Las rutas que seguimos nos llevaron finalmente a “ascender desde la tierra hasta el cielo” y a aventurarnos en el castillo encantado de la ideología. De ella hemos develado su pérfido juego de espejos, inspeccionado sus pasajes secretos, dibujado su mapa.
Ahora que los monstruos están domesticados, podemos volver a tierra y afrontar los laberintos fantasmagóricos de la vida: la metrópoli, desierto poblado de espectros, lugar de la alienación total y de la revuelta radical, producto del capital en la fase moribunda de la dominación real total. Ghost town, precisamente, como el título del himno reggae de la revuelta de Brixton.
Viviseccionemos la bestia.
La metrópoli como fábrica total
La subsunción real del trabajo en el capital no es un hecho definido de una vez por todas, sino un proceso histórico “que se prosigue y se repite continuamente en el modo de producción mismo, en la productividad del trabajo y en la relación entre capitalistas y obreros” (Marx). Parte de la producción, de la “fábrica”, donde se engendra “un modo de producción específico en lo que respecta no sólo a la tecnología, sino incluso a la naturaleza y las condiciones reales del proceso de trabajo”. Se prosigue a lo largo de toda la cadena producción-distribución-intercambio-consumo, hasta absorber la formación entera económico-social.
Llamamos dominación real total a esta fase en la que el capital ha ocupado todos los intersticios de la formación social, plegándose a sus necesidades. Hoy, el capital no sólo ha construido “un modo de producción sui generis”, sino “una formación social sui generis”: la metrópoli informatizada. Así pues, metrópoli como forma social global e históricamente determinada del capital en el estadio de su dominación real total, molécula de la formación social imperialista que le es isomorfa y en expansión-transformación continua y acelerada.
La nueva cualidad de la relación producción-consumo es un elemento que caracteriza a la dominación real total. “La creación de plusvalía absoluta por el capital (dominación formal), es decir, de más trabajo objetivado, implica que la esfera se amplíe y que lo haga de manera constante. […] La tendencia a crear el mercado mundial está dada inmediatamente en el concepto mismo de capital. […] El capital tiene por tanto en primer lugar tendencia a someter todo momento de la producción misma al intercambio y a abolir la producción de valores de uso directos, que no entran en el intercambio, es decir, tendencia a sustituir aquellos otros modos de producción anteriores, que juzga demasiado arraigados en la naturaleza, con la producción basada sobre el capital. […] Por lo demás, la producción de plusvalor relativo (dominación real), es decir, la producción de plusvalor fundada en el incremento y desarrollo de las fuerzas productivas, requiere la producción de nuevo consumo; requiere que el círculo del consumo dentro de la circulación se amplíe tanto como antes se amplió el círculo de la producción. Primeramente: ampliación cuantitativa del consumo existente; segundo: creación de nuevas necesidades mediante la extensión de las necesidades existentes a un círculo más amplio; tercero: producción de nuevas necesidades y descubrimiento y creación de nuevos valores de uso. […] El cultivo de todas las cualidades del hombre social, para la producción del mismo con lo más pleno de necesidades, pues es rico de cualidades y está abierto a todo […] todo esto constituye asimismo una condición de la producción fundada en el capital.” (Marx)
En la fase de la dominación real total, el capital —que a partir de aquí ha ocupado todo el espacio geográfico (creación del mercado mundial)— debe, para continuar extendiéndose y por tanto para ampliar ulteriormente el mercado, revolucionarizar constantemente la esfera del consumo. Al igual que la producción, el consumo está hoy subsumido en procesos continuos de reestructuración. Se vuelve un elemento dinámico, activo, integrado estricta y rígidamente en el proceso de producción-reproducción.
En la primera fase de la dominación real, el capital subsume la organización del trabajo de fábrica, la fuerza de trabajo social, produciéndolas como sus determinaciones específicas, aspirando a la extracción de la plusvalía relativa; hoy, en la dominación real total, subsume todas las “cualidades del hombre social”, produciéndolas como hombre del capital que aquí también ha devenido funcional para la realización de la plusvalía relativa. Lo cual significa una profunda modificación cualitativa, una revolución capitalista de las necesidades, de los gustos, de la mentalidad, de la moral… En una palabra, de la consciencia. Y una producción de los aparatos y los instrumentos necesarios para esto. Es así como nace una nueva rama de la producción, la “fábrica de la consciencia”, con sus funcionarios correspondientes; fábrica de los modelos de consumo, de los sistemas ideológicos, de los sistemas de signos que tienen como objetivo la realización-reproducción de la plusvalía relativa, de la relación social dominante.
