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Marcello Tarì / Toni Negri: profesor de revolución

Traducción de un texto de Marcello Tarì publicado en italiano en el sitio web de Settimana News el 2 de enero de 2024.

 

«El profesor», así solíamos llamar a Toni Negri entre nosotros, jóvenes activistas del altermundialismo naciente. Hacía tiempo que conocía sus textos incendiarios, pero sólo lo conocí en persona cuando, desde el exilio francés, regresó a Italia a finales de la década de 1990 para cumplir el resto de la pena a la que había sido condenado en uno de los juicios políticos más famosos de nuestra posguerra.
Empezamos a escribirnos cuando regresó a la cárcel de Rebibbia —hecho que me indignó enormemente— y empecé a ir a verlo cuando lo pusieron en semilibertad, conseguida también gracias a la amistad de don Luigi Di Liegro. Luego, cuando, en los primeros años del nuevo milenio, quedó por fin libre y se trasladó a Venecia, gracias a la invitación simultánea que recibí de Luca Casarini, le seguí y así, durante algunos años, trabajamos juntos, encontrándonos casi todas las semanas.
Fue la época en que publicó Imperio junto con el filósofo estadounidense Michael Hardt, un libro importante para el desarrollo de los nuevos movimientos globales, que se convirtió en uno de los best seller políticos de mayor éxito de la historia.

 

Política subversiva

 

Como hacen todos los profesores, cuando me sentaba en su estudio, me ofrecía la ritual copa de vino blanco y me interrogaba. El interrogatorio consistía en un bombardeo de preguntas: te presionaba y finalmente te retaba a expresar un pensamiento, a hacer un pequeño análisis, a emitir un juicio. ¿La calificación? Tenías que obtenerla de la expresión de su cara, una gran carcajada, una sonrisa benévola, un siseo o una mueca de reproche. Y luego de mis palabras, un breve comentario o una larga disertación con la que resumiría la conversación. Pero, ¿qué preguntaba el profesor sobre este extraño tema que nos apasionaba, que podría haberse llamado Teoría y práctica de la política subversiva?
«¿Cómo fue la manifestación, quién estaba ahí de los colectivos, sindicatos y partidos? ¿Cuál era la composición social en la plaza? ¿Qué pasó? — Y en la asamblea, ¿quién ganó? — ¿Qué pasa en la universidad? ¿Te dejan libre? — Pero esa lucha, esa huelga, allá, ¿qué sabes de ella? ¿Es interesante? ¿Se puede ganar? — ¿Qué ves y oyes por el mundo, en las ciudades, en los barrios? — ¿Has leído este libro? ¿Qué opinas? — ¿Conoces a ese compañero? ¿Qué te parece? — Y tú, ¿cómo estás? ¿Qué necesidades tienes?».
Los interrogatorios eran el preliminar del trabajo político a realizar juntos, colectivamente: producir encuestas, revistas, seminarios, think tanks de la nueva política revolucionaria, elaborar estrategias puntuales de lucha, retomar y trazar caminos inéditos en la jungla de la metrópoli posfordista, recorrer el camino inverso de la explotación capitalista para encontrar los puntos de ataque.
Te enseñaba, pacientemente, discutiendo y practicando juntos, cómo organizar cada una de esos instrumentos de conocimiento en modelos de intervención política y de avance en el estudio. Eran lecciones llenas de entusiasmo y era fácil amarlas.

 

Contra la leyenda

 

