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Digresiones sobre el enemigo, el complot, el dinero y el pueblo

 

Hoy en día nos encontramos atrapados en medio de dos fuegos: el de un ejército de sombras que dice querer destruirnos y el de un imperio que pretende, para protegernos, convidar su luz en todos los rincones de nuestra existencia. Sin embargo, somos bastantes los que presentimos que en realidad no tenemos, debajo de estos dos rostros, sino un solo y mismo enemigo. Un enemigo que quiere someternos con el miedo, la gestión de nuestros pequeños y nuestros grandes miedos, a una abdicación definitiva y casi voluntaria de nuestra libertad. Desde el momento en que forman un dúo, el terrorismo prospera por todas partes, en la misma medida que el delirio paranoico y belicoso que nos pretende defender de él. Y cuando estos dos personajes ponen en escena su combate, es fácil observar que sus posiciones respectivas no hacen otra cosa que reforzarse. En una guerra entre dos partidos, el que refuerza su posición lo hace automáticamente en detrimento del otro. No es el caso aquí. Lo que ellos ganan de territorio es a nosotros, a los hombres, a las mujeres, «civiles», «autóctonos», o a la Tierra que toman. El combate que pretenden dirigirse el uno al otro es en realidad una guerra dirigida contra nosotros. Una guerra de conquista cuyo campo de batalla está en nuestros lugares de vida y en nuestra mente.
Cuando esta situación llega a presentarse, en la Historia, florecen inevitablemente las teorías del complot. Es bastante normal. Al plantear la cuestión de la utilidad de una indagación: ¿cui bono? ¿A quién beneficia el crimen? Y al señalar que el beneficio de un crimen se distribuye igualmente en los dos partidos opuestos, se suscita automáticamente un delirio especulativo, basado en la lógica deductiva, que designa a un solo enemigo bajo una oposición de fachada. Pero en el lío que arrojan estas operaciones ocultas, forzosamente realizadas en el mayor secreto, cada persona va entonces a reconocer el rostro de su enemigo eterno. El complot funciona a partir del rumor: esencialmente inverificable, su fuerza de contagio se mide por su capacidad de ofrecer una teoría en la que la gente «quiera creer». El éxito de una teoría depende de la elección del chivo expiatorio que ella designe. Y en este sentido, todo rumor, por fantasioso que sea, nos proporciona siempre, al menos, una verdad: la que la gente quiere creer, porque da una forma a su intuición y a su sufrimiento. El que sabe escuchar los rumores aprende de ellos más que de todos los sondeos, conoce el corazón de una comunidad: lo que ella desea, lo que teme y se dispone a golpear. Pues el rumor atribuye un rostro a un adversario que es siempre de antemano mirado con un indicio de sospecha.
Que esta sospecha se dirija hoy hacia algunas oscuras eminencias, religiosas o no, riquísimas en todo caso, no es tan sorprendente cuando se observa la organización del mundo. Es una evidencia que hoy, el poder y el saber están desigualmente repartidos en la Humanidad. En un sistema jerarquizado como el nuestro, remontando la cadena de las causas y los efectos, se remonta lo largo de una pirámide en cuya cúspide reina un ojo omnisciente. Pero ¿cuál es la naturaleza de este ojo? ¿Quién gobierna y dirige realmente? Es una obsesión pensar que uno o varios hombres mueven con plena voluntad, fríamente, a los peones de la Humanidad entera, en una época donde ésta se desgarra como nunca y arrastra en su caída todas las riquezas de la Vida. Pero el efecto castrador de toda teoría del complot es que nombrando crímenes que no puede probar, se da un enemigo que no puede combatir. Bien ha visto que había un solo enemigo y presiente que lo es, pero se condena a fantasearlo y emplea su energía acumulando las pruebas dudosas de que una mente malévola está a la obra y a la maniobra detrás de las gesticulaciones oficiales.
No obstante, hay entre nosotros muchas pruebas tangibles de la realidad, de la espantosa consistencia de este espíritu… El aire que respiramos, las frutas que comemos, las aguas, las criaturas, los paisajes, las cosas del arte y de la ciencia, nuestro espíritu mismo es la sede de un atentado permanente. Un atentado contra todo cuanto es bello y todo cuanto quiere vivir. ¿Por qué pedir más pruebas, si no es para justificar nuestra inacción? ¿No hay suficientes para permitirse la potencia de actuar? Antes de designar oscuros culpables, ¿no deberíamos ver cómo es en primer lugar cada uno de nosotros, quien, mediante sus gestos cotidianos, mediante las repercusiones de su trabajo, de su modo de vida, mediante las idioteces de las que se colma y que transmite, mediante ese desaliento tan profundo y tan compartido para toda acción libre y colectiva, colabora y continúa alimentando esta locura? Antes de saber quiénes son los últimos responsables, y de juzgarlos, ¿no deberíamos primero, urgentemente, retomar nuestros territorios? ¿El de los paisajes, el del pensamiento, del arte, de la comida, de la energía? Porque esto podemos hacerlo. Quiero decir que podemos empezar a hacerlo.
