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Michel Foucault / El discurso filosófico — El diagnóstico

El siguiente texto es el primer capítulo de Le discours philosophique, libro inédito editado por Orazio Irrera y Daniele Lorenzini (París, EHESS/Gallimard/Seuil, mayo de 2023). A propósito de su origen, podemos leer la siguiente información en las llamadas reglas de establecimiento del texto: «Durante mucho tiempo se consideró que El discurso filosófico era un curso que Michel Foucault impartió en la Universidad de Túnez en 1966-1967. No es así: se trata más bien de la primera versión de un ensayo que Foucault compuso a raíz de Las palabras y las cosas, muy probablemente (al menos en su mayor parte) en Vendeuvre-du-Poitou durante el verano de 1966, por tanto antes de ir a Túnez. Esta hipótesis se ve confirmada por la fecha que menciona en la segunda parte de El discurso filosófico (véase más adelante, p. 24: “hoy, 27 de julio de 1966”), por una carta que escribió en julio de 1966 (“Intentar decir lo que puede ser hoy un discurso filosófico”), y por una serie de notas en su “Journal intellectuel” que datan del verano de 1966. El ensayo adopta la forma de un manuscrito autógrafo de 209 páginas a doble cara, numeradas por Foucault hasta la página 201. Este manuscrito se conserva en los archivos de la Bibliothèque nationale de France (BNF, Fonds Foucault, referencia NAF 28730, Caja 58). Está muy bien redactado y no plantea problemas particulares de edición».

 

La filosofía como empresa de diagnóstico. — Interpretar y curar. — El filósofo debe decir lo que hay.

 

Desde hace algún tiempo —¿desde Nietzsche? o ¿más recientemente?— la filosofía ha hecho suya una tarea con la que antes no estaba familiarizada: la de diagnosticar.1 Reconocer, en algunas marcas sensibles, lo que está sucediendo. Detectar el acontecimiento que bulle en los rumores que estamos tan acostumbrados a oír que ya no los escuchamos. Decir lo que se puede ver en lo que vemos todos los días. Iluminar de pronto esta hora gris en la que nos encontramos. Profetizar el instante.
Pero, ¿es ésta una función tan nueva? Al querer ser una empresa de diagnóstico, al dedicarse a esta tarea tan empírica, tan a tientas, tan sesgada y diagonal, bien podría parecer que la filosofía se aparta del camino regio que le era propio cuando se trataba de fundar o completar el saber, de enunciar el ser o el hombre. En realidad, podría decirse con igual facilidad —incluso mejor, dado nuestro gusto por estos repliegues hacia el origen— que la filosofía, al convertirse en un discurso diagnóstico, está redescubriendo su antiguo parentesco con las artes milenarias que nos enseñaron a detectar los signos, a interpretarlos, a desvelar el mal oculto, el secreto insoportable, a nombrar lo que calla majestuosamente en el corazón de tantas palabras confusas. Desde el principio de la era griega, el filósofo nunca ha negado su pretensión de ser adivino: siempre ha sido a la vez médico y exégeta. Heráclito y Anaximandro le enseñaron a escuchar la palabra de dios, a descifrar los secretos del cuerpo. Los filósofos leen los signos desde hace más de dos mil años.
