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Marcello Tarì / Extrañamiento obrero (extracto de «Un comunismo más fuerte que la metrópoli»)

A continuación compartimos un adelanto de la traducción al castellano del libro de Marcello Tarì titulado Un comunismo más fuerte que la metrópoli. La Autonomía italiana en la década de 1970. Originalmente publicado en traducción francesa en 2011 (y un año después en el italiano), el libro en su traducción al castellano apareció a comienzos de 2016, con el sello editorial de Traficantes de sueños. Éste es un extracto que corresponde a la segunda sección de la primera parte de este libro, «Cesura: el partido de Mirafiori, el declive de los grupos, las jornadas de abril (1973-1975)».

Para luchar contra el capital, la clase obrera tiene que luchar contra sí misma en cuanto capital.
Mario Tronti, Obreros y capital

A partir de la década de 1970, la relación entre trabajadores y patrones en la Fiat de Turín y, en general, en las fábricas italianas, que siempre había sido tensa, se precipitó desde el año 1973 hasta alcanzar un punto de ruptura irreversible. La empresa del automóvil trataba con dificultad de llevar adelante su parte de política contrainsurreccional: transferencias significativas de obreros, robotización rastrera, despidos en cadena, descentralización de la producción, colaboración con los sindicatos para controlar y contener la insubordinación obrera.
El objetivo explícito de la dirección patronal era destruir la organización política del obrero igualitario —la que fue inventada por el obrero-masa durante la década anterior—, es decir, aniquilar sus niveles de fuerza y romper el «control obrero» sobre la organización del trabajo, que se había impuesto en las fábricas gracias a la lucha. Sin embargo, frente a la imposibilidad del capital de producir a corto plazo este resultado, sus estrategas eligieron rodear el obstáculo, atacando la «composición técnica» de la clase, procediendo a un vaciamiento gradual de funciones de la gran fábrica, para derramarse por el territorio en su totalidad. Así se quería alcanzar un nivel de explotación y de control integral, tanto fragmentando la producción en un sinnúmero de pequeñas empresas, como convirtiendo el territorio mismo en directamente productivo a través de una penetración violenta y rápida de la lógica de valorización capitalista de la propia vida, en todos los sectores de la sociedad. Un modelo productivo que fue llevado a cabo sólo en la década de 1980, justo después de la derrota de los movimientos autónomos. El papel de los sindicatos fue vaciar la autonomía de los obreros a través de un uso burocratizado de los Consejos de Fábrica y de todas las otras estructuras encargadas del control de los obreros, un embridar las fuerzas a través del cual intentaron mediar y desviar los poderosos impulsos insurreccionales que procedían de la fábrica. Ciertamente el papel del Estado en toda esta conmoción hubiera debido ser, y efectivamente fue, central. Esto produjo una aceleración en la profundización de las temáticas más estrictamente «políticas» en el Movimiento, algo que, en términos concretos, significaba nada menos que el enfrentamiento frontal con los aparatos de gobierno en todos los niveles y con todos los medios.