La producción no es ya solamente producción indirecta de consumo (en el sentido de que toda producción presupone un consumo), sino que hoy se constituye también como “producción directa de consumos”: a un lado de la producción de objetos-mercancía, está la producción de necesidades-consumos-consciencia-ideología; a un lado de la producción de plusvalía relativa, está la producción específicamente capitalista de sus condiciones de realización. Así pues, la producción de las formas de la consciencia no puede ser ya considerada como algo distinto de la producción de mercancías, secundario con relación a ésta.
“Producción de mercancías” y “producción de sistemas ideológicos” son hoy, concreta y visiblemente, los dos lados o aspectos de un mismo proceso: el trabajo como actividad conforme a un objetivo. Ambas son producidas y viven simultáneamente en el mismo espacio-tiempo; para reproducirse, el capital tiene que reproducir simultáneamente las dos determinaciones. Para decirlo como el viejo Mao, es uno que se divide en dos y no dos que se fusionan en uno.
En este punto, todo determinismo mecanicista, más o menos refinado, cae necesariamente. Si, en cierto sentido, en las fases precedentes del desarrollo capitalista, las formas de la consciencia se producían espontáneamente, naturalmente, como algo pasivamente derivado de la producción de mercancías, hoy son un producto consciente, finalizado, del capital, como cualquier otra mercancía. Son consciencia en cuanto cultura de los consumos, en cuanto ideología de la mercancía, en cuanto lenguaje universal del capital que busca con toda lucidez reproducirse. El análisis de la formación social, de la dominación real, tiene entonces, necesaria y objetivamente, que reconocer como su fundamento el concepto de “producción en sentido amplio”, lo cual quiere decir la unidad “producción de mercancías/producción de consumos-necesidades-consciencia”.
En consecuencia, la metrópoli es el punto de partida del análisis, porque ella es la célula social cromosómica, el espacio-tiempo en el que se produce la mercancía y la necesidad de ésta, la plusvalía relativa y las condiciones de su realización. La metrópoli es la fábrica total. La “fábrica de objetos-mercancía” es sólo uno de sus sectores, así como lo es la “fábrica de ideología”. Asimismo, es entonces necesario caracterizar la composición de clase, el proletariado, no sólo en relación con la “fábrica parcial” sino también con la “fábrica total”, la metrópoli en su globalidad. El proletariado tiene que ser visto no sólo como fuerza de trabajo, capacidad de trabajo, sino también como consumidor conscientizado, ideologizado. Toda distinción mecanicista entre fuerza de trabajo y formas de su consciencia cae por tanto por sí misma: el proletariado en la metrópoli es al mismo tiempo fuerza de trabajo del capital y consumidor-consciencia de éste, su producto programado y finalizado.
Todo reduccionismo a uno solo de los dos términos, toda separación más o menos retroactiva de éstos, conduce hoy inevitablemente, o bien hacia los esfuerzos laboriosos del empirismo obrerista-fabricista, o bien hacia los vuelos del subjetivismo idealista, impidiendo la comprensión de la complejidad de los movimientos sociales actuales. El análisis de la formación social metropolitana necesita, en realidad, un modelo lógico global que no sostenga los reduccionismos más allá de ciertos límites. Comprendámoslo mejor a partir de un ejemplo.
Para analizar al “hombre”, determinar las leyes de su desarrollo, no puede utilizarse el simple esquema de la lombriz de tierra. No serviría de nada, para superar la dificultad, agregar a este esquema “algo”… Un día una nariz, otro día dos orejas. ¡Sólo se obtendría a lo mucho una lombriz disfrazada! Para comprender al hombre necesitamos, en efecto, un modelo cualitativamente diferente del modelo de la lombriz de tierra. El punto de partida del análisis tiene ya que contener en sí mismo un nivel de complejidad conceptual adecuado para la complejidad real de su objeto.
Así la reducción (típica de la manualística estilo Tercera Internacional) del materialismo histórico al simple esquema “estructura/superestructura” y, en particular, la identificación de la “estructura” con las relaciones de producción de la producción de objetos-mercancía (“la producción material”, como se dice) —cuando no es rotundamente la reducción de la unidad-producción-consumo a sólo el primer término, como sucede en la concepción de la “crisis” de la Tercera Internacional, que excluye completamente del campo del análisis la contradicción producción/consumo— manifiesta, frente a la complejidad de la formación social capitalista de la dominación real total, sus límites y su carácter teóricamente superado. En efecto, en las fases que preceden a la dominación real total, cuando el capital sólo había subsumido prácticamente la producción de los objetos, el análisis de las relaciones de producción podía limitarse en realidad al estudio de esas relaciones dentro de la producción material.