Cuando se dice que la tarea de la filosofía hoy es diagnosticar, ¿se quiere decir otra cosa que ajustarla a su destino más antiguo? ¿Qué puede significar realmente la palabra «diagnóstico» —esa idea de un conocimiento que atraviesa y distingue— si no una cierta profundidad de visión, un oído más fino, unos sentidos mejor alertados, que van más allá de lo sensible, lo audible, lo visible, y sacan finalmente a la luz, bajo el texto, el significado, en el cuerpo, el mal? Suscitar, en un discurso en el que serían solidarios, el enunciado del sentido y la prevención del mal. A lo largo de la cultura occidental, oscura o manifiestamente, el mal y el sentido nunca han dejado de apoyarse, reforzarse y sostenerse mutuamente, formando una figura que ha sido el lugar mismo de nuestra filosofía y la razón de que sigamos filosofando. Porque el mal del olvido, de la oscuridad, de la caída, de la materia ha extendido su velo, el sentido ha perdido la iluminación inicial en la que brillaba; se ha retirado a las sombras, y es necesario que lo busquemos pacientemente a través de los signos que, afortunadamente, aún lo manifiestan. Pero a la inversa, si nos empeñamos en redescubrir el sentido, es porque deseamos obstinadamente que nos diga de dónde proceden este mal y este olvido, y cómo reducir para siempre la brecha (cruzada sólo momentáneamente) que nos separa de la plenitud envolvente del sentido. Y si no existiera, bajo todas las formas que se nos ofrecen, esta presión sorda del sentido, ¿sabríamos alguna vez que pertenecemos a la dinastía del mal? Sin el mal, el sentido, plenamente desplegado, ya no sería sentido, sino la presencia del ser mismo; y sin este sentido, subterráneo pero activo, el mal se dormiría y se desvanecería sin dejar rastro en la dulzura somnolienta de nuestro ser.
Éste fue el terreno de juego que Occidente dio a la filosofía. Fue aquí, antes de cualquier metafísica, donde se forjó la relación de la filosofía con Dios; antes de cualquier idealismo, su relación con el Bien. Fue aquí donde el filósofo asumió el doble papel de intérprete último y sanador de almas. No supongamos, sin embargo, que al convertirse, con Descartes, en un verdadero discurso sobre la verdad, la filosofía haya roto con este antiguo parentesco con la exégesis y la terapéutica; pues la idea misma de una verdad que ni la percepción ni el saber podrían garantizar contra el error y asegurar con toda certeza, esta idea presupone, en efecto, un orden primario, pero invisible, de la verdad que hay que restaurar para disipar los peligros de la ilusión y guiar su entendimiento como es debido. Tampoco debemos suponer que la filosofía moderna, desde Hegel, se haya liberado del juego, tan difícil de vencer, entre el sentido y el mal: toda palabra que pretenda devolvernos a la verdad de nosotros mismos, despertarnos de nuestro olvido, revivir los actos fundamentales de nuestro conocimiento, redescubrir el suelo originario o la autenticidad de la existencia, restaurar todo el destino occidental de la ocultación del ser3 —toda palabra que tenga tales fines sigue pretendiendo interpretar y curar. En la cultura occidental, nos cuesta tanto liberarnos de lo que se nos prescribe desde hace milenios en Mileto, Crotona y Quíos.4 Filosofamos, irremediablemente, entre Dios y la enfermedad; entre lo que oímos y lo que padecemos; entre la palabra y el cuerpo. Filosofamos tanto sobre su extrema proximidad como sobre la brecha que los mantiene separados a pesar de todo. Aquí, en este lugar privilegiado donde nace el extraño discurso del filósofo, toman cuerpo, brillan y se desvanecen las formas que lo ocupan: la muerte, el alma, la verdad, el bien, la tumba y la luz de los sentidos, la libre existencia del hombre. Para que la filosofía occidental existiera como lo hizo, fue necesario contaminar el cuerpo y la palabra, enredar el mal visible y oculto en el cuerpo con el sentido oculto y manifestado por la palabra. Y si, en la mayoría de las culturas, el médico y el sacerdote no están muy alejados, su proximidad no ha bastado, la mayoría de las veces, para dar lugar a la tercera figura del filósofo; esto es así porque no basta cualquier proximidad; muy precisamente, el sacerdote ha tenido que ser el que escucha otra palabra, y el médico el que adivina el interior del cuerpo. Sólo con estas dos condiciones inauguró Occidente esa gran alegoría de la profundidad en la que estamos acostumbrados a reconocer lo que llamamos filosofía.5
Si es cierto que la filosofía reconoce ahora la tarea de ser un discurso diagnóstico, sin duda no hace más que reconocer lo que siempre ha sido. Y, sin embargo, no se trata de una pura y simple redundancia en relación con su historia, ni de un repliegue, por fin, al lugar reencontrado de su origen. La paradoja de la filosofía actual, cuando se consagra al diagnóstico, es que escapa -empieza a escapar- a la figura entrelazada del sentido y del mal.  Tiene ante sí la extraña tarea de establecer un diagnóstico que no sea una interpretación y que no tenga como meta una terapéutica. De ahí, sin duda, [el hecho] de que desde hace años se proclame que la filosofía está acabada, que ya no tiene ningún papel que desempeñar, que no ha descubierto ningún significado nuevo, que no ha aplacado ningún mal. Cierto, pero precisamente por eso ha rejuvenecido de repente, teniendo ante sí por primera vez la enigmática tarea de diagnosticar, sin escuchar una palabra más profunda, sin perseguir un mal invisible. Es como si, por fin, ya no estuviera sobrevolada por las divinidades de su nacimiento, sino que ahora emergiera al mismo nivel que ellas, teniendo que decir lo que tiene que decir, sin los trucos de los sentidos, sin las sombras del mal.