Hay que tener en cuenta que la Fiat de Turín, en aquella época la fábrica más grande de Europa con unos 150 000 empleados, representaba el prisma a través del cual se moldeaban todas las otras formas de producción y de lucha que se llevaban a cabo en el país. Por eso, el triunfo o la derrota en Fiat tenía un significado estratégico. Sin embargo, en aquel momento, para los que luchaban en la fábrica y fuera, no era seguramente «el contrato nacional» lo que estaba realmente en juego y, a pesar de las proclamas, ya ni siquiera eran los aumentos salariales iguales para todo el mundo, aunque ésa fue la consigna del Otoño Caliente. Mucho menos se trataba de la conquista de condiciones de trabajo mejores, sino de la posibilidad, o no, de mantener abierta y de ampliar de nuevo la estrecha puerta por donde una revolución contra el trabajo, que se estaba determinando cada vez más como una revolución contra el Estado, hubiera podido continuar afirmándose. Muchos obreros revolucionarios pensaron que luchar en aquel momento significaba resistir, es decir, no permitir que el patrón reestructurara la producción y mantener sus niveles de poder dentro de la fábrica, lanzándose de esta manera en una lucha defensiva, quizá armada, que confirmara su rígida identidad obrera. Sin embargo, las luchas que se estaban llevando a cabo en Italia, aludían, en cambio, tanto a la negación obrera de la reproducción como fuerza de trabajo disponible —esto es, como capital—, como a la extensión del conflicto fuera de las fábricas. Además, el descubrimiento siempre renovado consistía en que el Estado no era una figura neutra, «por encima de las partes», sino un actor fundamental del desarrollo capitalista. Por tanto, la lucha de fábrica en la década de 1970 ya no se configura como una lucha exclusivamente económica y se proyecta al fin sobre la cuestión social y política: lucha contra la producción y contra el mando de la empresa, para negarse como clase obrera e ir al ataque del poder del Estado.
En Italia la fábrica estaba en su ocaso, era el amanecer de la metrópoli difusa; de hecho eso no significaba el final del conflicto obrero, sino que éste se iba a generalizar rápidamente a toda la sociedad, impregnando cada lucha específica con su sabia mezcla de autoorganización, imaginación y fuerza. Todas las posiciones, institucionales y/o armadas, que en cambio insistieron sobre el mantenimiento de los niveles de poder obrero dentro de las fábricas, resultaron perdedoras a medio plazo. Además, cada una de las formas de organización que se desarrollaron en el Movimiento Obrero fueron absorbidas dentro del paradigma de la gobernabilidad.
La Autonomía obrera organizada quedó, durante un cierto tiempo, suspendida sobre esta bifurcación, tal vez llegó demasiado tarde, cerca del año 1977 y empujada por el Movimiento, a tratar de desarrollar más detenidamente la opción de la lucha metropolitana desarrollada, y a imaginar otras soluciones al conflicto obrero, mientras que la generosidad militante de la resistencia obrera no salvó, de hecho, ni la clase ni las fábricas. En cualquier caso, la rigidez obrera, combinada con los comportamientos autónomos, produjo el invento de toda una serie de técnicas de lucha, de sabotaje, de antiproducción, de guerrilla interna, que decretó una situación, sin precedentes, de ingobernabilidad de las fábricas.1 No es por tanto una casualidad que la derrota del «largo mayo italiano» fuera sellada justamente cuando, en el año 1980, Fiat, después de haber echado a los militantes más combativos, gracias a la rendición incondicionada de sindicatos y PCI, logró despedir a miles de personas, es decir, a toda la generación que había realizado las luchas en los años anteriores, contraponiéndole simbólicamente el bloque de la pequeña burguesía, con la famosa marcha de los 40 000 cuadros en Turín. La derrota de la clase obrera fue consumada, así, como su destrucción política, incluso humana. A partir de aquel momento empezó una nueva época, que Paolo Virno, un antiguo militante de la Autonomía que luego se convirtió en uno de los teóricos más brillantes del llamado post-operaísmo, definió como la época del «cinismo, el miedo, el oportunismo». El cielo plomizo de la década de 1980 sustituyó el cielo rojo fuego de los 1970, y la puerta estrecha pareció volver a cerrarse para siempre. Pero volvamos al año 1973.
