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De la liberación de los filósofos de la función pública. Entrevista con Reiner Schürmann

La siguiente entrevista a cargo de Gruber fue publicada como «On the Philosophers’ Release From Civil Service. An Interview with Reiner Schürmann», en Kairos, núm. 2, 1988, pp. 133-145. Se trata de una entrevista a propósito de la reciente publicación en inglés, en 1987, de su libro El principio de anarquía (Heidegger on Being and Acting. From Principles to Anarchy), en la que se ocupa especialmente de elaborar los papeles que los filósofos han desempeñado histórica y políticamente, y cómo estos papeles han sido sistemáticamente cuestionados por la expansión global de la tecnología.

 

Siguiendo a Heidegger, tu trabajo sobre la relación entre «ser» y «actuar» plantea la cuestión de la tecnología dentro de la tradición del pensamiento filosófico. ¿Podrías empezar hablando de esta tradición y de la forma en que entiendes que la tecnología ha llegado a dominar nuestro mundo actual?

 

Permíteme una anécdota. Kant comienza el segundo prefacio a la Crítica de la razón pura diciendo que, en una de sus actividades, la razón está cargada de ideas que no puede ni resolver ni eludir. Dos años después de la publicación de la Crítica, escribe este magnífico ensayito titulado «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», que comienza: «¿Qué es la Ilustración? Es la liberación del hombre de su tutela autoinfligida». ¿Y qué es esta «tutela»? Se trata del autosometimiento de la razón a representaciones históricas erigidas como supremas por la propia razón.
Así, en la Crítica de la razón pura él diría que la esclavitud a las representaciones supremas es sistemática, que está incorporada a la razón de manera ineludible. Es nuestro destino trascendental. Sin embargo, en «¿Qué es la Ilustración?», parece decir que este sometimiento es histórico. La tutela es autoincurrida y, la liberación del hombre, una posibilidad dentro de la historia.
La razón por la que menciono este cambio de perspectiva, en Kant, es para sugerir que la distinción entre lo sistemático y lo histórico, que ha sido tan importante para la lectura de la historia de la filosofía, quizá debería relegarse entre aquellas disyunciones que tienen una pertinencia más bien limitada. La tecnología ha llegado a dominar nuestro mundo actual porque su lógica —la fundamentación o fijación sistemática de todo lo que puede convertirse en fenómeno— ha permanecido históricamente operativa en Occidente desde la Grecia clásica.

 

Entonces, ¿estás sugiriendo que, para entender los supuestos básicos de nuestro mundo, debemos pensar en la tecnología como una «representación suprema»?

 

Sí. Y mirando al polo opuesto de la Grecia clásica, a nuestra propia época, también estoy sugiriendo que la clausura de la que la tecnología es una figura debe entenderse como sistemática e histórica.

 

Por «clausura» entiendes que hoy la tecnología se ha vuelto tan omnipresente que anuncia el fin de una tradición de pensamiento sobre el «ser» y el «actuar».

 

Cuando Heidegger habla de un «fin de la filosofía», uno piensa inmediatamente en una especie de carrera que se detiene. Es decir, un ciclo histórico que comienza con los griegos y termina en un momento determinado. Pero en realidad eso es sólo una parte de la historia. La otra es la clausura sistemática. Lo que la hace sistemática es que desde Parménides en adelante (y Parménides es la ambigua figura fundadora), los filósofos se han colocado bajo la autoridad de alguna norma última, un principio supremo. Husserl, al comienzo de su libro sobre la «crisis europea», dice que los filósofos somos los funcionarios de la humanidad; y ése ha sido el estatuto de los metafísicos en Occidente ciertamente desde Platón, y más explícitamente en el papel que Platón dio al «rey filósofo». Ya sean regios o burocratizados como servidores públicos, los filósofos son aquellos cuya tarea ha consistido en asegurar las bases últimas sobre las que luego podemos vivir pacíficamente y construir, y gobernarnos a nosotros mismos tanto privada como públicamente. Esa misión de consuelo privado y consolidación pública ha sido la función tecnológica original de la filosofía. La palabra griega techné significa saber hacer. Los filósofos han sido los expertos en el saber hacer para poner a salvo, para amarrar, todo lo que existe, lo que no es precisamente una responsabilidad menor.

