Después del fuori e contro («fuera y contra») de los años operaístas, el dentro e contro («dentro y contra») de la lucha dentro del Partido Comunista Italiano, la brújula de Mario Tronti, desde La política en el crepúsculo (1998), indica una nueva posición de lucha: al di là e contro («más allá y contra»). «Disperate speranze» fue publicado en noviembre de 2019 por Mario Tronti en la revista Infiniti mondi.
No es tiempo de utopías. Por eso es necesario volver a hablar de Utopía. Estamos encadenados entre los barrotes de un presente eterno, una condición que nos quita la libertad tanto de mirar hacia atrás como de apuntar hacia delante: porque, según la opinión corriente y dominante, el pasado tiene el deber de morir y el futuro no tiene derecho a vivir. Como reacción, al buscar la luz de la caverna, se vuelven subversivas entonces dos facultades en gran medida humanas, la memoria y la imaginación. Deben ser cultivadas juntas y no una contra otra: esto es lo que quiero tratar de decir. Añadiendo: la referencia no debe ser a ayer, sino a antes de ayer; no al mañana, sino al pasado mañana. El pasado inmediato es lo que ha producido este presente: hay que criticarlo. El futuro inmediato está completamente en las manos de quien manda hoy: hay que quitárselo. Nunca hay que olvidar que cuando se piensa en conceptos políticos, es necesario vincularlos estrechamente a las luchas. En el viaje para llegar a las costas de la isla de Utopía, se llega cruzando un mar tempestuoso, ciertamente no acunado en las grandes bondades de las Antillas.
Éste es tiempo de distopías. Existe la aplanadora de un proceso histórico que avanza por sí misma, sin que nadie la guíe, porque no necesita guía, tiene una lógica autónoma de desarrollo y de crisis, según leyes de movimiento vétero-y-neocapitalista perfectamente intercambiables entre ellas. El Leviatán de la técnica no es un sujeto, es un instrumento, después del siglo XX, como lo fue el Leviatán de la política en el siglo XVII. En aquel tiempo sirvió para la acumulación originaria de la riqueza de las naciones, es decir, del capital-mundo, y hoy sirve para la disipación final de los recursos de la tierra. Y no está en consideración el Behemot de las guerras civiles. Los conflictos existen. Y no pueden no existir en sociedades profundamente divididas, como las nuestras. Pero hay falsos conflictos en la acción de los sujetos, como las falsas noticias en la comunicación de las palabras. La falsedad consiste en el hecho de que no sirven, porque no apuntan, para poner en crisis el mecanismo objetivo de permanencia de las actuales formas de vida, en su específica presencia original, impuestas y a la vez aceptadas. El discurso de la utopía hoy tiene la tarea de trabajar para distinguir, disociar, separar, imponer y aceptar. El pensamiento utópico o bien logra ser un pensamiento crítico antagónico de cada día, o bien corre el riesgo de convertirse en una filosofía consoladora del domingo.
Utopía, para mí, es un más allá. Más allá de lo terreno. Dudo en decir mundano. Porque mundo hoy se identifica con este mundo: exactamente lo que me repele y me empuja a buscar un más allá. Me siento cerca, a través de este camino, de toda medida o dimensión trascendente. Sin identificarme con las formas teológicas que asume, encuentro allí, y utilizo, un pensar, y un hablar, de medida política, que metafóricamente, o alegóricamente, insinúa algo más que aquí, que esto. Tan sólo en esta elección ya hay antagonismo. Mientras que en la opción opuesta, de un inmanentismo riguroso, no hay vía de salida de la subalternidad a aquello que es, tal como es. Para el tiempo que estamos viviendo, para la contingencia que estamos experimentando, no es posible imaginar una utopía política, es necesario pensar en una utopía teológico-política. Si, como veremos, siguiendo a Bloch, lo que nos interesa es «la utopía concreta», lo teológico-político, más que lo político, es capaz de asegurarnos eso no-todavía realista que estamos buscando. No nos demos la vuelta, detengamos el punto. En el Magnificat leemos: derribar a los poderosos, enaltecer a los humildes. Aquí está lo teológico. Cómo derribar a los poderosos, cómo enaltecer a los humildes. Aquí está lo político. Y no hay que decir: demasiado simple. Es tarea del pensamiento político reducir la complejidad de la historia, para que pueda ser llevada a cabo no sólo por quienes la poseen intelectualmente, sino por quienes la sufren existencialmente.