En Teorías sobre la plusvalía, Marx afirma que: “Todas las esferas de la producción material —de la producción de la riqueza material— se hallan sometidas (formal y realmente) al modo de producción capitalista (pues nos damos cuenta cada vez más que es por principio su objetivo y que sólo en este caso es cuando las fuerzas productivas del trabajo se desarrollan al máximo). […] Por otra parte, todos estos fenómenos de la producción capitalista en este dominio (de la producción no material) son tan insignificantes comparados con el conjunto de la producción, que se los puede dejar totalmente de lado.” Es por esto que en El capital, el concepto de “mercancía” remite directamente al de “objeto”. “La mercancía es, en primer lugar, un objeto externo, una cosa que por sus propiedades satisface necesidades humanas de cualquier tipo.” (Marx)
Por consiguiente, el modelo simplificado, tipo Tercera Intencional, podía tener algún valor operacional en la Rusia zarista del tiempo de Lenin, donde el capital se encontraba en el comienzo de su desarrollo, iniciaba apenas a ocupar la esfera de la producción material y donde el “mercado» era todavía sustancialmente de tipo precapitalista; es por esto que, aunque redujera el concepto de “modo de producción capitalista» a “la fábrica”, y el de “formación económico-social” al binomio “fábrica/Estado”, de hecho la realidad no se tropezó allí de modo demasiado violento.
Pero en la fase de la dominación real total, donde incluso la “producción inmaterial” está sometida al modo de producción capitalista —basta con considerar la mercancía en formación, la producción a escala industrial de software— los conceptos mismos de producción, mercancía y fábrica tienen necesariamente que complicarse, dilatarse cualitativamente. Además, con la estricta integración producción-consumo que presupone la producción de mercancía-ideología, ya no es posible comprender completamente las relaciones de producción independientemente de las relaciones circulación-consumo y la producción capitalista de objetos poniéndola al margen de la producción capitalista de lenguajes. Es entonces necesario forzar por primera vez nuestro horizonte conceptual.
El análisis de la formación social metropolitana no puede ya hacerse con las simples categorías del “materialismo económico” —comprendido en el sentido leninista de “ciencia de las relaciones sociales de la producción material”— al que se “agregarían” después las “formas” del Estado y de la ideología, sino que requiere desde el comienzo mismo el modelo complejo, articulado y unitario del materialismo histórico. No nos extenderemos más sobre esta cuestión, de la cual ya hemos hablado en el segundo parágrafo del primer capítulo.
La cualidad nueva de la relación producción-consumo no está de ningún modo resuelta con la identidad de los dos términos, con la superación de cada una de sus diferencias cualitativas y de cada una de sus contradicciones. Como dice Marx: “El resultado al que llegamos no es que la producción, la distribución, el intercambio y el consumo sean idénticos, sino que son en su conjunto articulaciones de una totalidad, diferencias dentro de una unidad. La producción domina tanto sobre sí misma en la determinación opuesta de la producción, como sobre los otros momentos. A partir de ella, el proceso recomienza siempre nuevamente.” La cosa tendría que ser evidente. Sin producción no puede haber ya circulación-consumo, y esto en cualquier tipo de sociedad. Hablar, por tanto, de una “circulación productora de plusvalía”, como lo hicieron algunos doctos profesores con pasamontañas actualmente arrepentidos, es una idea descabellada cuando de lo que se trata es de la dominación real total.
No obstante, en la dominación real total, la “circulación capitalista” presenta un carácter nuevo. La producción de mercancía-ideología-información es esencialmente producción de las condiciones de circulación-consumo de objetos-mercancía. Puede pensarse por ejemplo en la producción de la mercancía-publicidad. Se trata de una producción particular (“inmaterial”) de mercancía, y por tanto de plusvalía, que vive en el interior de la circulación de los objetos-mercancía. La novedad consiste, entonces, en el hecho de que el trabajo productivo amplía su esfera y penetra en la “producción material”, pero la producción, ya sea “material” o “inmaterial”, tiene de todos modos que ser siempre productora de plusvalía, y la circulación es siempre solamente “movimiento” de lo ya dado.