El filósofo debe ser consciente ahora de que, aunque es el «médico de la cultura»,6 no se le ha encomendado la misión de curar; no le corresponde mejorar las cosas, ni calmar los lamentos, ni reconciliar; él no reconcilia lo que la discordia ha trastornado. Como médico sin remedio, al que nunca será posible curar, ¿tiene siquiera el poder de decir dónde está el mal, de poner el dedo en la llaga irreparable, de denunciar la enfermedad y llamarla por su nombre? ¿Puede siquiera estar seguro de que hay algo «que va mal»? Por tanto, que diga al menos lo que está oculto; si no puede descubrir el mal para curarlo, que enuncie el secreto que nos elude y que nos atraviesa a todos sin que lo sospechemos; si no puede traer el apaciguamiento, que en cambio nos despierte y nos recuerde lo que, tal vez desde tiempos inmemoriales, hemos olvidado. Pero bien puede ser que no haya enigma como no hay enfermedad; bien puede ser que no haya palabra más fundamentala que recorra silenciosamente nuestro discurso; que no haya nada en la superficie del mundo que sea del orden del signo. La prudencia misma de este diagnóstico, que define hoy la tarea del filósofo, hace que no podamos presuponer de entrada un sentido, o que dupliquemos lo visible para revelar, bajo él o como en su transparencia, un espesor oculto. Comparado con el trabajo de los exégetas y de los terapeutas, antepasados y padrinos del filósofo, la labor del filósofo parece ahora muy ligera y discreta, dulcemente inútil: el filósofo sólo tiene que decir lo que hay. No el ser, ni las cosas mismas, pues para ello habría que desvelar, volver a una originalidad a la vez presente y retirada, redescubrir lo verdaderamente ingenuo a través del desgaste de lo familiar, atravesar en sentido inverso todas las acumulaciones del olvido. Pero lo que hay, sin retrospectiva ni distancia, en el instante mismo en que habla.7 Y el filósofo lo será incluso si consigue, por fin, hacer resurgir, para hacerlo centellear por un instante en la red de sus palabras, lo que es «hoy». No es más que el hombre del día y del momento: un pasajero, más cercano que nadie al pasaje.
Es este extraño discurso, aparentemente sin justificación puesto que no tiene nada «más» que decir, puesto que no ilumina nada, puesto que permanece en su lugar y no hace promesas, es este extraño discurso irrisorio el que constituye la filosofía en esta actividad de diagnóstico en la que debe reconocerse hoy. En la que debe reconocer ese hoy que es el suyo.

