Traducción de un ensayo de Sabu Kohso publicado originalmente en el sitio web de Ill Will el 11 de enero de 2024.
Ill Will: La secuencia de antagonismo revolucionario que sacudió a la sociedad japonesa a lo largo de la década de 1960 ha sido objeto de un olvido radical. Esto es cierto no sólo fuera de Japón, donde toda la aventura sigue siendo en gran medida desconocida, sino también dentro, ya que las turbulentas décadas de 1960 y 1970 dieron paso al ambiente pacificado del conformismo tardocapitalista que lo impregna en la actualidad. En un amplio artículo —el primero de una serie que tenemos previsto publicar sobre la lucha revolucionaria en Japón— Sabu Kohso esboza un retrato panorámico del «largo 68» japonés, un acontecimiento que sigue configurando los horizontes de la lucha política en el país en la actualidad. Al trazar su ascenso y declive, Kohso destaca no sólo la ferocidad y creatividad de sus participantes, que tomó a todos por sorpresa, sino también los límites objetivos contra los que chocaron repetidamente, las trampas subjetivizantes que estos obstáculos engendraron y las dolorosas divisiones sectarias que fueron erosionando el movimiento desde dentro. Si es cierto, como sostiene Kohso, que las debilidades de la izquierda japonesa contemporánea son resultado directo de sus esfuerzos por superar las limitaciones de la oleada revolucionaria que la precedió, entonces la recuperación de esta memoria tiene algo más que un valor meramente histórico, convirtiéndose en una cuestión de urgencia estratégica. Si la «superación» del largo 68 se produjo a costa del abandono de sus horizontes militantes y revolucionarios, entonces la recuperación colectiva de esta memoria podría servir para iniciar un debate sobre lo que falta en la actual configuración de fuerzas, no sólo dentro de Japón, sino también a escala mundial.
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Lo que llamamos el «largo 68» japonés fue un periodo de insurgencia de masas que pasó por múltiples fases entre su auge y su declive a lo largo de aproximadamente una década. Sus orígenes se encuentran en el movimiento de 1960 para frustrar la revisión del Tratado de Cooperación y Seguridad Mutuas entre Estados Unidos y Japón (también conocido como Ampo), que dio lugar al mayor levantamiento de la historia japonesa de posguerra. Este impulso desencadenó diversas formas de resistencia, que se aceleraron hasta alcanzar otro punto álgido a finales de la década de 1960. Toda esta serie de acontecimientos sacudió al régimen hasta sus cimientos y preparó el terreno para una amplia gama de procesos sociales posteriores.
Sin embargo, al volver la vista atrás, una discontinuidad significativa separa el ethos rebelde de la década de 1960 de la atmósfera pacificada que impregna el Japón actual. Es cierto que la resistencia continúa: pequeños enclaves de grupúsculos y comunidades siguen presionando para romper con el statu quo, y todavía surgen esporádicamente oposiciones desesperadas en forma de disturbios de los socialmente excluidos y actos solitarios de rebelión.1 Sin embargo, en conjunto, los movimientos sociales y políticos actuales son principalmente legalistas, mientras que todo lo que se parezca a un movimiento militante de masas está totalmente ausente.
El largo 68 fue la encarnación de la lucha revolucionaria, pero la palabra «revolución» ya no se pronuncia, como si se hubiera convertido en tabú. La sociedad japonesa hace la vista gorda ante los movimientos radicales de la década de 1960, mientras que los pensadores populistas niegan uniformemente la importancia de estas rebeliones anteriores. Esta recepción negativa puede explicarse, al menos en parte, como la reacción de las generaciones más jóvenes contra las tendencias autoritarias y vanguardistas de las sectas de la nueva izquierda, y en particular contra el terrible conflicto interno (uchigeba) que estalló entre algunas de ellas. Pero estos rasgos de sectarismo no bastan en absoluto para comprender el largo 68 en toda su amplitud. Como veremos más adelante, aunque la intervención de estas sectas fue significativa, es sólo una parte de la historia. Un amplio abanico de movimientos no sectarios y antiautoritarios también estuvieron activos durante los años de contestación. En este sentido, la experiencia del largo 68 nos presenta todo el abanico de lo que era posible como proyecto revolucionario en aquella coyuntura histórica, sólo que dentro del territorio insular de Japón.
Desde principios de la década de 1980, la pacificación de la población que comenzó como reacción al largo 68 ha incluido también otras transformaciones sociales. Éstas incluyen una economía de burbuja que contribuyó a una bifurcación de clases más dura, reformas neoliberales que dañaron la riqueza social y la interconectividad, y el desastre nuclear de Fukushima de 2011, que sigue reforzando el conformismo nacional incluso hoy en día. Estas fuerzas han creado una mentalidad pública que se apresura a juzgar cualquier acto de potenciación autónoma que los activistas persiguen fuera y contra el orden social a través de las normas moralistas de la legalidad y el pacifismo. Este conformismo social está arraigado en una percepción dominante que confunde tácitamente la extensión ética de la potencia con el vicio moral de la violencia.
En marcado contraste, el largo 68 fue un intento concentrado de diversos sectores populares de desmantelar el régimen japonés de posguerra. Fue un momento de conciencia colectiva sobre la naturaleza del poder por el que habían sido gobernados. Sólo habían transcurrido quince años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y el pueblo aún conservaba vivos recuerdos de la gran violencia que se le había impuesto: el régimen fascista del Imperio japonés y sus atrocidades, así como la destrucción apocalíptica desatada por los bombardeos estadounidenses y los ataques nucleares. También hubo un sólido reconocimiento de la forma en que se había constituido el régimen de posguerra, a saber, mediante el pacto militar entre Estados Unidos y Japón. Tras la rendición, el archipiélago japonés se convirtió en una base de primera línea para el expansionismo estadounidense. El largo 68 se solapó con los años de escalada de la guerra de Vietnam, al tiempo que alimentaba diversos movimientos contra estas potencias duales. El ímpetu llegó a su límite a principios de la década de 1970, que era el límite de una lucha local contra el aparato bélico mundial.
La pacificación de la población japonesa vino acompañada de un declive de la militancia de masas y de la pérdida de perspectiva global entre el público. Sin embargo, creemos que el largo 68 nunca desapareció realmente: pervive en algún lugar de la memoria colectiva como una reserva de experiencia que podría despertar los deseos reprimidos de la gente de cambiar su sociedad y el mundo que la configura. En el momento adecuado, esta memoria podría funcionar como una llamada crítica para una nueva alianza de las masas y otra oleada de rebelión.
El siguiente texto se centra en el cambio en la forma de agencia que experimentaron las luchas populares japonesas entre el largo 68 y la actualidad, a saber, de revolucionarios a activistas. Trazaremos este cambio rastreando la interacción entre cuatro elementos mutantes: el lenguaje (del discurso de mando a la enunciación autoorganizada), la organización (del partido autoritario al grupúsculo horizontalista), la subjetivación (de la pequeña burguesía que se autoniega al precariado que se autoafirma) y la militancia (de la fuerza centralizada a la potenciación autónoma). Consideraremos no sólo cómo se produjeron estos cambios, sino también qué se ganó y qué se perdió en el proceso. En última instancia, sólo estamos convencidos de una cosa: la ontología política que fundamentó la idea rectora de la revolución (o de cambiar el mundo) durante el largo 68 ha quedado hoy obsoleta, mientras que una nueva sigue esperando a ser articulada.
Principios de la década de 1960
Los levantamientos urbanos que estallaron en países de todo el mundo, y que se asocian vagamente con el año 1968, estuvieron marcadas por diferentes temporalidades, picos y extensiones. En el caso de Japón, sin embargo, es útil ver toda la década de 1960 como un largo 68, es decir, como un único proceso con dos picos puntuados por levantamientos de carácter muy diferente, que comenzó con el levantamiento de 1960 contra la renovación de Ampo y terminó con el levantamiento de 1970 contra su ampliación.2 Fue este marco temporal el que formó el horizonte compartido entre los participantes en las luchas de finales de la década de 1960, todos los cuales pusieron sus ojos en el levantamiento que vendría en la década de 1970. En su opinión, el levantamiento de 1960 constituía tanto el modelo a seguir como el límite a superar.
