Amarga victoria del surrealismo
«El éxito del surrealismo reside en gran medida en que la ideología de esta sociedad, en su faceta más moderna, ha renunciado a una jerarquía estricta de valores facticios, pero se sirve abiertamente de lo irracional y de los residuos surrealistas.«
Informe sobre la construcción de situaciones. Junio de 1957
En el marco de un mundo que no ha sido transformado esencialmente, el surrealismo ha triunfado. Este éxito se vuelve contra el surrealismo, que no esperaba otra cosa que la destrucción del orden social dominante. Pero el retraso sobrevenido en la acción de las masas que tienen que destruir este orden, al tiempo que mantiene y agrava, junto a las demás contradicciones del capitalismo evolucionado, las impotencias de la creación cultural, mantiene la actualidad del surrealismo y favorece múltiples repeticiones degradadas de él.
El surrealismo no puede avanzar en las condiciones de vida que encontró y que se han prolongado escandalosamente hasta nuestros días, porque es ya, en su conjunto, un suplemento a la poesía o el arte liquidados por el dadaísmo, y todas sus posibilidades se encuentran más allá del posfacio surrealista a la historia del arte, en los problemas de la vida verdadera que hay que construir. De manera que todo lo que quiere situarse técnicamente después del surrealismo vuelve a encontrar los problemas de antes (poesía y teatro dadaístas, investigaciones formales al estilo de la colección Mont-de-Piété). En su mayor parte, las novedades pictóricas sobre las que se ha llamado la atención desde la última guerra sólo son detalles, aislados y aumentados, tomados —subrepticiamente— de la masa coherente de aportaciones surrealistas (Max Ernst recordaba, en una exposición en París a principios de 1958, lo que había enseñado a Pollock en 1942).
El mundo moderno ha cubierto la ventaja formal que le llevaba el surrealismo. La manifestación de lo nuevo en las disciplinas que realmente progresan (todas las técnicas científicas) adquiere apariencia surrealista. En 1955 se hizo escribir a un robot de la Universidad de Manchester una carta de amor que podía pasar por un intento de escritura automática de un surrealista poco dotado. Pero la realidad que domina este desarrollo es que, al no haberse hecho la revolución, todo lo que constituía para el surrealismo un margen de libertad se ha visto recuperado y utilizado por el mundo represivo que los surrealistas combatieron.
El empleo del magnetófono para instruir a sujetos dormidos se propone reducir la reserva onírica de la vida con fines utilitarios, banales o repugnantes. Nada constituye sin embargo una inversión tan clara de los descubrimientos subversivos del surrealismo como la explotación que se ha hecho de la escritura automática y de los juegos colectivos basados en ella en el método de prospección de ideas llamado en Estados Unidos «brainstorming». Gerard Lanz.un describe así en France-Observateur su funcionamiento: «En una sesión de duración limitada (de diez minutos a 1 hora), una determinada cantidad de personas (de 6 a 15) tienen plena libertad para exponer ideas, todas las que puedan, sean o no extravagantes, sin riesgo de censura. La calidad de las ideas importa poco. Está absolutamente prohibido criticar una idea emitida por uno de los participantes o sonreír cuando tiene la palabra. Por otra parte, cada uno tiene el más absoluto derecho, y también el deber, de plagiar las ideas anteriormente expresadas añadiendo algo propio. (…. El ejército, la administración y la policía han recurrido también a este método. La propia investigación científica sustituye sus conferencias y mesas redondas por sesiones de brainstorming. Un autor y un productor de películas en el C.F.P.I. necesitan un título. ¡Ocho personas les propondrán 70 en 15 minutos! Después, un eslogan: ciento cuatro ideas en treinta y cuatro minutos; se retienen dos. (…) La regla es lo impensado, lo ilógico, lo absurdo, lo fuera de lugar. La calidad deja paso a la cantidad. El principal fin del método es eliminar las barreras de coacción social, de timidez, de miedo a hablar, que impiden a menudo a algunos individuos intervenir durante una reunión o un consejo de administración y enunciar sugerencias ridículas entre las cuales podría haber, no obstante, un tesoro escondido. Al levantar esas barreras se constata que la gente habla, y sobre todo que todos tienen algo que decir (…). Algunos empresarios estadounidenses han comprendido rápidamente el interés de esta técnica aplicada a las relaciones con el personal. El que puede expresarse reivindica menos. ‘¡Organicen brainstormings!’, piden a los especialistas: ‘eso demostrará al personal que hacemos caso de sus ideas, puesto que se las pedimos’. La técnica se ha convertido en una terapia contra el virus revolucionario.»