 

Por lo tanto, independientemente de las formas que la tecnología ha adoptado históricamente, ¿estás diciendo que a la filosofía se le ha asignado la tarea de elaborar diversos sistemas de valores o representaciones relevantes?

 

Los filósofos son funcionarios que proporcionan no sólo «varios» fundamentos, sino el fundamento sobre el que descansa todo lo demás. Tradicionalmente, con respecto a cualquier organización de las ciencias, se ha esperado que el filósofo defina la raíz de todo conocimiento. Pero su competencia fundacional se ha buscado más allá del ámbito de la ciencia. En ese sentido, el filósofo ha sido indispensable, no un lujo: un funcionario público indispensable en Occidente, que asegura sistemáticamente un enfoque normativo. Así que, una vez más, desde el punto de vista sistemático, la clausura significa que uno puede caracterizar la tarea de la filosofía bastante ahistóricamente como el servicio prestado a la civilización occidental de asegurar un punto de referencia supremo.
Pero también hay que caracterizarlo históricamente. Y la dificultad estriba en pensar lo sistemático y lo histórico juntos, de tal manera que no caigamos en los ciclos que hemos aprendido de Hegel —que es seguramente la gran sombra aquí— en los que todo acaba reconciliado. Ésa sería la operación filosófica modelada ya no según la monarquía de la ciudad-Estado y todavía no según la burocracia moderna: la operación verdaderamente imperialista.

 

¿Hay un momento dentro de la tradición en el que el filósofo ya no se somete a pensar «fundacionalmente»?

 

Para mí, está bastante claro que a partir de Nietzsche la función del filósofo se hace muy difícil. Si Nietzsche es la figura de clausura, es tan ambiguo como Parménides, la figura de apertura. Quizá haya todavía una metafísica —es decir, una filosofía primera— en la «voluntad de poder» y el «eterno retorno». Pero después de Nietzsche, creo que más claramente en el Wittgenstein tardío, se hace evidente la imposibilidad de prestar ese servicio fundacional a nuestra civilización.

 

Para ti, la crisis de la filosofía consiste en que sus fundamentos históricos y sistemáticos han quedado obsoletos por el poder de la tecnología.

 

Creo que lo apasionante y ciertamente asombroso de nuestra situación actual es que nos encontramos en una línea divisoria tan decisiva como la que precedió a Platón y que se puede rastrear muy bellamente en Parménides. No es aventurado decir algo así como: «La nuestra es una época de crisis». ¡Todos los abuelos lo han dicho! Pero, si uno acepta que de alguna manera los filósofos —como diría Hegel— son los portavoces de su tiempo, entonces desde Nietzsche hasta Wittgenstein hay una clara dispersión de focos. Salvo en raras ocasiones, como en Fráncfort, la descripción del trabajo del filósofo hoy en día ya no estipula que remita todos los fenómenos a un punto focal del que reciben su fenomenalidad. Eso ya no pueden hacerlo los filósofos. Nietzsche y Wittgenstein son las figuras paradigmáticas de esta dispersión. El filósofo sigue incrustado en la tradición, ¿cómo no? Y, sin embargo, trabaja en ella desde una situación que ya es «otra» por naturaleza, más dispersa.

 

¿Estás sugiriendo que esta tradición, que es idéntica a trabajar bajo el influjo de un único foco, se ha perdido?

 

Sí. Se refracta, en el lenguaje de Nietzsche, en innumerables constelaciones de voluntad de poder, en configuraciones de dominación; o en el lenguaje de Wittgenstein, se descompone ahora igualmente en innumerables juegos de lenguaje y sus gramáticas.