Toni, contrariamente a la leyenda negra del «mal maestro» que le persiguió durante casi toda su larga vida, tenía de hecho algunas grandes y raras cualidades como profesor: disponibilidad generosa, simpatía muy humana y, sobre todo, una excepcional capacidad de escucha, una finísima atención a los hechos del mundo y una infinita y verdaderamente ávida curiosidad por los de la vida ordinaria.
Y pronto me di cuenta de que todos sus libros famosos, sus análisis, escritos en esa jerga suya típicamente esotérica, sus audaces apuestas teóricas y existenciales, procedían de ahí, es decir, de absorber y luego traducir en categorías políticas, filosóficas y éticas lo que escuchaba de nosotros, como antes había escuchado a los obreros petroquímicos de Porto Marghera o a los obreros del automóvil de Alfa en Milán.
Devolvía, en los términos de un discurso político general, enmarcado en una precisa filosofía de la historia —que poseía, aunque le disgustara la definición—, lo que creía haber aprendido de la vida de la colectividad, guiado por una genuina pasión por la igualdad y la justicia social. El único fin de todo: el fin de la explotación, el comienzo del reino de la abundancia, el comunismo.
Si se lo pedías, a diferencia de otros protagonistas de la movida de las décadas de 1960 y 1970, te hablaba con gusto de los viejos tiempos y se ponía a narrar la mitología del aprendizaje de la lucha revolucionaria frente a las puertas de las fábricas, así como en tabernas, plazas y juzgados, desvanes y dormitorios, aulas universitarias y hasta en la playa.
Porque ésa era la obsesión de Toni: encontrar en todas partes y en cualquier caso los elementos de una posible inversión de la relación de fuerza con el capital. Contaba aquellos años con regocijo: sus ojos pequeños y negros brillaban mientras recitaba las res gestae de la autonomía obrera; su rostro sólo se ensombrecía cuando se le ocurría hablar de su detención el 7 de abril de 1979 y del trato criminal que seguía recibiendo en Italia décadas después de aquellos hechos, mientras en el resto del mundo era uno de los pensadores contemporáneos más leídos y respetados. Una contradicción en su existencia que le dolía y enfurecía.

 

Vida y lucha de clases

 

Sea como fuere, en su reconducción de todas las pasiones y elementos de la vida a las reglas supremas de la lucha de clases, también es cierto que había en él una especie de cinismo que podía resultar indigesto. Aunque habría que añadir, al menos tal y como he llegado a entenderlo con el tiempo, que el cinismo es de alguna manera consustancial a la práctica política en general. Lo trágico es que el cinismo conduce inevitablemente a infligir y recibir heridas, traiciones, ultrajes y, en última instancia, sólo puede decepcionar. Tal vez ésta sea también la razón de cierta amargura que resuena en las últimas intervenciones públicas de Negri.
En los días en que terminó nuestra relación, tuvimos, por ejemplo, una discusión muy acalorada sobre la amistad. Mientras yo sostenía que la amistad tenía que ser la potencia y la base para hacer política de verdad, él replicaba que yo era un iluso, que en política la amistad no era en absoluto algo necesario y que, en todo caso, había que sacrificarla en el altar de la necesidad.
Probablemente tenía razón, si tenemos en cuenta la realidad de la política en el mundo, pero sigo convencido de que sin amistad, sin querernos hasta la médula, se corre el grave riesgo de humillar y matar lo mejor de lo que somos, dentro y entre nosotros. Es muy triste pensar en cuánta belleza hemos sido capaces de destruir pisoteando la amistad en nombre de la lógica mundana de la política. Sin embargo, sé con certeza que nunca es la última palabra, que el Espíritu es capaz de sorprendernos y curar las mayores heridas.

 

Marxismo puro

 