 


1 En 1966-1967, Michel Foucault abordó en varias ocasiones la idea de la filosofía como empresa de diagnóstico. En una entrevista publicada en el diario La Presse de Tunisie en abril de 1967, presentaba el estructuralismo como «una actividad mediante la cual los teóricos, no especialistas, se esfuerzan por definir las relaciones actuales que pueden existir entre tal o cual elemento de nuestra cultura», y sostenía que, así definido, «el estructuralismo puede considerarse una actividad filosófica, si admitimos que el papel de la filosofía es diagnosticar. En efecto, el filósofo ha dejado de querer decir lo que existe eternamente. Tiene la tarea mucho más ardua y esquiva de decir lo que sucede. En esta medida, bien podemos hablar de una especie de filosofía estructuralista que podría definirse como la actividad que permite diagnosticar lo que es hoy» (M. Foucault, «La philosophie structuraliste permet de diagnostiquer ce qu’est ‘aujourd’hui’» [1967], en id., Dits et Écrits. 1954-1988, t. I, 1954-1975, ed. bajo la dirección de Daniel Defert y François Ewald, con la colaboración de Jacques Lagrange, París, Gallimard, 2001 [1994] [en adelante abreviado DE I], núm. 47, pp. 608-613, aquí p. 609). Sobre este tema, véase también más adelante, «Apéndice», pp. 252-253. La idea de la filosofía como diagnóstico del presente volvió a ser central para Foucault a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, sobre todo en sus sucesivas lecturas del texto de Immanuel Kant sobre la Aufklärung y en el desarrollo de lo que denominó «ontología del presente». Véase, por ejemplo, M. Foucault, «Introduction by Michel Foucault» [1978], en Dits et Écrits. 1954-1988, t. II, 1976-1988, ed. por D. Defert y F. Ewald, con la colaboración de J. Lagrange, París, Gallimard, 2001 [1994] [en adelante DE II], núm. 219, pp. 429-443, aquí p. 431; id., «Pour une morale de l’inconfort» [1979], en DE II, núm. 266, pp. 783-788, aquí p. 783; id., Le Gouvernement de soi et des autres. Cours au Collège de France, 1982-1983, ed. de Frédéric Gros bajo la dirección de François Ewald y Alessandro Fontana, París, Éditions de l¿EHESS-Gallimard- Seuil, 2008, pp. 13-15 y 22; id., «La culture de soi» [1983], en id., Qu’est-ce que la critique ?, seguido de La Culture de soi, ed. de Henri-Paul Fruchaud y Daniele Lorenzini, introducción y aparato crítico de Daniele Lorenzini y Arnold I. Davidson, París, Vrin, 2015, pp. 83-84; id., en «Qu’est-ce que les Lumières ?» [1984], en id., DE II, núm. 339, pp. 1381-1397, aquí pp. 1390-1396; id.,  «Qu’est-ce que les Lumières ?» [1984], en id., DE II, núm. 351, pp. 1498-1507, aquí pp. 1498-1501 y 1506-1507. En una entrevista concedida en Japón en abril de 1978, Foucault sostuvo que Friedrich Nietzsche fue el primero en definir la filosofía como «la actividad que sirve para saber lo que pasa y lo que pasa ahora», atribuyendo así al filósofo el papel de «diagnosticador» de la actualidad (id., «La scène de la philosophie» [1978], en DE II, núm. 234, pp. 571-595, aquí pp. 573-574). En octubre de 1979, con ocasión de sus Tanner Lectures on Human Values en la Universidad de Stanford, Foucault matizó un tanto sus observaciones: postuló que, si bien «toda la obra de Nietzsche tiene que diagnosticar lo que sucede en el mundo presente y lo que es “hoy”», este cuestionamiento, inaugurado por Kant, es característico de toda la filosofía alemana postkantiana, desde Georg Wilhelm Friedrich Hegel hasta la Escuela de Fráncfort» (id., Qu’est-ce que la critique ?, op. cit., pp. 99-101, n. 5).