 

Y esta pérdida de un foco único también significa que la propia investigación filosófica se vuelve menos basada en principios.

 

A esto me refiero cuando hablo de la liberación de los filósofos de la función pública. Así pues, la clausura puede describirse mejor mediante lo que podríamos considerar el marchitamiento de los principios. En ese sentido, estamos hablando de una cultura privada de un arché. Arché tomado no sólo como comienzo, sino en el doble sentido del verbo griego archein, que significa tanto comenzar como mandar. La anarquía significa, si hemos de fiarnos de la boca del filósofo, que culturalmente ya estamos en una situación en la que se ha perdido el arché.

 

Imagino que tanto social como psicológicamente esta pérdida de foco, esta anarquía, podría inducir sentimientos de ansiedad y caos.

 

Permíteme un pequeño intento de sociopsicología del que seguramente me arrepentiré. Tal vez la «mezquindad» de la brutalidad y la disciplina institucionalizadas, de las que hemos visto muchos tipos en este siglo, refleje los esfuerzos por reinstituir figuras de cierto Primero autoritario que, de hecho, se han perdido para siempre.

 

Algo así como el retorno de lo reprimido de Freud.

 

En realidad no es que se repriman los principios. No creo que ésa sea la imagen adecuada. Más bien tiene que ver con el duelo. Después de una muerte, ¿qué haces? Se guarda luto. Ésa sería nuestra situación cultural: el duelo por los focos o referentes supremos cuya autoridad se ha perdido. Como ya he dicho, el término griego archein encierra en sí mismo el ambiguo significado de autor y autoridad. Así, arché es a la vez un autor que está al comienzo y el principio que manda como autoridad. Es la autoridad que lloramos y que intentamos recuperar institucionalizándola de diversas maneras: de forma más visible en el totalitarismo, pero también —en este país hoy en día— por ejemplo mediante algún tipo de fundamentalismo. Éste no tiene por qué ser bíblico. Me llama la atención el feroz fundamentalismo en torno a la Constitución entre mentes por lo demás muy críticas.

 

En el polo opuesto del espectro temporal del arché hay una representación de un telos, un fin, como terminación y como objetivo. Pareces sugerir que, al igual que hay una dispersión del arché, también hay un desplazamiento de la teleocracia, una orientación hacia el futuro que enmarca la forma en que pensamos y actuamos hoy. Veo esto como una especie de doble movimiento, que en tu trabajo anterior sobre Eckhart y en tu teorización sobre Heidegger se describe mejor como «dejamiento» [Gelassenheit en el alemán de Heidegger, délaissement y releasement en las traducciones francesa e inglesa de Schürmann], como una forma en la que la naturaleza original de los pensamientos, sentimientos y acciones se hace presente y disponible para el encuentro.

 