Durante el otoño, Fiat recurre al procedimiento de regulación de empleo, intentando echar de las fábricas a los obreros más comprometidos con el conflicto, pero las luchas contractuales empiezan perezosamente a cundir en los talleres para volverse cada vez más ofensivas, hasta que se produce la explosión de marzo: «Se manifiestan todas las formas de lucha: desde el absentismo hasta los sabotajes, desde el castigo a los jefes hasta la persecución de los fascistas, desde la parada de las líneas de montaje hasta las manifestaciones violentas, desde el bloqueo de los productos acabados hasta la huelga indefinida, para llegar a la ocupación militar de la fábrica».2
De hecho, durante el mes de marzo, los sindicatos, intuyendo la creciente rabia obrera, empiezan a convocar huelgas discontinuas de pocas horas que no hacían ningún daño al patrón, y que únicamente entregaban a los obreros a una molesta sensación de frustración. Las cosas tenían que cambiar y rápidamente. En el número de abril de Rosso, todavía entonces «revista quincenal del Grupo Gramsci» de Milán, los obreros de los talleres de Mirafiori cuentan que todo empezó un día en que llevaron a cabo una asamblea sin los «bonzos» del sindicato. Los obreros se sentaron en las mesas del comedor y empezaron a hablar entre sí, descubrieron que estaban todos de acuerdo en considerar completamente insuficiente la forma de lucha que los delegados del Consejo de Fábrica llevaban a cabo. Además, descubrieron también, gracias a los más jóvenes, que había otras formas de estar juntos: no burocratizadas, más vivas, más bellas y que te hacen más fuerte. Se decidió cambiar de sistema. Como en 1969, se empezaron a producir manifestaciones internas en las secciones de fábrica, pero esta vez estaban guiadas por los obreros jóvenes que, con el rostro cubierto por pañuelos rojos, castigaban a jefes, guardias, rompehuelgas y espías, rompiendo maquinarias, saboteando los productos acabados. En el siguiente Consejo de Fábrica llegaron en manifestación y los delegados sindicales tuvieron realmente miedo de ser golpeados: los obreros interrumpieron el consejo y dijeron un simple «basta ya». El 23 de marzo, durante la enésima huelga con manifestación interna, empezaron a preparar el plan de ataque: bloqueo de las mercancías en la salida, piquetes en las puertas de entrada de la fábrica, escuadrones móviles de obreros para controlar las secciones. El 26 empezó el primer bloqueo de una hora, pero al día siguiente la cosa se volvió más grave, el rumor corría por las secciones, los comedores, por todas partes. Se secuestraron las bicicletas de los jefes y los rompehuelgas, y se organizaron los relevos entre las distintas puertas; centinelas rojos subieron a las cercas de la fábrica, los teléfonos de las guardias de la Fiat fueron secuestrados y se utilizaron para intercambiar información en tiempo real. La organización de la lucha, de fetiche adorado por los más distintos inventores de «consciencias externas» del proletariado, se convirtió en algo que nacía durante la acción, en el interior de la misma. La ocupación de Mirafiori no debió nada a nadie, ni al sindicato, ni al PCI, ni a los grupos extraparlamentarios: todos fueron sorprendidos y se encontraron con la pregunta de cómo había sido posible que una tal organización de lucha, por invisible que pudiera ser, no hubiera sido ni percibida ni prevista en toda su amplitud por parte de sus estrategas.
No tenía nada que ver con ninguna especie de espontaneísmo. Era la autorreflexión práctica e indelegable de los rebeldes lo que creaba y determinaba de forma inmanente su poder en la fábrica, no para hacerla funcionar mejor, sino para destruirla, como agregado de explotación y de dominio, de fatiga y de nocividad. Los delegados del PCI y del sindicato empezaban a entender lo que estaba ocurriendo e intentaron difamar, a los que estaban planteando las luchas, con las acusaciones usuales: «aventureros», «provocadores». Era demasiado tarde, los funcionarios de la antirrevolución sólo podían retirarse a jugar a las cartas en el comedor. Si el 28 de marzo se proclamó una huelga autónoma de ocho horas, el 29 el bloqueo fue total, las banderas rojas asomaron por todas las puertas de la fábrica, empleados y ejecutivos fueron rechazados por los piquetes y, además, los bloqueos empezaron a salir de manera amenazante fuera de la fábrica, en los cruces de carreteras, donde los ocupantes pedían a los conductores un peaje para financiar la caja común. La ocupación de Mirafiori se desbordaba, la consigna política era clara: salir de las cercas de la fábrica, adueñarse del territorio.