2 Foucault retomaría la función terapéutica de la filosofía antigua en sus escritos, ponencias y conferencias de la década de 1980. Véase, por ejemplo, M. Foucault, La Culture de soi, en id., Qu’est-ce que la critique ?, op. cit., p. 94: «Es necesario […] recordar algunos hechos muy antiguos de la cultura griega: la existencia de una noción como pathos, que significa tanto la pasión del alma como una enfermedad del cuerpo; la amplitud de un campo metafórico que permite aplicar al cuerpo y al alma expresiones como “curar”, “atender”, “amputar”, “escarificar”, “purgar”, etc. Hay que recordar también el principio familiar a los epicúreos, cínicos y estoicos, según el cual el papel de la filosofía es curar las enfermedades del alma». Véase también id., L’Herméneutique du sujet. Cours au Collège de France, 1981-1982, ed. por F. Gros bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana, París, Éditions de l’EHESS-Gallimard-Seuil, 2001, pp. 90-96; id., Histoire de la sexualité, t. III, Le Souci de soi, París, Gallimard, 1997 [1984], pp. 69-74.
3 Ésta es la primera de muchas referencias, a menudo críticas, a las tesis de Martin Heidegger en El discurso filosófico. El principal objetivo de Foucault aquí es la concepción heideggeriana de la filosofía y su historia como un «olvido del ser», a saber, la idea de que el pensamiento griego restauraría lo que más de dos mil años de metafísica occidental habían ocultado: la diferencia ontológica fundamental entre ser y ente. La filosofía podría así retomar su destino original y su vocación arcaica tal como se encontraba en los presocráticos, y destruir de una vez por todas esta metafísica que ni Kant ni Nietzsche habían superado realmente. La filosofía, para Heidegger, debe por tanto acercarse a un dichten poético, que le permita captar, dentro del lenguaje, el ser que, en su despliegue, se retira al tiempo que se abre a los hombres desde su retiro, y ello en virtud de su pura diferencia en relación con los entes y según una temporalidad específica (véase más adelante, p. 72, p. 95, p. 102-103, p. 105, p. 143, p. 178, p. 179-180, p. 195 y p. 199). Sin embargo, es difícil indicar con precisión a qué escritos de Heidegger se refiere Foucault, o en qué medida sus lecturas de los textos de Heidegger en alemán, sobre todo en la década de 1950 (véanse las referencias de Foucault a las obras de Heidegger aún no publicadas en francés en La Question anthropologique. Cours. 1954-1955, ed. por Arianna Sforzini bajo la dirección de F. Ewald, París, Éditions de l’EHESS-Gallimard-Seuil, 2022, p. 207-217), se refieren a la recepción de Heidegger en Francia en la posguerra hasta la década de 1960. De lo que sí podemos estar seguros es de que dos figuras cruciales en esta recepción, Jean Wahl (1888-1974) y Jean Beaufret (1907-1982), influyeron directamente en la formación de Foucault, así como en su lectura de Heidegger, en particular en relación con las tesis evocadas, explícita o implícitamente, en El discurso filosófico (véase Didier Eribon, Michel Foucault, 3ª ed. rev. y aument., París, Flammarion, 2011 [1989], p. 59; David Macey, Michel Foucault, trad. de Pierre-Emmanuel Dauzat, París, Gallimard, 1994 [1993], pp. 55-57). Como atestiguan varios registros de lectura de los archivos de la Bibliothèque nationale de France (BNF, Fonds Foucault, cote NAF 28730, Boîtes 37 y 38), Foucault asistía regularmente a los cursos sobre filosofía antigua, y en particular sobre el Parménides de Platón, que Jean Wahl impartía en la Sorbona; ya en 1946, esta actividad docente pretendía introducir el pensamiento de Heidegger en Francia (véase J. Wahl, Introduction à la pensée de Heidegger. Cours donnés en Sorbonne de janvier à juin 1946, París, Librairie générale française, 1998; id., La Pensée de Heidegger et la Poésie de Hölderlin, París, Centre de documentation universitaire, 1952). La cuestión de la «plenitud del ser» en el Parménides (BNF, Fonds Foucault, código NAF 28730, Boîte 38, chemise 29) fue retomada por Wahl algunos