Calder and Bryers, 1975.
2 Abraham Flexner, Medical Education in the United States and Canada, Nueva York, Carnegie Foundation for the Advancement of Teaching, 1910.
3 Anne-Marie Moulin, Le dernier langage de la medicine, París, PUF, 1991.