Comencemos examinando el levantamiento de 1960, el primer punto álgido del largo 68.
«Ampo» fue el pacto de defensa de 1951 diseñado para comprometer a Japón, en cooperación con la intervención militar de Estados Unidos. Además de proporcionar su territorio para el uso de bases militares, Japón también produjo diversas piezas de armamento durante las guerras de Corea y Vietnam. Este servilismo ayudó a la nación a recuperarse rápidamente de las ruinas de la guerra y a avanzar hacia una sociedad consumista y mediatizada. De este modo, el largo 68 coincidió con una década de cambios sociales extremos marcados por lo que el gobierno denominó elogiosamente «alto crecimiento económico». Las socialidades comunitarias de antaño fueron destrozadas por la industrialización y el desarrollo: los campesinos que habían perdido sus medios de subsistencia buscaban cada vez más trabajo en las ciudades, mientras que los estudiantes universitarios veían cómo su estatus pasaba de ser el de élites nacionales a consumidores en una sociedad de masas como cualquier otra.
De manera muy similar, la naturaleza de los levantamientos también cambió en el transcurso del largo 68. Durante este periodo, vemos un desplazamiento de las movilizaciones nacionales contra la hegemonía estadounidense y el gobierno japonés como su títere en 1960 a los levantamientos masivos contra estas mismas potencias durante la escalada de la guerra de Vietnam que condujo a 1968. Mientras que la movilización de 1960 contra Ampo estaba impulsada por un ímpetu nacionalista hacia la independencia de Estados Unidos, las luchas de finales de la década de 1960 aspiraban a una revolución global contra el imperialismo y el estalinismo. En esta significativa transformación vemos el paso de un acontecimiento concentrado, molar, a una reverberación entre acontecimientos descentrados, moleculares. Estas polarizaciones de la lucha nacieron de la interacción entre una corporeidad de masas insurgente y grupos revolucionarios, reverberando y entrando en conflicto en «procesos cismogenéticos» desde el nacimiento de la primera secta de la nueva izquierda, es decir, la Liga Comunista, también conocida como la Bund.3
La Bund fue creada en 1958 por jóvenes miembros del Partido Comunista de Japón (PCJ) que militaban en la Federación Panjaponesa de Asociaciones de Estudiantes Autogestionarios (Zengakuren) y que abandonaron el partido tras oponerse a su conversión al parlamentarismo en 1955, unida a la intervención soviética tras el levantamiento en Hungría del año siguiente. En 1960, el Consejo Nacional para Prevenir la Revisión de Ampo fue reunido por una coalición del PCJ, el Partido Socialista de Japón (PSJ), el Consejo General de Sindicatos (Sōhyō) y Zengakuren, entre muchas otras organizaciones. Sobre todo, cada vez más ciudadanos se sumaron a la protesta callejera. Bajo el liderazgo de la Bund, Zengakuren logró encabezar el movimiento, superando al PCJ; sin embargo, en el momento culminante de las protestas, el propio movimiento se vio desbordado por las masas, que irrumpieron espontáneamente en el Edificio del Parlamento Nacional de Tokio y lo ocuparon. La incontrolable energía de las multitudes insurrectas conmocionó a los miembros de la Bund, que habían confiado en su capacidad para dirigir el rebaño.4
Tras esta experiencia, la Bund de Tokio se dividió en tres facciones, que reflejaban valoraciones divergentes del acontecimiento. La ruptura desencadenó un proceso cismogenético dentro de la nueva izquierda, del que surgirían varias sectas y grupúsculos.
Fue también en 1956 cuando otra de las primeras organizaciones de la nueva izquierda, la Liga Comunista Revolucionaria (Kakukyōdō), fue creada por intelectuales trotskistas. En contraste con la corriente orientada a la acción de la Bund, Kakukyōdō era más pequeña y reservada, aunque estaba decidida a crear una organización de partido sintético al estilo leninista. Con el desmontaje tripartito de la Bund, Kakukyōdō absorbió a dos de las tres facciones divergentes y se convirtió en la secta más grande. Sin embargo, en 1963, la propia Kakukyōdō se dividió por la mitad, dando lugar a la Facción del Núcleo (Chūkaku-ha) y a la Facción Marxista Revolucionaria (Kakumaru-ha). Esta bifurcación inauguraría la fase más dura de la uchigeba en la década de 1970.
Cuando consideramos las sectas de la nueva izquierda japonesas, siempre destaca la naturaleza problemática de su práctica discursiva. A medida que pasan los años, percibimos cada vez más el abismo entre lo que decían y lo que hacían, entre los grandes objetivos que mantenían y la situación efímera a la que se enfrentaban. Aquí reside la experiencia que queremos captar.
A pesar de su diversidad ideológica, las sectas de la nueva izquierda se oponían por igual al PCJ, que mantenía su hegemonía sobre los sindicatos y los movimientos sociales populares. Esta posición minoritaria las llevó a competir tenazmente entre sí en busca de una idea y un programa únicos para la revolución —un partido revolucionario—, tarea que el PCJ no había logrado cumplir. La cismogénesis de estas sectas se desarrolló al compás de su producción teórica hacia este objetivo. Así, adoptaron teorías marxistas de todo tipo, desarrollándolas a su manera, incluyendo fases centradas en la alienación, la cosificación, la técnica y la globalidad, todas ellas basadas en teorizaciones políticas y económicas extraídas de Das Kapital (especialmente las de Kōzō Uno). Estas teorías son valiosas por derecho propio; sin embargo, la forma en que las adoptaron las sectas de la nueva izquierda fue exclusivamente para crear una gran teleología de la que deducir los objetivos del partido y movilizar a trabajadores y estudiantes para realizarlos. De este modo, el deseo de transformar el mundo, la sociedad y la vida que seguramente alimentó la voluntad de revuelta de antagonistas heterogéneos quedó inequívocamente capturado por consignas doctrinales, en lugar de crear una enunciación colectiva para su potenciación utilizando las teorías sólo como directriz reguladora.
Sin embargo, la capacidad de las sectas de la nueva izquierda para movilizar a trabajadores y estudiantes en acciones fue sin duda notable. El largo 68 fue visiblemente la era de las ideologías marxistas, que presumieron del espectáculo de filas de combatientes con cascos de colores enfrentándose a la policía antidisturbios más o menos en todas partes. Pero había otro ímpetu menos visible, aunque posiblemente más crucial: la corriente antivanguardista no sectaria. En muchos sentidos, fue la interacción entre sectarios y no sectarios lo que acabó dando al largo 68 japonés su carácter distintivo. Como veremos, esta interacción encarnó una relación asimétrica entre dos modos diferentes de poder/potencia, el militarismo y la militancia, que alimentó un ímpetu singular de rebelión.
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El año 1960 fue testigo de otro levantamiento memorable: el conflicto laboral en la mina de Miike, en el norte de Kyushu. Se produjo un despido masivo en la industria minera del carbón, que había alimentado la columna vertebral de la modernización de Japón, pero que ahora estaba en declive tras el cambio de la estructura industrial del carbón al petróleo. Aunque el conflicto se produjo en una industria que estaba evidentemente en declive, la lucha de los mineros logró atraer a su causa a fuerzas de toda la izquierda, que se refirieron en términos enardecedores a la confrontación entre el trabajo total y el capital total.
Fue esta lucha la que desarrolló el repertorio táctico que se convertiría en el modelo del radicalismo antivanguardista y antiautoritario, a diferencia del modus operandi de la nueva izquierda. Si el movimiento anti-Ampo de 1960 movilizó a las masas urbanas de la sociedad civil japonesa, la base de la huelga de mineros era un proletariado multiétnico que incluía no sólo a japoneses, sino también a okinawenses y coreanos. Las comunidades de mineros se convirtieron así en una base de intercambio para una subclase transasiática del este, que vivía a la sombra de la prosperidad japonesa. Las organizaciones de lucha de los mineros estaban estrechamente ligadas a sus vidas cotidianas y a sus comunidades. Se trataba de un caso en el que el auge y el declive del movimiento marcaban las condiciones de la supervivencia o la desaparición de la comunidad como tal.
