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Michael Hardt / Hegel y los fundamentos del posestructuralismo

El posestructuralismo continental ha problematizado los fundamentos del pensamiento filosófico y político. Quizá deslumbrados por el impacto de esta ruptura teórica, diversos autores estadounidenses han acogido este movimiento como la inauguración de una cultura posfilosófica donde las pretensiones filosóficas y los juicios políticos no admiten justificación y descansan sobre ningún fundamento. Sin embargo, esta problemática se asienta muy fácilmente en una nueva oposición que oscurece las posibilidades reales ofrecidas por la teoría continental contemporánea. Tanto en las manos de sus partidarios como de sus detractores, el posestructuralismo ha sido incorporado en una serie de debates angloamericanos —entre modernistas y posmodernistas, entre comunitaristas y liberales— de manera tal que desvían y debilitan su fuerza. La importancia del posestructuralismo no puede ser capturada planteando una nueve serie de oposiciones, sino a través del reconocimiento de los matices y alternativas que propone dentro de la modernidad, dentro de la tradición filosófica, dentro del campo contemporáneo de las prácticas sociales. Si miramos muy de cerca en el desarrollo histórico del pensamiento posestructuralista, en las presiones sociales complejas y teóricas que se encontró y las herramientas que construyó para enfrentarlas, podemos recuperar parte de sus poderes críticos y constructivos. Encontramos que el posestructuralismo no está orientado simplemente hacia la negación de los fundamentos teóricos, sino más bien hacia la exploración de nuevos terrenos para la investigación filosófica y política; está involucrado no simplemente en el rechazo de la tradición del discurso político y filosófico, sino más importantemente en la articulación y afirmación de linajes alternativos que surgen desde el interior de la propia tradición.
Las raíces del posestructuralismo y su base unificadora se encuentran, en gran parte, en una oposición general no a la tradición filosófica tout court, sino específicamente a la tradición hegeliana. Para la generación de pensadores continentales que llegaron a la madurez en los años 60, Hegel fue la figura de orden y autoridad que sirvió como foco de antagonismo. Deleuze decía para su cohorte entero: “Lo que yo más detestaba era el hegelianismo y la dialéctica”.1 Sin embargo, con el fin de apreciar este antagonismo, debemos darnos cuenta de que, en el dominio de la teoría continental durante este período, Hegel estaba en todas partes. Como un resultado de interpretaciones influyentes por teóricos tan diversos como Kojève, Gramsci, Sartre y Bobbio, Hegel había llegado a dominar el horizonte teórico como la ineludible pieza central de la especulación filosófica, la teoría social y la práctica política. En 1968, le parecía a François Châtelet que todo filósofo tenía que comenzar con Hegel: “[Hegel] determinó un horizonte, un lenguaje, un código que está todavía en el corazón de los problemas de hoy. Hegel, por este hecho, es nuestro Platón. Es quien delimita —ideológica y científicamente, positiva o negativamente— las posibilidades teóricas de la teoría”.2 Cualquier consideración sobre el posestructuralismo continental debe tener este marco de hegelianismo generalizado como su punto de partida.
El primer problema del posestructuralismo, entonces, es cómo evadir un fundamento hegeliano. A fin de comprender la magnitud de este problema, sin embargo, tenemos que reconocer las graves restricciones que enfrenta este proyecto en el contexto específico social e histórico. Châtelet sostiene, de una curiosa forma dialéctica, que el único proyecto viable para contrarrestar al hegelianismo es haciendo a Hegel el fundamento negativo de la filosofía. Los que descuidan el paso inicial de abordar y activamente rechazar a Hegel, sostiene, los que intentan simplemente dar la espalda a Hegel, corren el riesgo de terminar como una mera repetición de la problemática hegeliana. “Ciertamente, existen muchos proyectos filosóficos contemporáneos que ignoran al hegelianismo Están tratando con el falso significado de los principios absolutos, y, más aún, se están privando de un buen punto de apoyo. Es mejor comenzar —como Marx y Nietzsche— con Hegel que terminar con él”.3 El hegelianismo fue de tal manera un poderoso vórtice que al intentar ignorarlo uno sería inevitablemente absorbido por su poder. Solamente el antihegelianismo proporcionó el punto de soporte negativo necesario para un proyecto poshegeliano o incluso no hegeliano.