Además, dentro de la unidad producción de objetos-mercancía/producción de mercancía-ideología-información, por ser la primera el punto de arranque de la segunda, tiene la hegemonía sobre el proceso entero. En efecto, sin la producción de los objetos-mercancía, ni siquiera podría darse aquí la producción de sus condiciones de realización. La hegemonía no por eso es la totalidad: la producción de objetos-mercancía, “la fábrica”, es de cualquier modo la articulación de una totalidad más compleja, la metrópoli. Así la hegemonía de la producción de mercancías sobre la circulación-consumo significa centralidad del trabajo productivo de valor/plusvalía en el interior del proletariado, pero, en este caso también, el primero es sólo una parte de un todo
La metrópoli como antagonismo social total y crisis histórica general del modo de producción capitalista
De la nueva cualidad de la relación producción-consumo se deriva que, en la dominación real total, no solamente el tiempo de trabajo es tiempo capitalista, sino también que la jornada social entera es tiempo del capital. En la fase precedente, “el obrero trabaja para vivir. Para él mismo, el trabajo ni siquiera es una parte de su vida, es más bien un sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha otorgado a un tercero. Es por esto que el producto de su actividad no es tampoco el objetivo de esta actividad. […] La vida comienza para él donde termina esta actividad, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna, en la cama” (Marx).
En la dominación real total, por el contrario, no hay ya ningún sitio donde el obrero pueda entablar su propia vida, porque lo que hay por todas partes es la vida del capital. El antagonismo proletariado-burguesía es hoy, objetivamente, antagonismo social total: no ya contra un aspecto o ciertos aspectos, sino contra la totalidad de la formación social capitalista. Hay antagonismo en la producción de plusvalía relativa, donde “el desarrollo de las fuerzas productivas sociales del trabajo y las condiciones de este desarrollo se presentan como obra del capital, ante las cuales el obrero singular se ve en una relación no sólo pasiva sino antagonista” (Marx). Donde “con el desarrollo de la maquinaria, las condiciones del trabajo también aparecen como dominando al trabajo desde el punto de vista tecnológico, y al mismo tiempo que le expropian toda habilidad y saber, lo remplazan, lo oprimen y lo vuelven superfluo” (Marx). Hay antagonismo en la circulación-consumo, donde frente a un “individuo cuyas necesidades se hayan desarrollado lo más posible, por tener numerosas cualidades y relaciones”, se alza un universo en expansión de valores de cambio-mercancías, al cual, como proletario, sólo puede tener un acceso limitado por la pobreza de sus “medios de adquisición”. En efecto, “nuestras necesidades y nuestros placeres tienen su fuente en la sociedad; los medimos, por consiguiente, con la sociedad, y no con los objetos con los que nos satisfacemos” (Marx). Hay antagonismo ideológico, porque el sistema ideológico dominante es una máquina de hierro que produce las condiciones de la realización de la plusvalía relativa, de esas relaciones sociales que son, para el proletariado, “miseria subjetiva, estado de expoliación y de dependencia”. Hay antagonismo con crecimiento geométrico, hay enemistad absoluta; hay guerra social total.
En efecto, si por un lado la dominación real es “el desarrollo de un sistema en expansión constante y cada vez más global de tipos de trabajos y producción, a los que corresponde un sistema cada vez más amplio y rico de necesidades”, es por el otro férrea necesidad de conducir esa materia social compleja y multiforme en expansión al interior de los límites de la ley del valor/plusvalía relativa. En la dominación real total, el antagonismo entre el movimiento de la formación social que constituye una bola de nieve y los límites cada vez más estrechos de la “racionalidad” de la plusvalía relativa —entre el capital sobreacumulado y la penuria de plusvalía, entre la expansión de las necesidades sociales y la posibilidad relativamente decreciente de satisfacerlos para la mayoría (el proletariado)— alcanza su apogeo y deviene absoluto. La dominación real total es por tanto, al mismo tiempo, crisis histórica general del modo de producción capitalista y crisis absoluta de sobreproducción de capital en cuanto crisis de sobreproducción absoluta de relaciones sociales, expresión general y total de la contradicción cada vez más aguda entre valor de uso y valor de cambio.