La lucha de Miike terminó en una serie de melés, en parte causadas por la división jerárquica entre trabajadores permanentes y trabajadores temporales. En un esfuerzo por superar esta derrota, un grupo de trabajadores de la mina de Taishō en torno al poeta y teórico Gan Tanigawa organizó un grupúsculo anárquico llamado la Tropa de Acción de Taishō dentro del sindicato oficial de mineros del carbón afiliado a Sōhyō.5 Empleando una organización basada en la afinidad y tácticas elusivas de disrupción, el grupo intensificó la disputa sobre los salarios más allá del punto de compromiso buscado por los sindicatos oficiales, y finalmente creó una comunidad autónoma de trabajadores desempleados en una montaña minera de carbón que estaba en proceso de abandono gradual. Para muchos revolucionarios que se habían sentido derrotados por la oleada anti-Ampo de 1960, esta lucha les proporcionó un nuevo e inspirador modelo de organización que continuaría a finales de la década de 1960.
Tanigawa también cofundó Circle Village, un fanzine que recogía las voces de las comunidades mineras —no sólo de los trabajadores, sino también de sus familias— del norte de Kyushu, junto con las autoras feministas Kazue Morisaki y Michiko Ishimure, que desempeñarían un papel crucial en las luchas por la liberación de las mujeres y el movimiento contra la contaminación en años posteriores.6 El fanzine formaba parte del proyecto más amplio Circle Movement, que pretendía crear un terreno común entre trabajadores heterogéneos de todo Japón facilitando sus intercambios a través de la producción cultural. En estos diversos aspectos, esta práctica discursiva contrastaba claramente con la de las sectas de la nueva izquierda: en lugar de consignas de mando diseñadas para inducir la movilización unilateral, producía una auténtica enunciación colectiva en pro de la autopotenciación y la autonomía.
Mientras tanto, individuos y grupos militantes de todo Japón se unieron a la lucha de los mineros. Numerosos grupos afines iniciaron acciones directas y proyectos de publicación, como el sabotaje de un banco de Tokio que prestaba servicios a las industrias mineras de Kyushu (por parte del Frente de Acción de Tokio) y la difusión de información (por parte de Revolt Co.) sobre las luchas y revoluciones de las minorías en el Tercer Mundo. Estas prácticas crearon conexiones transversales entre diversos movimientos que se extendían desde Kyushu hasta Tokio y Asia Oriental y más allá, traspasando el territorio nacional de Japón.
Militarismo y militancia
Durante los años 1967, 1968 y 1969, junto con el auge de los movimientos contra la guerra de Vietnam, las luchas de estudiantes, trabajadores, campesinos, artistas y ciudadanos dieron lugar a un ímpetu opositor sin precedentes contra el régimen de posguerra de Japón, que las sectas de la nueva izquierda tacharon de «imperialismo japonés». Una gigantesca reverberación entre los movimientos populares —incluidos el movimiento de los campesinos de Sanrizuka contra la construcción del aeropuerto de Narita, la oposición del pueblo de Okinawa a las bases militares estadounidenses, la huelga salvaje de los trabajadores de los Ferrocarriles Nacionales, los estudiantes de las universidades ocupadas y una asamblea de diversas iniciativas contra la guerra de Vietnam— contribuyó a un proceso insurreccional multilateral. En toda la metrópoli se produjeron disturbios de pequeña y gran envergadura.
Un aspecto que distinguió notablemente el tumulto de finales de la década de 1960 del de 1960 fue una radicalización intencionada del poder, que tomó dos direcciones diferentes. En muchos casos, contribuyó a un repunte del militarismo entre las sectas de la nueva izquierda, tanto a nivel de armas como de forma organizativa, ya que estos grupos trataban de prepararse para enfrentarse al Estado y tomar el poder. Por otro lado, hubo un esfuerzo por potenciar la militancia para alimentar la autonomía de la vida, la comunidad y la lucha, que se observó entre las luchas locales, como las de las comunidades de mineros y la comunidad de campesinos de Sanrizuka.
El nombre de Sanrizuka es conocido internacionalmente, ya que se ha asociado a menudo con luchas por la tierra más recientes fuera de Japón, como la ZAD de Notre-Dame-des-Landes, entre otras.7 El punto álgido de los esfuerzos de los campesinos por interrumpir la construcción del aeropuerto de Narita por parte del Estado duró de 1966 a 1978. En 1967, los campesinos estaban decididos a cortar los lazos con el PCJ y colaborar en su lugar con las sectas de la nueva izquierda. Su colaboración creó así un movimiento singular basado en una relación concreta con la comunidad campesina, que fue capaz de desarrollar tácticas creativas con una amplia gama de intensidad. El principal agente de la lucha fueron siempre los campesinos, que se autoorganizaron según la composición de su comunidad: grupos de afinidad de ancianos, jóvenes, madres, niños, etc.8 Mientras que los principales grupos de las sectas de la nueva izquierda intervenían en acciones sincronizadas desde el exterior, algunos activistas de la nueva izquierda abandonaron la ciudad y se instalaron dentro de la comunidad. Durante los momentos de confrontación crítica, la comunidad de campesinos se convirtió en un campamento para todo tipo de grupos y activistas radicales.
El punto decisivo es que vemos aquí una comunidad militante con la capacidad de albergar múltiples grupos, de otro modo divergentes o conflictivos, de tal manera que eran capaces de luchar codo con codo. Éstas eran capacidades que las propias sectas militaristas nunca pudieron concebir.9 Tal y como lo vemos, el militarismo forja hordas de trabajadores, estudiantes y otros (máquina de guerra) en una organización jerárquica a través de una normalización disciplinaria del lenguaje, el comportamiento, el cuerpo y la relación, con el fin de enfrentarse al poder estatal como su oponente simétrico. Por el contrario, la militancia refleja una medida ética de la potencia dirigida más bien hacia el enriquecimiento y la intensificación de la autonomía. Esta última tiende a enfrentarse al poder del Estado de forma asimétrica, armificando el mundo de la vida en todo su sentido: corporalidad, reproducción y comunalidad. Esta asimetría puede abarcar un espectro de formas de poder dentro de ella, desde iniciativas conflictivas hasta sensibilidades más hospitalarias.10
Esta potencia de la militancia se observó también en las organizaciones estudiantiles. Como hemos visto, el levantamiento anti-Ampo de 1960 fue encabezado por Zengakuren, que era una asociación nacional de comités representativos con secciones formales en muchas universidades. Al proporcionar a los estudiantes un espacio y un presupuesto para actividades extracurriculares, se convirtió rápidamente en el escenario principal de una guerra territorial entre las sectas de la nueva izquierda, así como la Liga de la Juventud Democrática (Minsei), la organización juvenil del PCJ. A mediados de la década de 1960, las secciones de Zengakuren en cada universidad estaban subsumidas bajo el dominio de una determinada secta de la nueva izquierda, o Minsei. En respuesta, se creó una nueva asociación de estudiantes —el Comité de Lucha Conjunta de Todos los Campus (Zenkyōtō)—, inspirada en la Tropa de Acción Taishō, que formó una red anárquica y descentralizada para la organización y acción autónomas de los estudiantes. Profesando no ser sectaria, era independiente de cualquier secta de la nueva izquierda, aunque abierta a su participación.11 Se oponía a las subidas de las matrículas, a la corrupción administrativa y al papel de la educación superior en la reproducción de la jerarquía de clases. A lo largo de 1968 y 1969, el movimiento Zenkyōtō se extendió espontáneamente por todo el país y llevó a cabo ocupaciones y huelgas de barricada en muchas universidades, así como en algunas escuelas secundarias. Las universidades y los institutos ocupados se convirtieron entonces en las bases de diversas acciones callejeras, así como de conferencias y actos autoorganizados por los estudiantes.
