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Marcello Tarì / De monjes en batalla y comunismo orante

Lectorxs de Artillería inmanente nos envían la siguiente traducción de un texto de Marcello Tarì publicado el 30 de septiembre de 2020 en el sitio web Dello Spirito Libero.

 

Voz del monje en la batalla.
Voces de todos los oprimidos del mundo: infinitas voces
aquí reunidas en la voz de un orante atravesado por todas las pasiones.
David Maria Turoldo

 

En su texto «Lontano da dove» Fabio Milana nos cuenta cosas de gran importancia, algunas tan profundas como para desanimar cualquier consideración apresurada. A pesar de su título, me siento muy cerca del espíritu del escrito, pero hay un pasaje de su razonamiento en el que reconozco una diferencia de sensibilidad que me gustaría discutir, arriesgándome a simplificaciones y siendo consciente de que no estoy en terreno fácil. Se trata de algo que quizás entra en las difíciles relaciones entre el campo de la política y la dimensión espiritual pero, en concreto, me gustaría hablar de la manera de entender el comunismo y su relación con el cristianismo. Al abordar estos temas, a menudo aparecen diferencias de perspectivas y malentendidos que, a su vez, se reflejan en valoraciones divergentes sobre las mismas realidades.
Los malentendidos provienen casi siempre de diferentes experiencias de vida, pero si se establece un diálogo no es insuperable. Uno puede experimentar la misma cosa, la misma verdad, en diferentes momentos con diferentes herramientas y con diferentes disposiciones, y el resultado será a menudo la falta de armonía en el significado que uno le da. Para tratar de superar un malentendido de este tipo, es necesario confrontarse en amistad, manteniendo una firme referencia a la misma verdad desde la que, sin embargo, se han generado los diferentes caminos. La diferencia de perspectiva la refiero de modo más general al nudo enmarañado de lo que rodea a los razonamientos sobre fe y política, espiritualidad y política, etc., un nudo que creo que se hunde en un gran malentendido que caracteriza la historia de Occidente y que, si algún día se aclara, podría ayudar a iluminar las aporías que Milana señala en su texto, aunque dudo que pueda llegar a disolverse.
Por lo tanto, en esta intervención hablaré del comunismo y del malentendido que siempre genera su evocación, mientras que en lo que respecta a la cuestión, al menos para mí la más difícil, de la relación entre política y espiritualidad, tal vez intente volver a ella más adelante con la esperanza de que otros puedan escribir sobre ella mientras tanto.

 

