¿Qué hay por perder cuando no hay mañana?
“‘Chaos’ und ‘Vernunft’”, Radikal, diciembre de 1980.
En 1973, en Nueva York, el banquero David Rockefeller fundaba la Comisión Trilateral, un centro de estudios que reunía industriales, financieros, políticos, periodistas y profesores de Occidente capitalista, con la ambición de orientar las políticas mundiales. Su primer informe se titula The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies y está firmado, entre otros, por Samuel Huntington, principalmente conocido por su más reciente best-seller mundial en el que teoriza un inevitable choque de civilizaciones.
Lo que preocupaba a los cabezas huecas del capitalismo estadounidense era la ingobernabilidad creciente de las sociedades occidentales, asediadas en esos años por una conflictualidad obrera orgánica pero también por una multitud de negros, mujeres, estudiantes, locos, minorías sexuales y otros; el informe concluía lógicamente en la urgente necesidad de poner fin a un desorden que surgía, por otra parte, según ellos, de un exceso de democracia. Crisis de la democracia significaba naturalmente crisis de mando y crisis de las ganancias.
Los años 70 habían conmocionado por todas partes las líneas de producción y reproducción de la sociedad capitalista. En Occidente, la utopía socialdemócrata de un capitalismo ambicioso, que utiliza el principio de una regulación de los conflictos sociales impuesta desde arriba para volver a impulsar el crecimiento y el consumo, había tenido un efecto boomerang. En lugar de cooperar e integrarse dócilmente dentro del gobierno infinito del mundo, esos obreros y jóvenes se mostraban hostiles, improductivos y revelaban una loca disposición al enfrentamiento directo con las instituciones. Para la Trilateral, una cosa era segura: el principal enemigo no era ya externor, más allá de la Cortina de hierro, en el Este socialista, sino interno. Por otra parte, el director de la Trilateral, Zbigniew Brzezinski, se volverá el consejero de la seguridad nacional de los Estados Unidos durante la administración de Jimmy Carter. Y el prefacio a la edición italiana del informe sobre la “crisis de la democracia” estará firmado por el jefe de Fiat, Gianni Agnelli.
En ese entonces, el mando capitalista mundial navegaba entre la derrota inminente en Vietnam, las insurrecciones metropolitanas, la guerra en el Medio Oriente, la conflictualidad obrera, la destrucción de la familia tradicional, la desafección de masas con respecto de toda organización institucional “democrática”. Esa así llamada crisis de la democracia no era sino la emersión salvaje de lo que Nicola Massimo De Feo, uno de los teóricos italianos de la Autonomía, llamó “la autonomía de lo negativo”, la cual “hace estallar la potencialidad subversiva de los comportamientos individuales y sociales” en contra de la identidad de crisis y crecimiento perseguida incesantemente por el capital (L’Autonomia del negativo tra rivoluzione politica et rivoluzione sociale, Manduria/Bari/Roma, Lacaita, 1992).
La “crisis” es un dispositivo epistemológico con efecto inmediato utilizado por el mando capitalista en los momentos de fuerte tensión social para producir las condiciones de su reproductibilidad, y del cual los periodistas y los intelectuales se sirven placenteramente para evitar nombrar otra cosa: por tanto, es necesario reaprender a leer entre las líneas de todo el fárrago mediático que se encuentra repertoriado bajo esa palabra llave-maestra. De hecho, una vez pronunciada, la palabra “crisis» penetra por todas partes y actúa como la justificación solemne previa a todas las odiosas medidas económicas y políticas que trituran la vida de la gente. Toda “crisis” debe ser seguida de una “recuperación” que, a su vez, sirva para preparar la próxima crisis: la continuidad de la dominación capitalista está garantizada por la gestión de la discontinuidad representada por la “crisis” de la relación social sobre la cual ella está establecida. Fue así que en los años 70 en Italia, se hablaba del Estado-crisis, como de la figura del mando que había sucedido al Estado-plan.
