Con ocasión de un «Encuentro nacional de las Comunas Libres y de las iniciativas municipalistas» que el 18 y 19 de enero de 2010 se libró en Commercy (Francia), Raoul Vaneigem hizo circular esta contribución, publicada el 18 de enero en el sitio web francés de Le Média.
Hasta ahora el capitalismo sólo ha vacilado debido a sus crisis de desarrollo interno, a sus flujos de crecimiento y decrecimiento. Ha progresado de quiebra en quiebra. Sólo hemos logrado hacerlo caer en ocasiones muy breves en las que el pueblo ha tomado en sus manos su propio destino.
Afirmarlo no es jugar a los profetas: hemos entrado en una era donde la coyuntura histórica favorece el desarrollo del devenir humano, el renacimiento de una vida ebria de libertad. ¡Basta de muros de lamentos! Son demasiados los himnos fúnebres que socavan silenciosamente el discurso anticapitalista y le dan un trasfondo de derrota.
No niego el interés de los observatorios del desastre. El repertorio de luchas se inscribe en la voluntad de romper la globalización financiera y establecer una internacional del género humano. Sólo deseo que se añadan las avanzadas experimentales, los proyectos de vida y las contribuciones científicas, cuya poesía individual y colectiva preparan de un modo demasiado discreto sus territorios.
Reivindicar los derechos de la subjetividad es una acción solitaria y solidaria. Nada es más estimulante que ver a los individuos liberarse de su individualismo del mismo modo en que el ser se libera del tener. ¿Tomará tiempo? Sin duda. Pero aprender a vivir es aprender a romper la línea de tiempo y a desterrar del presente la vuelta al pasado, donde se excavan los abismos del futuro. Un devenir mantenido en estado fetal durante diez mil años resurge del mismo modo en que vemos un objeto del pasado elevarse desde las profundidades de la tierra. Es una hebra de paja en la carreta de heno del oscurantismo universal. Una chispa ínfima ha prendido fuego en él. El mundo entero está en llamas.
Es suficiente para mi júbilo ver afirmarse en esta insurrección plebeya una radicalidad cuya conciencia no he dejado de afinar. Está en juego mi propia vida añadiendo unas gotas de agua al océano de solidaridad festiva que palpita bajo mis ventanas. Porque el pueblo ya no es una muchedumbre ciega, sino un grupo de individuos decididos a escapar del embrutecimiento individualista, una mayoría de anónimos cuya cualidad de sujeto protege frente a la reificación. Han revocado su condición de objetos, han desertado del rebaño cuantitativamente manipulable por los tribunos de derecha e izquierda.
Una vez escribí: «La vida es una ola, su reflujo no es la muerte, es la reanudación de su impulso, el soplo de su vuelo». De esta manera manifestaba mi rechazo a la influencia mortífera que tan servilmente consentimos. Invito aquí a reflexionar sobre las implicaciones que reviste la observación para las prácticas de autodefensa que aplican la creciente potencia poética de las insurrecciones mundiales.
La tierra es nuestro territorio. Ese territorio tiene las dimensiones de nuestra existencia personal. Es local y es global, pues no pasa ni un solo instante sin que intentemos desentrañar, en nosotros y en el mundo, las alegrías que nos suceden y las desgracias que nos agobian. Estamos constantemente evolucionano entre lo que nos hace vivir y lo que nos mata. Sólo en el individualista (ese cretino convertido de sujeto en objeto) la preocupación de sí mismo se convierte en mirarse el ombligo, el cálculo egoísta prevalece sobre la generosidad solidaria, la libertad ficticia se enrola en las cohortes de la servidumbre voluntaria y la resignación resentida.
Ocupar el territorio de nuestra existencia es aprender a vivir en él, no a sobrevivir. De ahí la pregunta: ¿cómo vivir sin romper el yugo de las multinacionales de la muerte?