A medida que las luchas estudiantiles apuntaban al papel de la universidad en la reproducción de la clase, se alimentaba una autocrítica (jiko-hihan) de su condición de intelectuales/pequeños burgueses frente al proletariado. Sin embargo, esta autocrítica también incluía una visión de su propia liberación, es decir, con el intento de desmantelar un sistema educativo que valoriza la capacidad humana de forma monodimensional. El lema «desmantelar la universidad» se sincronizaba así con «desmantelar el yo». Como tal, el movimiento Zenkyōtō incorporó una crítica radical del poder/saber en la educación superior, y en la sociedad en general.
Todos estos acontecimientos del largo 68 se desarrollaron paralelamente a una creciente penetración de los medios de comunicación de masas: el advenimiento de la sociedad del espectáculo. A medida que los acontecimientos callejeros y los mediáticos empezaron a sincronizarse, los acontecimientos mediáticos empezaron a absorber los acontecimientos callejeros, hasta el punto de que ninguna acción era efectiva si no circulaba como espectáculo mediático. Al mismo tiempo, a medida que crecía la gravedad de la política cultural, dio lugar a la creación de movimientos artísticos radicales: teatro, danza, cine, música y artes visuales. En las artes, la tendencia más destacada fue la vuelta al cuerpo y a su erotismo, como si «lo real» que se había perdido sólo pudiera revivir a través del espectáculo. El simbolismo erótico de temas como el sexo, la violencia y el crimen impregnó la rebeldía de la contracultura. En el sector vanguardista de las artes, la pasión por la violencia se fetichizó especialmente en las formas cinematográficas y literarias.12 Esta tendencia a fomentar la intensificación de la confrontación con el poder estatal comenzó a finales de la década de 1960, pero su efecto negativo no se dejaría sentir realmente hasta la década de 1970.
Uchigeba y descentralización
Para todos los grupos radicales que se coordinaron para hacerlo posible, el objetivo del levantamiento anti-Ampo de 1970 era perturbar y echar abajo el tratado, superando así las limitaciones del levantamiento de 1960. Si no estuvo a la altura de las expectativas, este fracaso fue atribuible al carácter de la insurgencia de finales de la década de 1960 en general, que obtuvo su ímpetu de una reverberación entre fuerzas heterogéneas que nunca llegaron a fundirse en un movimiento unificado, como había ocurrido anteriormente. A medida que disminuía el dinamismo tras el decepcionante resultado, el ímpetu insurgente fue capturado por la demanda de un levantamiento armado por parte de las sectas militarizadas.13 Durante el mismo periodo, algunas sectas empezaron a intensificar su uchigeba recíproca, lo que dio lugar a una prolongada guerra intrasectaria que duraría varias décadas (y que continuó hasta principios de la década de 2000), y que causó más de un centenar de muertos y miles de heridos graves.
El conflicto más intenso estalló entre Chūkaku-ha y Kakumaru-ha, ex compañeros en Kakukyōdō. Aunque ambos compartían la fe en la movilización vanguardista de masas, el primero hacía hincapié en la acción militante contra el Estado, mientras que el segundo priorizaba la consolidación, protección y expansión de la organización del partido. Su conflicto fue la peor encarnación de la noción de Bateson de «cismogénesis simétrica» que, en contraste con la «cismogénesis complementaria» (que crea sumisión), invita a una competencia sin límites. Como tales, alimentaron una contienda interminable por ser el único Partido.
La Facción del Ejército Rojo de Japón surgió en 1969 a raíz de una escisión entre facciones de la Bund en la zona de Kansai. Debido a su énfasis explícito en el levantamiento armado, pronto se convirtieron en el principal objetivo de la represión estatal. En aras de la supervivencia, formaron el Ejército Rojo Unido (ERU) con otro grupo militarista, la Fracción de la Izquierda Revolucionaria del Partido Comunista de Japón.14 Se trataba de una extraña pareja entre dos tendencias divergentes, la primera internacionalista y de tendencia trotskista, la segunda más nacionalista y maoísta. En un episodio infame, el ERU acabó matando a catorce de sus miembros durante un entrenamiento militar, en forma de interrogatorio disciplinario. En 1971, el grupo encontró su fin en un tiroteo con la policía.15 Este suceso marcó el principio del fin de la política de partidos en el movimiento revolucionario japonés.
Una vez concluida la lucha universitaria liderada por Zenkyōtō, tras el aplastamiento de las ocupaciones por parte de las fuerzas policiales, los estudiantes radicales que habían participado en ellas se enfrentaron a una disyuntiva: ¿abandonamos la lucha y volvemos a la «vida normal», o abandonamos nuestras carreras académicas y dedicamos nuestras vidas a la revolución? Entre los que eligieron esta última opción, su subjetivación siguió un proceso particular de autodesmantelamiento y reensamblaje que comenzó con la autonegación (jiko-hitei) como extensión de la autocrítica (jiko-hihan). Tras abandonar sus universidades y escuelas secundarias, los antiguos estudiantes se convertían en campesinos, trabajadores o soldados en diversos focos de lucha popular, como Sanrizuka, los guetos de jornaleros (yoseba) como Sanya en Tokio y Kamagasaki en Osaka (más sobre este tema más adelante), la lucha en Okinawa por la reversión de su territorio de Estados Unidos a Japón o bien en dirección a la independencia, o las guerrillas que luchaban contra el imperialismo estadounidense en el extranjero. En resumen, marcó una difusión descentralizada de la corporeidad insurgente de masas del largo 68 en el mundo.
En medio de este prolongado proceso de difusión, aparecieron varios grupos ultramilitantes que se esforzaron por alcanzar la máxima intensidad de compromiso. Dos grupos en particular —el Ejército Rojo de Japón (Nihon Sekigun) y el Frente Armado Antijaponés de Asia Oriental (Higashi Ajia Hannichi Busō Sensen)— desafiaron los límites de la revolución nacional, por así decirlo, desterritorializándola. De este modo se convirtieron explícitamente en antijaponeses en diferentes vectores, tanto desde dentro como desde fuera.
Aunque estaba vagamente asociada a la Facción del Ejército Rojo (sobre todo a través de conocidos personales), Nihon Sekigun era en sí mismo un grupo estrictamente independiente de revolucionarios internacionalistas que abandonaron Japón y se unieron a la campaña mundial de guerra de guerrillas contra el bloque capitalista (incluido Japón) dirigida por el imperialismo estadounidense en colaboración con el FPLP.16
Higashi Ajia Hannichi Busō Sensen fue una asociación de grupos de afinidad de tendencia anarquista (Wolf, Fangs of the Earth y Scorpion) que llevó a cabo sucesivos bombardeos contra diversos objetivos en Japón, incluidas grandes empresas implicadas en el imperialismo japonés y monumentos estatales que celebraban el colonialismo japonés y al emperador. Estos ataques se llevaron a cabo en nombre del pueblo ainu, los coreanos, los chinos y los jornaleros de Japón. Estos grupos de afinidad pretendían sacar a la luz la historia colonialista del imperio japonés y, al mismo tiempo, atacar su presente histórico desde dentro.17 Promulgaban la autonegación (jiko-hitei) de ser japonés en su forma más extrema. Según su interpretación, el límite del largo 68 residía en la contradicción entre ser japonés y ser un agente de la revolución, dada la naturaleza contrarrevolucionaria de la expansión colonialista de Japón.
Las experiencias de estos dos grupos nunca se han sometido a un escrutinio completo.18 La mayoría ha optado por mantenerse al margen debido a la dificultad de separar sus logros de las tragedias que implicaron sus acciones. Tras la desaparición de los grupos armados como consecuencia de la represión estatal y el encarcelamiento de sus miembros, se produjo un largo paréntesis en la lucha revolucionaria. Esto significaría el fin de la política revolucionaria de la nueva izquierda. Pero el ímpetu militante sobrevivió silenciosamente en las luchas de las comunidades resistentes, así como en pequeños círculos de anticapitalistas y antifascistas.