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Nunca he limitado el significado del comunismo a la historia completamente moderna del movimiento obrero organizado y sus partidos, sino que siempre lo he pensado como una exigencia, antigua, actual y futura, presente en esa tensión que con el padre David María Turoldo podría describir como una «desesperación contra el futuro y una esperanza en lo absolutamente inesperado». El futuro es, evidentemente, el curso de la historia con su cadena de injusticias, pobreza, opresión y, por tanto, de pecado; lo absolutamente inesperado es su redención o «resurrección, traducida en la realidad de la experiencia personal y en la historia».1 Es decir, algo que pueda dar cuenta, teórica y prácticamente, de esas «esperanzas desesperadas» que son también el título de la inspirada reflexión que Mario Tronti realizó sobre la utopía hace unos meses. No sólo eso, sino que para mí resuena como si, en el intervalo entre la desesperación y la esperanza, el «comunismo» fuera una llamada a la lucha, por supuesto, pero también a enmendarse y a compartir la propia pobreza, a la amistad con los compañeros de aventura y con todas aquellas vidas oprimidas que claman por la justicia y, por último —pero no menos importante—, a practicar un espacio y un tiempo de contemplación. Un llamamiento que me parece que en el fondo es siempre el mismo, desde hace siglos y siglos. Responder a una llamada no es lo mismo que un acto de voluntad, y creo que es tan difícil de entender como de seguir. Tras un entusiasmo inicial debido a la fuerza del llamamiento, la mayoría no es capaz de permanecer fiel a él más que una temporada intensa, mientras que el resto está destinado a tropezar y caer y tratar de levantarse de nuevo hasta el final.
En primer lugar, hay que decir que, al entrar en la «esfera pública», la generación a la que pertenezco se enfrentó a una situación histórica en la que todos los aparatos organizativos y de pensamiento del movimiento obrero se estaban derrumbando. Diría más: hemos tenido de inmediato que hacer las cuentas con una época cuyo nihilismo reinante se traduce en la sospecha y la marginación, cuando no al persecución, de quienes insisten en creer profundamente en algo y en vivir las consecuencias. Esto supuso, por un lado, vivir con una cierta pobreza de experiencia y, por otro, la necesidad de construirse un horizonte más amplio que el representado por la modernidad agonizante, rompiendo, a martillazos si es necesario, los estrechos tabiques que nos ofrecía una sociedad civil cada vez más cansada y, salvo rarísimas excepciones, una literatura militante que sólo nos confundía más de lo que ya estábamos. Por un lado, esto nos convertía en errantes, en los dos sentidos posibles; por otro, significaba dar una nueva profundidad histórica al comunismo, lo que también implica darle una profundidad en el presente que sólo podía venir de la pasión por eso inesperado absoluto. Pensar en el comunismo en el plano vertical de la historia significa que es tan antiguo como nuestra civilización; pensarlo en el plano vertical de la vida significa convertirlo en un motivo de conversión. Ser antiguo y siempre nuevo.
Conservamos celosamente preciosas astillas de esa historia que llegaba a su fin, pero entendíamos bien que si el comunismo sólo hubiera sido el experimentado desde Marx en adelante, hasta lo que Milana llama «comunismo realizado», ya no tenía sentido para nosotros; si, por el contrario, había sido aprendido y experimentado como una exigencia antropológica de la que el comunismo del siglo XX era sólo la última emergencia, entonces todavía valía la pena luchar por él. Quizás no había mucho en ese pensamiento, pero era algo. En ese algo está también el hecho, experimentado una y otra vez, de que todo intento de crear una «comuna» entra en una constelación afectiva con el espíritu del cristianismo primitivo, lo reconozcamos o no.
Es por estos motivos «experienciales» que encuentro insatisfactoria, aunque ciertamente tiene razones, la tesis de Milana de que fue el comunismo, al que evidentemente se refiere en el sentido de movimiento obrero organizado, el que influyó en la modernidad en el cristianismo, y en particular en el catolicismo, y no que el comunismo tuviera nada que ver con el cristianismo en su origen, como se afirma en el texto que inició esta columna. Quiero subrayar que mi intención no es historiográfica y que no pretendo convencer a nadie de ninguno de los dos bandos, sino, más modestamente, dar cuenta de una experiencia de vida y pensamiento.
Lo que me gustaría argumentar es que el «valor inactivo» que Milana atribuye al Evangelio con respecto a las razones del comunismo y que, en su opinión, sólo se activaría en la modernidad y a causa de ésta, en realidad ya está activo y es fundacional en la vida de las primeras comunidades cristianas como lo atestigua el Nuevo Testamento. No estoy para nada convencido de que en la Biblia no haya ninguna conexión entre pobreza/riqueza y justicia/injusticia, pero sí es cierto, como escribe Milana, que en el Evangelio no hay ningún proyecto de revolución política ni de reforma social, pero aquí llegamos al espinoso tema de «política y espiritualidad». Sin embargo, es innegable que contiene un llamado apremiante para revolucionar nuestra manera de vivir. Todo es cuestión de creer o no creer que esta conversión de la vida tiene un efecto en la política, la sociedad y el mundo. Mi pregunta es: ¿dónde encaja el comunismo, en esa conversión o sólo después, en la política?
Como veremos, no es ciertamente un argumento nuevo el que he evocado, pero de vez en cuando es bueno retomarlo, además de que interesa aquí también por el vínculo que tiene con el tema del monaquismo que queríamos destacar. Es precisamente la absolutización del «comunismo realizado», olvidando esos orígenes y sus posteriores irradiaciones afectivas, lo que creo que no sólo ha producido una sensación generalizada de impotencia sino que ha creado esa ambigüedad por la que incluso el papa, cada vez que predica contra el capitalismo, tiene que especificar que no es comunista sino seguidor del Evangelio. En el momento de escribir estas líneas, durante una catequesis celebrada el 26 de agosto, Francisco I atacó duramente el actual sistema económico-político, arraigado en una antropología que denominó del homo œconomicus, mientras que cuando quiso indicar un ejemplo a seguir hoy, sólo pudo recordar la radicalidad del modo de vida de las primeras comunidades cristianas: «conscientes de formar un solo corazón y una sola alma, pusieron todos sus bienes en común».

 