Finalmente, que estos esbirros oscuros se digan abiertamente entre ellos lo que piensan del hombre y cómo pretenden rehacerlo a su imagen, que hablen o no de reducirnos a polvo o disolvernos en el veneno; que el Califa haya hecho primero sus estudios en California, que inviten o no a niños a ser el festín de lúgubres ceremonias, que sirvan a tal o cual nombre de dios o del demonio; finalmente, todo esto no nos concierne más que la triste vida sexual de un famoso a la moda. Lo que vemos, lo que no podemos no ver, son los efectos reales, concretos, las pruebas irrefutables y los daños a menudo irreparables de lo que sin duda hay que nombrar un Espíritu. Un espíritu de muerte y de destrucción, un espíritu de negación, de violencia, un espíritu sordo, mudo y brutal cuyo impacto sólo es amortiguado por los lubrificantes y las drogas que emplea para penetrar nuestras consciencias en todas sus ramificaciones.
Los complotistas sin duda tienen razón cuando rodean sus especulaciones con magia y rituales: se trata, es cierto, de una guerra mágica, embrujada, de una guerra de manipulación y de influencias. Pero designando, en el extremo de la cadena, uno o unos hombres, ¿no siguen siendo demasiado ingenuos? ¿No subestiman, aún, a su enemigo? Si nuestro enemigo es tan poderoso, tal vez sea porque no es un hombre. Nuestro enemigo, en realidad, al que hacemos frente cada día bajo sus mil y tantos rostros, es bastante más aterrador que uno o que varios hombres. Ante un hombre uno puede expresarse, argumentar o golpear y finalmente derrotar en él todos nuestros males, creemos. Pero en este mundo, cuando queremos girarnos hacia los verdaderos culpables, no encontramos más que seres espantosamente banales, políticos incultos y visiblemente poco inteligentes, patrones ávidos y vulgares y banqueros libidinosos, ayudados por un ejército emasculado de empleados de oficina. Vemos a muchos de estos representantes, pero nunca nos percatamos del mal en persona. Por supuesto, cuando vemos aparecer a un oligarca misterioso en la esquina de una pantalla, nos apuramos a creer que tenemos al fin a nuestro gran iniciado. Pero sabemos bien que nuestra indagación se pierde ya en otros entresijos oscuros del poder.
¿No es aterrador, en efecto, pensar que si nuestro enemigo no aparece jamás en persona, no es porque se oculte, sino porque no es un hombre? Que no existe a la manera de un hombre. Que, así como un espíritu, no tiene cuerpo propio, sino la capacidad de hacer de cada cuerpo la antena-retransmisor de sus intenciones? Y sin embargo, ¿no lo vemos, todos los días? ¿No es, en primer lugar, un espíritu, un estado de espíritu que condena a estas muchedumbres inmensas a arrastrar toda su vida de esclavitud en la melancolía? ¿Qué otra cosa que un espíritu para apoderarse y alimentarse de la alegría natural de los cuerpos? Para condenarlos a cumplir, en la sociedad capitalista, un caso comprobado, y altamente contagioso, de posesión? ¿De posesión colectiva? ¿Una gigantesca operación, no secreta, sino a cielo abierto, de manipulación mental, de influencias comportamentales por los medios de comunicación, la publicidad, la arquitectura? ¿No es a través del espíritu que nosotros estamos, en primer lugar, encadenados? Las cosas que nos impedimos hacer o pensar, ¿no son en primer lugar arrancadas de la raíz por medio de un condicionamiento permanente, aplastante, de nuestro pensamiento? Un militante decía recientemente que el problema climático y ecológico actual es en primer lugar un problema de orden psicológico. El desplazamiento entre nuestros discursos, nuestros valores y nuestros actos es tal, según él, que compete con derecho de la patología mental. ¿Qué fuerza puede conducirnos a tal deniego, y condenarnos a tal impotencia, si no es una especie de hechizo?
Es a través de nuestro cuerpo como este espíritu existe, es a través de nuestros actos como prospera y a través de nuestras palabras como se expresa. Este enemigo sin rostro no pretendemos no conocerlo, no lo buscamos demasiado lejos, no le atribuimos demasiado rápido los rasgos del diablo o del chivo expiatorio. Bastante a menudo se ha deslizado entre nosotros. El espíritu de avidez, de venganza, de competencia, de negación, esta pereza de la creación, esta tristeza amargada que disfruta de cada nueva desgracia como de la confirmación de su teoría mórbida, la conocemos tanto que tenemos a veces incluso un dolor por disociarnos. Y no es la furia bárbara de algunos, sino la somnolencia de todos, esa pereza aburrida, esa indiferencia indolente y depresiva, esa apatía atormentada de gestos mecánicos y casi desatados, lo que arrastra el mundo y el hombre en su caída. No es bajo una atmósfera de Valquirias como nuestro barco naufraga, sino bajo los estribillos y los eslóganes débiles de cualquier radio, al ritmo del tono de los comerciales en el coche.