Mientras tanto, jóvenes obreros con pañuelos rojos atados en la frente recorrían las secciones gritando sonidos que nadie comprendía, gritando palabras aparentemente sin sentido. Fue así también como el lenguaje tradicional de las luchas obreras fue saboteado, reducido a pedazos y lanzado contra el trabajo: eran los primeros, inconscientes, «indios metropolitanos». La que fuera la reflexión y la práctica del lenguaje de Radio Alice, la famosa radio boloñesa del Movimiento, que tanto fascinó a Félix Guattari, tuvo aquí una de sus fechas de nacimiento. Fuera de las rejas de la fábrica se colgó un letrero: «Aquí mandamos nosotros». ¿Quizá aquello era el famoso poder obrero?
El bloqueo total duraría «sólo» tres días, pero fue una experiencia que marcó un cambio radical en las prácticas y en la imaginación revolucionaria italiana. Ni siquiera en el otoño de 1969, cuando la fábrica resultó conmocionada por un movimiento de lucha muy duro y victorioso, se llegó a la ocupación y al bloqueo total.
Pues bien, en Mirafiori, en la mayor y tecnológicamente más avanzada de las fábricas italianas, la organización autónoma de lucha había desencadenado un gigantesco ataque a la producción, pero no sólo eso, los contenidos y las formas mismas del conflicto habían cambiado. Si en las ocupaciones previas de esa misma fábrica —en 1920, durante el famoso Bienio Rojo, y en 1945, en los tiempos de la resistencia antifascista— los obreros habían demostrado tener perfectamente la capacidad de hacerla funcionar mejor de lo que lograba hacerlo el patrón, en 1973 nadie trabajó; al contrario, los que luchaban se preocuparon justamente de que se mantuviera fuera de la fábrica a los obreros que deseaban trabajar (sólo durante un día los piquetes dejaron entrar a los empleados encargados de las nóminas…). Incluso los autobuses que llevaban a los obreros desde los campos hasta la fábrica fueron incendiados durante la noche. Los jóvenes Apaches de Turín habían comprendido que para dar consistencia a la «huelga» había que intervenir destructivamente sobre el flujo global de la producción, por lo tanto también sobre la circulación y la temporalidad capitalista que se extendían a lo largo de las calles de la metrópoli. La época de la ética del trabajo, propia del obrero profesional, había llegado definitivamente a su fin: el rechazo del trabajo estaba convirtiéndose en un comportamiento de masas, ya no era una abstracción teórica, si es que lo había sido alguna vez, sino una práctica subversiva inmediatamente perceptible y cuantificable. El extrañamiento obrero frente a las máquinas, el desarrollo y el trabajo, de fuerza pasiva se había convertido en una imponente actividad de subversión: se había vuelto autonomía.
Los jóvenes obreros, inmigrantes e hijos de inmigrantes del sur de Italia o piamonteses, que habían vivido los últimos años de revuelta generalizada fuera de las organizaciones tradicionales del Movimiento Obrero, no tenían ninguna moral productivista, ningunas ganas de mejorar lo que definían simplemente como un «trabajo de mierda», ninguna predisposición a la jerarquía fuera ésta de fábrica o de partido: ya no querían ser obreros. Querían vivir, querían satisfacer sus necesidades, querían crear nuevas comunidades. Ya no se trataba de «liberar el trabajo», sino de «luchar contra el trabajo». Este conflicto encontraba su razón de ser menos en la maduración de la «consciencia de clase» tradicional, que en la sustracción material que los jóvenes obreros realizaban con respecto a todo lo que sentían como negación de su vida misma: bloquear la producción quería decir dejar curso libre a los flujos del deseo. Era gente, escribió Bifo, «que trabaja sólo el tiempo estrictamente imprescindible para comprarse el billete para el próximo viaje, que vive en casas colectivas, roba la carne en los supermercados, que ya no quiere saber nada de dedicar toda la vida a un trabajo enervante, repetitivo y además socialmente inútil».3
La novela de Nanni Balestrini Vogliamo tutto4 la historia de la educación sentimental de un joven obrero meridional de la Fiat durante las luchas del año de 1969, es la lectura más instructiva, más que decenas de ensayos sociológicos, para comprender la fisionomía de estos jóvenes obreros salvajes.