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El ruido y la furia
Se habla hoy mucho de los jóvenes furiosos, de la cólera de la juventud. Y se habla de buena gana porque, de las revueltas sin motivo de los adolescentes suecos a las proclamas elaboradas por los «angry young men» ingleses que tratan de constituirse en movimiento literario, se reconoce en profundidad el mismo carácter inofensivo, la misma debilidad tranquilizadora. Producto de una época de descomposición de las ideas y de los modos de existencia dominantes, y de inmensas victorias contra la naturaleza que no amplían en realidad las posibilidades de la vida cotidiana, estos sobresaltos de la juventud que reacciona, a veces brutalmente, contra las condiciones impuestas, son toscamente contemporáneos del espíritu surrealista, pero están desprovistos de sus puntos de aplicación en la cultura y de su esperanza revolucionaria. De forma que la resignación es el ruido de fondo de este negativismo espontáneo de la juventud estadounidense, escandinava o japonesa. Saint-Germain-des-Prés fue un laboratorio de estos comportamientos (engañosamente llamados existencialistas por los diarios) en los primeros años de la posguerra, lo que explica que los representantes intelectuales franceses de esta generación (Françoise Sagan-Drouet, Robbe-Grillet, Vadim, el horroroso Buffet) sean hoy caricaturas exageradas, estampas de Epinal de la resignación.
Aunque esta generación intelectual se muestra más agresiva fuera de Francia, su conciencia se escalona entre la simple estupidez y la satisfacción prematura de una rebelión insuficiente. El olor a huevos podridos que exhala la idea de Dios envuelve a los cretinos místicos de la «beat generation» estadounidense, y no falta tampoco en las declaraciones de los «angry young men» (cf. Colin Wilson). Éstos, en general, descubren con treinta años de retraso un clima moral subversivo que la Inglaterra les había ocultado completamente todo ese tiempo, y creen estar en la cima del escándalo declarándose republicanos. «Se siguen consumiendo obras», escribe Kenneth Tynan, «que se basan en la ridícula idea de que la gente teme y respeta todavía a la Corona, al Imperio, a la Iglesia, a la Universidad y a la Buena Sociedad». Esta expresión («se siguen consumiendo obras…») es reveladora del punto de vista superficialmente literario de este equipo de «angry young men», que apenas han cambiado de opinión sobre algunas convenciones sociales sin percibir el manifiesto cambio de terreno de toda la actividad cultural que se observa en cada una de las tendencias vanguardistas de este siglo. Los «angry young men» son en todo caso particularmente reaccionarios, porque atribuyen al ejercicio literario un valor privilegiado, un sentido de redención; es decir, porque defienden hoy una mistificación denunciada hacia 1920 en Europa, y cuya supervivencia contiene más carga contrarrevolucionaria que la de la Corona británica.
Todos estos rumores, estas onomatopeyas revolucionarias, comparten la misma ignorancia sobre el sentido y el alcance del surrealismo (cuyo éxito artístico burgués ha sido naturalmente deformante). La continuación del surrealismo sería de hecho la actitud más consecuente si nada nuevo viniese a reemplazarlo. Pero la juventud que se acerca al surrealismo, como conoce sus profundas exigencias y no puede superar la contradicción existente entre esas exigencias y la inmovilidad del pseudoéxito, se refugia precisamente en los aspectos reaccionarios que el surrealismo arrastra desde su formación (magia, creencia en una edad de oro que sólo puede ser anterior a la historia). Se felicitan de estar todavía allí, tanto tiempo después de la batalla, bajo el arco del triunfo del surrealismo, donde seguirá habiendo tradicionalmente, como dice con orgullo Gérard Legran (Surréalisme méme, n° 2), «un reducto de seres jóvenes obstinadamente comprometidos en mantener viva la auténtica llama del surrealismo…»
Un movimiento más liberador que el surrealismo de 1924 —al que, de aparecer. Bretón prometió unirse— no se constituye fácilmente, porque ese carácter liberador consiste ahora en apoderarse de los medios materiales superiores del mundo moderno. Los surrealistas de 1958 se han vuelto incapaces de reunido y están dispuestos a combatirlo si se presenta. Esto no anula, para un movimiento cultural revolucionario, la necesidad de tomar a su cargo con la mayor eficacia la libertad de espíritu y la libertad concreta de las costumbres que reivindicó el surrealismo.