Creo que la pregunta viene a ser algo así como ¿Qué forma tomaría para nosotros el dejamiento? El tipo de dejamiento del que habla Maestro Eckhart tiene que ver con la interioridad, de la que aún queda rastro en el pequeño texto de Heidegger, Serenidad. En Kant, el dejamiento es algo muy distinto. Es el proyecto de la Ilustración con una «I» mayúscula: confiar en la propia razón como agente de emancipación de todas las autoridades. El discreto encanto de este proyecto consiste, por supuesto, en que instituye a la propia razón como el nuevo arché.
Por cierto, Fontenelle describe muy bien este mismo proyecto unos años antes. Dice que no es fácil persuadir a los hombres de que pongan su razón en lugar de sus ojos. Así pues, con los ojos, la función/metáfora especulativa más antigua de que disponen los filósofos, se ve lo que está presente, pero el pensamiento y la razón «se atienen» a la venida a la presencia, con las capas o pliegues siempre cambiantes según los cuales los fenómenos se nos hacen presentes. Heidegger hace un juego de palabras notorio: pensar (denken), dice, es cuestión de agradecer (danken). ¿Agradecer qué? Al modo en que los acontecimientos ocurren a nuestro alrededor, por el tiempo que es (esta extraordinaria frase en su lenguaje, «por el tiempo que es», es el opuesto simétrico al intento de Heidegger de entender «el ser como tiempo»). Pensar como agradecer significa dejar de imponer a los fenómenos internos y externos el sello de una representación considerada normativa. En otra frase muy conocida de Heidegger: equivale a dejar que los fenómenos sean; dejar que se desplieguen según su propia economía. Cuando hablo de «pliegues» o «dobleces», pienso en el tejido de interacciones que caracteriza una época. Piensa en lo que se quiere decir cuando se dice: «Esta película es típica de los años cincuenta»; «Aquel mitin fue como volver a los sesenta». Lo que queremos decir con expresiones como éstas es que una década equivale a algo así como un pliegue en el tejido de la interacción. Ahora nos atenemos siempre y sin rechistar a estos pliegues epocales. Pero en su tarea más modesta —más modesta que la misión de sus servidores públicos— los filósofos siempre nos han dicho que aprendamos a hacer explícitamente lo que de todos modos hacemos implícitamente. Nos han dicho: «Conviértete en lo que eres». En este caso, ese viejo mandamiento se traduce como: «Desaprende los fantasmas normativos que son ajenos a lo cotidiano». Cada época confiere una responsabilidad específica a sus filósofos. Creo que nuestra responsabilidad hoy consiste en ayudar a la gente a desaprender las «normas», cuyo control se vuelve cada vez más brutal e irracional a medida que se marchitan.
En nuestros países occidentales, el dejamiento puede seguir siendo el más apropiado para describir este atenerse y la clausura de las representaciones metafísicas. Sin embargo, se me ocurren bastantes situaciones en muchos países del siglo XX en las que el dejamiento no nos lleva muy lejos. Por ejemplo, en la década de 1960, en la izquierda teníamos héroes, y el mayor de ellos eran los Jemeres Rojos. Y mi mayor sorpresa fue que cuando los Jemeres Rojos finalmente llegaron al poder, nos pusieron a Pol Pot. Ahora bien, en una situación así, o en una situación de ocupación, el dejamiento es sólo un lujo que confiere demasiada interioridad. Y ahí, el anarquismo tiene que ser tomado en un sentido muy estricto y militante incluyendo actos de terrorismo. La liberación del hombre de su tutela autoinfligida no es para nosotros una empresa tan serena como podría serlo el dejamiento bajo el influjo de la interioridad en la herencia de Agustín. Puede adoptar una gran variedad de formas según el contexto.

 

Y algunas de estas formas, a la vez que atestiguan la maleabilidad del dejamiento, también pueden sugerir una aquiescencia a la «idoneidad» continua de las cosas tal y como son.

 

Sí. Puede jugar exactamente a favor de aquello de lo que se pretende precipitar su clausura o marchitamiento.

 

¿Estás hablando de algo análogo a lo que los teóricos críticos, Horkheimer y Adorno, denominan la «dialéctica de la Ilustración»?

 

Yo no utilizo ese vocabulario, pero reconozco que su investigación aborda preocupaciones que obviamente también ocupaban a Heidegger. Creo que lo que hace que el tema sea especialmente complejo es que quizá el principio perdurable haya sido la subjetividad: el hombre mismo. De modo que cuando Heidegger dice que el humanismo es tan antiguo como la metafísica, lo que también está diciendo es que no hay tantos principios supremos bajo los que nos hayamos colocado o que el filósofo como funcionario por excelencia haya tenido que asegurar. Los principios epocales siempre han tenido que ver con el hombre entendido de un modo u otro. Y esto sigue siendo relevante para el propio proyecto del libro mayor de Heidegger, Ser y tiempo. Su proyecto se funda en la punta del iceberg que debía fundir, a saber, la subjetividad. Se funda en la punta de este iceberg en la medida en que la cuestión del tiempo se plantea al final del libro exclusivamente y de forma muy desconcertante en términos de autenticidad e inautenticidad, es decir, específicamente en términos del yo. Se podría decir que el libro que iba a anunciar el fin de la subjetividad concluye con una nueva elaboración de la subjetividad, ¡del yo auténtico!