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En una publicación del 1945 titulada La chiesa e il comunismo, Ernesto Buonaiuti comenzaba su análisis de las tormentosas relaciones entre la Iglesia católica y el movimiento obrero organizado entre los siglos XIX y XX con estas contundentes palabras: «El cristianismo nació comunista, y el comunismo nació cristiano. Se trata, por supuesto, de ponerse de acuerdo sobre el significado de la palabra cristianismo, así como sobre el significado de la palabra comunismo».2 Las conclusiones de su pequeño estudio, de hecho, dan bastante crédito a lo que Milana dice en su intervención, en el sentido de que la doctrina social católica en un momento dado tuvo que medirse con el movimiento obrero, con la provocación que la existencia de éste supuso para su «piedad», pero lo que me interesa resaltar es el sentido de esa frase inicial, que suena como un auténtico teorema que, en ese año crucial, desafiaba abiertamente las razones de los dos bandos. Se me dirá que Buonaiuti no es un buen ejemplo para empezar, considerando que fue condenado por la jerarquía eclesiástica por «modernismo». Así que voy a llamar a otras voces para que me apoyen, con diferentes sensibilidades pero todas igualmente «orantes» en el sentido del verso que es el epígrafe de este escrito.
Una de ellas es la voz de Thomas Merton, un monje trapense estadounidense que en uno de sus primeros libros, The Waters of Siloe,3 que a pesar de ser contemporáneo de Buonaiuti puede ser acusado de todo menos de modernista, toca la cuestión del comunismo en varias ocasiones. La segunda es la del padre Turoldo, un fraile y poeta que atravesó el siglo XX participando en todas sus aventuras y tribulaciones, y que no soportaba ser definido como un «sacerdote de izquierda» o de la «disidencia», sino que se describía de buen grado como un «revolucionario tradicionalista»; alguien cuya vida, decía con un brillante juego de palabras, no pertenecía ni al disenso ni al consenso, sino a la búsqueda de sentido. La tercera es de Heiner Müller, el gran dramaturgo y poeta de la RDA, que reflexionó mucho sobre la relación estratégica que a su juicio existe entre comunismo y cristianismo.
Creo que podemos decir con cierta certeza que Buonaiuti con su «teorema», en lo que respecta al cristianismo, pretendía apuntar a los tiempos antiguos de la iglesia naciente y, en lo que respecta al comunismo, a una experiencia que de manera más o menos latente ha atravesado toda nuestra historia y que, sin embargo, se inició en esos mismos tiempos y lugares y luego siguió una trayectoria autónoma.
Muchos, más recientemente en la literatura revolucionaria del Comité Invisible,4 han escrito que las referencias a una cierta concepción comunista pueden detectarse fácilmente en el Antiguo Testamento —«no habrá necesitado entre ustedes» (Dt 15:4)—; sin embargo, sólo en los Hechos de los Apóstoles encontramos descrita una práctica de vida comunista en acción: «La multitud de los que habían llegado a la fe tenía un solo corazón y una sola alma; y ninguno reclamaba como suyo nada de lo que poseía, sino que todas las cosas las ponían en común. […] No había, pues, ningún necesitado entre ellos, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían, traían el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles; y se distribuía a cada uno según su necesidad» (He 4, 32-35). No se trata en absoluto del mito kitsch del «Jesús socialista» que propagaron las organizaciones de jóvenes obreros, sino de la experiencia que tuvieron los primeros cristianos al intentar organizarse según el anuncio mesiánico, dándose no una teoría, que no existe, sino una forma de vida común que implica la presencia de una autoridad espiritual, cuya forma seguirá siendo siempre no sólo el punto de referencia de toda experiencia de vida monástica, sino que se inscribirá en todos los experimentos de liberación regidos por dos orientaciones fundamentales: 1) que todo sea en común; 2) de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades. Con razón, pues, más allá de lo cuestionable de su teología, el ex jesuita José Porfirio Miranda pudo escribir en su Comunismo en la Biblia: «El origen de la idea comunista en la historia de Occidente es el Nuevo Testamento, no Jámblico ni Platón».5 Esta tradición se ha ido perdiendo precisamente porque, si bien es cierto que la Scriptura crescit cum legente, cuando deja de ser leída con espíritu se convierte en un libro viejo del que arrancar alguna máxima moralizante o algún argumento a favor o en contra de alguna idea o institución, corriendo el grave riesgo de ser olvidada; lo mismo ocurre con las formas de vida que crecen con la lectura, si no se viven, esto es, si no se practican con espíritu, se olvidan o se cristalizan en una imagen del pasado, volviéndose como esas chucherías bellamente expuestas en el buen salón de la ideología. Éste es el problema de la «tradición».
Pero si permitimos que el teorema, o la hipótesis, de Buonaiuti se mantenga, podemos inferir que existe una tradición que rompe con todas las particiones históricas e ideológicas convencionales y que hoy, en este mundo nuestro, se presenta de nuevo como un «valor» siempre a reactivar. ¿Cómo se puede hacer esto? Si por tradición no entendemos la mera repetición de viejas fórmulas sino, por el contrario, como decía el padre Giovanni Vannucci, «un ir más allá»,6 puesto que el ejercicio de la memoria, el recordar, significa «realizar una acción provocada por un objeto o acontecimiento dado […] realizar una acción que transforma»,7 entonces hacer algo vivo de ella significa su transfiguración continua, aunque se base en un acontecimiento único y singular. Así que hoy nos toca una vez más recordar, recordar para transfigurar.