El absentismo empezó a generalizarse, alcanzando picos del 25 %. En el período en que comenzaba la práctica generalizada de las autorreducciones, nada más normal que autorreducirse unilateralmente el horario de trabajo. Sin embargo, todavía no era suficiente.
La conflictualidad apremiaba para desbordarse fuera de las rejas de la fábrica, para implicar al territorio y encontrarse con la que crecía en los barrios, en las escuelas, en las calles de una metrópoli que el proletariado empezada a sentir como directamente enemiga, un territorio vasto y segmentado en el que se extendía completa la reestructuración capitalista de la producción y de la vida. El problema, a partir de aquel momento, fue: ¿cómo lanzar un ataque sobre la metrópoli? ¿Cómo crear zonas de ilegalidad de masas en el corazón del territorio enemigo? ¿Cómo bloquear y hacer colapsar este flujo enorme de mercancías, de signos, de mando, que la metrópoli del capital hace circular sin cesar y que mata? El problema de los teóricos autónomos consistió en encontrar una salida política y organizativa tanto a las luchas obreras como a los conflictos sociales que crecían en la ciudad. Y, como siempre, la respuesta vino de la práctica, de la proliferación autónoma de los comportamientos subversivos, del espontaneísmo organizado del proletariado en liberación. La teoría siempre viene después, a pesar de lo que digan filósofos y policías.
En ese momento se produjo el desplazamiento del paradigma de las luchas autónomas, que empezó a funcionar como máquina de guerra multiplicándose: desde la autonomía de los obreros hasta la autonomía difusa.
En cualquier caso, el 9 de abril el patrón cedió a muchas de los peticiones y se firmó el nuevo convenio de los metalmecánicos. El gobierno renunció y los sindicatos se sintieron satisfechos, pero los obreros continuaron extrañamente profundizando su amenazadora separación.
Mientras tanto, Mirafiori sigue en manos de los revoltosos. Como en otros lugares, en muchas fábricas italianas una especie de contraeconomía empezó a acompañar las contraconductas de los obreros. Un autónomo que trabajaba en la fábrica Alfa Romeo de Milán me contó la historia de un comedor ilegal, organizado por los autónomos dentro de la fábrica, que a menudo no les disgustaba ni siquiera a los ejecutivos, considerando la calidad superior de lo que se comía en comparación con el comedor de la empresa, sin olvidar el clima de convivialidad que se podía respirar allí. En las ciudades empezaron a expandirse los «mercadillos rojos», donde podían adquirirse géneros de consumo a precios muchos más bajos que en la distribución normal, y poco después los autónomos añadieron la práctica de la apropiación directa de mercancías. Así ocurrió también con la ocupación de casas y los primeros lugares de agregación juvenil, tanto en las ciudades como en los más pequeños pueblos de provincia. El extrañamiento también significaba estas cosas, la organización autónoma de la vida a partir de las necesidades más elementales, que, por otra parte, no eran tan elementales: comer, habitar, hacer el amor, reír, fumar, conversar, en fin, disfrutar la vida juntos, gratis y de «manera comunista». Luchar por el poder ya no quería decir, como en los clásicos, luchar para adueñarse de la máquina estatal, sino extender zonas liberadas donde hacer crecer una forma de vida comunista: contra el Estado, sin transiciones socialistas, sin delegar en nadie, sin renunciar a nada desde el punto de vista de la satisfacción común de las necesidades. En este sentido, a pesar de los considerables esfuerzos para buscar la legitimidad por parte de muchos, a nivel de la organización de las luchas metropolitanas no había lugar para el marxismo-leninismo.