Este mundo. Este tiempo. Para el discurso de la utopía, es preliminar entender tales expresiones. Mundo y tiempo, enemigos. Una de las dificultades, tal vez la mayor, al hablar hoy del más allá, es la habituación general al estado de cosas presente, una resignación masiva, después de todo motivada culturalmente, por la imposibilidad, como se solía decir al final no hace mucho, de «cambiar el mundo». No es que la palabra cambio esté ausente. Por el contrario, para dar lugar al falso movimiento que es el consenso democrático, basta con pronunciarla, mejor aún con gritarla. Lo que es interesante: porque significa que uno no está satisfecho con la forma en que las cosas van, la forma en que las cosas han ido hasta ahora, por aquellos que las han gobernado. Se confía en los próximos gobernantes, para que las cosas cambien. Es el engaño de las actuales democracias realizadas. Ofrecer la ilusión del cambio es la forma más inteligente que se ha encontrado hasta ahora para mantener las cosas así como están. Ya no es necesario que los monstruos bíblicos gobiernen a los pueblos. Lo único que se necesita son mascotas tranquilizadoras, que no es de extrañar que ahora ocupen las habitaciones de la mayoría de las casas que alguna vez fueron ocupadas por niños.
Cambio es una palabra de pensamiento débil: un no-pensamiento que registra, recalca, refleja una no-sociedad. Margaret Thatcher no se equivocó en absoluto al decir: la sociedad no existe, sólo existen los individuos. Definió exactamente este mundo, de neoliberalismo con tracción económico-financiera. Alguien nos enseñó que hay que conocer al enemigo mejor de lo que el enemigo se conoce a sí mismo. Éste es el caso. Siempre son los jefes, y los que los representan, los que te dicen cómo son realmente las cosas. Quienes llevan a cabo protestas creen generosamente en el cuento de hadas del animal hombre naturalmente sociable. Pero siglos de anarcocapitalismo han depositado entre nosotros otra especie humana: aquélla. Es aquí donde el discurso de la utopía tropieza y se tambalea. Entonces tienes que poner en práctica no una idea débil de cambio, sino un concepto fuerte de transformación. Transvaloración de todas las formas: de producción, de intercambio, de consumo, ahora y siempre de las formas de poder y, específicamente hoy —un problema dramático— de las formas de comunicación. Y, en consecuencia, el cuestionamiento de las formas de vida, las que no se eligen sino que se padecen, las que no se gozan sino que se sufren, las que se experimentan diariamente no sobre sí sino contra sí.
Éste es un mundo que produce el máximo de futurismo tecnológico y al mismo tiempo provoca el máximo de decadencia humana. No digo que aquél produzca ésta. Sobre el tema, conviene no ser ni apocalípticos ni integrados. La técnica no es el Anticristo que hay que retener antes de que conquiste todas nuestras almas. Más bien, es el uso de la técnica lo que hace que sea quien manda, es decir, quien detenta, gestiona y maniobra riquezas y poderes. El destino de lo poshumanos teje, desde la perspectiva distópica de las máquinas inteligentes y los hombres estúpidos, inteligencia artificial e idiotez natural. Y la saludable atención al próximo desastre ambiental, como problema de todos, cuidamos que no oculte el discurso sobre la responsabilidad de algunos. El estado de cosas a transformar funciona siempre de esta manera: la movilización total por el interés general sirve para mantener seguras, no vistas, no consideradas, responsabilidades particulares bastante precisas. Saber esto es el primer paso que hay que dar para el tema de la transformación. El segundo es iniciar un proceso de desenmascaramiento que conduzca a la denuncia de las consecuencias y a la preparación de los remedios. El discurso de la utopía se estrecha dentro de estas condiciones.
Por eso, antes de aventurarnos en las respuestas sobre el futuro, debemos hacernos algunas preguntas sobre este presente. ¿Por qué esta condición desesperanzada, que ve por un lado a clases dirigentes que no están a la altura, ve por otro lado a una masa de individuos que no se rebelan? ¿Por qué todos estos homúnculos en el gobierno de los países y al mismo tiempo toda esta gente persiguiendo a los demagogos? El problema no es el contraste entre élites y pueblo, sino entre élites descalificadas y pueblo desorientado. Por lo tanto, la crítica de este mundo debe ir acompañada de la crítica de este tiempo. Sé que no quiere ser oído por esta oreja. Nadie, de los que cuentan para algo, está dispuesto a escuchar, ya sea por arrogancia, ya sea por subalternidad. Sin embargo, no es una voz la que habla, es un dato de realidad que se impone cada vez más. Mientras no haya una toma de conciencia, político-cultural, colectiva, de lo devastadora que fue la reacción anti-siglo XIX, que en los años ochenta cerró ese siglo por adelantado, hasta entonces, sepamos, es utópico hablar de utopía. Reacción es la palabra correcta, porque fue un hecho históricamente reaccionario, sólo disfrazado de ideas liberales, de formas democráticas, de blanduras del sentimiento éticas. El trabajo, político-intelectual, de desenmascarar este tiempo es tan esencial como el que concierne a este mundo.