Desde este punto de vista, los primeras trabajos de Gilles Deleuze son ejemplo de toda una generación de pensadores posestructuralistas. En sus primeras investigaciones sobre la historia de la filosofía podemos ver una concentración intensa del generalizado antihegelianismo de su tiempo. Deleuze intentó confrontar a Hegel y el pensamiento dialéctico cara a cara, como Châtelet dijo que uno debía, con una refutación filosófica rigurosa; se involucró con el hegelianismo no con el fin de rescatar sus elementos que valgan la pena, no para extraer “el núcleo racional de la envoltura mística”, sino más bien para articular una crítica total y un rechazo del marco negativo dialéctico para así conseguir una autonomía real, una separación teórica de toda la problemática hegeliana. Los filósofos que Deleuze seleccionó como partidarios de esta lucha (Bergson, Nietzsche y Spinoza) parecen permitirle pasos consecutivos hacia la realización de este proyecto. Sin embargo, muchos críticos recientes del posestructuralismo francés han denunciado que los posestructuralistas no comprendieron a Hegel y, con un superficial antihegelianismo, dejaron pasar el empuje más poderoso de su pensamiento.4 A este respecto, Deleuze es el ejemplo más importante a considerar porque llevó a cabo el ataque más dirigido y preciso sobre el hegelianismo. No obstante, quizá desde que este paradigma cultural y filosófico fue muy tenaz, el intento de desarraigo del terreno hegeliano no fue inmediatamente conseguido. Encontramos que Deleuze a menudo localiza su proyecto no solamente en el lenguaje tradicional del hegelianismo, sino también en términos de los problemas típicos hegelianos — la determinación del ser, la unidad de lo Uno y lo Múltiple, etc. Paradójicamente, en su esfuerzo de establecer a Hegel como un fundamento negativo para su pensamiento, Deleuze puede parecer muy hegeliano.
Si el hegelianismo es el primer problema del posestructuralismo, entonces, el antihegelianismo rápidamente se presenta como el segundo. En muchos aspectos, el hegelianismo es el más difícil de los adversarios, ya que posee una capacidad extraordinaria de recuperar la oposición. Muchos autores angloamericanos, en su esfuerzo por descartar la ruptura del posestructuralismo continental, han subrayado correctamente este dilema. Judith Butler presenta el reto para los antihegelianos en términos muy claros: “Las referencias a un ‘rompimiento’ con Hegel casi siempre son imposibles, aunque sólo sea porque fue Hegel quien hizo de ‘romper con’ el principio central de su dialéctica”.5 Puede parecer, entonces, desde esta perspectiva, que ser antihegeliano, a través de un giro dialéctico, se vuelve una posición más hegeliana que nunca; en efecto, se puede afirmar que el esfuerzo de ser un “otro” a Hegel siempre se puede plegar en un “otro” dentro de Hegel. Existe de hecho una creciente literatura que extiende esta línea de argumentación, alegando que la obra de los antihegelianos contemporáneos consiste meramente en repeticiones inconscientes de dramas hegelianos sin el poder del sujeto hegeliano y el rigor y claridad de la lógica hegeliana.6
El problema de la recuperación que se enfrenta el fundamento antihegeliano del posestructuralismo ofrece una segunda y más importante explicación para nuestra selección de Deleuze en este estudio. Aunque numerosos autores han hecho contribuciones importantes a nuestra crítica de Hegel, Deleuze ha ido más lejos en liberarse de los problemas del antihegelianismo y contruirse un terreno alternativo para el pensamiento —ya no tanto poshegeliano, sino más bien separado del problema de Hegel. Si nuestra primera razón para proponer a Deleuze como un pensador posestructuralista ejemplar fue que es representante del antagonismo al hegelianismo, nuestra segunda es que es anómalo en su extensión de aquel proyecto, lejos de Hegel, hacia un terreno separado y alternativo. Hay dos elementos centrales de este pasaje que Deleuze desarrolla en registros diferentes y sobre planos diferentes de pensamiento: una concepción no dialéctica de la negación y una teoría constitutiva de la práctica. No podemos comprender estos elementos, repito, si nos limitamos a oponerlos a concepciones hegelianas de negación y práctica. Debemos reconocer sus matices y posicionarlos en un plano alternativo. Estos dos temas, entonces, la negación y la práctica, comprendiéndolos con sus nuevas formas, constituyen el fundamento del nuevo terreno que el posestructuralismo ha ofrecido para el pensamiento filosófico y político, un terreno para la investigación contemporánea.