En el punto en el que nos encontramos, hace falta una precisión. El concepto de “crisis de sobreproducción de capital” es uno de los conceptos que remite más frecuentemente a la teoría marxista y, tal vez justamente por esta razón, uno de los menos definidos. Para algunos, “sobreproducción de capital” significa sobreproducción de objetos-mercancía. Para otros, sobreproducción de dinero. Para otros todavía, sobreproducción de máquinas-capital constante con relación a los hombres-fuerza de trabajo. Para los más inteligentes finalmente, las tres cosas juntas. Todos estos puntos de vista tienen, sin embargo, un límite de fondo. Olvidan que “el capital no es una cosa, sino una determinada relación social de producción, relación que se presenta en una cosa y le confiere a ésta un carácter social específico” (Marx). Y que “si consideramos la sociedad burguesa en su conjunto, aparece siempre, como último resultado del proceso de producción social, la sociedad misma, es decir, el hombre mismo en sus relaciones sociales. Todo lo que tiene forma fija, como producto, etc., aparece siempre como momento, momento evanescente de ese movimiento.” (Marx)
Prisioneros todavía del mundo fetichista de las mercancía, ven sólo el movimiento de las “cosas”, en lugar de las relaciones entre los hombres, las “relaciones sociales”. Y, haciendo esto, pierden toda la profunda riqueza de las significaciones de estas categorías económicas. Tomemos algunos ejemplos.
La «tasa de plusvalía» no mide solamente la relación entre el tiempo de trabajo no pagado y el tiempo de trabajo pagado, sino una relación mucho más compleja entre los hombres: una relación de explotación y, por consiguiente, de antagonismo. Así, el aumento de la tasa de plusvalía, en el devenir del modo de producción capitalista es a la vez crecimiento de la explotación y agudización profunda del antagonismo de clases. ¡Se podría de algún modo decir que el antagonismo absoluto corresponde a un cierto valor numérico de la tasa de plusvalía!
La “composición orgánica” no es simplemente una relación entre “las máquinas” y “los hombres”, sino que es la expresión de la relación de dominación de la máquina capital sobre el hombre-fuerza de trabajo. Su crecimiento es por consiguiente un crecimiento cada vez más despótico de esa dominación.
La “baja de la tasa de ganancia” no es sólo baja de la ganancia de los capitalistas, es el indicio de la pérdida de capacidad de desarrollo, de expansión y de la formación social en su conjunto. Es la medida de su muerte.
Finalmente, el hecho de que “el valor de cambio tienda hacia cero en el desarrollo de la contradicción valor de uso/valor de cambio” no significa de manera reductiva que “el dinero sea reducido a cero”, pues es olvidar que el valor de cambio antes de ser el dinero es “la relación abstracta de la propiedad privada con la propiedad privada” (Marx). Por el contrario, esta dinámica expresa algo mucho más profundo: es la forma de la relación fundamental que se establece entre los hombres en el modo de producción capitalista que, en su devenir, tiende a negarse y a producir su superación. Lo que entra en crisis no es simplemente la “relación monetaria” sino toda la gama de las relaciones sociales entre los hombres.
Lo que, todo a la vez, tiende a producirse y a emerger, es una nueva complejidad de la materia social, nuevas relaciones entre los hombres, y de los hombres con las cosas. Es por esto que nosotros hablamos de crisis general histórica, porque la materia social producida por el modo de producción capitalista ha alcanzado, en la dominación real total, su “masa crítica”: toda expansión ulterior es para ella, a la vez, proceso de explosión/implosión, proceso de diversificación al máximo y de síncope destructor. El carácter absoluto de la contradicción entre el movimiento en avalancha de la formación social y los límites cada vez más restringidos de la “racionalidad” de la plusvalía relativa, impone en realidad al capital la necesidad de desarrollar estrategias de aniquilamiento/destrucción/control de la materia social y de hacerlas jugar como “contratendencias” a la crisis.
Estrategias múltiples, naturalmente, que no sólo prevén destrucciones de “materias económicas”, es decir, la reducción de la base productiva (despidos, subutilización de las instalaciones, cierre de fábricas, destrucción de objetos-mercancía, etc.), sino incluso destrucciones mucho más extendidas y en profundidad relaciones sociales en todos los dominios de la producción de la vida y en particular —como veremos muy pronto— en la producción antagonista de signos y de lenguajes. Estrategias que, implicando sistemas específicos de control/mando, determinan el desarrollo de una rama particular dentro de la producción de la mercancía-información: la producción de mercancías control/mando. Se trata de la “cibernética social”, de la producción a escala industrial de “sistemas lógicos» para la reducción/el control de los “conjuntos sociales”. Así, en su fase de crisis general histórica, por ser ya incapaz el capital de “controlar” la vida, ¡empieza a producir conscientemente la muerte!
Es por esto que el salto revolucionario hacia el comunismo, tomado en su sentido más amplio de expansión ilimitada de la complejidad social donde “el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos” (Marx), es hoy no sólo históricamente posible, sino que se vuelve necesario, porque, como Marx lo dijo ya, en cada época de crisis social la perspectiva misma de la “ruina común de las clases en lucha” es siempre inminente.