La Trilateral fue el Congreso de Viena de nuestro tiempo. Abrió la nueva era de la Restauración. Así como aquél decretó el fin del desorden revolucionario, exportado a Europa por las guerras napoleónicas, también decretó el fin de la era de las guerras civiles europeas y mundiales, que no terminaron en el 45 sino en el 89. Todos los años ochenta, de innovación y liberación, prepararon el retorno del nuevo ancien régime, que todavía estamos viviendo. Hoy en día todo el mundo está dispuesto a admitir que no hubo «fin de la historia». Pero el japonés-estadounidense en parte lo había visto bien. Hubo el paso de la historia a la crónica, con todas las consecuencias del caso. Desde el gran conflicto hasta las peleas de recreo. Desde las narraciones ideológicas hasta el storytelling del personaje de turno. Desde la batalla de las ideas hasta la charla mediática. Desde la cultura hasta la comunicación. Desde los partidos hasta los movimientos. Desde la política-proyecto hasta la política-espectáculo. El crepúsculo de Occidente ya no emite destellos de fuego, sino que se hunde en la noche oscura de lo que se ha llamado la globalización de la indiferencia. Si observamos el contraste de los puntos de vista opuestos en la relación social entre los de abajo y los de arriba, si medimos el nivel de pensamiento que ese conflicto central producía en las dos partes en lucha, si evaluamos el grado de subjetividad de las fuerzas organizadas en defensa de los intereses contrapuestos, si consideramos el mercado con respecto al Estado, lo privado con respecto a lo público, el individuo con respecto a la sociedad, el paisaje de un pequeño mundo antiguo del siglo XIX aparece hoy ante nosotros.
Entonces, ¿qué operación intelectual aconsejar? Yo diría así: partir de una visión realista del mundo y del tiempo para preparar una visión neo-utopística que pueda concretamente saltar más allá.
Haría falta un compromiso colectivo, con una división interna del trabajo, de espíritus libres, en el sentido de personas pensantes, doblemente liberadas: de la aprobación del estado de cosas presente y de la contestación que se le ha hecho en las últimas décadas. Es necesario encontrar un nuevo modo de estar fuera y contra. Puedo hacerlo de la única manera que sé hacerlo: tirando del arco hasta el punto en el que puedo captar el objetivo más alcanzable. Visión realista. Pero dispuesto a corregir la mira con otros tiradores elegidos. La premisa común, sin embargo, debe ser: batalla en el campo y no pasos de baile en la pista.
¿La utopía concreta? Mientras tanto, un regreso del siglo XX. Es más factible llegar a la isla que no existe si se sabe que la isla ya ha existido. La Atlántida, continente desaparecido, se daba como existida. El regnum hominis de la Nueva Atlántida, imaginada por un hombre de ciencia visionario, Bacon, y aún antes por un filósofo del mundo de las ideas, Platón, no se sabe si existió alguna vez, pero la gran tierra que lo permitió estaba allí. El «ya sido» y el «todavía no» no se contraponen. Son complementarios. Como la conservación y la revolución. Es el giro de las órbitas que revoluciona los planetas. Y el salto no consiste en proyectarse hacia adelante, sino en detener el círculo en un punto: ese punto en que historia y política han sido más avanzadas que economía y tecnología y no como hoy tan dramáticamente atrasadas. Ya no se puede invocar la utopía y esperar al Mesías, sino que, siguiendo a Benjamín, se deja abierto el pequeño resquicio por el que puede pasar, para volver, en cualquier momento. Es, decir, estar listos para la ocasión. La tarea principal de una política nuevamente en el puesto de mando es preocuparse por mantener esa apertura y, en todo caso, organizarse para abrirla cuando esté cerrada.
