Antihumanismo y anarquía, la alianza no podría ser más clara. Hemos visto de manera suficiente en el siglo XX a dónde nos conduce. El elogio altivo del «pensamiento» no consigue nada para mitigar esto. Bajo el pretexto de aligerar el peso de la tecnología, terminas retirando todos los obstáculos para la violencia. Por supuesto, el objetivo de la genealogía no es un retorno a la vieja Grecia. Pero sí promueve una regresión mucho más nefasta. Qui veut faire l’ange, fait la bête, y quien quiere regresar a los orígenes de la civilización, corre el gran riesgo de despacharla. De hecho, nos estás conduciendo a un estado pre-civilizado, a eso que se llamaba «estado de naturaleza».
¿Cómo podría haber una regresión o una apología de la violencia cuando el único criterio de transición epocal es el pensamiento? En el proceso de Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt constó que los males de nuestro siglo resultaron de una ausencia de pensamiento. Y el caso de Heidegger contra la tecnología se afianza en que la tecnología es peligrosa porque es gedankenlos, sin pensamiento. Su posición va acompañada de una convicción: el pensamiento cambia el mundo. Tras esto resulta muy difícil adjudicarle un elogio de la fuerza bruta.
Esto de ningún modo nos indica por qué el antihumanismo no es peligroso, en particular si este título pretende decirnos qué hacer en el fin de la metafísica. Parecería que el proyecto de Heidegger consistió en acabar de alguna manera con el hombre, al menos con el concepto de hombre.
Una investigación sistemática de las economías epocales no se encuentra con el «hombre» como esa materia a la que todas las declaraciones tendrían en última instancia que referirse si es que pretenden hacer sentido. En las ciencias llamadas blandas, las resistencias iniciales contra actividades consideradas como relatos de mitos (Lévi-Strauss) y que trabajan (Allthusser) estructuralmente antes que referencialmente, están siendo en la actualidad casi completamente sofocadas. El antihumanismo de Heidegger le exige a uno pensar la práctica también de un modo diferente a todo tipo de determinaciones que afectan a un actor. Como veremos, «mortales» es el nombre que asigna a los hombres en su estrategia antihumanista. Como «animal racional», el hombre domina soberanamente sobre las economías, pero, como «mortal», es una variable dentro de ellas. La pregunta difícil será: ¿cuál es la práctica —y la política— de los mortales? Pero la dificultad no radica en distinguir las estrategias sistemáticas de las referenciales. Esa distinción ya ha sido legitimada por Kant cuando establece que la «causalidad según las leyes de la naturaleza» no encuentra, ni afirma ni niega, la cuestión de «otra causalidad, la de la libertad».
¿Qué puede hacer «el pensamiento» contra la institucionalización de la violencia, contra la brutalidad justamente «sin principios», e indiferente a cualquier miramiento sobre el hombre?
La violencia institucionalizada es conocida por todos: es la catatonía hacia la cual corren la producción y la administración generalizadas. En comparación con éstas, la mayor parte de la violencia de hoy equivale más bien a una contraviolencia. Si hay retorno alguno, es un retorno analítico desde las opresiones a las economías que las hacen posibles. Señalar representaciones ficticiamente dotadas de ultimidad es el apogeo de la Ilustración, considerando que hagan falta referencias históricas. Pero de ningún modo es una apología de lo oscuro y la coerción. Lo que necesita ser analizado son los principios nacidos de épocas cuya economía responde por ellos. Toda la atención en el análisis genealógico a los principios, al fondo de las economías epocales, puede mostrar que estos principios no sólo son mortíferos, sino también mortales.
Extracto de Le principe d’anarchie. Heidegger et la question de l’agir, París, diaphanes, 2013, p. 81-82.