Interrogado precisamente sobre la crisis petrolera de la mitad de los años 70, Michel Foucault decía que la utilización de la palabra “crisis”, recalcada en cada movimiento brusco capitalista, señalaba ante todo la incapacidad de los intelectuales para comprender el presente, y que, si había una fuerza periodística incontestable, su nulidad teórica y estratégica era igualmente cierta. Por otra parte, sería demasiado fácil demostrar de qué modo el capitalismo se halla siempre en estado de “crisis”, y es, sin embargo, a partir de un mecanismo lingüístico-performativo como trabaja el inconsciente colectivo tanto como su base material, que el capital procede de tiempo en tiempo a su propia reestructuración, la cual, antes de estar vinculada con no se sabe qué subterfugio tecnológico, es ante todo la reinstauración de una relación de fuerzas que se juega directamente en el cuerpo de todos y, a escala del conjunto de la población, trabaja el imaginario, codifica el lenguaje y los comportamientos individuales. El problema no es la crisis económica o moral, sino la guerra, dice en sustancia Foucault. Por tanto, hace falta entender siempre por “crisis” la relación cambiante entre unas fuerzas antagonistas, la posibilidad de trastornar una relación o incluso destruirla: “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, concluía Foucault invirtiendo el famoso axioma de Clausewitz. A menudo, detrás del nombre de “crisis” se disimula, pues, una malla densa de enfrentamientos, guerrillas, sabotajes y existencias incompatibles que forman un ejército invisible que roe la dominación. Pero “crisis” es también el nombre que la dominación da a la reacción organizada, a la guerra, por tanto, contra las formas de vida en secesión con el capital. La ambigüedad no puede ser esquivada sino a partir de la apertura de un conflicto profundo y radical sobre lo “político” (o si se prefiere, sobre el “poder”) como ello fue el caso en los años 70, singularmente en Italia. Podemos también pensar en lo que ocurrió en el curso de estos tres últimos años de “crisis” mundial en Europa, desde Grecia hasta Francia y España, pero también en lo que no ocurre en los demás países europeos.
La única opción que se ofrecía al mando capitalista en el paisaje del comienzo de los años 70 era en efecto la de una guerra global de contra-insurrección: hacer pagar la crisis económica a los obreros, vencer la guerrilla rampante, repeler las minorías en sus atrincheramientos, destruir físicamente los militantes revolucionarios, encerrar a los negros y a los pobres en los guetos, descargar todo el peso del crecimiento sobre los países del tercer mundo, aniquilar el deseo de revolución dondequiera que se manifestaba. Es preciso tener en mente este dato histórico: la autonomía italiana es un movimiento revolucionario que nace en un contexto de ataque capitalista, en el seno de un proceso de contra-insurrección mundial, y el hecho de que durante algunos años, en uno de los países más industrializados del mundo, haya conseguido trastornar este dato es una de las razones tanto de su actualidad como de la fascinación que continúa ejerciendo en las nuevas generaciones.
En febrero de 1973, en efecto, los Estados Unidos proceden a una nueva devaluación drástica del dolar, tras el abandono del patrón oro decidido por Nixon en 1971. Es un verdadero acto de guerra y el cimiento de una nueva época del capitalismo en la que, de muchas maneras, vivimos todavía: la especulación financiera sobre los mercados mundiales, el acaparamiento de las materias primas, la fragmentación extrema del trabajo, la dominación de y por la comunicación, son las palancas que han permitido a los señores del mundo hacer repartir la acumulación de la ganancia y del poder, reinventando a su paso una nueva forma de individualismo y de “producción y cuidado de sí” que modelará aquello que Giorgio Agamben ha llamado la “pequeña burguesía planetaria”. Por consiguiente, “crisis” y “reanudaciones” se suceden regularmente, hasta la actualidad donde la crisis siquiera presume ya una verdadera recuperación sino únicamente su profundización nihilista.
El contra-ataque capitalista había comenzado, y seguimos siempre en él: “Entrábamos en una edad de sobredeterminaciones —físicas y salvajes— un break-down del crecimiento que desplazaba todos los horizontes. Civil Warre, para decirlo con el viejo Hobbes. […] La crítica de la economía política no podía sino hacerse crítica del mando.” (Toni Negri, Pipe-line. Lettere da Rebibbia, Turín, Einaudi, 1983, reed. Roma, DeriveApprodi, 2009).
Pero toda relación de poder, escribe también Foucault, es “acción sobre una acción”. Cuando, este mismo año, los países productores de petroleo adherentes del OPEP toman la decisión política —como un acto de guerra hacia las potencias que sostuvieron Israel durante la guerra de Kippour— de disminuir sensiblemente la extracción y la exportación del crudo, el precio del petróleo es multiplicado por cinco, el costo de la gasolina se alza, la “crisis” se agrava. Es también la época en que la resistencia palestina pasa a la ofensiva incluso en las capitales europeas y en que la kufiyya se vuelve un signo distintivo para los jóvenes revolucionarios del mundo entero. Para el modelo de desarrollo de Occidente, que se fundaba sobre un crecimiento infinito, una producción infinita y un consumo infinito, el shock petrolero marcaba el comienzo de un decline infinito. Por lo demás, numerosos economistas hacen precisamente remontar a esta fecha de 1973 el comienzo de aquello que se ha llamado la mundialización neoliberal, con su cortejo de guerra, de economía verde y de persecución de las formas de vida revolucionarias o simplemente diferentes. El estado de excepción permanente en el que vivimos marcaba entonces sus primeros pasos militares.