De nuevo la pregunta, de hecho las preguntas: ¿es posible un mesianismo realista? ¿Quizás en la forma de esa «apostasía mesiánica» practicada por un Sabbatai Zevi, el muy poco conocido personaje controvertido del siglo XVII, a través del cual Gershom Scholem pudo hablarnos de utopía y modernidad? Es indudable la necesidad de atravesar vías marítimas muy angostas si queremos llegar a la isla de la utopía concreta blochiana.
Ernst Bloch escribe El espíritu de la utopía en medio de la primera gran catástrofe del siglo XX, entre 1915 y 1917. La primera edición se publicó en 1918, un segundo borrador en 1923. La razón utópica contemporánea nació junto con la época de las guerras civiles europeas y mundiales. Es la razón por la cual el discurso de la utopía, que desde entonces ha llegado a nuestro tiempo, sólo puede asumir un signo trágico. Nada consolador y tranquilizador, nada progresivo. Es un choque con la realidad. Un grito desesperanzado de esperanza. En una «Advertencia» de 1936, el libro se define como «el intento de una primera obra fundamental, expresiva, barroca, religiosa», con todo el ambiente cultural de la época, desde el Blaue Reiter hasta la poesía y la pintura expresionistas, una obra tejida «en el pozo del alma, como dice Hegel, pero con una “carga de dinamita” en la relación sujeto-objeto, construida sobre el principio: “El mundo no es verdadero, pero quiere volver a casa a través de los hombres y la verdad”». Bloch volvió a leer su texto en 1974, en una conversación en Tubinga: se puede ver ahora en la edición italiana (La Nuova Italia, Florencia, 1980, pp. VII-XVIII). Cuando un autor se relee a sí mismo décadas más tarde, las chispas del pensamiento parecen brillar con una nueva luz. Los descubrimientos se repiten y al mismo tiempo se profundizan. El presente y el futuro —dice Bloch— no pueden ser mirados y tratados de manera contemplativa, necesitan práctica en cuanto a la acción y la voluntad, en cuanto a la toma de decisiones. En medio, la mediación de la política. Así, «la utopía se convierte sustancialmente en una pre-aparición (Vorschein)». Y esto «mucho más que en las teorías de los Estados ideales, donde la maravillosa isla de nuestro deseo conmovedor se trasladó a una remota isla de los Mares del Sur, como en Tomás Moro o Campanella. Incluso los grandes utopistas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, especialmente Fourier y Saint-Simon, no construyeron nada más que la sede de una imagen onírica bien fundada de nuestro futuro cercano. A ellos el marxismo vinculó su praxis de una transformación que finalmente podría realizarse en términos concretos, criticando la abstracción de la utopización anterior y permaneciendo fieles con tanta más fuerza a la orientación hacia el futuro de la función utópica. Vale por eso la frase: «El marxismo no es una utopía, sino el novum de una utopía concreta». Esta frase no se encuentra en esta formulación en El espíritu de la utopía sino en el Prinzip Hoffnung, pero está sustancialmente ya contenida en la primera obra; lo mismo vale para el concepto aparentemente paradójico de «una utopía concreta».
Bloch regresó a Alemania cuando se formó la República Democrática Alemana en 1949. Fue aquí donde, como profesor de la Universidad de Leipzig, escribió la gran obra El principio esperanza en la década de 1950. Toca con la mano la extinción del fuego que había sido encendido por el marxiano «sueño de una cosa». Concluyó esa conversación en 1974, invitándonos a mirar de nuevo nuestra historia y sus obras «volviendo a la utopía y por lo tanto a lo que no se rescata, que nos espera, que aún no ha llegado y que, además, está amenazado». El último capítulo de El espíritu de la utopía llevaba el título de «Karl Marx. La muerte y el apocalipsis».