¿Cómo luchar contra un espíritu? ¿Cómo despertarse de un hechizo? De hecho, un rápido examen lógico de nuestra situación y de nuestro comportamiento basta para hacer sonar la campana del retorno a nosotros mismos, y nos sentimos entonces, un instante solamente, listos para confrontarlo cueste lo que cueste. Lo que nos falta ahora mismo, para prolongar este estadio de gracia, no es la razón o el juicio, menos el coraje. Nuestro primer acto de resistencia debe por tanto ser un acto de secesión. El mundo es vasto, las soluciones múltiples. Dimitamos alegremente de todo trabajo que no refleje nuestros valores. Dejemos definitivamente de alimentar a nuestros envenenadores consumiendo los frutos podridos de su industria letal. Dejemos de considerarnos como los sujetos de una Historia escrita por otros. Arrojemos nuestros hábitos de yogui e imam, de sacerdote y chamán, y contemplemos nuestra igual desnudez. No es sino juntos, por supuesto, como volveremos a nosotros mismos. Evidentemente, si estamos solos, estamos jodidos. Todos lo saben bien. Estamos en la situación de una muchedumbre petrificada ante algo y observamos en torno a nosotros para leer, más allá del lenguaje, en los ojos de los demás, señales mudas de reconocimiento, llamados, o no, a la acción. Y nos hace falta romper, juntos, nuestro estupor para actuar antes de que sea demasiado tarde.
Hay muchos voluntarios para trabajar en su propia ruina. Pero mientras la tecnología del poder pase por los cuerpos humanos, existe potencialmente un poder que, si se constituye, es invencible, ése es el pueblo. Uno se pregunta sin demora qué es un pueblo, es decir, a qué se asemeja un pueblo, desde el exterior? Pero sólo sabemos qué es un pueblo desde el interior. Un pueblo no es un conjunto de grupos que se toleran en torno a un vago contrato de no-agresión mutua o de prosperidad. Un pueblo es gente que se conoce, o que se siente lo suficientemente bien como para entregarse al menos un poco de confianza. Y que reconoce sus intereses comunes por el hecho de que comparte la misma condición. Por último, es un conjunto que determina comúnmente su destino y discute sus valores para coordinar su acción. Nosotros no somos un pueblo. Si estamos determinados a llegar a serlo (y si no lo estamos, nos condenamos para siempre a ser unos peones) debemos pues, en primer lugar, aprender a conocernos. Nuestra primera estrategia debería, por consiguiente, formularse así: ¡VAYAMOS A NUESTRO ENCUENTRO! DISIDENTES DE TODOS LOS DOMINIOS, ¡SAQUEMOS PROVECHO DE NUESTRA EXCLUSIÓN PARA ENCONTRARNOS EN LOS MÁRGENES DEL IMPERIO!
¿Por medio de qué este pueblo está hoy separado de sí mismo, dividido en celdas rivales? Por una evidencia tan aplastante que ni siquiera nos atrevemos ya a interrogar su existencia. Por la magia del dinero. Se suele decir que el dinero es lo que hace girar el mundo, pero el dinero sólo es un dios a causa de aquellos que no lo tienen. Para los demás, es ante todo una tecnología. El dinero es inmediatamente pensado como una tecnología de control. Ya que crear el dinero es crear al mismo tiempo la carencia de dinero. Quien dispone del dinero puede, por tanto, repartir el poder como bien le parezca, ha dividido a todos los demás como los competidores de un mismo juego, que se miden con un mismo valor del cual él dispone una reserva infinita, porque es él quien lo crea. Pero sobre todo, es él quien decide direcciones efectivas de los asuntos humanos con las obras que él emprende. El dinero es ante todo un poder de dirección y de orientación del mundo.
¿Quieres construir algo? ¿Quieres viajar? ¿Quieres experimentar? ¿Quieres hacer tu película, quieres ayudar a alguien? ¿Quieres hacer algo gratuito? Te hará falta dinero. Esto quiere decir: hará falta que el orden que te rige pase tu proyecto por el tamiz de sus estándares, que formules tu proyecto para que entre en sus correcciones hasta que tu proyecto no sea ya sino el epitafio, irónico, de lo que te han robado. Es así como el imperio, gracias al dinero, bebe la sustancia de nuestros sueños, consume nuestra energía creadora, girándola contra nosotros, chupándola y agotándonos de ella.