En Italia, en 1973, la lira se devalúa con toda velocidad, las importaciones de bienes de consumo son bloqueadas, los precios de los productos suben vertiginosamente. En el curso de las luchas obreras y sociales de los años precedentes, mientras que la productividad bajaba seriamente, los salarios no habían dejado de aumentar —signo de la fuerza política acumulada por la clase obrera italiana— pero de un día al otro, a causa de las medidas económicas del gobierno, los salarios reales devienen insignificantes. Y con la “recesión” se perfilan los licenciamientos de masas en todas las grandes fábricas y un porvenir desesperado para las jóvenes generaciones. Es bastante evidente que la devaluación de la lira y la política global del Estado están destinadas a permitir una reanudación de las ganancias del capital, pero, para llegar a ello, los patrones debían comenzar por operar una restauración del mando y restablecer la relación de fuerzas en su favor después de las luchas de los años 60. Una de las reglas de la contra-insurrección es que sin una previa “conquista de los espíritus” en la población, es imposible vencer al enemigo que se “oculta” en su seno. En Italia, frente a un proletariado como mínimo recalcitrante, la opción fue la de conquistar los espíritus mediante un terrorismo político-estatal que no vacilaba en cometer masacres ciegas utilizando las bombas de los fascistas: se hablaba de “estrategia de la tensión”. El enemigo interior parecía entonces extendido en la población en su conjunto, arrastrada por la revuelta proletaria que ponía a dura prueba la gubernamentalidad del país. Terror y compromiso social, tal fue la fórmula italiana de la restauración del poder capitalista.
Los periodistas comenzaban a predicar aquello que no se llamaba todavía la austerity, la política de los “sacrificios”, una suerte de “decrecimiento” de Estado para decirlo en términos más modernos —medidas económicas y políticas que gobierno y sindicatos formalizaron en 1976, con la colaboración decisiva del partido comunista— intentando hacer creer que la “crisis” sería superada por la buena voluntad de los ciudadanos, tomando quizá una ducha en lugar de un baño, colocando menos luces en la casa y montando todos nuestras bicicletas el domingo. Más trabajo y menos salario, más explotación y menos consumo, prohibición de las huelgas y retorno al orden en las escuelas, he aquí en qué consistía sustancialmente la operación. Recuerdo todavía ese falsa júbilo de los domingos en que los únicos coches que podían circular eran los de la policía: para esas familias de trabajadores de las cuales aquél era el único día de libertad, ello significaba pasar todo su tiempo ante la televisión o errar a pie en un barrio desierto, fugazmente estimulado de tiempo en tiempo por el paso de una bicicleta. Es por esto que la retórica pequeñoburguesa hipócrita sobre la necesidad de disminuir el consumo, de volver a la vida “simple” de los años 50, del “small is beautiful”, nunca ha funcionado entre los proletarios, quienes, a cada necedad anticonsumista, respondían descaradamente con un sonoro “¡me importa un diablo!”
Adriano Celentano, célebre cantante pop, cantaba —mentira desvergonzada— “Chi non lavora non fa l’amore” (“Quien no trabaja no hace el amor”), modernizando el viejo adagio reaccionario, “quien no trabaja no come”. Naturalmente, los sacrificios más duros eran exigidos a los obreros —pero también a las mujeres y a los jóvenes— y por ello el rol pacificador de los partidos de izquierda y de los sindicatos era esencial. Hicieron todo lo posible para concluir su parte rápidamente pero, desgraciadamente para ellos, se encontraron confrontados con el movimiento revolucionario europeo más fuerte de la posguerra y, al interior de éste, a los insurrectos más arrogantes, inteligentes y violentos: los autónomos.
Durante este tiempo, en Nápoles y en una gran parte de la Italia meridional, azotaba una misteriosa epidemia de cólera que acarreaba la puesta en cuarentena de regiones enteras bajo el control del ejército. Los hornos de pan napolitanos son tomados por asalto por centenas de proletarios, los conflictos sociales en las fábricas italianas dan un salto y la insubordinación se hace sentir hasta en el sector de los servicios. En las escuelas y las universidades, se pasa de la lucha contra el autoritarismo a eso que los colectivos estudiantiles autónomos nacientes definen como una extranjería a la institución. El enfrentamiento se anuncia total: pero si el deseo capitalista de dominación es total, el deseo de liberación procede de manera diferente, por separación y proliferación. El rechazo del trabajo, la extranjería hostil a la institución, la violencia difusa, la ingobernabilidad de los servicios públicos, son en lo sucesivo la línea de conducta de masas que tendrán que enfrentar a los patrones y al Estado.
Cara a la demanda de sacrificios en nombre del “interés general”, predicado por el gobierno y la izquierda institucional para remediar la “crisis”, autonomía significará entonces: feroz interés particular, “egoísmo proletario” y que todo lo demás se derrumbe.
Es en medio de todo esto que nace aquello que se llamará rápidamente “el partido de Mirafiori”.
Traducido del primer capítulo de Autonomie ! Italie, les années 1970, traducción del italiano al francés por Étienne Dobenesque, publicada en Éditions La Fabrique.