 

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Merton en su libro, que relata la historia de su orden y, en particular, la que se desarrolló en los Estados Unidos, retoma la cuestión del comunismo varias veces, dando a menudo la impresión de entablar una especie de competición entre «comunismo cristiano» y «comunismo ateo». En cualquier caso, la primera aparición del término comunismo remite inevitablemente al pasaje de los Hechos de los Apóstoles y aparece allí para explicar la forma de vida de los monjes cuya historia estaba contando. Así, Merton identifica lo que él llama «comunismo cristiano» con una formula perfectae poenitentiae y recuerda que el capítulo XXXIII de la Regla de San Benito, El «vicio de la propiedad», se refiere explícitamente a aquel pasaje de los Hechos. Por tanto, la justa referencia que Milana hace varias veces en su escrito a la penitencia/conversión puede entenderse, como vemos, como un llamamiento completamente ortodoxo a adoptar una forma de vida cuya tradición se remonta a los primeros tiempos del cristianismo —la «apostolica vivendi forma»— y que el monje trapense no duda en calificar de «comunista». Es bueno repetir y precisar: no una forma de gobierno político, no un sistema económico, no una doctrina filosófica o religiosa, sino una forma de vida. La diferencia no es sutil: «comunismo» indica aquí una práctica penitencial que deriva de una conversión espiritual. Quizás sea aquí donde más se manifieste la debilidad del comunismo moderno: en el rechazo o la ignorancia de la dimensión espiritual y religiosa que lleva a evitar fatalmente la importancia de la forma vitae. Por otro lado, la debilidad de la iglesia se ha debido a menudo a la negación de una praxis consecuente, o a lo sumo tolerada si y cuando se ha llevado a cabo dentro de los muros de un monasterio (que es algo de todos modos). En ambos casos, cada vez que en la historia se ha intentado sobrepasar esos límites institucionales e ideológicos, se ha encontrado con una represión despiadada.
Hay una escena en la película Misión, en la que se cuenta la historia de las «reducciones» guaraníes creadas por los jesuitas entre los siglos XVII y XVIII, en la que el cardenal, que ha llegado a Sudamérica para decidir la disolución de las misiones jesuitas bajo la presión de los gobiernos europeos, pregunta a un joven sacerdote cómo se administraban los bienes y ganancias de las florecientes reducciones, y éste le responde que todo se redistribuía por igual: «somos una comunidad», explica el jesuita. El cardenal le contestó, insinuando una influencia, que «hay radicales en Europa hoy en día que apoyan estos métodos», pero el joven, un poco sorprendido, le recordó que era simplemente el modo de vida de los primeros cristianos. Las misiones fueron finalmente disueltas por la fuerza. Esto demuestra lo difícil que ha sido siempre, tanto para la jerarquías católicas como para los radicales de todos los tiempos, recordar este origen que, me doy cuenta, es muy incómodo para ambas partes.
Pero aquí está la cuestión por encima de todo, que es entender el comunismo no exclusivamente en el sentido de un sistema económico-político, sino esencialmente en términos de un modo de ser, una manera de vivir que va más allá y en contra de todo sistema mundano y que, de esta forma, opera inevitablemente en la dimensión política, sea cual sea. Su organización social «en el mundo» puede eventualmente proceder en paralelo a la expansión y profundización de una forma de vida que no es «del mundo», pero nunca se identifican completamente. Lo cual es positivo, pues incluso en un sentido específicamente religioso «fe y religión, fe e ideología (la teología también es un momento ideológico), fe y lenguaje y estructuras, por muy sagradas que sean, nunca coinciden».8 La forma de vida de la que hablamos surge espontáneamente de la fe, mientras que la ideología y las instituciones son, al menos, el resultado de una mediación con el mundo. Por esto, como decía otro monje de quien Mario Tronti ha escrito aquí, el padre Benedetto Calati, las reglas, las instituciones y las leyes, más aún desde la perspectiva de la fe, deben verse todas marcadas por la provisionalidad.9 No obstante, lo que siempre ha ocurrido en la historia —de ahí la desesperación de Turoldo— es que en este desequilibrio debido a la no coincidencia, siempre se ha preferido salvaguardar la institución, la ley y la ideología en detrimento de la fe, la profecía y, obviamente, las formas de vida que les siguieron. Es en este punto donde se revela el problema constituido por la política, dentro y fuera de la iglesia.