Para nosotros, el surrealismo fue sólo el comienzo de la experiencia revolucionaria cultural, experiencia que casi inmediatamente tocó techo en la práctica y en la teoría. Se trata de llevarla más lejos. ¿Por qué no podemos ser ya surrealistas? No porque tengamos que obedecer al requerimiento que se hace siempre a la «vanguardia» de diferenciarse del escándalo surrealista (a ninguno de nosotros nos preocupa ser originales a toda costa. ¿Y qué nueva dirección seguiríamos? Por el contrario, la burguesía está dispuesta a aplaudir la regresión que nos apetezca escoger). Si no somos surrealistas, es para no aburrirnos.
El aburrimiento es lo que tienen en común el viejo surrealismo, los jóvenes furiosos y algo resignados y esa rebelión de adolescentes acomodados que no tiene perspectiva, pero que está lejos de no tener causa. Los situacionistas ejecutarán la sentencia que los placeres de hoy pronuncian contra sí mismos.
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¿La libertad por la lectura? Sandeces
La evasión en la literatura y el arte, la sobreestimación de estas actividades definidas según la vieja óptica burguesa, parecen concepciones muy extendidas en los estados obreros de Europa, donde en reacción a los desvíos policiales de una empresa de cambio real del mundo, los intelectuales desengañados manifiestan una ingenua indulgencia por los subproductos y los chismes de una cultura occidental descompuesta. Es una ilusión paralela a la de quienes redescubren al sujeto en la democracia parlamentaria. El joven escritor polaco Marek Hlasko, entrevistado por L’Express (17 de abril de 1958), justifica su intención de volver a Polonia donde, según su opinión confirmada, la vida es insostenible y no es posible mejora alguna, por este estupendo motivo: «Polonia es un país extraordinario para un escritor, y merece la pena sufrir todas las consecuencias por vivir en él y observarlo.»
No lamentamos el retroceso del jdanovismo, a pesar del estúpido interés que reencuentran en Checoslovaquia o en Polonia los aspectos más miserables del fin de la cultura occidental: expresiones que ya no se sitúan en el límite de la descomposición formal, sino que han llegado a la pura neutralidad —pongamos por caso Sagan-Drouet o las motivaciones artísticas de la revista Phases. Asumimos la necesidad de reivindicar, contra la doctrina realista-socialista pujante todavía, una libertad total de información y de creación. Pero esta libertad no puede alinearse en ningún caso con la cultura «moderna» descubierta ahora en Europa Occidental. Esa cultura es históricamente lo contrario de la creación: una serie de repeticiones maquilladas. Reclamar la libertad de creación es reconocer la necesidad de construcciones superiores del medio. La libertad será la misma en los Estados obreros que aquí, así como sus enemigos.
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La lucha por el control de las nuevas técnicas de condicionamiento
«En lo sucesivo se podrán desencadenar con certeza reacciones en los hombres en un sentido determinado de antemano», escribió Serge Tchakhotine a propósito de los métodos de influencia empleados sobre las colectividades por los revolucionarios y los fascistas entre las dos guerras mundiales (Le viol des foules par la propagande politique, Gallimard). Los avances científicos han sido constantes desde entonces. Se ha avanzado en el estudio experimental de los mecanismos del comportamiento, se han encontrado nuevos usos para los instrumentos existentes y se han inventado otros nuevos. Desde hace mucho tiempo se experimenta con publicidad invisible (introduciendo en un desarrollo cinematográfico imágenes autónomas de 1/24 de segundo, sensibles para la retina, pero no para la percepción consciente) e inaudible (mediante infrasonidos). En 1957, el servicio de investigación del Ministerio de Defensa de Canadá ordenó llevar a cabo un estudio experimental sobre el aburrimiento aislando a sujetos en un entorno acondicionado de tal forma que nada pudiese suceder (celdas con las paredes desnudas, constantemente iluminadas, amuebladas únicamente con un confortable diván y rigurosamente aisladas de olores, ruidos y variaciones térmicas). Los investigadores constataron un aumento de los problemas de conducta, al ser el cerebro incapaz de mantener sin estímulos el estado medio de excitación necesario para su correcto funcionamiento. Han podido concluir por tanto la nefasta influencia que tiene un entorno aburrido sobre el comportamiento humano y explicar así los accidentes imprevisibles que ocurren en los trabajos monótonos, destinados a multiplicarse con la extensión de la automatización.