La crisis, la catástrofe, la de verdad, es esta acumulación de negatividad que se convierte en positividad del ataque, este reivindicado extrañamiento frente a la producción de mercancías, este adueñarse de los espacios para subvertir los tiempos y su uso, este rechazo violento de los obreros a ser fuerza de trabajo que se expande y se convierte en rechazo masivo hacia cualquier forma de dominio y de explotación. Es, por un lado, la crisis del mando social, y por otro, la insurrección de una nueva forma de vida que se está buscando.
Es un partido muy extraño el de Mirafiori, sin secretarios, sin funcionarios, quizá incluso sin militantes. «Partido de Mirafiori» significaba ponerse conscientemente una parte contra el todo, la disolución del trabajo asalariado, los gritos de rabia que se convierten en acciones de sabotaje pero también la destrucción de la representación política y el desplazamiento desde la guerra de posiciones a la guerrilla difusa. Un partido de todos los sin partido, una nueva forma molecular de amistad política que se constituía contra el enemigo de siempre, una organización para la desorganización de la sociedad capitalista, una máquina de guerra contra el Estado. El comunismo ahora o nunca.
Mirafiori ya estaba en todas partes y los autónomos fueron los únicos que lo comprendieron y que sacaron las debidas consecuencias.
Mientras tanto, el año 1973 termina con el Chile de Allende ahogado en la sangre del golpe militar del 11 de septiembre, apoyado por los Estado Unidos de Kissinger, y con la masacre de los estudiantes griegos en Atenas. El PCI, aterrorizado por la imagen del Palacio de la Moneda bombardeado por los militares, no ve otra posibilidad que lanzar la consigna del «compromiso histórico» con el partido de los patrones, la Democracia Cristiana. Una política que, como ha sugerido agudamente Lanfranco Caminiti, no sólo es un acto de rendición ante el miedo del golpe reaccionario, sino también una durísima respuesta a una parte de la base del partido que, en palabras de su secretario, Enrico Berlinguer, «tal vez se sentía demasiado atraída por los “aventureros” y quería abandonar el terreno democrático e unitario para elegir otra estrategia hecha de quimeras».5 En cambio, para casi todo el resto de militantes comunistas el significado de los eventos chilenos fue el de empezar a pensar en armar al Movimiento.
A diferencia de lo que pensaban los grupos que procedían de los años 1960, el internacionalismo, especialmente para los autónomos, ya no podía querer decir hacer colectas y organizar comités de apoyo a las luchas del Tercer Mundo, sino resistir y rebelarse en cada país, en cada ciudad, en el propio sí mismo. Sin olvidar añadir que «los del vietcong ganan porque golpean duro».
El año se cierra a nivel internacional con el atentado de ETA que hace estallar en Madrid el coche de Carrero Blanco —almirante y columna del régimen franquista en España— haciéndolo volar más de veinte metros.
En cambio, en Italia, como se suele decir, las condiciones están maduras para que la Autonomía comience a tejer la trama de la subversión que cuatro años después, en 1977, llevaría a la explosión de una verdadera insurrección.

1 Véase a este propósito la monografía de Emilio Mentasti, La «Garde rouge» raconte. Histoire du Comité ouvrier de la
Magneti Marelli (Milán, 1975-1978)
, París, Les nuits rouges, 2009.
2 A. Negri, «Appendice 4 de Partito operaio contro il lavoro» en AA. VV., Crisi e organizzazione operaia, Milán, Feltrinelli, 1974.
3 F. Berardi Bifo, La nefasta utopia di Potere Operaio. Lavoro tecnica movimento nel laboratorio politico del Sessantotto italiano, Roma, DeriveApprodi, 1998.
4 N. Balestrini, Lo queremos todo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2006.
5 L. Caminiti, «Qui comandiamo noi —È l’autonomia operaia—», suplemento de Liberazione, núm. 4, 2007.

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