El 68 global
El 68 mundial fue un acontecimiento singular, pero, al mismo tiempo, creemos que fue el comienzo de un ciclo de levantamientos globales. Surgió una nueva fuerza planetaria que atravesó el orden mundial en múltiples trayectorias. Evidentemente, fue efecto de una misma densificación de la interconectividad planetaria del modo de desarrollo del Estado capitalista sobre la tierra. Por un lado, la llamada globalización había venido acelerando la degradación medioambiental e intensificando los desniveles de desarrollo desde la época colonial. Al mismo tiempo, la permeabilización concomitante de las redes comerciales y mediáticas vino a permitir la aceleración de las interacciones civiles a través de los viajes personales, así como el intercambio de información; y esto último incluía la interacción entre las luchas populares de lugares distantes. En la oscura perspectiva del futuro, la interconectividad global materializó, sin embargo, un nuevo camino hacia la sincronía de las luchas populares, distinguiéndose de la unificación internacional de los Estados socialistas.
Las luchas libradas por las sectas de la nueva izquierda seguían el internacionalismo en el orden mundial, en el que la idea de la revolución era liberar a los oprimidos (el proletariado) tomando el poder y cambiando las instituciones políticas, sociales y económicas del Estado-nación en una dirección socialista, partiendo del supuesto de que una unificación de los Estados-nación socialistas podría crear un mundo comunista. Pero el grito de guerra histórico —«¡Proletarios del mundo, únanse!»— había sido traicionado, durante la II Internacional y al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, cuando los partidos socialistas y socialdemócratas se alinearon para apoyar las guerras de sus naciones. Desde entonces, nos hemos visto atrapados en las mismas barreras de un internacionalismo de Estados-nación, y las sectas de la nueva izquierda no son una excepción a este patrón.
El 68 global encarnó el límite de una política de orden mundial, ya fuera nacionalismo o internacionalismo. Al mismo tiempo, se produjo una apertura a una política de la Tierra aún desconocida. En este sentido, el 68 global fue un momento decisivo, un cambio de una idea de revolución a otra: de «cambiar el mundo tomando el poder» a «cambiar el mundo sin tomar el poder», de una síntesis de Estados-nación a una asociación de zonas autónomas, de la subjetividad nacional a la subjetivación de los habitantes planetarios. Este desplazamiento de la ontología política está aún en curso, aún incompleto. Por el momento o indefinidamente, estamos atrapados en el medio, oscilando entre ambos.
Un ciclo de levantamientos mundiales es un acontecimiento, no un método. No puede planificarse como queramos. Sólo se produce cuando las condiciones para la reverberación de las luchas están maduras. Desde hace algún tiempo, asistimos a una reverberación de levantamientos de un lugar a otro, simultáneos o sucesivos, a escala mundial. Pero también ha habido casos perdidos de continuidad. Pensemos no sólo en Japón, sino también en Corea, donde en 1980 tuvo lugar una de las mayores insurrecciones de la historia reciente. Gracias al sacrificio de muchos participantes, el levantamiento de Gwangju marcó el principio del fin del gobierno dictatorial en Corea, éste había sido inicialmente alimentado por el imperialismo japonés, antes de ser resucitado por el imperialismo estadounidense. Desgraciadamente, el levantamiento no encontró eco en Japón.
En aquella época, Japón se encontraba en la fase inicial de la economía de burbuja de la década de 1980. En los debates en torno al posmodernismo que surgieron en el mundo académico occidental durante este periodo, el país se convirtió en el modelo de sociedad capitalista contemporánea no occidental (uno piensa en las observaciones de Alexandre Kojève sobre la «sociedad poshistórica», o en las de Roland Barthes sobre el «imperio de los signos» girando en torno a un vacío).19 Como si actuara en función de estas proyecciones pronósticas, la sociedad japonesa abrazó sin pudor el deseo de disfrutar de la cultura de la mercancía, dejando de lado cualquier deseo colectivo de cambio, lo que dio lugar a una atmósfera que se alejaría, en la medida de lo posible, de la cultura ética de la nueva izquierda. El deseo se redujo al gusto por la comida, la moda y las artes. Una cultura puramente estetizada —y ya no ético-estética— se convirtió en la insignia del excepcionalismo japonés. El pueblo parecía movilizado en gran medida por el nacionalismo blando promulgado por el consumismo y los medios de comunicación. Fue precisamente este clima el que puso fin al largo 68, al tiempo que impedía que se produjera en Japón ningún levantamiento sincrónico.
La resistencia de los habitantes
A partir de la década de 1970, la sociedad japonesa se transformó materialmente mediante un desarrollo masivo. Las infraestructuras, el transporte y las redes de medios de comunicación de todo el país se reconstruyeron y ampliaron mediante iniciativas estatales.20 La privatización del sector público (incluidos los Ferrocarriles Nacionales [Kokutetsu]) debilitó la potencia política de las poblaciones trabajadoras, mientras que las reformas universitarias privaron a los estudiantes de sus bases de actividad autónoma.
Sin embargo, junto a la movilización nacional por el consumismo y los medios de comunicación, se desarrollaba otra situación menos visible. Durante las décadas de 1980 y 1990, una amplia precarización del trabajo puso fin a la promesa de empleo para toda la vida hecha a la nación por el régimen de posguerra. El estudiante universitario promedio resultó ser un trabajador informal a tiempo parcial que ya no necesitaba practicar la autonegación voluntaria (jiko-hitei) para entrar en el proletariado. En definitiva, la nación se polarizó entre los que gozan de visibilidad y voz (los ciudadanos japoneses) y los que no (los jornaleros, las trabajadoras del sexo, los inmigrantes, los sin techo y otros marginados sociales).
Mientras tanto, como en otras partes del mundo, la llamada «revolución molecular» pasó a primer plano con el auge de las luchas reproductivas, medioambientales y minoritarias. Detrás de este desarrollo se escondían amplias crisis planetarias de la vida y su reproducción, que la política del Estado-nación ya no estaba preparada para gestionar. Es aquí donde hay que situar la importancia de los movimientos comunitarios militantes, ya que llevan el problema de la militancia, aunque de forma atomizada, a través del desplazamiento de los climas políticos que separa el largo 68 de la actualidad.
En las décadas de 1970 y 1980, a medida que se intensificaban la contaminación industrial y el desarrollo desmesurado, Japón fue testigo de la creciente aparición de los llamados «movimientos de habitantes» (jyumin undō), es decir, grupos de personas que, para proteger sus vidas y comunidades de las amenazas de desalojo, contaminación industrial y peligro nuclear, resisten activamente al modo de desarrollo del Estado capitalista. Ya sean nómadas o sedentarios, los habitantes son los que pertenecen a la Tierra, a diferencia de los residentes que pertenecen a la sociedad civil. Pertenecer a la Tierra implica crear una relación singular con un lugar (topos) mediante un proyecto colectivo. Esta singularización del entorno constituye una condición necesaria para alimentar la militancia en nuestra época. La riqueza de la militancia basada en un lugar se ejemplifica hoy en día en las luchas de Chiapas, la ZAD, Rojava, así como en el movimiento Stop Cop City de Atlanta.
En lo que queda, me gustaría destacar brevemente tres luchas de habitantes —las de los trabajadores inmigrantes, los moradores de pueblos pesqueros y los precarios urbanos—, cada una de las cuales muestra la potencia de los movimientos comunitarios militantes en diferentes modos e intensidades.