En la famosa Carta a Diogneto, que data del siglo II y que resume el contenido del Evangelio, hay un párrafo íntegramente construido sobre la figura paradójica del creyente con el significativo título de «El misterio cristiano», donde se dice, refiriéndose a las comunidades cristianas, que «obedecen las leyes establecidas, y con su vida las superan». Hay que admitir que se trata de una actitud muy extraña, ilógica podríamos decir. Pero, si se piensa bien, la comunidad apostólica de los orígenes no abolió la propiedad privada por decreto, sino que los creyentes la superaron. En el texto griego dice exactamente τρόπο ζωής, por lo que la traducción correcta no es genéricamente «con su vida» sino «con su forma de vida». Me parece claro que lo que se quiere decir es que la afirmación de sus creencias y la modificación de la realidad en la que viven no se produce a través de una lucha política en sentido estricto, sino a través de la práctica de una forma de vida que les permite ir más allá del «mundo», es decir, trascender sus costumbres y leyes, dejándolas sin efecto.
No es fácil convertirse a esta forma de vida y no tanto por la renuncia a la propiedad de las cosas materiales, sino porque ese despojarse y poner en común se entiende también, si no sobre todo, como un gesto espiritual. Espíritu que debe penetrar en la «carne» y transformarla. Esta forma de vida es un misterio y un misterio no se puede explicar realmente, hay que vivirlo. Esto se ejemplifica con la forma provocativa en que Turoldo nos habla del significado de las parábolas del Evangelio. Para comprender el significado de una parábola, escribe el fraile, se necesita poco, «basta la actividad de la razón», pero para ser alcanzado por su verdad «hace falta sufrir», es decir, hay que adherirse a ella y crear un vacío dentro de uno mismo para acoger la verdad que Cristo nos ofrece.10 Y éste me parece que es el caso del comunismo, al menos en los términos en que hemos hablado de él. El «comunismo» tampoco es más que una parábola, así que no basta con conocer todos los libros que explican la opresión, comprender racionalmente qué es la explotación para después entender qué hacer para derrocarla, no, primero hay que vivirlo y sufrir ese vacío dentro de uno mismo. Sin olvidar que incluso la del comunismo como forma de vida es una verdad provisional, más aún entonces como organización social. De una y otra parte, nunca se ha querido entender que el comunismo no es en sí mismo el fin de la historia ni su finalidad, sólo el Mesías viene a cumplir el final, como Walter Benjamin también señaló, pero puede ser el medio de su anuncio. Por otra parte, la pretensión escatológica del capitalismo contemporáneo de ser el fin de la historia no debe considerarse inesperada, ya que en él y a través de él se realiza totalmente la mundanidad, un eschaton completamente desprovisto de redención cósmica y, por tanto, dotado de un culto que no necesita de «creyentes» que, por el contrario, cuando los encuentra en su camino, son considerados enemigos en la medida en que, al participar en él con su vida, esperan la ruptura mesiánica. El mundo burgués es, en efecto, un antirreino.
La destitución del sistema mundano bajo el que vivimos, y la afirmación de otra verdad del mundo, sólo puede producirse de una manera: destituyéndonos primero a nosotros mismos como sujetos mundanos. Jesús de Nazaret es el Dios vivo que destituye todo poder mundano, incluso la muerte cede y decae ante su avance. Sin embargo, lo que muestra incansablemente en su predicación es que sólo si, después de haber escuchado la llamada, ponemos en juego la vida, nuestra propia vida, la redención se hace posible. Así pues, Milana tiene razón cuando dice, retomando la intuición de los monjes medievales, que el desierto es ante todo interior, el lugar de la confrontación y, por tanto, del choque con uno mismo, es decir, con lo que de «mundo» se conserva en el propio Yo y que es el Enemigo. Si vences sobre esto, te vences también a ti mismo y viceversa. Si en la confrontación se involucra una ecclesia entera, el resultado será un ejército. Pero el desierto es también, como escribe Vannucci, «la dimensión donde todas las formas son abolidas, donde el hombre puede finalmente vivir desnudo de todos los ropajes de la cultura y escuchar la palabra que resuena más allá de todos los lenguajes; vibrar junto a la verdad que está más allá de las falsas verdades del hombre civilizado […]. No en los libros, no en las interpretaciones sutiles resuena la voz, sino en el “desierto”».11 Las condiciones del combate son duras, pero el mero hecho de emprender esta lucha interior, al margen y más allá de la eventual victoria, nos da fuerza adicional para luchar «fuera» del mundo. Me parece que Dello spirito libero no habla de otra cosa que de esto; por lo demás, escribe Tronti: «Tan pronto como vuelves a ti mismo, como nos aconseja Agustín, te encuentras en conflicto con gran parte de lo que te rodea, porque aparecen dos realidades irreconciliables. Estar en paz con uno mismo es estar en guerra con el mundo».12