No hablo aquí del poder de adquisición, que no es el poder del dinero en sí mismo, y que se nombra así justamente para separarlos mejor. El poder de adquisición no es más que el nombre de lo que se deja cada día al trabajador para que vuelva a comenzar al día siguiente cuando lo haya gastado todo. El dinero empieza a volverse un poder cuando no se lo gasta, y se acumula en grandes cantidades para permanecer material. El verdadero poder del dinero es un poder abstracto. Comprenderemos esto mejor, y la terrible eficacia de su fuerza de control, cuando todas las transacciones se hagan de manera electrónica y haya llegado a ser lo que integralmente es: un puro sistema de datos que garantizan una equivalencia. Todo intercambio tendrá que pasar entonces por los canales de distribución oficiales, y bastará, en cualquier momento, con desconectar a alguien para neutralizarlo. Pero más perniciosamente, el poder de adquisición podrá entonces ser indexado en cualquier otra cosa distinta al trabajo efectivo, como por ejemplo, nuestra buena conducta.
Por consiguiente, nuestra segunda estrategia tendría que consistir en desprendernos, prescindir, al máximo, del dinero. O como mínimo, mientras exista el dinero, convertirlo en cosas que nos permitirán prescindir de él. Estas cosas son, por una parte, infraestructuras, hábitats, culturas, organizaciones paralelas. En el terreno de la energía, de los circuitos de alimentación y de bienes de primera necesidad, hay mucho por hacer. Pero por otra parte, la condición primera para que prescindamos de dinero es conocernos mejor para poder comenzar a contar los unos de los otros, en lugar de contar el poco dinero que nos queda. Nosotros no hablamos aquí de autonomía. La autonomía no tiene ningún valor en sí, salvo para aquellos que tienen inclinaciones comunitarias. Nosotros no buscamos ser autónomos más que con relación a los circuitos de producción imperiales. Lo que nosotros queremos, más que la autonomía, es una interdependencia, una puesta en inteligencia, una asociación libre de buenas voluntades complementarias. Y por suerte, ya que nosotros buscábamos justamente una ocasión para encontrarnos.
Tal vez no sea el amor lo que remplazará el dinero, pero sí seguramente la confianza. En realidad, el dinero es exactamente el sustituto de la confianza de los seres los unos hacia los otros. Funciona como una garantía: la garantía de que tal pedazo de papel vale por cierta cantidad de bienes, y la garantía de que ese pedazo de papel vale la misma cosa que otro pedazo de papel de misma unidad. Para comprenderlo, recurramos a una utopía: un mundo donde los seres se tuvieran confianza no necesitaría dinero en absoluto. En un mundo donde se tiene la certeza de que todos los intercambios serán respetados recíprocamente, la necesidad del dinero desaparece. El que da en el mundo, por su trabajo o su simple existencia, está a cambio asegurado de encontrar en todas partes gratuitamente lo que necesita. Simplemente porque la persona que da está ella misma asegurada, a cambio, de disponer gratuitamente y en todas partes del mismo favor. Las mismas transacciones podrían continuar (en fin, casi las mismas, se caería en un error imaginar un tráfico de armas en tal mundo), si uno retirara este elemento. No digo que tal mundo es posible, ni siquiera deseable, pero concibiéndolo descubrimos que la verdadera naturaleza del dinero es sustituir la confianza mutua de los hombres.
Es en esto donde el dinero es el primer obstáculo para la constitución de un pueblo. Hará falta, por tanto, prescindir de dinero. ¿Cómo hacer? A esta pregunta, la respuesta no es: imposible, sino mejor: complicado. Aprendamos a amar estas complicaciones, porque todas las respuestas que aportemos a esta pregunta serán los actos y las actas de creación de nuestra nueva fuerza. Vayamos a buscar a nuestros semejantes, atravesemos las razas, las clases y las fronteras. Tejamos vínculos con todos aquellos que son apuntados por este enemigo con dos rostros (esto equivale a mucho mundo). No busquemos nuestro pueblo bajo las cenizas de viejos poderes de igual modo enteramente corrompidos. No tratemos de encontrar raíces perdidas bajo los escombros de los reinos y las naciones; ningún pueblo puede sobrevivir por mucho tiempo, en cuanto tal, bajo la bandera de una nación, se convertirá rápidamente en la nube de átomos que somos nosotros: una población. Es desde en medio, rizomáticamente, que nacerá nuestra fuerza; y nuestra asociación, porque ella tiene que ser mundial, de igual modo en que la guerra que nos libra este Jano no tiene, en la Historia, antecedentes.

 

Glaad

Traducción de «Digressions sur l’ennemi, le complot, l’argent et le peuple», en lundimatin n° 38, 1 de diciembre de 2015.

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