1) En las principales ciudades industriales del Japón de posguerra existen guetos llamados yoseba («lugar de reunión»), poblados por jornaleros. Entre ellas se encuentran Sanya en Tokio, Kotobuki-cho en Yokohama, Sasajima en Nagoya y Kamagasaki en Osaka. En estas yoseba, el estrato más precario de la población trabajadora vive en las condiciones más duras. La opresión violenta por parte de los intermediarios laborales (en su mayoría yakuza) y la policía es habitual. Dada la dureza de la vida, sus luchas son siempre intensas. Desde la década de 1960, se producen periódicamente disturbios espontáneos, cuyo episodio más reciente tuvo lugar en Kamagasaki en 2008. Aunque la mayor parte de la izquierda japonesa había tomado la costumbre de ignorar la lucha vivida por los jornaleros en las yoseba, un grupo descentralizado de revolucionarios intervino allí durante las décadas de 1970 y 1980. Estos compromisos inauguraron una tradición de movimientos radicales de clases bajas. Se llevaron a cabo acciones militantes contra la coalición policía-yakuza, se ocuparon espacios públicos para dar cobijo a los sin techo y organizar ayudas para los habitantes, como asistencia sanitaria y comidas al aire libre, se convocaron festivales de entretenimiento de las clases bajas, etc.21 Quienes intervinieron en las luchas de las yoseba creían que la existencia de jornaleros constituía el meollo del ímpetu revolucionario durante este periodo. Uno de ellos, un teórico llamado Shūji Funamoto (1945-1975), hizo hincapié en que estos «trabajadores fluidos de clase baja» conceptualizaban la potencia militante de un modo que reflejaba su situación social precaria, lo que garantizaba que sus redes de solidaridad móviles, invisibles pero sustanciales, se extendieran por todo el archipiélago japonés y más allá.22
2) En la historia de la contaminación industrial, el envenenamiento por mercurio de Minamata se considera uno de los peores casos ocurridos en Japón. Minamata es un pueblo pesquero del mar de Shiranui, situado al suroeste de la zona minera del norte de Kyushu. La contaminación fue provocada por una industria química respaldada por el Estado, la Corporación Chisso, que liberó metilmercurio en el mar entre 1932 y 1968. El envenenamiento por metilmercurio daña el sistema nervioso central de todos los mamíferos; los efectos son a largo plazo y a menudo mortales. La enfermedad se propaga ampliamente por toda la zona oceánica, desplazándose por las cadenas alimentarias desde los peces a los animales y los seres humanos. Durante décadas, tanto Chisso como el gobierno ignoraron y negaron los daños causados por el envenenamiento. En consecuencia, las víctimas iniciaron luchas en diversos frentes, desde la investigación médica, las batallas judiciales, la atención a las víctimas y las protestas callejeras. La rabia que sentían estas víctimas, muchas de las cuales estaban incapacitadas y no podían expresarla, era intensa.23 En el transcurso de la larga batalla que siguió, la máxima expresión de protesta fue la presencia de los propios cuerpos mutados y moribundos de las víctimas, que llevaban carteles con el carácter 呪 (maldición).
3) A principios de la década de 1990, la escena activista llegó a consolidar su terreno existencial, es decir, como una «autoafirmación» (jiko-kōtei) colectiva de existencia precaria. Esto se personificó en un grupo de Tokio que se autodenominaba Alianza de los Buenos para Nada (Dame-ren), que se convertiría en un modelo para el movimiento comunitario más amplio activo en la actualidad, Amateur Riot, que se encuentra en pleno desarrollo de una red de movimientos antitrabajo de Asia Oriental.24 Sus actividades se basaban en lo que llamaban «mezclarse» (kōryu), es decir, reunirse y hablar. Los temas eran básicamente sus problemas vitales: dificultades para adaptarse al lugar de trabajo o a la escuela, pobreza, depresión, mundanidad, abuso de sustancias, etc. Y lo que es más importante, su esfuerzo por abordar estos graves problemas los llevó a desarrollar un estilo de enunciación colectiva rico en humor y lleno de risas. Como prolongación del mezclarse, empezaron a vivir en el mismo barrio, a dirigir una guardería para los que tienen hijos y a gestionar un bar-centro social. Experimentaron una nueva forma de vida para los pobres, una manera de que los buenos para nada pudieran sobrevivir. Aunque el grupo en sí no hacía nada que se pareciera a un movimiento izquierdista, la mayoría de sus miembros también participaban en proyectos y protestas más radicales. Al fin y al cabo, su jiko-kōtei se nutría del deseo de transformar su estatus negativo en la sociedad en una potencia afirmativa.
Las luchas de estos habitantes desarrollaron un amplio horizonte de proyectos autónomos en el clima posterior a la nueva izquierda. En el curso de este proceso, el principal agente de antagonismo cambió: los «activistas» sustituyeron gradualmente a los «revolucionarios», obligados más por sus proclividades hacia principios horizontalistas como la igualdad, la ayuda mutua y los bienes comunes, o por su sensibilidad para la cohabitación, que por la voluntad de revuelta. Esta transformación apuntaba hacia un retorno de todo lo que las sectas de la nueva izquierda habían suprimido e invisibilizado en su política y su discurso: el cuidado por la existencia de los compañeros. Como tal, implicaba un cambio en los modos de subjetivación y organización, de autoritarios a antiautoritarios, de sectarios a no sectarios, de células revolucionarias a colectivos activistas.
Cuando consideramos este cambio de la voluntad de revuelta a la sensibilidad para la cohabitación, queda claro que la creación de un movimiento radical necesitaría ambos componentes. Sin embargo, en la experiencia de Japón hasta ahora, uno suplantó al otro. Por lo tanto, los movimientos militantes antiautoritarios no han llegado a ser una corriente sustancial como en otros lugares. Es decir, el ímpetu por «cambiar el mundo sin tomar el poder» no se ha materializado en un movimiento político. Una de las razones de ello —una causa interna— es que la subjetivación activista iba acompañada de una sospecha inquebrantable hacia la de los revolucionarios de la nueva izquierda, sobre todo por la forma en que su voluntad colectiva de revuelta se había plasmado en un aparato militarista autoritario. Como resultado, la sensibilidad por la cohabitación ha tendido a poner momentáneamente entre paréntesis o a excluir permanentemente la propia voluntad de revuelta. Lo que se reprime en la lucha de oposición de Japón ha cambiado de bando, de la sensibilidad a la voluntad.
El olvido de la violencia original
Tras el final del largo 68, hubo unos pocos momentos selectos en los que las luchas japonesas reverberaron en sincronía con los ciclos de los levantamientos globales: el movimiento antinuclear tras Chernóbil en 1986, el movimiento antiglobalización a partir de finales de la década de 1990, el movimiento contra la guerra de Estados Unidos en Irak en 2003, los levantamientos tras la Primavera Árabe en 2010, y las recientes protestas contra la violencia policial tras el asesinato de George Floyd en 2020, así como el maltrato a los inmigrantes por parte del Estado. Durante estos momentos, el horizonte de las luchas japonesas se abrió al ímpetu planetario, como breves retornos de su largo 68.
La catástrofe nuclear de Fukushima en 2011 coincidió con los levantamientos mundiales iniciados por la Primavera Árabe. Las dos catástrofes planetarias en diferentes registros ontológicos animaron a los activistas japoneses a desempeñar un doble papel: proteger de la radiación la reproducción de la población y protestar contra el gobierno y la Compañía Eléctrica de Tokio. Durante dos años, estos proyectos ejercieron efectos potentes. Lograron la mayor movilización de indignación desde el largo 68 e impidieron que el gobierno volviera a poner en marcha las centrales nucleares durante unos dos años. Con el tiempo, sin embargo, una abrumadora sensación de crisis por el interminable desastre nuclear permitió el retorno del conformismo —«resolver los problemas como una nación»— y las protestas quedaron bajo el control de los movimientos afines al PCJ, que, en colaboración con la policía y en aras de sus campañas electorales, excluyen todo grado de táctica militante al excluir violentamente a los radicales antiautoritarios. En otras palabras, un conformismo omnipresente que da prioridad al orden social animó a los movimientos parlamentaristas liberales a obstruir los intentos de los activistas de potenciar a la multitud en la calle. Su interferencia se convirtió en otro factor —una causa externa— que impedía que los movimientos antiautoritarios militantes se convirtieran en una corriente sustancial. Con todo, la imposición del legalismo/pacifismo siempre ha sido el modus operandi del statu quo de posguerra, tanto desde la derecha como desde la izquierda.