 

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Por lo tanto, para librar esta batalla debemos convertirnos en contemplativos. Esto es parte del significado de las palabras de Turoldo al principio, lo que nos remite al filósofo francés Brice Parain, a quien citamos en el breve texto que dio origen a esta columna. Parain afirmana que en Rusia, cuando se fundó el partido bolchevique en 1903, se fundó también la primera orden monástica moderna, porque la adhesión al partido exigía a sus miembros «renuncia totalmente a cualquier otra actividad que no fuera la de luchar por la revolución proletaria» y veía en ello algo extremadamente religioso, una verdadera conversión de las costumbres. Pero lo más interesante es cuando escribió que la dimensión que deben alcanzar los comunistas es «el mayor discernimiento ante la palabra decisiva», que en su opinión viene de Dios, y esto sólo se puede hacer en el silencio de la contemplación. Concluypi que «el comunismo sólo tiene sentido si permanece el tiempo necesario en el silencio y la sumisión, para que la palabra que se pronuncie aparezca en el momento oportuno, con la mayor expectación y como única soberana».13 Parece casi superfluo recordar aquí la cercanía de la idea de Parain a la concepción de la vida monástica y, por otro lado, su alejamiento de aquello a lo que estamos acostumbrados.
La Regla de San Benito comienza con las palabras «Escucha, hijo», que no hacen más que repetir a nivel personal las palabras bíblicas dirigidas a un pueblo, incluso fundándolo: «Escucha, Israel». Ser capaz de callar es escuchar, sin anteponer nada a la Palabra que viene y que nos «funda» individual y comunitariamente. No hace falta ser muy perspicaz para comprender lo verdaderamente subversiva que puede ser esta dimensión hoy en día.
También soy consciente de lo alejado que está este tipo de pensamiento del sentido común, y no me hago ilusiones de convencer a nadie, pero lo que sí creo es que el comunismo, como tradicionalmente se ha dicho de la Escritura, cuya inteligencia crece con la vida de sus lectores, no es fundamentalmente una filosofía para insatisfechos o un programa político a aplicar en un futuro indefinido, sino algo cuya tradición existe y crece en la medida en que hay alguien que lo vive, ya que es ante todo una forma de vivir, una manera de estar en el mundo que debe favorecer esa escucha. Sólo después es posible que aparezca una «política», pero también tendríamos que ponernos de acuerdo sobre esta palabra. El problema de hoy no es que se haya dejado de filosofar sobre el comunismo —al contrario, se habla mucho de él—, sino el enrarecimiento de experiencias vivas. De hecho, no creo que la tarea actual sea revivir un término o un concepto o alguna vieja fórmula política, sino contribuir a que sea posible resistir, practicar una vida más justa, cultivar un «espíritu libre».
Desde esta perspectiva, la «destitución», de la que tanto se ha dicho en los últimos años, no es una destrucción pura y simple de lo existente, sino una manera de trascender las formas de poder existentes a través del crecimiento de formas vivas en la fraternidad y la justicia y, por encima de éstas, del amor como única «obediencia». El derrocamiento de los poderosos, los opresores y los injustos es obra del brazo de Dios que se explica en su potencia, pero el Dios judeocristiano actúa en el mundo a través de los hombres y las mujeres. Así es como crece el reino, un crecimiento que obviamente no puede dejar de ser conflictivo. Creer es en sí mismo un conflicto, no se cansó de decir Turoldo.
Quisiera insistir una vez más en la cuestión del cómo vivir, llamando la atención sobre el hecho de que aún hoy entre los pocos, quizás los únicos, que pueden utilizar el sintagma «forma de vida» sin hipocresía, es decir, refiriéndose a una experiencia viva, están los monjes y las monjas que, a través de ella, nos indican la presencia orante del reino en la tierra. Como sugiere Milana, están, quizás incluso a través de una alegría desesperada, en el ya y nos muestran con su liturgia el camino hacia el todavía no. Son el baluarte escatológico en el borde del mundo. La fuerza de laiIglesia como institución ha sido y es que, a pesar de todo, nunca ha suprimido su existencia; es más, sospecho que sin ellos sería su propia existencia la que ya no sería posible: «sin contemplación no habrá sobrevivencia de nada».14
Escuchemos de nuevo las palabras proféticas de Giovanni Vannucci: «Concretamente, en nuestro tiempo de cataclismos y desiertos, pero también de la presencia fecundante del soplo de Dios, el monje está urgido de anticipar esas formas de vida libres y liberadoras que evocan imágenes constructivas allí donde el nacimiento de las instituciones aún no tiene lugar».15 Estas formas de vida, por tanto, preceden y superan cualquier «política». Y es también por ello que creo que es fundamental mirar hoy en día al monaquismo y su espiritualidad, más allá de lo que pueda ser la disposición personal hacia los asuntos de fe, porque tiene mucho que decirnos sobre la calidad de nuestras experiencias pasadas, presentes y, quién sabe, futuras.