 

Pero si la subjetividad es el problema fundamental al que nos enfrentamos, ¿cómo nos indica el «dejamiento» cómo podríamos vivir nuestras vidas de forma diferente, anárquica?

 

El título francés de mi libro se habría traducido al inglés como Anarchy-Principle (Principio de anarquía). Pero creo que la gente ha malinterpretado mi vocabulario como si se tratara de otro intento de dialéctica: «anarquía» como la negación determinada de «principio», cuya negación se esperaría entonces que se superara y diera lugar a alguna nueva forma principial o árquica de ser. En particular, los italianos que reclaman un «pensamiento débil» han entendido así el libro.

 

Parece un descuido obvio sobre el papel que la palabra «dejamiento» ha desempeñado a lo largo de tu obra. Más que un mero experimento mental, lo que yo entiendo es que la anarquía desplaza la distinción entre actividad y pasividad a un dilema más práctico sobre cómo orientarse, estar o disponerse ante el mundo.

 

Lo que pretendo es algo mucho más concreto que elevadas especulaciones dialécticas. Se trata de detectar los restos de esas representaciones a las que hemos dotado artificialmente de ultimidad, detectarlos dondequiera que se produzcan y en cualquier forma que adopten, y señalarlos como objetivos para la intervención discursiva.

 

Es interesante que en los Estados Unidos de hoy muchos afirmen que ya reina la anarquía debido a la subversión o desplazamiento de una fibra moral universal; que no hay representaciones vinculantes.

 

Voltaire dijo: «Es difícil liberar a las personas de las cadenas que adoran». Es contra esos principios que siguen encadenándonos —mientras corremos por ahí diciendo «dios ha muerto, dios ha muerto», o anunciando el fin de la metafísica— contra los que escribo. El carácter fantasmático de esas cadenas aparece con la Ilustración radicalizada. La posibilidad actual de combatirlas era lo que quería indicar con el guión entre Anarquía y Principio. De nuevo, en diversos contextos esto adopta muchas formas. Cubre las portadas de los periódicos, o sucede en el diván del psiquiatra. Foucault, por ejemplo, fue admirable en luchas esporádicas en las que se comprometió con una fuerza que no procedía de ningún sistema moral preconcebido. La gente aquí suele decir que necesitamos normas, que necesitamos valores. No creo que esto sea posible. Basta con comprender el destino de la «fibra moral universal» para modificar nuestra comprensión y nuestra práctica. Pero, negativamente, podemos identificar a los ídolos que siguen existiendo. Recordemos que este país es el segundo más religioso del planeta después de la India. En Estados Unidos, las contradicciones entre el mundo de la vida y las normas que se han vuelto huecas y brutales, que intento captar a través de la frase «principio de anarquía», son más flagrantes. Estas contradicciones no son dialécticas, ya que oponen lo real a lo fantasmático. Sin embargo, en mi opinión, explican tanto la violencia interna como la externa de esta democracia.

 

La exploración y articulación de este principio de anarquía parece impregnar toda tu obra, incluido el papel de la imaginación poética.

 

Pretende ser una descripción que caracteriza toda lucha posible contra los restos de aquellos principios que de hecho lloramos: empujar a su tumba cualquier ídolo que quede. Es posible que Hölderlin haya perdido la cabeza por esta lucha. Dijo: «Recibí de los dioses más de lo que podía digerir». Y parece que lo que recibió de los dioses tenía que ver con esa dispersión lejos de un uno, lejos de una representación última. Hölderlin sigue siendo para mí el poeta que ha sufrido la huida de los dioses hacia lo falso, una experiencia poética sin igual en los tiempos modernos.

 

¿Utilizas a Hölderlin, como a Heidegger, como un símbolo o una figura que une la pérdida del pasado con la anticipación de un nuevo comienzo?