La pacificación coercitiva de la población se originó, en primer lugar, en la constitución del propio régimen de posguerra, como encarnación de los intereses tanto de las fuerzas de ocupación estadounidenses como de las élites gobernantes japonesas. La base implícita que hizo posible el régimen de posguerra residía en su olvido de la violencia original llevada a cabo de forma consensuada entre Estados Unidos y Japón, incluidos los crímenes de guerra de Japón contra los pueblos de la región Asia-Pacífico y los bombardeos nucleares estadounidenses de Hiroshima y Nagasaki. Para que los dos Estados establecieran el pacto de defensa contra sus enemigos comunes en el continente asiático, este doble olvido se impuso institucionalmente a la población por medio de la Constitución. El Artículo 1, que restablece el trono del emperador como símbolo nacional, normalizó la exoneración de los crímenes de guerra del emperador; en consecuencia, la violencia ejercida por innumerables japoneses, incluidos ciudadanos comunes, contra los pueblos de Asia-Pacífico quedó en gran medida incuestionada. El principio de paz del Artículo 9, que renuncia al uso de la fuerza militar salvo para la autodefensa, interiorizó una aceptación de la violencia estadounidense contra los japoneses, que se consideró una tragedia inevitable, que ya había ocurrido y debía aceptarse como destino.25
En el contexto político de la Guerra Fría, a medida que las extensas islas del archipiélago japonés se transformaban en una base avanzada para las operaciones militares estadounidenses, la estabilidad social de Japón se volvía geopolíticamente vital. En este contexto, la pacificación de Japón funcionó de un modo paradójico pero totalmente adecuado: al tiempo que proporcionaba a la nación japonesa el excepcional regalo del florecimiento económico en un enclave libre de guerras, ha actuado simultáneamente como eje de los aparatos militares estadounidenses a lo largo de las guerras de Estados Unidos en Corea y Vietnam, y hasta su reciente tensión con China.26
Durante el largo 68, si hubo un deseo común que impulsó a todos los grupos revolucionarios divergentes y conflictivos, fue el de deshacer la pacificación posibilitada por este olvido constitutivo. En aquel momento, existía la sensación desesperada de que este deshacer era la única forma de cambiar una sociedad domesticada por, y sometida a, el dispositivo global de la guerra. La interacción entre el militarismo vanguardista y la militancia potenciadora tuvo lugar en el horizonte común de este deseo. Aunque su violencia contra el Estado era comparativamente minúscula en relación con la gran violencia de los imperios combinados contra el pueblo, transformaron efectivamente su deseo de desmantelar el régimen de posguerra en una voluntad colectiva de rebelión.
En medio de la economía de burbuja que acompañó al elevado crecimiento económico, el cierre del largo 68 estuvo marcado por una tendencia a perder de vista el olvido constitutivo impuesto por los poderes duales.
La mentalidad general de la opinión pública aprendió a ignorar la globalidad del horizonte político —Estados Unidos, con Japón como su Estado cliente ideal, su vasallo bien educado— bajo el que se le había hecho existir. En tal contexto, mientras la historia del largo 68 quedaba enterrada en el inconsciente nacional como un mal sueño, el sentido de subjetivación afirmativa de la lucha popular desaparecía, sustituido por un legalismo omnipresente en el que la militancia potenciadora y el militarismo suicida se confundían e identificaban indiscriminadamente, como un único acto criminal de terror. La atmósfera pacificada de la sociedad se basaba así en una confusión filosófica del juicio ético de la potencia con el juicio moral de la violencia.
La sociedad japonesa actual descansa sobre un régimen de conformidad orgánico pero rígidamente inquebrantable. Como tal, en lugar de ser reconocido como un movimiento, cualquier acto que lo desafíe será desestimado como puro delito. Por otro lado, también hemos visto que esta misma sociedad —como conjunto de multitudes heterogéneas— tiene momentos en los que se abre afirmativamente a nuevas fuerzas emergentes que le permiten recomponerse de forma diferente, por mucho que la gobernanza del Estado capitalista intente desesperadamente confinarla dentro del molde territorial de una nación insular.27 En un clima así, nuestra tarea hoy es recrear una cultura de la militancia que combine la sensibilidad por la cohabitación con la voluntad de revuelta. Sólo entonces podrá resucitar en un nuevo horizonte la experiencia reprimida del largo 68.
Imágenes: Masami Arai, de 谺 [Ecos], 1970.
1 En enero de 2022, en la ciudad de Okinawa, cuatrocientos jóvenes atacaron la comisaría de policía de Okinawa. El suceso fue provocado por la brutalidad policial. Un estudiante de secundaria de 17 años fue acosado por un agente de policía mientras conducía una motocicleta, y le rompió el globo ocular derecho. Enfurecidos por la falta de reconocimiento e indemnización por parte de la policía, los jóvenes se sublevaron. (Más información aquí). En este suceso sentimos la inspiración del levantamiento de George Floyd en 2020 en Estados Unidos, pero también de la revuelta de 1970 contra la presencia militar estadounidense en la ciudad de Koza, Okinawa. Lamentablemente, aún no se ha producido ningún movimiento posterior que aproveche este impulso. En julio de 2022, el ex primer ministro Shinzo Abe fue asesinado a tiros por Tetsuya Yamagami, cuya familia había sido arruinada por el culto religioso de la Iglesia de la Unificación, conocida por sus actividades anticomunistas y su connivencia con Abe y otras figuras del Partido Liberal Democrático. Yamagami fue detenido en el lugar. (Más información aquí). Poco después de este acto, el director de cine y antiguo combatiente del Ejército Rojo de Japón, Masao Adachi, realizó una película narrativa Revolución +1 (2022, 80 minutos) como intervención política (en línea aquí). Volveremos sobre el Ejército Rojo de Japón más adelante en este artículo.
2 La periodización del «largo 68 japonés» se inspira en «Revolution and Retrospection», prefacio de Gavin Walker a The Red Years — Theory, Politics and Aesthetics in the Japanese ‘68 (Verso, 2020): «los “años rojos”, el Japón del largo 68 — y podríamos llamarlo el 68 más largo de la tierra, que se extiende desde 1960 hasta 1973, o incluso polémicamente desde 1955 hasta 1973».
3 Para ilustrar esta evolución, resulta útil el concepto de «cismogénesis» acuñado por Gregory Bateson. El antropólogo desarrolló el término en la década de 1930, en referencia a la formación social entre los pueblos iatmul de Nueva Guinea. Realizó observaciones etnográficas sobre la diferenciación de la vestimenta, el comportamiento y la expresión emocional entre grupos de mujeres y grupos de hombres. Clasificó dos formas de diferenciación: a) cismogénesis complementaria y b) cismogénesis simétrica. La primera, observada con frecuencia entre hombres y mujeres, tiende a crear sumisión. La segunda, observada sobre todo entre hombres, tiende a invitar a una competencia sin fin. (También identifica una tercera opción para evitar estas situaciones: «reciprocidad», un equilibrio mediante el intercambio de papeles y «meseta de intensidad» como forma de desafiar el clímax observada en la cultura balinesa). La diferenciación en ambos casos se detecta en varias dimensiones de la socialidad —individuos, clases, géneros, generaciones, culturas y Estados-nación— en las que ambos bandos se desasimilan mutuamente, esforzándose por convertirse en todo lo que el oponente no es. Véase Gregory Bateson, Naven, Stanford University Press, 1958, 171,197; y Steps to an Ecology of Mind, The University of Chicago Press, 1972, 61, 72. El concepto de «meseta de intensidad» fue adoptado posteriormente por Gilles Deleuze y Félix Guattari en su obra A Thousand Plateaus — Capitalism and Schizophrenia, traducida por Brian Massumi, University of Minnesota Press, 1987. Véase también David Graeber y David Wenglow, The Dawn of Everything, Farrar, Straus and Giroux, 2021, pp. 56 y 58.
4 En su obra Sobre la insurrección [Hanran Ron], Hiroshi Nagasaki, miembro clave de la célula de la Bund en la Universidad de Tokio durante la lucha anti-Ampo de 1960, desarrolló una teoría de la política revolucionaria enraizada en la amarga experiencia de la Bund. Poniendo en duda la necesidad histórica de la revolución, Nagasaki insiste en la importancia del acontecimiento del levantamiento espontáneo. Fue esta postura la que tendió un puente entre las dos cumbres de la rebelión durante el largo 68, desde el movimiento político por la potenciación nacional en 1960 hasta la rebelión anárquica de fuerzas heterogéneas a finales de la década de 1960. Véase Hiroshi Nagasaki, Sobre la insurrección, Gōdō Shuppan, 1969.