 

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De ahí que Turoldo, en su libro sobre el Evangelio de Juan, al discutir el valor esencialmente simbólico del texto joánico, escriba: «Toda la vida está llena de símbolos, y no sólo la lengua y la literatura. La cruz es el símbolo de los cristianos; la hoz y el martillo son el símbolo de la última herejía cristiana».16 Parece una frase sencilla, y lo es, pero si la escuchamos con atención, es decir, si la contemplamos, nos damos cuenta de su densidad. Me limitaré a señalar dos cosas, dos problemas de hecho. La primera es la definición del comunismo moderno, el del movimiento obrero organizado, como una herejía cristiana. Evidentemente, Turoldo pensó en la voz de los pobres y los oprimidos como el tema del Evangelio que vuelve con fuerza a través del comunismo del siglo XX, en el que vio algo profético. El fraile servita no utilizó el término herejía en un sentido despectivo ni en un sentido de distancia insalvable, algunos de sus mejores amigos se encontraban, de hecho, entre esos herejes pero, aun reconociendo una verdad en ellos, nunca pudo adherirse plenamente a su propuesta, tal vez precisamente por al menos uno de los motivos que Milana enumera con respecto al tema de la herejía, pero sobre todo por su rechazo absoluto a que la ecclesia se confundiera con un partido político, rompiendo así su unidad espiritual e identificándose con una de las «penúltimas verdades». Evidentemente, esta convicción no le impidió tomar partido en innumerables batallas a diario, siempre del lado de los pobres y los explotados y en contra de los ricos y los explotadores, o, al mismo tiempo, ser un gran defensor del rigor en la liturgia. La voz de un monje en batalla, en pocas palabras.
A lo largo de este escrito he colocado a menudo el cristianismo y el comunismo uno al lado del otro, como si se reflejaran en un espejo, pero no lo hice con la intención de poner todo al mismo nivel, como si no hubiera diferencias. Simplemente hay diferencias porque así se determinaron en la historia, y Turoldo vio una de estas diferencias en el hecho de que el comunismo moderno se presenta, en relación con el cristianismo, como una herejía. Creo que es importante para nosotros, quizás más ahora que ayer, entender en qué consistía exactamente esa herejía. Hoy, de hecho, las cosas podrían ser de otra manera, teniendo en cuenta que desde sus orígenes el cristianismo se ha aclarado precisamente luchando contra las herejías, lo que ha implicado también para la iglesia absorber sus elementos válidos a lo largo del tiempo, siguiendo fielmente el consejo paulino: «No apaguen el Espíritu. No desprecien las profecías. Antes bien, examínenlo todo cuidadosamente, retengan lo bueno» (1 Tes 5, 19-21).
Lo segundo, bastante consecuente en mi razonamiento, es que Turoldo, al escribir que el comunismo de la hoz y el martillo es la «última» herejía cristiana, me parece que da a la frase un tono escatológico que sugiere implícitamente que no habrá otras. Desde un punto de vista escatológico, esa herejía ha sido una de las «penúltimas» realidades, a la espera de la última que será una «ruptura total» como decía Bonhoeffer.
Esta sugerencia escatológica me da finalmente la oportunidad de retomar a Heiner Müller, quien argumentó en 1990 —la fecha es importante porque siguió inmediatamente a la caída del Muro— que «el comunismo es el intento de realizar el Sermón de la montaña de Jesús […]. El hombre quiere llevar a cabo el Sermón de la Montaña; el Manifiesto Comunista es la variante secular del sermón […]. El enfrentamiento entre el comunismo y el catolicismo en Europa fue, de hecho, totalmente superfluo, porque en ninguna parte está escrito que el cristianismo deba estar vinculado a la estructura de la propiedad privada. La alianza entre comunismo y catolicismo tendrá que surgir en el próximo milenio. La realidad sólo cede cuando uno está unido contra ella».17

 