Crisis general histórica en fin, crisis también del universo de los fetiches, destrucción de la “ciudad de los espectros”, construcción de un mundo sin fantasmas porque no habrá ya necesidad de fantasmas. La dominación real total nos hace entonces entrever en el horizonte un nuevo nivel de la materia social donde “las cosas aparecen como son, toda ciencia de la sociedad se vuelve superflua”. Y así, dentro de poco, podremos deshacernos del materialismo histórico mismo, con todas sus abstracciones sutiles.
Más allá del horizonte capitalista, se doblarán las campanas de la teología: ciencia del feudalismo por excelencia, bazar de sueños bajo el capitalismo.
La violencia explosiva como comunicación liberadora-terapia social de la esquizofrenia metropolitana
Volver al concepto de violencia en este discurso sobre la dominación real total del capital, conlleva a precisar tres cosas: que la violencia define un carácter intrínseco e históricamente determinado de las relaciones sociales; que en la forma-metrópoli de la materia social, no hay relación que escape de esta determinación; que el comportamiento violento, “agresivo”, no encuentra su explicación en la programación genética como está de moda creer, basándose en la palabra de los investigaciones en etología y en sociobiología humana.
El determinismo biológico que hace hervir la sangre de Umberto Eco llevándolo a escribir que “los hombres (de las Brigadas Rojas) son arrastrados hacia la sangre por oscuras fuerzas biológicas”, es un subproducto de una mezcla oscura de reduccionismo materialista y de terrorismo informático del que nuestro autor se jacta de ser un gran experto. Es una subcultura de la crisis, una ideología de la dominación, una lengua del terror, simplemente un poco más puesta al gusto del día que aquella de Giampaolo Pansa —¡ay Dios mío!— que éste está todavía convencido de que las “fuerzas oscuras” tienen que ser buscadas en el cielo de la corte de Lucifer, Satán y Belcebú.
No hay, propiamente hablando, nada oscuro en la violencia de hoy en día, porque ella es el reverso del devenir normal de las contradicciones capitalistas en este estadio (¡es lo que se produce fuera de la producción alienada de la vida!). Lo cual significa que en la metrópoli imperialista no hay lugar que escape de la violencia. Porque la coerción espectacular o subliminal, económica o familiar, político-militar o ideológica, para imponer las finalidades hostiles del capital, se manifiesta ahora en todas las relaciones sociales, sin excepción.
La metrópoli es violencia: violencia implosiva autodestructiva o violencia explosiva revolucionaria. Violencia que de cualquier modo tiene un sentido de clase y que se descarga a lo largo de los senderos trazados por las necesidades de clase. Violencia de los fetiches o contra los fetiches. De los fetiches contra la vida. Contra los fetiches por la vida.
Algunos rehusarán comprender pero, en su forma ideal totalmente consumada y acabada, la dominación del capital, sobre el conjunto y sobre cada una de las relaciones sociales, significa la destrucción total de toda forma de vida humana. Sin embargo, tal forma ideal es inmediatamente contradicha por el incremento simultáneo de todas las contradicciones en el devenir concreto de este proceso. De tal suerte que este límite extremo, resultado infranqueable del movimiento implosivo y autodestructor de la formación capitalista que señalaría también el punto de colapso total de la materia social, no puede finalmente ser alcanzado. Es en este espacio-tiempo contradictorio, cada vez más violento, que la posibilidad de una transformación revolucionaria de las relaciones sociales aparece como una necesidad para la materia social en su conjunto.
Se trata aquí de un proceso atravesado, en extensión y en profundidad, en su conjunto y en cada uno de sus aspectos particulares, por antagonismos violentos. Proceso discontinuo que destroza a cada paso todas las perspectivas, tragándose sus líneas de fuga en los remolinos de la implosión y rompiéndolas sobre las líneas de fuerza de la sorpresa explosiva. Implosión: colapso autodestructivo que nos arrastra a “otra parte”. Explosión: expansión de la complejidad social que se abalanza al dominio concreto de la producción creadora de la vida.
Propiamente hablando, la crisis social en la ciudad de los espectros significa esto: la proximidad de la implosión/explosión de la “masa crítica” que se alimenta de lo vivido cotidiano de las clases. La escena tumultuosa de las manifestaciones concretas de los resultados de la tensión catastrófica de la relación social dominante: el valor de cambio, y por tanto de todas las relaciones sociales alienadas, de su desgarro inesperado, del brote necesario de formas de relaciones nuevas y más complejas en cada nuevo sobresalto de la contradicción social. La implosión del valor de cambio, que es implosión del modo de producción capitalista de la vida, obliga en efecto a los proletarios a construir una producción “distinta” de la vida, una relación entre ellos y las “cosas” cualitativamente diferente.
