Traducción para Artillería inmanente de un texto de Giorgio Agamben publicado por primera vez el 30 de agosto de 2023 en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet, donde publica habitualmente su columna «Una voce».
Como exergo de uno de sus primeros poemas, Cavafis transcribió una frase de Filóstrato que dice: «Los dioses sienten el futuro, los hombres lo que está sucediendo, los sabios lo que se avecina». Los sabios dejan a los dioses —o a los expertos— la predicción del futuro, siempre lejano y manipulable, y a los periodistas el conocimiento —generalmente muy confuso— del presente: sólo lo que se está acercando, sólo lo inminente les concierne y afecta.
El instante decisivo, el que realmente nos interesa y nos conmueve, no es cuando prevemos un acontecimiento futuro, situado en un punto determinado del tiempo cronológico, por grave que sea (incluso el fin del mundo, que los hombres no han hecho ni hacen más que anunciar e incluso fechar); es, más bien, cuando percibimos que algo se está avecinando.
«El reino se ha acercado (eggiken)» anuncia el Bautista sobre la venida del mesías. El verbo griego eggizo deriva del nombre antiguo de la mano (eggye) e indica, por tanto, algo que está al alcance de la mano, que casi se puede tocar. Pertenece a la esencia del reino (y del fin que coincide con él) estar cerca. Todo lo que nos mueve y conmueve tiene la forma del avecinarse, del hacerse cercano.
Sin embargo, la cercanía de la que se trata aquí no es objetivamente medible, no está simplemente menos distante en el tiempo cronológico. Si lo fuera, seguiría siendo una forma de futuro, de lo que los sabios no quieren o no pueden sentir. Es más bien algo que hemos desalejado, que se nos ha hecho cercano. El pensamiento es esta facultad de desalejamiento, pensar algo —por lejano o distante que esté en el tiempo— es hacerlo cercano, acercarse a ello. La cercanía no es una medida del tiempo, sino una transformación del mismo, no tiene que ver con siglos o días, sino con una alteridad y una mutación en la experiencia de la duración.
A ese tiempo tan inconmensurable y, sin embargo, siempre cercano, los griegos, para distinguirlo del chronos, el tiempo que se puede calcular y numerar, lo llamaban kairós, y lo representaban como un niño que viene corriendo hacia nosotros con alas en los pies y al que sólo se puede agarrar por el mechón que le cuelga de la frente. Por eso los latinos lo llamaban occasio, «la breve ocasión de las cosas: si la agarras, la retienes, pero una vez que ha huido, ni siquiera Júpiter podría recuperarla». Y a los fariseos que piden a Jesús una «señal del cielo», «son capaces», él replica molesto, «de juzgar los signos de la lluvia o de la serenidad, pero los signos de los kairoi, de los tiempos cercanos, no los pueden ver». Y cuando Pablo quiere definir la transformación de la vida mesiánica, escribe: «El tiempo, el kairós se ha abreviado, se ha contraído» (el verbo que utiliza designa tanto el ajuste de las velas como la contracción de los miembros de un animal antes de dar el salto).
Porque de eso se trata en última instancia, en la vida, como en el pensamiento y en la política: saber percibir los signos de lo que se está acercando, de lo que ya no es tiempo, sino sólo ocasión, percepción de una urgencia y de una inminencia que exigen un gesto decisivo o una acción. La verdadera política es el ámbito de esta premura y de esta particular cercanía, y es así como debemos contemplar la guerra en Ucrania o en Nagorno Karabaj: no se trata de una mayor o menor distancia, sino de algo que se avecina, que no deja de hacerse cercano. De un kairós, es decir, según un dicho de Hipócrates, de algo «en lo que hay poco chronos, poco tiempo medible»: pero es precisamente esta diminuta parcela de tiempo la que debemos ser capaces de captar.