El testimonio de un tal Lajos Ruff, publicado en la prensa francesa y en forma de libro a comienzos de 1958, va más lejos. Su relato, sujeto a todas las sospechas, pero que no contiene ninguna anticipación de detalle, describe el «lavado de cerebro» que le hizo sufrir la policía política húngara en 1956. Ruff dice haber pasado seis semanas encerrado en una habitación donde el empleo unitario de medios bastante conocidos pretendía —y conseguía finalmente— hacerle perder toda creencia en su percepción del mundo exterior y en su propia personalidad. Estos medios eran: el mobiliario completamente extraño de la pieza (muebles transparentes, cama inclinada); la iluminación, con la intervención cada noche de un rayo luminoso procedente del exterior; efectos psíquicos acerca de los cuales se le había prevenido, pero contra los que no podía protegerse; procedimientos psicoanalíticos utilizados por un médico en las conversaciones cotidianas; diversas drogas; mistificaciones elementales alcanzadas con ayuda de estas drogas (como tener motivos para creer en todo momento que no había podido salir de la habitación en semanas y despertar un día con las ropas húmedas y las suelas de los zapatos embarradas); proyecciones de películas absurdas o eróticas confundidas con otras escenas que se producen por toda la habitación; y en fin, los visitantes que se dirigían a él como si fuese el héroe de una aventura —episodio de la resistencia en Hungría— que había visto en otro ciclo de películas (se mezclaban detalles de estas películas con encuentros reales y acabó experimentando orgullo por haber tomado parte en dicha acción).
Hay que ver aquí un uso represivo de una construcción ambiental bastante compleja. Todos los descubrimientos desinteresados de la investigación científica han sido descuidados hasta hoy por los artistas libres y utilizados inmediatamente por la policía. Cuando la publicidad subliminal suscitó cierta inquietud en los Estados Unidos, se tranquilizó a todo el mundo diciendo que los dos primeros eslóganes difundidos carecían de peligro para nadie, influyendo en estos dos sentidos: «Conduzca más despacio» y «Vaya a la Iglesia«.
La concepción humanista, artística y jurídica de la personalidad inviolable e inalterable está condenada. La vemos conmoverse sin disgusto. Pero hay que tener en cuenta que vamos a asistir, a participar, en una carrera de velocidad entre los artistas libres y la policía por experimentar y desarrollar las nuevas formas de condicionamiento. En esta carrera, la policía lleva ya una ventaja considerable. De su resultado depende la aparición de entornos apasionantes y liberadores o el refuerzo científicamente controlable, sin fisuras, del entorno del viejo mundo de opresión y de horror. Hablamos de artistas libres, pero no es posible la libertad artística antes de que nos hayamos apoderado de los medios acumulados en el siglo XX, que son para nosotros los verdaderos medios de producción artística, y que condenan a quienes están privados de ellos a no ser artistas de su tiempo. Si el control de estos nuevos medios no es totalmente revolucionario, podemos vernos arrastrados al ideal policial de una sociedad de abejas. La dominación de la naturaleza puede ser revolucionaria o convertirse en el arma absoluta de las fuerzas del pasado. Los situacionistas se ponen al servicio de la necesidad del olvido. La única fuerza de la que pueden esperar algo es el proletariado, teóricamente sin pasado, obligado permanentemente a reinventarlo todo, del que Marx dijo que «es revolucionario o no es nada». ¿Lo será en nuestro tiempo? La pregunta es importante para nuestro propósito: le corresponde al proletariado realizar el arte.