Los talleres de Mirafiori, durante la lucha de 1979-1980 eran algo “distinto” a una fábrica de coches: eran centros de organización-cooperación proletaria, “comedor popular”, discoteca, fumadero… Exactamente igual que las casas ocupadas por los proletarios napolitanos durante la campaña de Ciro Cirillo. Igual que las prisiones durante las revueltas.
Las latencias del futuro contenidas en el presente no se limitan a existir en las representaciones ideológicas y en las programaciones políticas. Al contrario, se manifiestan ya en el curso del brote del proceso revolucionario, y se exteriorizan en las configuraciones más sorprendentes e inesperadas, a partir de las rupturas sucesivas de las formas de relaciones dominantes. Poco importa que en el curso de esta fase de transformación se corrompan con la frecuentación inevitable de las relaciones sociales moribundas. Porque su mayor complejidad impone al final su poder, por medio de la lucha.
Pero la crisis social significa también resistencia lúgubre y feroz de la clase muerta que está todavía entre nosotros. En la ciudad de los espectros, los fetiches necróticos con aspecto humano cada vez más vago buscan colectivamente la muerte. En el sentido de darla o recibirla, indifererentemente. Ya sea el consumo cotidiano de microviolencias “ordinarias” en el mundo bien ordenado de la familia, de la escuela, de la fábrica o de la oficina. Ya sea la utilización masiva de psicofarmacia o de heroína, o incluso la alienación mística y suicida a la manera del reverendo James. Ya sea el juego que ha clavado a Lennon una bala en pleno corazón. O incluso la masa anónima y aparentemente inexplicable de los “pequeños homicidios”, como es el caso para 60% de los delitos registrados en un año en Nueva York. Ya sea el habitual balazo al aire del habitual gendarme-vigilia-policía con sus cordones policiales en nuestras casas, o incluso la tortura salvaje en las celdas de seguridad de un comisariado cualquiera — poco importa. Porque la ley que anima todo es siempre la ley autodestructiva e implosiva del capital.
Así, en las condiciones de la metrópoli, destruir las formaciones fetichistas en todas nuestras relaciones sociales es un imperativo de vida. Es una terapia social, la única solución para la condición esquizometropolitana. ¡Tener que ejercer la violencia explosiva se vuelve una necesidad absoluta! Sin la práctica de la violencia revolucionaria, la simple supervivencia ni siquiera puede ser garantizada, y sobre todo no hay ninguna posibilidad de refusión unitaria, en un proceso colectivo de liberación, de su propia consciencia estallada. Ejercer su violencia contra los fetiches del capital es el acto consciente que expresa el más alto nivel de humanidad posible en la metrópoli, porque es a través de esta práctica social que el proletariado, apropiándose así el proceso productivo vital, construye su saber y su memoria, es decir, su poder social, su identidad.
De la violencia explosiva del proletariado esquizometropolitano a la la guerra social como estrategia consciente de liberación
El carácter absoluto del antagonismo en la dominación real total obliga a redefinir la dialéctica entre “política”, como arte de la mediación de las contradicciones, y “guerra”, como su negación-aniquilamiento.
En la fase de la dominación formal, tal dialéctica estaba resumida en la proposición de Clausewitz “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. O incluso, la guerra es un instrumento de la política, una función de la mediación, una etapa transitoria entre “enemigos relativos”. La mediación domina el aniquilamiento. De hecho, cuando Clausewitz formuló este principio, tenía en mente los conflictos entre Estados, es decir, en última instancia, entre fracciones de una misma clase.
Con Lenin, la guerra entre Estados cede su sitio a la guerra “interna” entre partidos. Sin embargo, el principio formulado por el general prusiano no sufre modificaciones sustanciales. Incluso para Lenin, la guerra es una fase circunscrita, transitoria, y la insurrección y la lucha partisana tienen un carácter extraordinario. No es pues una casualidad si los escritos de 1902-1906 sobre la lucha partisana hablan de esta última como de una forma de lucha. No obstante, con Lenin, comienza ya a dibujarse el concepto de guerra como “enemistad total”, cuando hasta entonces las guerras entre Estados se habían desenvuelto según reglas establecidas y aceptadas por todos los adversarios. Pero, visto el desarrollo relativo del capital, tal “enemistad total” no podía todavía desplegarse completamente. Hasta tal punto que la Revolución de Octubre mantiene una ambigüedad entre contenido y forma: el primero es democrático burgués, la segunda proletaria.