Examinemos brevemente las líneas generales de estos dos elementos centrales del proyecto de Deleuze. El concepto de negación que se encuentra en el centro del pensamiento hegeliano parece plantear el desafío más serio para cualquier teoría que pretenda ser anti o poshegeliana. “La diferencia no dialéctica,” escribe Judith Butler, “a pesar de sus diversas formas, es el trabajo de lo negativo que ha perdido su ‘magia’”.7 El concepto no dialéctico de negación que encontramos en la crítica total de Deleuze ciertamente no contiene ninguno de los efectos mágicos de la dialéctica. La negación dialéctica está siempre dirigida hacia el milagro de la resurrección: es una negación “la cual supera de tal modo que mantiene y conserva lo superado, sobreviviendo con ello a su llegar a ser superada”.8 La negación no dialéctica es más simple y más absoluta. Sin la fe en el más allá, en la resurrección final, la negación se convierte en un momento extremo de nihilismo: en términos hegelianos, apunta a la muerte del otro. Hegel considera a esta muerte pura, “el Señor absoluto”, simplemente una concepción abstracta de la negación; en el mundo contemporáneo, sin embargo, el carácter absoluto de la negación se ha vuelto tremendamente concreto, y la resurrección mágica implícita en la negación dialéctica aparece meramente como superstición. La negación no dialéctica es absoluta, no en el sentido de que todo lo presente se niega, sino en el que lo que es negado es atacado con toda su fuerza, sin restricciones. Por un lado, autores como Deleuze proponen este concepto no dialéctico de negación no como promoción del nihilismo, sino simplemente como el reconocimiento de un elemento de nuestro mundo. Podemos situar esta posición teórica en relación al campo del “criticismo nuclear”, pero no en el sentido de que las armas nucleares constituyen la amenaza de la negación, no en el sentido de que representan el miedo universal de la muerte: esto es meramente la “negación permanente” de un marco hegeliano, preservando el orden dado. La negación de la bomba es no dialéctica en su actualidad, no en las salas de planificación de Washington, sino en las calles de Hiroshima, como un agente de destrucción total. No hay nada positivo en la negación no dialéctica, no hay resurrección mágica: es pura. Por otro lado, con un ojo hacia la tradición filosófica, podemos localizar esta concepción radical de la negación en las propuestas metodológicas de algunos autores escolásticos como Roger Bacon. La negación pura es el primer momento de una concepción precrítica de la crítica: pars destruens, pars construens. Las características importantes son la pureza y la autonomía de los dos momentos críticos. La negación aclara el terreno para la creación; es una secuencia bipartita que se opone a cualquier tercer momento sintético. Así podemos al menos señalar hacia bases sólidas para esta negación no dialéctica radical: Es tan nueva como la fuerza destructiva de la guerra contemporánea y tan sólida como el escepticismo precrítico de los escolásticos.
La radicalidad de la negación obliga a Deleuze a hacerse preguntas del orden más bajo, preguntas de la naturaleza del ser. La crítica total de Deleuze implica una destrucción tan absoluta que se vuelve necesario problematizar lo que hace a la realidad posible. Debemos enfatizar que, por un lado, el rechazo de la ontología hegeliana no conduce a Deleuze hacia alguna forma de pensamiento desontologizado. Aunque rehúse cualquier estructura del ser preconstituida o cualquier orden ideológico de la existencia, Deleuze sigue operando sobre los planos más altos de la especulación ontológica. Una vez más, rechazar la ontológica hegeliana no equivale a rechazar la ontología tout court. Deleuze insiste en cambio en alternativas dentro de la tradición ontológica. Por otro lado, sin embargo, debemos tener cuidado desde el principio de distinguir esto de un retorno heideggeriano a la ontología, sobre todo porque Deleuze sólo aceptará respuestas “superficiales” a la pregunta “¿qué hace posible al ser?” En otras palabras, nos limita a un discurso ontológico estrictamente inmanente y materialista que rechaza cualquier fundamento profundo u oculto del ser. No hay nada velado o negativo sobre el ser de Deleuze; está completamente expresado en el mundo. El ser, en este sentido, es superficial, positivo y completo. Deleuze rechaza cualquier consideración “intelectualista” del ser, cualquier consideración que de cualquier manera subordine el ser al pensamiento, que ponga al pensar como la forma suprema del ser.9 Existen numerosas contribuciones a este proyecto de una ontología materialista a lo largo de la historia de la filosofía —tales como Spinoza, Marx, Nietzsche y Lucrecio— y nos vamos a referir a ellas en nuestra discusión para proporcionar puntos ilustrativos de referencia. Nos concentraremos, no obstante, en la concepción constitutiva de Deleuze de la práctica como un fundamento de la ontología. La negación radical de la no dialéctica pars destruens enfatiza que ningún orden preconstituido está disponible para definir la organización del ser. La práctica proporciona las condiciones para una pars construens material; la práctica es lo que hace posible la constitución del ser. La investigación de la naturaleza del poder permite a Deleuze llevar sustancia al discurso materialista y elevar la teoría de la práctica al nivel de la ontología. El fundamento del ser, entonces, se encuentra tanto en un plano corporal como mental, en la compleja dinámica del comportamiento, en las interacciones superficiales de los cuerpos. Esto no es una “práctica teórica” althusseriana, sino más bien una concepción más práctica de la práctica, una “práctica práctica” que está orientada principalmente hacia el ámbito ontológico que al epistemológico. La única naturaleza disponible a un discurso ontológico es una concepción absolutamente artificial de la naturaleza, una naturaleza híbrida, una naturaleza producida en la práctica —no tanto una segunda naturaleza, sino una enésima naturaleza. Este acercamiento a la ontología es tan nuevo como el universo infinitamente práctico de los ciborgs y tan viejo como la tradición de la filosofía materialista. Lo que será importante a lo largo de nuestra discusión es que los términos de fundamentos tradicionales —tales como necesidad, razón, naturaleza y ser— mientras estén sacudidos de su fijación trascendental, siguen sirviendo como un fundamento porque adquieren una cierta consistencia y sustancia en nuestro mundo. El ser, ahora historizado y materializado, está delimitado por los límites exteriores de la imaginación contemporánea, del campo contemporáneo de la práctica.