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Por y contra el cine
En el cine es el arte más importante de nuestra sociedad, y en este sentido se ha buscado también su desarrollo en una integración continua de nuevas técnicas mecánicas. Es por tanto, no sólo como expresión anecdótica o formal, sino también en su infraestructura material, la mejor representación de una época de invenciones anárquicas yuxtapuestas (no articuladas, sino simplemente añadidas). Después del cinemascope, los inicios de la estereofonía y los intentos de imagen en relieve, los Estados Unidos presentan en la exposición de Bruselas un procedimiento llamado «Circarama» por medio del cual, como informa Le Monde el 17 de abril, «se encuentra uno en medio del espectáculo y lo vive, puesto que forma parte de él. Cuando el coche en el que se han colocado las cámaras se sumerge en el barrio chino de San Francisco, experimentamos los mismos reflejos y sensaciones que sus pasajeros.» Por otra parte, se experimenta un cine oloroso con la reciente aplicación de aerosoles, y esperan conseguirse efectos realistas sin réplica.
El cine se presenta así como un sustituto pasivo de la actividad artística unitaria que resulta ahora posible. Aporta poderes inéditos a la fuerza reaccionaria y desgastada del espectáculo sin participación. No se teme decir que se vive en un mundo que sabemos situado sin libertad en medio del miserable espectáculo, «ya que se forma parte de él». La vida no es eso, y los espectadores no son todavía el mundo. Pero los que quieren construir ese mundo deben combatir en el cine la tendencia a constituir la anticonstrucción de situaciones (la construcción del ambiente del esclavo, la sucesión de catedrales) y reconocer a la vez el interés de nuevas aplicaciones técnicas válidas en sí mismas (estereofonía, olores).
El retraso en la aparición de los síntomas del arte moderno en el cine (todavía se rechazan en los cine-clubs algunas obras formalmente destructivas contemporáneas de lo que fue aceptado hace 20 o 30 años en las artes plásticas o en la literatura) se deriva no sólo de sus cadenas directamente económicas o disfrazadas de idealismo (censura moral), sino de la importancia positiva del arte cinematográfico en la sociedad moderna. Esta importancia del cine se debe a los medios de influencia superiores que pone en práctica y trae necesariamente consigo un aumento del control para la clase dominante. Hemos de luchar, por tanto, por apoderarnos de un sector realmente experimental en el cine.
Podemos distinguir dos utilizaciones posibles del cine: en primer lugar, su uso como forma de propaganda en el período de transición presituacionista’, después, su empleo directo como elemento constitutivo de una situación realizada.
El cine es comparable a la arquitectura por su importancia actual en la vida de todos, por las limitaciones que le impiden renovarse y por las inmensas posibilidades que no dejaría de tener su libre renovación. Hay que sacar partido de los aspectos progresistas del cine industrial, lo mismo que al descubrir una arquitectura organizada a partir de la función psicológica del ambiente puede retirarse la perla escondida en el estiércol del funcionalismo absoluto.
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Contribución a una definición situacionista del juego
No se puede escapar a la confusión que envuelve a la noción de juego, desde el punto de vista léxico y desde el punto de vista práctico, más que considerando los cambios que ha sufrido. Tras padecer durante dos siglos la continua idealización de la producción, las funciones sociales primitivas del juego se manifiestan como supervivencias bastardas mezcladas con formas inferiores que proceden directamente de las necesidades actuales de organización de dicha producción. Al mismo tiempo, aparecen las tendencias progresistas del juego en relación con el desarrollo de las fuerzas productivas.
Parece que la nueva fase de afirmación del juego debe caracterizarse por (a desaparición de todo elemento competitivo. La cuestión de ganar o perder, casi inseparable de la actividad lúdica hasta ahora, está ligada a todas las demás manifestaciones de tensión entre los individuos por la apropiación de los bienes. La sensación de importancia de ganar en el juego, que produce satisfacciones concretas a menudo ilusorias, es el producto perverso de una sociedad perversa. Esta sensación es sencillamente explotada por todas las formas conservadoras que se sirven del juego para enmascarar la monotonía y la atrocidad de las condiciones de vida que imponen. Basta pensar en las reivindicaciones que desvía el deporte de competición, que se impone en su forma moderna en Gran Bretaña precisamente con el desarrollo de las fábricas. No sólo los insensatos se identifican con los jugadores profesionales o los equipos, que asumen para ellos el mismo papel mítico que las estrellas de cine y los hombres de estado que viven y deciden en su lugar; la interminable serie de resultados de estas competiciones no deja de interesar a los observadores. La participación directa en un juego, incluso en los que requieren cierto ejercicio intelectual, pierde interés en cuanto hay que aceptar la competición por sí misma en el marco de las reglas establecidas. Nada muestra mejor el menosprecio contemporáneo que se tiene hacia la idea de juego como la petulante afirmación que abre el Breviario del ajedrez de Tartakower: «Se conoce universalmente al ajedrez como el rey de los juegos».