 

Hölderlin es la típica figura de la clausura. Es la figura del duelo, y pronuncia patéticamente la dispersión incipiente. Los que están lejos de los orígenes son los que lloran la fuente. Él es la figura paradigmática para nosotros por esa distancia y ese duelo. Su lenguaje es tan conmovedor porque es la propia herida que se abrió en el siglo XIX.

 

Es una especie de figura límite, en transición entre el deseo de perpetuar una orientación y la sensación de desarraigo generalizado.

 

La herida que se abrió es la línea divisoria entre lo que ahora se llama modernidad y posmodernidad. Es un extraño destino que la cultura de masas inflige a nuestro lenguaje cuando los términos más pertinentes se escriben en las calles del SoHo y se desgastan tanto que resulta imposible utilizarlos. Esto no significa, sin embargo, que no sean términos pertinentes. Simplemente hay que verlos como expresiones del desorden histórico-sistemático del juego principial que hemos estado jugando, que hemos vivido. Eso es lo que entiendo por límite.

 

Así pues, un límite no sólo contiene nuestras ansias de orden, sino que simultáneamente nos presenta la posibilidad de transgredir todo el «juego» de vivir según principios.

 

Las figuras fundadoras, las que abrieron un nuevo juego focal, fueron por supuesto los grandes transgresores. Por ejemplo, Martín Lutero. Se puede mostrar maravillosamente cómo en Lutero el Sujeto pasa a primer plano como principio ordenador en lugar de la representación suprema precedente, que no es necesariamente dios, sino tal vez la naturaleza. Ahora bien, Lutero, al establecer un ámbito de pensamiento totalmente nuevo, no puede sino ser recibido como un gran transgresor. Ése es el destino de quienes son capaces de ver lo que le está sucediendo a su cultura. Tal vez lo que nos está sucediendo ahora es que hemos sido desplazados por completo de este juego principial, del mismo modo que Lutero y otros antes que él han hablado de su cultura definida por una nueva autoridad. Sus desplazamientos serían relativos, concretamente, al referente mantenido como supremo. El nuestro sería absoluto, la pérdida absoluta de tales referentes. Esa pérdida nos ofrece la posibilidad de adquirir una actitud diferente ante la muerte.

 

¿No te parece que, según Heidegger, es la tecnología la que acaba con todo este modo de pensar?

 

Podría acabar con el asidero metafísico desplegándolo hasta el extremo en forma de «enmarcamiento» (Ge-stell). Éste es un resto hegeliano en Heidegger que en mi libro simplemente me he tragado y no he criticado. La metafísica llega a su fin porque llega a su culminación. La idea es que una vez que está completa también llega a su fin. Es simpático decirlo. Y cuando se presiona a Heidegger sobre este punto, puede decir: «¡Sí, tal vez se necesiten otros trescientos años!». Eso muestra realmente el carácter especulativo de esta perspectiva. Hace poco le pregunté a alguien que había ido a Taiwán: «¿Qué tipo de lugar es?»; y obtuve esta horrible respuesta: «Bueno, es como cualquier otro lugar». Y probablemente sea cierto. Tendemos hacia un isomorfismo cultural mundial. La culminación es ciertamente global, pero puede que no haya alcanzado en absoluto su punto álgido en términos de intensificación. La extensión la tenemos. La tecnología se extiende por todo el mundo. Pero en cuanto a la intensificación o la intensidad, en este sentido, la tecnología puede depararnos sin duda algunas más sorpresas: aún más brutalidad institucionalizada, ya que las fortalezas supremas tardan más en desvanecerse que en reinar.

 

En tu comprensión del cambio de época de la modernidad a la posmodernidad, ¿te has «tragado» que la «culminación» de la tecnología anuncia la clausura de toda una forma de pensar y de ser?

 

El carácter global de la tecnología es sin duda una forma de culminación, pero podemos llegar a ser mucho más disciplinados y tecnologizados, aún más ferozmente establecidos en el dominio y la dominación, de lo que somos incluso ahora.