5 Gan Tanigawa (1923-1995) fue un influyente poeta y organizador político de principios de la década de 1960. Desempeñó un papel destacado en la creación de una conexión entre el anti-Ampo de la década de 1960 y las luchas de los mineros del carbón. En su texto de 1956 «El origen que existe» [Genten ga sonzaisuru], subraya que el epicentro de la energía para cambiar la sociedad y el mundo existe en las comunidades aldeanas, ya que «el preproletariado» que reside en ellas es el verdadero agente de la lucha revolucionaria. Esta postura fue criticada posteriormente como una retroversión romanticista por varios ideólogos de extrema izquierda de finales de la década de 1960. Pero su pensamiento y su práctica siguen siendo admirados por muchos en la actualidad.
6 Kazue Morisaki (1927-2022) fue poeta y escritora. Participó en Circle Village y la Lucha de los Mineros de Taisho con Tanigawa. Escribió muchos libros, documentando las comunidades de mineros del carbón y la vida de las mujeres locales, contribuyendo en gran medida al movimiento de liberación de la mujer. Michiko Ishimure (1927-2018) también formó parte de Circle Village con Tanigawa y Morisaki. Posteriormente, se comprometió en la lucha contra la Corporación Chisso en nombre de las víctimas del envenenamiento por mercurio en su ciudad natal de Minamata, un pueblo pesquero de la prefectura de Kumamoto, Kyushu. Este lugar es conocido internacionalmente por su alta incidencia de envenenamiento por mercurio, que en Japón se conoce como enfermedad de Minamata.
7 Por ejemplo, véanse los escritos de Kristin Ross sobre la ZAD, el No-TAV y Les Soulèvements de la Terre en La forme-Commune. La lutte comme manière d’habiter, La Fabrique, 2023.
8 Véase la conocida serie documental de Shinsuke Ogawa y su equipo de producción Sanrizuka-Heta Village (1973).
9 Para ser claros, sin embargo, el propio movimiento de agricultores experimentó conflictos internos más tarde, a principios de la década de 1980. Por ejemplo, véase William Andrews, «Sanrizuka: The Struggle to Stop Narita Airport» (en línea aquí); y David E. Apter y Nagayo Sawa, Against the State. Politics and Social Protest in Japan, Harvard University Press, 1984.
10 Seguir profundizando en la problemática en torno al militarismo y la militancia nos llevaría a una serie de binarismos relacionados tanto con el «lenguaje» (discurso de mando frente a enunciación colectiva) como con la «organización» (el partido para la movilización de masas frente al grupúsculo para la creación de redes de comunidades y grupos de afinidad). Estas oposiciones se refieren en última instancia a un par de conceptos que Gilles Deleuze y Félix Guattari articularon como «molar» (tendencia a la concentración, centralización y totalización) y «molecular» (dispersión, descentralización y singularización). Gilles Deleuze y Félix Guattari, A Thousand Plateaus — Capitalism and Schizophrenia, traducido por Brian Massumi, University of Minnesota Press, 1987.
11 Las sectas de la nueva izquierda también participaron en las campañas del Zenkyōtō, con la excepción de Kakumaru-ha, que mantuvo las distancias con ellas, y Minsei, que las obstaculizó.
12 Esta tendencia se observó no sólo entre artistas políticamente izquierdistas (por ejemplo, los directores de cine Nagisa Oshima y Koji Wakamatsu), sino también en el novelista fascista Yukio Mishima, que se suicidó haciéndose el harakiri en el clímax de su intento de golpe de Estado altamente performativo en 1970. Véase Jonathan Watts, «Dead writer’s knife is in Japan’s heart», The Guardian, 24 de noviembre de 2000 (en línea aquí).
13 La situación desesperada se expresaba más explícitamente en el lema de la Facción del Ejército Rojo, «levantamiento armado anticipado», que animaba a todos los militantes a empuñar armas como pistolas y bombas y crear una situación revolucionaria aquí y ahora, en lugar de esperarla.
14 Aunque en aquel momento no tenían ninguna relación directa con el PCJ, utilizaron este nombre para subrayar su autenticidad como verdadero partido comunista en Japón.
15 Véase la película: Ejército Rojo Unido (2007), dirigida por Koji Wakamatsu. Supuestamente, la narración sigue fielmente el suceso, en contraste con la dramatización observada en otras películas o novelas.
16 Véase la película: Declaración de guerra mundial del Ejército Rojo/FPLP (1971), dirigida por Masao Adachi.
17 Véase la película: Buscando al lobo (2018), dirigida por Kim Mirye.
18 Existe un epílogo de solidaridad entre estos dos grupos. En 1977, Nihon Sekigun secuestró el vuelo 472 de Japan Airline, tras despegar de Dhaka. A cambio de rehenes, exigieron la liberación de nueve miembros encarcelados de los grupos ultramilitantes, entre ellos dos de Higashi Ajia Hannnichi Busō Sensen (HAHBS). Este intento tuvo éxito y seis fueron liberados en Argelia. Se unieron a Nihon Sekigun en sus operaciones globales. Desde entonces, tres de ellos, incluida Yukiko Ekita, de HAHBS, fueron detenidos en distintos lugares y devueltos a Japón. Ekita salió de una prisión japonesa en 2017. Más información en línea aquí.
19 Véase Postmodernism and Japan, editado por Masao Miyoshi y H.D. Harootunian, Duke University Press, 1989. Alexandre Kojève, Introduction to the Reading of Hegel — Lectures on the Phenomenology of Spirit, traducido por James H. Nichols, JR., Cornell University Press, 1969; Roland Barthes, Empire of Signs, traducido por Richard Howard, Farrar, Straus and Giroux, 1982.
20 El proyecto se llamó «Remodelación del archipiélago japonés», iniciado por el primer ministro Kakuei Tanaka en 1972.
21 Véase la película: Yama — Ataque a Ataque (1985), dirigida por Mitsuo Sato y Kyoichi Yamaoka.
22 Shūji Fumanoto, No morir al borde del camino en silencio [Damatte Notare Jinuna], (Renga Shobō Shinsha, 1985, pp. 168 y 169).
23 La complejidad de su lucha contra la contaminación, la industria y el Estado se describe minuciosamente en la novela de Michiko Ishimure Paradise in the Sea of Sorrow: Our Minamata Disease (Universidad de Michigan, 2003). Ishimure también participó en las luchas de los mineros del carbón.
25 La noción de paz implica elementos ambiguos: aunque las acciones militares sólo están permitidas para la autodefensa, Japón mantiene, no obstante, importantes fuerzas militares (las octavas más grandes del mundo) y sigue ampliándolas. Además, la interpretación de los actos de defensa ha cambiado, lo que ha llevado a ampliar su alcance. Este cambio convertiría a Japón en colaborador de Estados Unidos, en lugar de ser simplemente su perro faldero. Como era de esperar, los debates en torno a su interpretación se convirtieron en una importante línea divisoria en el parlamento y demarcaron los horizontes políticos de Japón. Un pacifismo ambiguo ha sido el baluarte político del bando liberal, concebido como protección contra los intentos de la derecha de declarar oficialmente un Estado-nación japonés remilitarizado. En cualquiera de los dos bandos, lo que es seguro es que Japón seguirá aumentando su presupuesto de defensa y manteniendo su pacto militar con Estados Unidos.
26 En estos momentos se está llevando a cabo la militarización de las islas Nansei como proyecto conjunto de las Fuerzas Militares de Estados Unidos y las Fuerzas de Defensa de Japón. Para más información, véase aquí.
27 Una de las fuerzas emergentes que se observa cada vez en mayor número son los trabajadores y estudiantes inmigrantes de los países de Asia Oriental, lo que permite frecuentes intercambios entre los activistas de estos países en Tokio. Este fenómeno nos recuerda el papel que desempeñó Tokio como lugar de encuentro de los revolucionarios asiáticos a principios del siglo XX.