El elemento competitivo tendrá que desaparecer para dejar paso a una concepción realmente colectiva del juego: la creación en común de ambientes lúdicos elegidos. La separación crucial que tenemos que superar es la que se establece entre juego y vida corriente, que entiende el juego como una excepción aislada y provisional. «En medio de la imperfección del mundo y de la confusión de la vida», escribe Johan Huizinga, «el juego realiza una perfección témpora] y limitada». La vida corriente, condicionada hasta ahora por el problema de la subsistencia, puede ser dominada racionalmente —esta posibilidad es el eje de todos los conflictos de nuestro tiempo— y el juego ha de invadir la vida entera rompiendo radicalmente con un tiempo y un espacio lúdicos limitados. No tendría como fin la perfección, al menos en la medida en que dicha perfección suponga una construcción estática opuesta a la vida. Pero puede proponerse llevar a la perfección la bella confusión de la vida. El barroco, calificado por Eugenio d’Ors como «vacación de la historia» para limitarlo definitivamente, y el más allá organizado del barroco jugarán un gran papel en el reinado cercano del ocio.
Desde esta perspectiva histórica, el juego —la experimentación permanente de novedades lúdicas— no se presenta en absoluto al margen de la ética y de la cuestión del sentido de la vida. El único triunfo que puede concebirse en el juego es la consecución inmediata de su ambiente y el aumento constante de sus posibilidades. Aunque el juego no puede dejar completamente de lado un perfil competitivo mientras coexista con los residuos de la fase de decadencia, su meta debe ser al menos producir condiciones favorables para la vida directa. En este sentido es todavía lucha y representación: lucha por una vida ajustada a los deseos y representación concreta de esa vida.
La existencia marginal del juego con respecto a la abrumadora realidad del trabajo se experimenta como algo ficticio, pero el trabajo de los situacionistas es precisamente la preparación de futuras posibilidades lúdicas. Puede sentirse la tentación de menospreciar a la Internacional situacionista al reconocer fácilmente en ella algunos aspectos de un gran juego. «Pero ya hemos observado», dice Huizinga, «que ‘simplemente jugar’ no excluye en absoluto la posibilidad de hacerlo con una seriedad extrema…»
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Problemas preliminares a la construcción de una situación
«La construcción de situaciones comienza más allá del hundimiento moderno de la noción de espectáculo. Es fácil ver hasta qué punto está unido a la alienación del viejo mundo el principio del espectáculo: la no intervención. Se ve también, a la inversa, que las búsquedas culturales revolucionarias más válidas han intentado romper la identificación psicológica del espectador con el héroe para arrastrarlo a la actividad… La situación se hace para ser vivida por sus constructores. El papel del ‘público’, pasivo o en todo caso de figurante, debe disminuir siempre a medida que aumente la parte de quienes ya no pueden llamarse actores, sino, en un sentido nuevo del término, ‘vividores’.«
Informe sobre la construcción de situaciones
La concepción que tenemos de la «situación construida» no se limita al empleo unitario de los medios artísticos que concurren en un ambiente, por grandes que puedan ser la amplitud espacio-temporal y la fuerza de dicho ambiente. La situación es también una unidad de comportamiento en el tiempo. Está formada por los ges- tos comprendidos en el escenario de un momento. Estos gestos son el producto del escenario y de sí mismos, y producen otros escenarios y otros gestos. ¿Cómo orientar estas fuerzas? No nos contentaremos con esperar sorpresas a partir de en- tornos experimentales producidos mecánicamente. La dirección realmente experimental de la actividad situacionista es el establecimiento, a partir de deseos más o menos conocidos, de un campo de actividad temporal favorable a estos deseos. Ello sólo puede traer consigo el esclarecimiento de los deseos primitivos y la aparición confusa de otros nuevos, cuya raíz material será precisamente la nueva realidad constituida por las construcciones situacionistas.