 

¿Así que para ti la cuestión tecnológica está más abierta de lo que parece en Heidegger?

 

En mi libro digo que la pertinencia de las afirmaciones sobre el posible fin que produciría la tecnología tiene que ver con nuestro propio sitio y no con lo que ocurrirá dentro de cincuenta o quinientos años. Así pues, las excursiones de Heidegger hacia atrás, hacia un pasado no tan lejano —digamos, hacia Nietzsche y Kant; y hacia un pasado muy lejano, hacia Platón y Heráclito—, así como las excursiones hacia delante en las que Heidegger habla de un posible nuevo pensamiento o de la preparación para otro pensamiento, una nueva «economía», como yo la llamaría, todas ellas se hacen exclusivamente con el propósito de comprender nuestra propia situación límite. La ventaja de poner en juego una maquinaria histórica tan pesada es que impide seguir la propia neurosis, la propia inclinación, las propias preferencias; que pasan por sentido común, pero que en realidad no son más que pereza mental o prejuicios culturales no declarados. En este sentido, la filosofía está más estrechamente vinculada a su propia historia que cualquier otra ciencia social o humana. Y aquí la historia de la filosofía proporciona una herramienta muy útil de contrapesos y equilibrios.

 

Entiendo cómo tus lecturas topológicas de Heidegger reafirman la naturaleza histórica de la filosofía, pero una vez más me pregunto sobre las implicaciones prácticas de los «desplazamientos» inherentes al principio de anarquía que tu libro defiende. Como preguntaría Nietzsche, ¿qué utilidad tienen para la vida, sobre todo a la luz de las incursiones en expansión infinita de la tecnología?

 

La caricatura de lo que estoy describiendo aparece de muchas formas. Puede observarse en la liberación psíquica, la coartada de los frustrados que necesitan desahogar el resentimiento reprimido. En el ámbito político aparece como anomia, por ejemplo en la postura de los poderosos que se sitúan más allá de la ley.
La utilidad para la vida de atenerse a los modos de venida a la presencia reside más bien en lo que intenté plasmar en el encabezamiento del último capítulo del libro, «De la violencia a la anarquía». La sujeción a los principios epocales —y, sobre todo, a su última pero ambigua forma, la tecnología contemporánea— se ha instalado en la vida occidental desde nuestros orígenes. Entre los sufrimientos que las personas se han infligido y se siguen infligiendo unas a otras, los peores se han cometido constantemente en nombre de estas supuestas normas sustantivas. Bajo el imperio epocal de la «naturaleza», la gente es lapidada por actos contra la naturaleza. Luego estas prácticas desaparecen. Bajo el dominio epocal del «sujeto», la gente es destruida a través de la parálisis interior. Más recientemente, bajo el dominio de lo que Heidegger llama el «enmarcamiento», pretendemos habernos liberado de las sutilezas de la psique autodestructiva; la violencia incorporada a la metafísica ya no se camufla; recurre abiertamente al gas, a la fisión nuclear, al relanzamiento de las fuerzas brutas del mercado. El llamamiento a las normas, ya sea su destinatario el filósofo o cualquier otro funcionario, sólo equivale a pedir más de lo mismo.
La liberación del filósofo de la función pública no es, pues, sino la consecuencia de una posibilidad incorporada a nuestra red epocal contemporánea de interacciones: la posibilidad o el potencial de liberar la vida, tanto privada como pública, de su sumisión a las representaciones últimas. Es muy posible que esa liberación ya se esté produciendo bajo nuestros propios ojos desde hace bastante tiempo. Tenemos más que ganar acelerando la caída de los principios cargados de valores que diseñando para ellos dispositivos de mantenimiento de la vida. Lo que tenemos que ganar es una visión sobria de la condición de los mortales. Eso, en lugar de fantasmas hegemónicos, proporciona para cada situación la norma no representacional para responder a la pregunta: «¿Qué hacer?».

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