«La guerra terminó, la revolución comenzó, y con ella las puertas parecieron abrirse. Sin embargo, casi inmediatamente volvieron a cerrarse». Ésta es una de las frases conmovedoras de este capítulo. Mencionaré algunas de ellas que aluden, no sólo metafóricamente, a nuestro presente. «Todo procede a tientas bajo la guía de un extraño presentimiento, cuya falta marca con fuego a los seres vivos individuales, dondequiera que intenten, conserven, rechacen, reutilicen, erren, retrocedan…» Pero «el hombre es el único ser vivo capaz de transformar». «Hemos aprendido al menos una cosa al mirar el mundo real hace cien años (¡hoy, doscientos!): del pensamiento programático socialista Marx eliminó radicalmente el simple fanatismo abstracto y separado, el jacobinismo puro y simple… Tal modo de ser prácticos, de cooperar en el horizonte constructivo de la vida cotidiana y de juzgar rectamente, de ser precisamente políticamente sociales, está muy cerca de la conciencia y constituye una misión revolucionaria de la utopía… Por eso Marx enseñó que nunca hay que buscar o experimentar más allá de lo estrictamente posible y que el único problema es siempre solamente el siguiente paso… Marx quiere actuar y cambiar el mundo a través de la voluntad y por eso no se limita a esperar que se den ciertas condiciones, sino que enseña cómo hacerlas surgir, coloca la lucha de clases, analiza la economía teniendo en cuenta elementos variables aptos para una intervención activa».
Para nuestros compañeros de viaje de hoy: «Siempre estamos esperando, tenemos un anhelo y un conocimiento reducido, pero nos falta acción, ya que resulta del hecho de que nos falta completamente la amplitud, la mirada y el fin, que no hemos cruzado ningún umbral mínimo…».
Y finalmente, la línea de conducta: «La historia es un viaje duro e incómodo… Por lo general, las circunstancias son tales que el alma debe hacerse culpable para aniquilar el mal existente, para no hacerse aún más culpable retirándose en lo idílico y tolerando la injusticia con aparente bondad. La dominación y el poder son en sí mismos malignos, pero es necesario oponerles otra tanta potencia, como un imperativo categórico que apunta la pistola…».
Palabras de hace un siglo. No sé si olvidadas, si no comprendidas, si rechazadas. Por mi parte, sólo sé que comentarlas haría perder la fascinación que el impacto directo asegura al lector. Peor aún, resumirlas con otras palabras significaría en todos los casos traicionarlas. Sólo hay que introducirlas dentro de sí y eso es suficiente. El subtítulo que especifica «Karl Marx. La muerte y el apocalipsis», dice: «Los caminos del mundo por los cuales lo interior puede convertirse en exterior y lo exterior en interior». La parte central de Geist der Utopie desarrolla el tema Selbstbegegnung, Encuentro con el Sí. Es correcto decir «el tema», porque gran parte del capítulo compone una «Filosofía de la música»: arte íntimamente utópico, «arte milagroso y transparente que supera la tumba y el fin de este mundo». La música es la cosa en sí que se manifiesta en el deseo espiritual y que por lo tanto nos incita al sueño: «y esto es lo que aún no es, lo perdido, el presagio, nuestro encuentro con el Sí escondido en las tinieblas y en la latencia de cada momento vivido, el encuentro con nosotros mismos, nuestra utopía que se llama a sí misma a través del bien, la música y la metafísica y que sin embargo no es terrestremente realizable». Utopía es «nombrar el nombre de Dios de manera completamente diferente, ese nombre a la vez perdido y nunca encontrado». Sigue una digresión titulada «El misterio».
La utopía concreta, la utopía política, es decir, la política que se enfrenta dramáticamente a la consecución de un fin más allá de la realidad en la que lucha, debe hacer las cuentas con la dimensión de misterio que marca la vida humana: así, la historia de los acontecimientos es un enigma que cada época, a su manera, tiene la tarea de descifrar. Bloch llama a esta tarea «la forma del problema inviable».
El espíritu de la utopía tiene una continuación, de hecho tiene una continuación del último capítulo, aquel sobre Marx, la muerte, el apocalipsis. Bloch escribe y publica a poca distancia, en 1921, un libro quizá aún más explosivo, Thomas Müntzer, teólogo de la revolución. Cada joven, chico o chica, que toma la decisión de entrar en política del lado de aquellos que quieren cambiar este mundo, tiene la obligación ética de beber de esta fuente, para una acumulación originaria de energía subversiva. Bloch, en la reedición de 1969, con muy pocos cambios, lo llama «un apéndice del Geist der Utopie», con la advertencia: «Su revolucionarismo romántico encuentra medida y determinación en mi libro Das Prinzip Hoffnung». Pues bien, ese joven que ahora es lector de Müntzer, que se ha convertido en un adulto, en lugar de resignarse a convertirse en un demo-progresista tranquilo, se empeña seriamente, e inquietamente, a dar «medida y determinación» a su revolucionarismo romántico inicial. La guerra de los campesinos, en la Alemania de la Reforma, es uno de los pasajes de la larga y gran historia de revueltas de las clases subalternas, cuya memoria debe ser preservada y valorada como un verdadero patrimonio de la humanidad.