Hay que afrontar por tanto una especie de psicoanálisis con fines situacionistas, debiendo encontrar cada uno de los que participan en esta aventura deseos ambientales concretos para realizarlos, en sentido opuesto a lo que persiguen todas las corrientes surgidas del freudismo. Cada uno debe buscar lo que le gusta, lo que le atrae (y contrariamente a algunos intentos de escritura moderna, Lciris por ejemplo, lo que nos importa no es la estructura individual de nuestro espíritu ni la explicación de su formación, sino su posible aplicación a situaciones construidas). Con este método se puede hacer el recuento de los elementos constitutivos de las situaciones a edificar; de los proyectos para el movimiento de estos elementos.
Semejante investigación sólo tiene sentido para individuos que trabajan en la práctica de la construcción de situaciones. Todos ellos son espontáneamente o de forma consciente y organizada presituacionistas, individuos que han experimentado la necesidad objetiva de esta construcción a través del mismo estado de carencia en la cultura y de las mismas expresiones de la sensibilidad experimental inmediatamente anterior. Están unidos por su especializaron y por su pertenencia a una vanguardia histórica dentro de ella. Por lo tanto, es probable que todos ellos compartan muchos puntos con el deseo situacionista, que se diversificará cada vez más después de su tránsito a una fase de actividad real.
La situación construida es forzosamente colectiva en su preparación y desarrollo. Parece sin embargo necesario, al menos en las experiencias primitivas, que un individuo ejerza cierta preeminencia sobre una situación dada actuando como director de escena. Partiendo de un proyecto de situación —estudiado por un equipo de investigadores— que combinaría, por ejemplo, una reunión emocionante de algunas personas durante una velada, habría que distinguir sin duda un director —o escenógrafo encargado de coordinar los elementos previos de la construcción del decorado y de planear algunas intervenciones sobre los acontecimientos (pueden compartir este proceso varios responsables que ignoren mutuamente sus planes de intervención)—, unos agentes directos que vivan la situación —que hayan participado en la creación del proyecto colectivo y trabajado en la composición práctica del ambiente— y algunos espectadores pasivos —ajenos a este trabajo de construcción— a los que habrá que reducir a la acción.
Naturalmente, la relación entre el director y los «vividores» de la situación no ha de convertirse en una relación entre especialistas. Se trata solamente de una subordinación momentánea de todo un equipo de situacionistas al responsable de una experiencia aislada. Ni estas perspectivas ni su vocabulario provisional deben dar a entender que se trata de una continuación del teatro. Pirandello y Brecht han mostrado ya la destrucción del espectáculo teatral y algunas reivindicaciones que van más allá de ella. Se puede decir que la construcción de situaciones reemplazará al teatro sólo en el sentido en que la construcción real de la vida ha ido reemplazando a la religión. Evidentemente, el primer campo que vamos a reemplazar y a realizar es la poesía, que se consumió a sí misma en la vanguardia de nuestro tiempo y ha desaparecido por completo.
La realización efectiva del individuo, al igual que la experiencia artística que desvelan los situacionistas, pasa obligatoriamente por la dominación colectiva del mundo: antes de ello no hay todavía individuos, sino sombras que frecuentan los objetos que otros les ofrecen anárquicamente. Ocasionalmente encontramos individuos aislados que se mueven al azar. Sus emociones divergentes se neutralizan y mantienen su sólido entorno de aburrimiento. Aniquilaremos estas condiciones prendiendo en algunos puntos la señal incendiaria de un juego superior.
El funcionalismo, que es la expresión necesaria del avance técnico, intenta eliminar totalmente el juego en nuestra época, y los partidarios del «industrial design» lamentan la perversión de su actividad por la inclinación del hombre a jugar. Esta inclinación, explotada rastreramente por el comercio industrial, pone inmediatamente en cuestión resultados útiles exigiendo nuevas presentaciones. Creemos que no hay que alentar la constante renovación artística de la forma de los frigoríficos, pero el funcionalismo moralizante no puede hacer nada al respecto. La única salida progresista es liberar en otra parte de forma más amplia la tendencia a jugar. La ingenua indignación de la teoría pura del industrial design no ha impedido, por ejemplo, que el automóvil individual sea principalmente un juego idiota, y sólo accesoriamente un medio de transporte. Contra toda forma regresiva de juego, que supone su retorno a estadios infantiles —ligados siempre a políticas reaccionarias— hay que apoyar formas experimentales de juego revolucionario.