Tomando el ocio de la insurrección permanente. El tiempo de la vida no es el de la economía. El capitalismo ha caído en la trampa de la rentabilidad a corto plazo. Nuestra determinación vital juega, por su parte, a largo plazo. Aguantar, azotar las finanzas con golpes repetidos, multiplicar las zonas de gratuidad forman parte de una guerrilla de hostigamiento que requiere más ingenio que violencia (como lo demuestra el levantamiento de los peajes de las autopistas, el libre paso en las cajas de los supermercados, el bloqueo de la economía).
El Estado fuera de la ley. El capitalismo y su policía estatal no nos darán nada regalado. Combatirán el surgimiento de las zonas de donde se desterrará la opresión estatal y la reificación mercantil. Saben que lo sabemos y creen que nos harán arrastrarnos débilmente bajo la amenaza de sus grandes batallones. Sin embargo, su jactancia los ciega. Lo que nos entregan es, en efecto, un regalo. Nos dejan nada menos que una razón que anula la razón de Estado. El gobierno recurre a la dictadura para reformar, para remodelar la democracia con golpes de garrotes y de mentiras. Así pone en contra de sí el derecho inalienable a la dignidad humana. Justifica la desobediencia civil como un recurso legítimo contra la inhumanidad. Sí, nuestro derecho a vivir ahora garantiza la legitimidad del pueblo insurrecto. Este derecho proscribe la ley del Estado que lo desacata.
La autodefensa es parte de la autoorganización. Ella nos pone frente a una alternativa: dejarla desarmada es un acto suicida, militarizarla la mata. Nuestro único recurso es innovar, superar la dualidad de los contrarios, la oposición entre el pacifismo y la guerrilla. El experimento está en marcha, no hace otra cosa que empezar. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) posee, como cualquier ejército, una estructura vertical. Sin embargo, su función tiene por objeto garantizar la libertad y horizontalidad de las asambleas en las que los individuos toman colectivamente las decisiones que se consideran mejores para todas y para todos. Las mujeres han obtenido, por voto democrático, la garantía de que el EZLN intervendrá solo a título defensivo, nunca con fines ofensivos. La mera presencia de una fuerza armada ha sido suficiente hasta la fecha para disuadir al gobierno de aplastar a los zapatistas mediante el recurso del ejército y los paramilitares. Nada ha sido jugado, todo se juega constantemente.
La situación de Rojava es diferente. La guerra librada por la internacional del lucro ha condenado a la resistencia popular a responder en el terreno del enemigo, con sus armas tradicionales. Era un estado de emergencia. Sin embargo, el lugar preponderante de las mujeres, la voluntad de fundar comunas liberadas del comunitarismo, el rechazo a la política empresarial y la primacía otorgada al ser humano auguran una renovación radical de los modos de lucha. Evidentemente, estos ejemplos no son un modelo para nosotros, pero podemos aprender lecciones de su carácter experimental.
Federar las luchas. Lo que más cruelmente falta en las insurrecciones que se están extendiendo gradualmente sobre nuestra tierra, que está amenazada por todas partes, es una coordinación internacional. Si el nacimiento del movimiento zapatista no fue sofocado en el acto, esto se debió a una movilización inmediata de las consciencias. Una onda de choque sacudió la apatía general. Aunque el movimiento de los chalecos amarillos arrancó a la inteligencia popular de un largo letargo, el alboroto mediático, el martilleo de las habladurías, de la neolengua que invierte el significado de las palabras, han recuperado la ventaja y han aumentado considerablemente la eficacia de la máquina de cretinización. Se podría haber asumido que una ola de indignación y protesta global —un «Yo acuso» universal— habría liberado a Julien Assange y protegido a los denunciantes. El espesor del silencio ha demostrado que la era de los asesinos se está instalando discretamente. El cementerio es el modelo social programado. ¿Vamos a tolerarlo?
¡Ni triunfalismo ni derrotismo! La vida ha emitido un grito que no se extinguirá. Sólo necesitamos propagar su conciencia por los cuatro rincones del mundo. Detentamos una potencia creadora inagotable. Tiene el poder de suplantar, con los ritmos de la vida recién descubierta, la aburrida danza macabra donde se pudre lo vivo.