También aquí, del texto de Bloch, algunas perlas: «Müntzer fue quien más bruscamente se quebró, por más que sus deseos fueran de vastísimos horizontes. … Él y su obra y todo lo pretérito que merece ser reseñado está ahí para obligarnos, para inspirarnos, para apoyar con mayor amplitud cada vez nuestro constante propósito». «Todo el sistema estratificado de la sociedad constituida en la Edad Moderna venía a gravitar sobre la población campesina, sobre la indefensa masa nuclear de la nación, explotada simultáneamente por todos los estamentos del Imperio… Así, pues, convendrá en adelante examinar a fondo el corazón de los campesinos revoltosos… Las apetencias económicas, siendo, por cierto, las más razonables y constantes, no constituyen la motivación única ni permanentemente más vigorosa ni tampoco más genuina del alma humana sobre todo en tiempos de fuerte agitación religiosa… Las aficiones, los sueños, las emociones serias y puras y los entusiasmos proyectados hacia un fin no sólo se sustentan de la necesidad más tangible, y pese a ello, jamás son ideología vana; no decaen, sino que contribuyen a dar un color de realidad a un largo período, provenientes de un punto original, creador y determinador de valores, que hay en el alma, y siguen ardiendo, inextinguibles, aun después de toda catástrofe empírica, de la misma manera que mantienen en todo tiempo como asunto de permanente actualidad la orientación en hondura del siglo XVI, el milenarismo de la Guerra de los Campesinos y del movimiento anabaptista…». «No se pone en juego la vida tan sólo por un plan estatal de producción perfectamente organizada, y justamente en la realización bolchevique del marxismo retorna de modo inconfundible el fenotipo del anabaptismo radical, con ribetes taboritas, comunistas y joaquinianos y librando la eterna batalla de Dios». «Se nos vuelven a aparecer, resplandecientes, la figura y el designio de Thomas Müntzer, que en muchos aspectos nos recuerda a Liebknecht y cuya condición de organizador implacable llega a situarlo incluso en la vecindad de Lenin y su estirpe, además de infundir a la Revolución, en lugar de un eudemonismo meramente terrestre, su finalidad más pujante». «Conclusión y meta del Reino»: «Inescuchada todavía, ofrécesenos la historia subterránea de la Revolución, que ya dio sus primeros pasos en posición erecta; pero ahí están los Hermanos del Valle, los cátaros, waldenses y albigenses, el abad Joaquín de Calabrese, los Hermanos de la Buena Voluntad, de la Vida Comunitaria, del Pleno Espíritu y del Libre Espíritu, Eckhart, los husitas, Müntzer y los anabaptistas, Sebastian Franck, los iluminados, Rousseau y la mística humanista de Kant, Weitling, Baader, Tolstoi… Aúnase todos ellos, y la conciencia moral de toda esta tradición tan inmensa vuelve a afirmarse otra vez contra el miedo, el Estado, la incredulidad y toda fórmula de autoridad que prescinda del ser humano. Arde ya la chispa sin detenerse nunca más en lugar alguno y obedeciendo a la más categórica exigencia de la Biblia, a saber, la que dice que no es este mundo nuestro paradero definitivo, sino que estamos buscando uno venidero… Resplandece muy alto sobre las ruinas y las esferas culturales derruidas de este mundo el espíritu de la utopía no disimulada».
¿Cuál es la diferencia entre distopía y utopía? No me refiero a las imaginaciones futuras que denuncian el presente: ayer George Orwell y Aldous Huxley, hoy James G. Ballard. Éstas son bienvenidas. Las distopías son lo futurible de las ciudades, de las casas, de los trabajos y, por lo tanto, de las relaciones deshumanizadas. Este tipo de utopía negativa cambia, mientras que la utopía positiva transforma. Una innova, otra revoluciona. El mecanismo distópico es un dispositivo objetivo, en continuidad con el presente. La agitación tecnológica presente sigue el desarrollo capitalista, lo acompaña, en buena medida lo estabiliza. Siempre va hacia adelante, sin mirar atrás. La pasión utópica es una instancia subjetiva, rompe la historia, la pone patas arriba, está en contra de lo que es, pero no en contra de todo lo que ha sido. No camina hacia el futuro, salta más allá del presente, incluso en nombre de otro pasado. Conserva la acumulación de insurgencias advenidas, para dar fuerza a lo que cree que debe advenir. Hoy en día existe una especie de utopía concreta que se impone hegemónicamente tanto en los productos como en los pensamientos. Es la utopía tecnológica, con sus resultados nunca satisfechos de sí mismos y siempre nuevos, siempre diferentes. Se les contrapone una especie de utopía antropológica concreta. La medida del juicio es el destino de la condición humana. ¿Estamos realmente pasando de una condición capitalista inhumana a una condición tecnológica poshumana? Sería apropiado llamar a las nuevas generaciones a preocuparse no sólo por el futuro del planeta en su deriva medioambiental, sino también por el futuro del hombre en su deriva artificial. El discurso utópico, político, de hoy está llamado a una batalla preliminar de ideas: impedir que esa perspectiva de redención humana inscrita en las luchas del pasado se cierre para siempre, por la extinción de una humanidad disponible para la gran tarea.