Con Mao finalmente, la guerra pierde definitivamente su carácter de emergencia, transitorio, para volverse de “larga duración”, determinación estable de la política. Pero el salto cualitativo a su forma absoluta no está todavía realizado.
En la metrópoli imperialista, por el contrario, el carácter absoluto y total de la contradicción entre las clases invierte los términos de la dialéctica política/guerra: hoy en día es la guerra el polo principal y la política se vuelve el polo secundario. El aniquilamiento, la negación de la negación, domina su mediación; esta última se define como un aspecto provisional, circunscrito de la primera. El conflicto de clase, tras haber alcanzado aquí su máxima expresión y tras haberse extendido a todas las relaciones sociales, engendra el campo de la revolución total como guerra social total, forma general del antagonismo. En la metrópoli, la guerra toma por consiguiente una significación mayéutica: la guerra como madre/padre de todas las cosas, como contraste que destruye todas las cosas para transformarlas en algo más. Guerra como destrucción/construcción.
No obstante, el predominio de la guerra no tiene nada que ver con el predominio de lo militar. La guerra social total en la metrópoli incluye el aspecto militar como uno de sus aspectos, pero no puede reducirse a él. Esta reducción es lo que caracteriza al militarismo en todas sus versiones. Las armas, como las técnicas de combate, son instrumentos de la acción revolucionaria, instrumentos entre otros. Pero hace falta siempre tener claramente en la mente que el fundamento de esta acción, su contenido totalizante, es el contenido social de la transformación que ella persigue. La guerra social total es la proyección científica de nuevas relaciones sociales y de las formas de poder capaces de romper el monopolio burgués de su programación actual. En otros términos, recorre todas las relaciones sociales y no se contenta con privilegiar una de ellas, ya sea por ejemplo la relación económica o político-militar, o ideológica.
El esquema clásico de los “tres tiempos» —primero la conquista del poder político, después la transformación de las relaciones de producción y finalmente la transformación de todas las relaciones sociales— manifiesta entre líneas, en la dominación real total, una desviación mecanicista. Lo cual no quiere decir que haga falta aplanarlo todo ni que sea imposible avanzar en la transformación social por etapas definidas cualitativamente. Las diferentes relaciones sociales de la formación capitalista tienen un desarrollo espacio-temporal desigual, esto es un hecho innegable. Lo que queremos más bien señalar es que, en la metrópoli imperialista, el contenido de la revolución es en primer lugar social y no político. O más exactamente, que la guerra social es contra lo político. Marx dice: “Toda revolución disuelve la vieja sociedad, y en este sentido es social. Toda revolución derroca el viejo poder, y en este es sentido es política.” Si esto es cierto para “toda revolución”, no hace falta establecer el predominio de un aspecto sobre otro en la sucesión histórica de las revoluciones.
En lo que concierne a la revolución metropolitana, es sin duda su aspecto social el que domina al aspecto político, porque está llamada a disolver no solamente “la vieja sociedad, sino toda la prehistoria de la sociedad”. Es en este sentido que nosotros hablamos de revolución de época, como paso de la “sociedad ilusoria” del capital a la “comunidad real” de los hombres sociales, al socius evolucionado posmetropolitano. Por el contrario, desde el punto de vista de la burguesía, es el aspecto político-militar el que domina al aspecto social. En realidad, como ya no puede ser un factor de desarrollo de la materia social, tiene que activar al máximo todos los instrumentos de su dominación para reducir-aniquilar la complejidad tumultuosa en plena proliferación.
Por consiguiente, mientras que el poder político del proletariado se erige sobre la capacidad de practicar la guerra en todas las relaciones sociales —a partir de lo que se presenta como dominante en la formación social capitalista y, por tanto, de la relación política y militar que le es impuesta por la burguesía imperialista—, su poder social se erige sobre la capacidad de producir y de hacer vivir un saber general de las relaciones sociales, es decir, una proyección-construcción del futuro para cada relación social, orientada por el eje del proceso de liberación del trabajo capitalista.
Como Jano, la guerra de clase en la metrópoli posee dos frentes: ejerce el poder político-militar y por tanto destruye, a fin de ejercer el poder social y por tanto de construir.
Capítulo V del libro Gocce di sole nella città degli spettri (1983).