Al margen de todas las novedades —posteriores a lo que sea— que se sucedieron inquietas en su pensamiento y por las que hoy es generalmente conocido, pienso en cambio que, tanto en la teoría como en la praxis, Toni Negri fue uno de los últimos intelectuales militantes puramente marxistas, en el sentido de un marxismo esencialmente ortodoxo y de un leninismo consecuente. Creía a ultranza que el desarrollo de las fuerzas productivas y de la cooperación social, que consideraba lineal y progresivo, conduciría necesariamente al comunismo.
De esto estaba absolutamente convencido, fideísticamente diría yo. Sólo había que encontrar la fórmula adecuada de organización de los movimientos para forzar la inercia y las resistencias de la Historia. En este sentido, por esta creencia, Toni Negri era un hombre fuertemente enraizado en la modernidad, en sus victorias y derrotas. De hecho, siempre tuve la impresión de que, en el plano teórico, todas las novedades que había recogido por el camino, sobre todo en Francia y Estados Unidos, eran, si no algo ornamental, simplemente el conjunto de cosas, acontecimientos, instrumentos y sujetos que había que someter a las duras leyes del materialismo histórico, a lo que él llamaba sin ninguna ironía la ciencia de la revolución.
De su complejo sistema de pensamiento —la línea roja Maquiavelo-Spinoza-Marx, como la describió varias veces en su obra— nunca digerí el inmanentismo radical. Radical porque el del mundo se duplica en el «inmanentismo de las subjetividades»: me resultaba chocante su constante repetición de que «no hay (nada) fuera» de este mundo y que, por tanto, no hay trascendencia, no hay más allá, porque sólo hay materia que se transforma y se hace cada vez más inteligente gracias al trabajo vivo.
Rechazó con determinación e incluso con un atisbo de desprecio, expresión quizá de un sagrado temor interior, todo lo que le parecía tocado por lo trascendente, lo místico, lo irreductible al materialismo. Su libro sobre Job, sus alegres referencias a Francisco de Asís, e incluso a la gloria de la resurrección, no deben inducir a error, porque todo ello está relatado por él dentro de un férreo ateísmo militante, orgullosamente reivindicado como tal.
Recuerdo como si fuera hoy nuestro primer encuentro en su casa de Roma, cuando le hablé tímidamente de mi pasión por Walter Benjamin, de su mesianismo y de su intento de teologizar la revolución: pero él me reprendió con severidad, diciéndome textualmente que era un autor peligroso y que dejara de leerlo. No le seguí este consejo.

 

La fuerza del odio

 

La otra cosa que nunca he podido retener realmente de su enseñanza, aunque lo he intentado, es la centralidad que Negri otorgaba al odio tanto como pasión cognoscitiva como motor racional de la acción. Una vez le pregunté qué opinaba de un libro publicado por un viejo compañero suyo, en el que relataba algunos episodios clave de las luchas de la década de 1970 en Milán y que a varios jóvenes nos había gustado mucho. Se puso serio y me dijo que no, que no le había gustado nada y que, de hecho, lo desaprobaba porque «no había suficiente odio».
Sinceramente, me quedé sin palabras. Personalmente, siempre he creído, por el contrario, que empecé desde muy joven a frecuentar los lugares de lucha política por amor, impulsado por un hambre y una sed irrazonables de justicia y de amor, y creo que eso me ha preservado siempre de cultivar un sentimiento de odio, hacia nadie. No es cierto en absoluto, como decía Spinoza, que la indignación derive del odio a quien ha hecho daño a otro: me indigno y me rebelo por amor al hermano ofendido, oprimido, humillado. Pero precisamente por la potencia del amor puedo llegar, en la propia lucha, a amar incluso al que ofende y oprime, es decir, al enemigo.
En resumen, era inevitable que nuestros caminos se separaran en algún momento. Lo vi por última vez hace algún tiempo, encontrándolo por casualidad en un restaurante berlinés: me saludó sonriente con el puño en alto.
Sin embargo, en los últimos escritos y entrevistas de Negri —más allá de las notas de dolor por la guerra y de rabia por el avance del fascismo— el amor parece sobreponerse y vencer al odio; resuenan, por tanto, con cierta religiosidad, que, aunque aparentemente siempre resuelta por él en los términos del materialismo militante, está tocada por la fe revolucionaria en Cristo Jesús, que yo y otros de sus antiguos alumnos hemos redescubierto o recibido como un regalo a lo largo del camino.
A pesar de todo y de todos, querido Toni, inolvidable profesor de revolución, el bien que te deseaba sigue presente y vivo. Quién sabe si te habría sorprendido tiernamente que algunos rezáramos por ti en la hora de tu muerte y que en el mismo momento —me di cuenta más tarde— todos esperáramos que san Francisco estuviera ahí, en el umbral de ese «afuera» que es más «adentro» que nada, para acogerte con los suyos y tus pobrecitos, en la paz y la alegría del cielo, para preparar de nuevo y siempre el Reino que viene.

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