Redención es una palabra oportuna: redimir a los que están en el fondo de la sociedad de su condición de subalternidad. Tal era el ideal del movimiento obrero: «la emancipación del proletariado emancipará a toda la humanidad». Utopía no realizada. Ese pasaje de Bloch, citado anteriormente, vio el regreso, en la realización bolchevique del marxismo, del antiguo modelo de lucha divina míticamente dirigido a la finalidad. Escribía en 1921. La revolución recién nacida, aunque atacada por todos los lados, esparcía la esperanza de la liberación de los oprimidos por toda Europa y más allá. Piensen en cuánta movilización de luchas, en cuánto entusiasmo por la acción, en cuántas opciones de vida, daba lugar esa simple consigna: ¡hagan como en Rusia! Un sueño roto permanece, debe permanecer, en la memoria, para motivar futuras insurgencias, pero debe ser cultivado, ese sueño, si se lo borra, o peor aún, si se acepta hacerlo pasar por una pesadilla, se hace un enorme daño a la propia parte. Este daño se ha hecho: y de manera irreparable.
Entonces, ya que estamos hablando de utopía, no nombraría al marxismo, nombraría al comunismo. Marx nos dio las armas para combatir el capitalismo, pero nos dejó desarmados sobre la vía para salir de él. Se necesitó a Lenin, para corregir y añadir algo esencial. Pero, precisamente, las puertas se abrieron y volvieron a cerrarse inmediatamente. Porque «no se pone en juego la vida tan sólo por un plan estatal de producción perfectamente organizada»… El proyecto marxista de llevar el socialismo de la utopía a la ciencia, precisamente esto fracasó. Querer demostrar científicamente el paso del capitalismo al socialismo es como querer dar la demostración científica del paso del infierno de este mundo al paraíso del otro. O lo crees o no lo crees. La fe es un agente potente de virtud. ¿No dicen que mueve montañas? Todo lo que se te permite hacer es pasar de una utopía ideal a una utopía tan real como sea posible. El marxismo no es una filosofía. Una filosofía vale para todos. Y el marxismo no puede valer para todos. La poderosa obra de Marx es un instrumento indispensable de conocimiento y de lucha dentro de esta determinada formación económico-social-política, para el uso de una parte alternativa y antagónica. No hay una filosofía de la praxis, hay un pensamiento de la acción: pensamiento político que acompaña, sigue, dirige, orienta la acción social. Una filosofía del marxismo sólo puede ser una ideología. Tampoco es malo que sea así. Siempre y cuando seas consciente de ello. No una falsa conciencia, sino otra conciencia, una narración ideológica autónoma, libre del mundo y del tiempo tal como son, potencialmente hegemónica con respecto a las narraciones dominantes.
Es indispensable la «visión», un imaginario que te haga percibir, por quien quieres implicarte en la lucha decisiva, que tu proyecto está en este mundo pero no pertenece a este mundo. No una diversidad, sino una alteridad. Un espíritu de una parte como verdadera libertad de espíritu. Yo dije que si Marx hubiera escrito, en lugar de las Tesis sobre Feuerbach, las Tesis sobre Kierkegaard, habría habido otra teoría del marxismo y otra historia del movimiento obrero. Las afinidades electivas entre estas dos personalidades contemporáneas me parecen tan sabidas como desconocidas. Sería un trabajo de investigación fascinante para la mente joven de un estudioso profundizar en su alcance.