Elaboro estas concepciones de una negación no dialéctica y de la práctica constitutiva en la obra de Deleuze leyendo a través de la evolución de su pensamiento, esto es, siguiendo la progresión de los problemas críticos que guían sus investigaciones durante períodos sucesivos. La evolución del pensamiento de Deleuze se desarrolla a medida que dirige su atención secuencialmente a una serie de autores del canon filosófico y les coloca a cada uno una pregunta específica. Su trabajo sobre Bergson ofrece una crítica de la ontología negativa y propone en su lugar un movimiento del ser absolutamente positivo que descansa sobre una noción de causalidad eficiente e interna. Al movimiento negativo de la determinación, opone el movimiento positivo de la diferenciación; a la unidad dialéctica de lo Uno y lo Múltiple, opone una multiplicidad irreductible del devenir. El problema de la organización o de la constitución del mundo, no obstante, empuja a Deleuze a plantear estos asuntos ontológicos en términos éticos. Nietzsche le permite transponer los resultados de la especulación ontológica a un horizonte ético, al campo de las fuerzas, del sentido y del valor, donde el movimiento positivo del ser se vuelve la afirmación del ser. La temática del poder en Nietzsche proporciona el pasaje teórico que enlaza la ontología bergsoniana a una ética de expresión activa. Spinoza cubre este mismo pasaje y lo extiende a la práctica. Así como Nietzsche coloca la afirmación de la especulación, Spinoza coloca la afirmación de la práctica, o la alegría, como el centro de la práctica. Deleuze sostiene que la concepción de la práctica de Spinoza es ontológica; es decir, Spinoza concibe a la práctica como constitutiva del ser. En el mundo precrítico de la filosofía práctica de Spinoza, el pensamiento de Deleuze finalmente descubre una autonomía real de la problemática hegeliana.
Una lección que se puede aprender de este proyecto filosófico es poner de relieve los matices que definen un antagonismo. Una vez que dejemos de nublar el asunto con oposiciones crudas y reconozcamos en cambio la especificidad de un antagonismo, podemos comenzar a poner de manifiesto los matices más finos en nuestra terminología. Por ejemplo, cuando coloco el problema de los fundamentos del pensamiento posestructuralista quiero contestar la reclamación de que este pensamiento está propiamente caracterizado como un antifundamentalismo. Colocar el problema como una oposición exclusiva es, en efecto, acreditar al enemigo con mucha fuerza, con mucho terreno teórico. El posestructuralismo critica una cierta noción de fundamento, pero solamente para afirmar otra noción que es más adecuada a sus fines. En contra del fundamento trascendental encontramos uno inmanente; en contra de un fundamento teológico dado encontramos uno material abierto.10 Un matiz similar debe hacerse en nuestra discusión de la causalidad. Cuando miramos cercanamente en la crítica de Deleuze a la causalidad encontramos no solamente un potente rechazo de la causa final y la causa formal, sino también una afirmación igualmente potente de la causa eficiente como central a su proyecto filosófico. La ontología de Deleuze se inspira en la tradición de argumentos causales y desarrolla nociones tanto de la “productividad” del ser como de su “producibilidad”, es decir, de sus aptitudes para producir y ser producido. Argumentaré que la causalidad eficiente, en efecto, proporciona una clave para un examen coherente del discurso entero de Deleuze sobre la diferencia. Los matices en el uso de “fundamento” y “causalidad” están probablemente mejor resumidos por la distinción entre orden y organización. Por el orden del ser, de la verdad o de la sociedad pienso en una estructura impuesta desde arriba como necesaria y eterna, desde afuera de la escena material de las fuerzas; uso organización, por otro lado, para designar la coordinación y acumulación de encuentros accidentales (en el sentido filosófico, es decir, lo no necesario) y desarrollos desde abajo, desde dentro del campo inmanente de las fuerzas. En otras palabras, no concibo a la organización como un modelo de desarrollo o como la visión proyectada de una vanguardia, sino más bien como una creación inmanente o la composición de una relación entre consistencia y coordinación. En este sentido, la organización, la composición de las fuerzas creativas, es siempre un arte.