Al despojarnos de nuestros medios de existencia, el Estado ya no nos protege del crimen, sino que es el crimen. Nuestra legitimidad es derribarlo. La defensa de la vida, de la naturaleza, del sentido humano lo implica. ¿Derribarlo? No. Cuando el proyecto se concibe de esta manera se empaña con una connotación militar y fanfarrona cuyos ejemplos pasados nos llaman a ser cautelosos. ¿No sería mejor vaciarlo desde adentro, para recoger y hacerse cargo de ese bien público cuyas conquistas se suponía que debía garantizar y que ha vendido a los intereses privados? De eso se trata la Comuna. ¿No?
Cada cual es libre de diseccionar desde arriba al Estado y al sistema mafioso del cual es el brazo opresivo. Bajo el bisturí de la precisión analítica, hemos visto multiplicarse una serie de revelaciones y denuncias que desnudan al rey hasta el extremo de su inhumanidad transhumanista. Éstas señalaban con el dedo las obras bajas urdidas en los bastidores dorados del teatro elíseo. Mostraban cómo la realidad forjada por los explotadores tiende, por la enormidad de su mentira, a reemplazar la realidad que viven los explotados. Cómo somos reclutados a la fuerza en un mundo al revés donde sólo somos peones manipulados por cretinos. Éstas son acusaciones implacables contra el Estado, pero el Estado las empujará con el pie hasta que no se lo cortemos.
El gobierno legisla sin tener en cuenta el sufrimiento del pueblo de la misma manera que los aficionados a las corridas omiten el dolor animal. Por mi parte, sólo puedo alzarme frente a la inocencia oprimida. Siempre he optado por erradicar la miseria de lo vivido —empezando por la mía— para abolir, atacándolo desde abajo, el sistema que la causa desde arriba.
¡Volvamos a nuestra tierra! El escándalo no está ahí arriba, donde los consternados sociólogos y economistas examinan el montículo de inmundicias, sino aquí, en la base de la pirámide, está en el hecho de que estamos dejando en manos de incompetentes y estafadores dominios que nos afectan de cerca: la educación, la salud, el clima, el medio ambiente, la seguridad, las finanzas, los transportes, la penosa situación de los desfavorecidos y de los inmigrantes. Nuestra pauperización paga el precio de las guerras del petróleo, las incursiones de depredación de cobre, de tungsteno, de tierras escasas, de plantas capturadas por patentes farmacéuticas. ¿Vamos a seguir financiando con nuestros impuestos y contribuciones la extracción de nuestros recursos y la prohibición de gestionar su uso?
Las cifras de negocios y sus gestores se burlan de las escuelas igual que de las camas y los tratamientos que necesita el hospital. Aquí estamos boquiabiertos frente a la infame inhumanidad que los gobernantes cubren en el cilicio acolchado de su arrogancia. ¿Qué debemos hacer con sus discursos contra la violencia, la violación y la pedofilia ahora que la depredación, base de la economía, se predica en todas partes y se le propina a los niños con el palmetazo de la competitividad y la rivalidad?
¿A qué grado innoble de esclavitud consentida debe descender un pueblo para aceptar que los ricos gestores de su miseria lo despojen de esta existencia, de esta familia, de este ambiente que es capaz de administrar por sí mismo? La bancarrota del Estado es la victoria pírrica de las multinacionales del «lucro a pura pérdida». Depende de nosotros jugar, y jugar a favor de la vida es dejarla ganar. ¿Qué debemos hacer con sus ministerios y burocracias cuya misión es demostrar que el enriquecimiento de los ricos mejora la condición de los pobres; que el progreso social consiste en reducir las pensiones, los subsidios de desempleo, las estaciones, los trenes, las escuelas, los hospitales, la calidad de los alimentos? ¿Cuándo vamos a reapropiarnos de lo que pertenece a la humanidad y está a nuestro alcance? Dado que este bien público es lo que nos toca más de cerca, forma parte de nuestra existencia, de nuestra familia, de nuestro medio ambiente.