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Incluso la mera pronunciación de la palabra comunismo hoy en día puedo imaginar que hace sonreír o enfadar a mucha gente, porque lo que uno tiene en mente es una fotografía borrosa de una historia reciente pero terminada. Sin embargo, en este punto, diría que es la historia del mayor movimiento herético que ha existido y que, como muchos otros en el pasado, fue derrotado por el mundo y no por la iglesia. No habrá más iguales y, sin embargo, su derrota sigue exigiendo justicia y cumplimiento, porque también fue la derrota de una esperanza viva entre los pobres y oprimidos de todo el mundo, que siguen existiendo y aún desesperan y esperan. Tenemos una historia de esa derrota, de hecho de esas derrotas, y sería necesario hacer una teología de ellas. Estaría bien que pudiéramos recibir una nueva bienaventuranza de ella: bienaventurados los vencidos, porque por ellos quienes oran ven venir el reino de los cielos.
Al final de su discurso, Milana hace una amarga observación: lo que estamos viviendo parece ser el tiempo de la derrota de Dios, un tiempo que, por tanto, se presenta sin alternativas ni esperanzas. No lo sé, pero si es cierto que el trono del Dios encarnado es la cruz, que según la lógica del mundo sería el mayor signo de derrota, en la otra lógica ese madero maldito es también la puerta de la redención. Cada día en el mundo es el día de la crucifixión, cada día es el día de la resurrección, cada día es el día del juicio. Quizás Dios haya querido compartir su actual derrota con el hombre, para que éste la reconozca: «El ser humano debe reconocer su derrota; gritar en voz alta que ésta no es una civilización humana; que la tecnología y la propia ciencia son, por el momento, en el sentido más amplio, las tablas del ataúd del ser humano. E incluso la religión, por más que haya aceptado el sistema, puede terminar siendo la tapa del mismo ataúd. Entonces, sólo queda señalar la resurrección a través de la muerte del mundo. “Ustedes no son del mundo”, es decir, los creyentes no pueden ser del sistema; están en el sistema pero no son del sistema».18 La tarea de los creyentes es siempre entonces comprender, poniéndolo en práctica, ese no ser del sistema, es decir, morir al mundo, y esta práctica no consiste evidentemente en el cultivo de un espiritualismo refinado sino en una forma de vida.
Por supuesto, si nadie la espera ya, la redención no puede llegar. ¿Por qué debería hacerlo? Así que sí, «creer es entrar en conflicto»19 con uno mismo y con el sistema, rompiendo su estabilidad y abriéndolos a lo imprevisible. Lo único que tengo claro es que quienes no están en paz con el mundo, si creen sin razón, deben empezar de nuevo desde el principio y vivirlo como siempre, es decir, cada vez de una manera nueva: «Todos los que habían creído estaban juntos y tenían todas las cosas en común» (He 2, 44). Deben contemplar y luchar, rezar y resistir, creer y compartir. Juntos. En la cruz de la existencia. Dejándose atravesar por todas las pasiones.

 

mejor estar perdiendo que perdidos20

 


1 «Ma canterò sempre», en David Maria Turoldo, O sensi miei… Poesie 1948-1988, Rizzoli, Milán, 1990, p. 444.
2 Ernesto Buonaiuti, La chiesa e il comunismo, Bompiani, Milán, 1945, p. 5.
3 Thomas Merton, Le acque di Siloe, Garzanti, Milán, 1974.
4 «Pocas cuestiones han sido tan mal planteadas como la del comunismo. La cosa no viene de ayer. Está en toda la antigüedad. Abran el Libro de los Salmos, lo verán bien. La lucha de clases data como mínimo de los profetas de la Antigüedad judía». Comitato Invisibile, L’insurrezione che viene-Ai nostri amici-Adesso, Nero, Roma 2019, p. 335.
5 José Porfirio Miranda de la Parra, Comunismo en la Biblia, Siglo XXI, México, 1988, p. 16.
6 Giovanni Vannucci, Esercizi spirituali, Romena, Pratovecchio, 2005, p. 99.
7 G. Vannucci, Pellegrino dell’assoluto, Servitium, Troina, 2005, pP. 51-53.
8 D. M. Turoldo, La mia vita per gli amici. Vocazione e resistenza, Mondadori, Milán, 2004, p. 30.
9 Benedetto Calati, Esperienza di Dio. Libertà spirituale, Servitium, Gorle, 2001. La amarga observación del monje es que «Tal es el pecado de la iglesia en la historia: el engaño de que el reino consiste en su culto, su ministerio jerárquico, sus leyes», p. 82.
10 D. M. Turoldo, Il Vangelo di Giovanni. Nessuno ha mai visto Dio, Bompiani, Milán, 2012, p. 64.
11 G. Vannucci, Pellegrino…, p. 137.
12 Mario Tronti, Dello spirito libero. Frammenti di vita e di pensiero, Il Saggiatore, Milán, 2015, p. 227. En un capítulo del libro, «Lo “mío” y lo “tuyo”: estas frías palabras», Tronti, con mucho más acierto, toca varios de los temas que he tratado de abordar, en particular el del desacuerdo entre propiedad y comunidad tal y como lo abordaron los Padres de la Iglesia. Sólo pudo concluir recordando el hermoso pasaje de los Hechos de los Apóstoles.
13 Brice Parain, L’embarass du choix, Gallimard, París, 1946, p. 164.
14 D. M. Turoldo, La mia vita…, p. 166.
15 G. Vannucci, Pellegrino…, p. 102.
16 D. M. Turoldo, Il Vangelo…, p. 60.
17 Heiner Müller, «Für alle reicht es nicht». Texte zum Kapitalismus, Suhrkamp, Berlín, 2017, pp. 252-253.
18 D. M. Turoldo, «Il dramma è religioso», O sensi miei, p. 341.
19 Id., «Credere è entrare in conflitto», p. 409.
20 D. M. Turoldo, La mia vita…, p. 53.

Una respuesta a «Marcello Tarì / De monjes en batalla y comunismo orante»

Se agradece enormemente el trabajo de Marcello Tarì en esta línea de investigación. Esta época nuestra la estaba esperando

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