Sólo puedo mencionar aquí, a través de la referencia explícita hecha por Karl Löwith, en su De Hegel a Nietzsche, que de la disolución de las mediaciones hegelianas surgen las dos posiciones radicales de Marx y Kierkegaard como crítica del mundo capitalista y del cristianismo mundanizado. Reporto dos pasajes. «Poco antes de la revolución de 1848, Marx y Kierkegaard le confirieron a la voluntad de decisión un lenguaje cuyas palabras todavía ahora son valiosas: Marx en el Manifiesto comunista (1847) y Kierkegaard en una Proclama literaria (1846). Uno de los manifiestos concluye así: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”; el otro afirma que cada uno, por sí mismo, debe trabajar por su propia salvación; la profecía del progreso del mundo, en cambio, a lo sumo sería soportable como una broma. Históricamente considerada, esa oposición significa dos aspectos de una destrucción común del mundo cristiano-burgués. Marx se apoyó en la masa del proletariado para alcanzar la revolución del mundo burgués-capitalista, mientras que Kierkegaard fundó todas las cosas en el individuo, lucando contra el mundo burgués-cristiano. A esta circunstancia corresponde el hecho de que para Marx la sociedad burguesa fuera una sociedad de “individuos aislados”, en la que el hombre enajena su “ser específico”, y para Kierkegaard la cristiandad constituía un cristianismo propagando en masa, en la que nadie es sucesor de Cristo… Marx se dirige contra la autoenajenación que para el hombre es el capitalismo, y Kierkegaard contra la enajenación, que para el cristiano es la cristiandad». «Marx somete las relaciones externas de la existencia de las masas a una decisión radical, y Kierkegaard hace lo mismo con la relación interna de la existencia del individuo frente a sí mismo». La existencia ya no es para uno y otro lo que era para Hegel, el simple existir, esencia que se hace existencia. «Sobre la base de la misma desavenencia con el mundo racional de Hegel, vuelven a separar lo que éste había unido. Marx se decide por un mundo humanitario, “humano”, y Kierkegaard por un cristianismo sin mundo, que, “considerado desde el punto de vista humano”, es “inhumano”… Conciben lo que es como un mundo que está determinado por las mercancías y el dinero y como una existencia que se halla atravesada por la ironía y el “cultivo alternante” del aburrimiento. El “reino del Espíritu” de la filosofía hegeliana se convierte en fantasma en un mundo del trabajo y de la desesperación… La consumación hegeliana de la historia se convierte para ambos en término de la prehistoria, anterior a una revolución extensiva y a una reforma intensiva… En el lugar del Espíritu activo de Hegel, en Marx entró una teoría de la praxis social, y en Kierkegaard una reflexión del actuar íntimo, con lo cual ambos se apartaron, a sabiendas y voluntariamente, de la teoría entendida como la suprema actividad del hombre. Por lejos que esté uno del otro, son muy afines entre sí en el ataque común a lo vigente y en el común apartamiento de Hegel. Aquello que los diferencia también confirma la afinidad entre ambos».
«Teoría de la praxis social», «reflexión del actuar íntimo»: mantener unidas estas dos dimensiones, en gran parte humanas, es la utopía concreta provisional que sólo se nos concede hoy. Éste es el tiempo del «entremedio», una larga época de restauración, que avanza con las botas de las siete leguas de la innovación. Ya no vale la frase: el viejo mundo muere y el nuevo mundo lucha por nacer. No, el viejo mundo vuelve a vivir con ropa completamente nueva. Así, democráticamente, el pueblo decae en masa, el individuo liberalmente no se eleva a persona. La utopía teológico-política es conducida de nuevo in interiore homine. La exterioridad enemiga y la interioridad amiga delinean un criterio «inactual» de lo político. Cuidado, debe ser cultivado sólo como lucha. El joven Hegel lo sabía, antes de llegar a un pacto, como a veces también es necesario hacerlo, «con el vulgar real». Los dos ya habían levantado el árbol de la libertad en Tubinga, en reconocimiento de la revolución en Francia, cuando Hegel dedicó a Hölderlin, en agosto de 1796, para entonces todas las pasiones apagadas, ese ejemplo de pensamiento poético que es Eleusis: «Nunca se abandone al sueño el laborioso trabajo de los mortales… / entonces la alegría de encontrar más firme y más madura / la fe en la promesa de otros tiempos… / (der freien Warheit nur zu leben) vivir sólo por la verdad libre / y nunca hacer las paces con la norma / que sobre las opiniones y los sentimientos reina».