En oposición a las instituciones pretendidamente dirigentes, erigimos como exigencia absoluta que la libertad humana revoque las libertades del lucro, que la vida importe más que la economía, que el objeto manipulado ceda el paso al sujeto, que el trabajador, producto y productor de la desgracia, aprenda a convertirse en el creador del mundo creando su propio destino. Los contaminadores y los incendiarios del planeta utilizan la ecología como detergente para lavar el dinero sucio. Mientras tanto, en el bar de la mentira cotidiana, los consumidores brindan por las medidas a favor del clima, mientras que a diez metros de casa luchan contra los pesticidas, contra las industrias (Seveso), contra los perjuicios del lucro. ¿Cómo no podemos ver esto como una prueba de que nuestras luchas son locales e internacionales?
El pueblo, el barrio, la región no necesitan de un ministerio para promulgar una prohibición de las empresas tóxicas desde el momento en que basan en nuevas prácticas y experimentos, como la permacultura, la reinvención de productos útiles, agradables y de calidad. Promover transportes gratuitos es una respuesta plausible a la privatización de las vías férreas y las redes de autopistas por medio de la estafa gubernamental. La autoconstrucción es capaz de echar por tierra la especulación inmobiliaria. La estimulación de la búsqueda de fuentes de energías no contaminantes (¿central solar?) es capaz de deshacernos del petróleo, la energía nuclear, el gas de esquisto. En cuanto al ministerio de la educación concentracionaria, no resistirá a las escuelas de la vida que las iniciativas individuales y familiares propagan por todas partes.
No es nuestro problema dejar la especulación financiera fuera o no del euro. La verdadera cuestión es prever la desaparición del dinero y concebir cooperativas que promuevan el intercambio de bienes y servicios, ya sea que utilicen o no una moneda no acumulable. El hecho de que estas soluciones, que son practicables en entidades pequeñas, luego se federen a nivel regional e internacional, marcará un punto de inflexión decisivo en el curso de la organización tradicional de las cosas. Hasta ahora ha sido privilegiada la cantidad. El único razonamiento fue en términos de grandes conjuntos. El reino de la mayoría, de las cifras, de las estadísticas impuso un desorden en las multitudes gregarias donde el orden represivo aparecía ilusoriamente como un factor de equilibrio.
Vivir la Comuna. La comuna autogestionada es el poder del pueblo por el pueblo. Así como la estructura familiar patriarcal fue la base del Estado, sagrado o profano, la Comuna y sus asambleas autogestionadas harán latir el corazón de la generosidad individual. Así como la religión fue una vez el corazón facticio de un mundo sin corazón, ahora la vida humana imprime su ritmo al mundo nuevo. Abandona lo viejo a la agotadora taquicardia de las especulaciones bursátiles.
La insurrección pacífica es una guerra de guerrillas desmilitarizada. Debe tener como base y objetivo la auto-organización de las comunas autónomas. Antes que la autoridad del amo nuestro enemigo más temible es la resignación de los esclavos. La abolición del Estado, en cuanto órgano de represión, pasar por el creciente desarrollo de la desobediencia civil. La resistencia, la obstinación y el ingenio de los chalecos amarillos me sugirieron que la determinación para enfrentar la violencia de la represión estatal y para mantenerse firmes sin caer en el izquierdismo paramilitar, el retrobolchevismo y otras palinodias guevaristas, debería llamarse «pacifismo insurreccional» o «insurrección pacífica».
Evitar los encuentros cara a cara con el poder represivo del enemigo implica nuevos ángulos de enfoque en el tratamiento de los conflictos. Hasta ahora, el enfoque más efectivo ha mostrado ser la resolución, a la vez firme y fluctuante, de los chalecos amarillos. Es su manera de intervenir donde no se los espera, de golpear, de acechar, de aparecer, de alejarse y de ser omnipresentes. Una inventiva inusual y sorprendente es lo que los convierte en un «cuchillo sin mango cuya hoja ha desaparecido». Como lo expresó poéticamente un insurrecto: «No disparamos con un arma, disparamos con nuestra alma».