A lo largo de este estudio encontramos problemas sin resolver y proposiciones que son potentemente sugestivas pero quizá no delimitadas claramente o rigurosamente. No veremos aquí a Deleuze, sin embargo, simplemente para encontrar las soluciones a los problemas teóricos contemporáneos. Más importante aún, indagamos en su pensamiento con el fin de investigar las propuestas de una problemática nueva de estudio después de la ruptura posestructuralista, para poner a prueba nuestro pies sobre un terreno donde los nuevos terrenos del pensamiento filosófico y político sean posibles. Lo que pedimos de Deleuze, por encima de todo, es enseñarnos las posibilidades contemporáneas de la filosofía.

Traducción de la introducción de Gilles Deleuze. An Apprenticeship in Philosophy.
1 Deleuze, Gilles, “Lettre à Michel Cressole”, en: Michel Cressole, Deleuze. Editions Universitaires, Paris, 1973.
2 Châtelet, François, Hegel. Seuil, Paris, 1968, p. 2.
3 Châtelet, François, Op.Cit., p. 4.
4 Éste es el argumento, por ejemplo, de Stephen Houlgate en Hegel, Nietzsche and the Criticism of Metaphysics. Regresaremos a sus argumentos para tratarlos más cuidadosamente en el capítulo 2, “Remark: The Resurgence of Negativity.”
5 Butler, Judith, Subjects of Desire. Columbia University Press, New York, 1987, p. 184
6 Además de Subjects of Desire de Judith Butler y Hegel, Nietzsche and the Criticism of Metaphysics de Stephen Houlgate, ver Dialectic of Nihilism de Gillian Rose, y History and Totality: Radical Historicism from Hegel to Foucault de John Grumley. Para un análisis que no reconoce una ruptura exitosa de la problemática hegeliana en el pensamiento francés de los años 60, ver Michael Roth, Knowing and History: Appropriations of Hegel in Twentieth-Century France.
7 Butler, Judith, Idem.
8 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Fenomenología del Espíritu. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1985, p. 177.
9 Vamos a impulsar el rechazo de un estudio “intelectualista” del ser y las bases de una ontología materialista en profundidad en los términos de la interpretación hecha por Deleuze de los atributos en Spinoza (ver secciones 3.4 y 3.5). No confronto directamente la ontología de Deleuze con la de Heidegger, pero creo que colocar este problema puede ser muy fructífero y merece un estudio completo. Aquí espero solamente indicar las líneas generales de confrontación como para ofrecer una guía de ayuda y situar la propuesta de Deleuze.
10 Algunos autores recientemente han iniciado a usar el “fundamento” y “fundamentalismo” para referirse a una concepción idealista de la base necesaria y eterna que subyace y determina el desenvolvimiento de los desarrollos epistemológicos, ontológicos y en última instancia éticos y “suelo” para referirse a una concepción materialista e histórica de humus o, más apropiadamente, el sedimento geológico que forma el contexto de nuestras intervenciones contemporáneas. Aunque esto es similar a la distinción conceptual a la que me estoy refiriendo, tengo reservas sobre la idoneidad de los términos “fundamento” y “suelo”. Las metáforas orgánicas evocadas por “suelo” llevan consigo todos los problemas de una estructura u orden “natural” o predeterminado. (Ver, por ejemplo, la crítica de las estructuras de raíz de  Deleuze y Guattari en “Introducción: Rizoma, Mil Mesetas.) Asimismo, en el contexto específico de nuestro estudio, suelo (Grund) tiene un papel central en el sistema hegeliano (ver, por ejemplo, Science of Logic 444–78) que dificulta recuperar cualquier diferencia que se pueda marcar de fundamento.

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