años más tarde en el marco de su comentario a la Introducción a la metafísica de Heidegger (1935), publicado en francés en 1953 (véase J. Wahl, Vers la fin de l’ontologie. Étude sur «L’introduction dans la métaphysique» par Heidegger, París, Société d’édition d’enseignement supérieur, 1956; M. Heidegger, Introduction à la métaphysique, trad. de Gilbert Kahn, París, PUF, 1958 [1953]). Durante su formación, Foucault también asistió a los cursos impartidos por Jean Beaufret —que en aquella época preparaba su tesis doctoral bajo la dirección de Wahl— en la École normale supérieure de la rue d’Ulm (ENS), en particular al de Kant, en el que se mencionaba a menudo la interpretación de Heidegger. Sobre los orígenes presocráticos de la filosofía, cabe señalar que en 1955 Beaufret escribió un largo ensayo para la edición francesa del Poème de Parménide (París, PUF, 1955), muy influido por Heidegger, y que en 1958 prologó la traducción francesa de Vorträge und Aufsätze (M. Heidegger, Essais et Conférences, trad. de André Préau, París, Gallimard, 1958 [1954]). Para una referencia foucaultiana al poema de Parménides y al proyecto heideggeriano de decir el ser, véase BNF, Fonds Foucault, cote NAF 28730, Boîte 70, chemise 3, «Descartes». Estas cuestiones sobre la interpretación de Heidegger de los presocráticos y de Nietzsche como «último metafísico» se reavivarían en 1962 con la publicación de la traducción francesa de los Holzwege (M. Heidegger, Chemins qui ne mènent nulle part, trad. par Wolfang Brokmeier, ed. de François Fédier, París, Gallimard, 1962 [1950]). Las reservas y críticas de Foucault a Heidegger en El discurso filosófico fueron retomadas y aclaradas en una entrevista publicada en otoño de 1966 sobre la cuestión del diagnóstico: «Para [Nietzsche], el filósofo es quien diagnostica el estado del pensamiento. Además, podemos concebir dos tipos de filósofo, el que abre nuevos caminos al pensamiento, como Heidegger, y el que desempeña el papel de arqueólogo, por así decirlo, que estudia el espacio en el que se despliega el pensamiento, así como las condiciones de este pensamiento, su modo de constitución» (M. Foucault, «Qu’est-ce qu’un philosophe ?» [1966], en DE I, núm. 42, pp. 580-582, aquí p. 581). A este respecto, la posición de Foucault es bien conocida.
4 En el manuscrito, Foucault escribe «Chos». Dado el contexto, también es posible que se refiriera a Cos, donde nació Hipócrates en el siglo V a. C. Mileto es la ciudad jonia donde, a partir del siglo VI a. C., se estableció la escuela milesia de filosofía, a la que pertenecieron Tales, Anaximandro y Anaxímenes. Crotona es la ciudad de la Magna Grecia donde Pitágoras fundó su escuela filosófica y religiosa en el siglo II a. C.
5 «[L]a verticalidad tan importante en Zaratustra es, en sentido estricto, la inversión de la profundidad, el descubrimiento de que la profundidad no era más que un juego, y un pliegue de la superficie» (M. Foucault, «Nietzsche, Freud, Marx» [1967], en DE I, núm. 46, pp. 592-608, aquí p. 596).
6 Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos. Verano de 1872-invierno de 1873-1874, [23]15, [Der Philosoph als Arzt der Cultur] en id., OEuvres philosophiques complètes, t. II/1, ed. de Giorgio Colli y Mazzino Montinari, trad. de Pierre Rusch, París, Gallimard, 1990, p. 290.
7 Esta idea, declinada de manera ligeramente diferente (y con una referencia implícita a Ludwig Wittgenstein), vuelve a aparecer en una conferencia que Foucault pronuncia en Japón en abril de 1978: «Sabemos desde hace mucho tiempo que el papel de la filosofía no es descubrir lo que está oculto, sino hacer visible lo que precisamente es visible, es decir, hacer visible lo que está tan cerca, lo que es tan inmediato, lo que está tan íntimamente ligado a nosotros mismos, que por ello no lo percibimos» (M. Foucault, «La philosophie analytique de la politique» [1978], en DE II, núm. 232, pp. 534-552, aquí pp. 540-541).
a Borrado: «secreta».

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