El antiterrorismo, pues, llegará a su conclusión lógica. Con la posibilidad de hacer pasar un nuevo tren de leyes en pleno mes de julio, o de cerrar una instrucción que puso al desnudo seis años durante el escándalo de sus mecanismos, aquella del caso Tarnac, entre el 14 de julio y el 15 de agosto. Como un deseo de aniquilamiento que insiste y emplea todos los obstáculos para alcanzar, ciegamente, sus fines.
Es evidente que las nuevas disposiciones previstas por el proyecto de ley socialista son aberrantes, confusas, inaplicables; y que incluso antes de que hayan sido votadas, todos vemos con qué fines retorcidos serán finalmente empleadas por los servicios de seguridad, al término de un deslizamiento calculado, y precisamente gracias a su imprecisión, gracias a su aberración.
En Italia, se está tratando de reducir con el antiterrorismo el movimiento de lucha persistente contra la construcción de la línea TGV Lyon-Turín, un movimiento que incluye a los habitantes de un valle entero, además de decenas de miles de partidarios en todo el país. En Ucrania, los combates a fuerza abierta dirigidos por el ejército no son calificados como guerra, sino como “operación antiterrorista”.
En Palestina, los asesinatos de tres jóvenes colonos judíos por parte de un joven palestino no son simples arreglos de cuentas, sino de entrada “actos de terrorismo”; y el bombardeo de Gaza está dirigido, por supuesto, a “sitios terroristas”. En Inglaterra, es en virtud de las leyes antiterroristas que un mensajero de tránsito ha sido desvalijado de unos documentos proporcionados por Snowden.
Por otra parte, ¿quién se asombra de que, frente a una infracción igual, las penas previstas por la legislación antiterrorista de la democracia italiana sean en promedio tres veces más fuertes que aquellas del código Rocco, el código penal del régimen fascista? Nadie.
Con el proyecto de ley Cazeneuve, un movimiento antiglobalización renaciente no tardaría, al día siguiente de un nuevo Seattle, en ver sus sitios de internet cerrados, los manifestantes con prohibiciones de viaje y los elementos más activos perseguidos por “asociación de malhechores en relación con una empresa terrorista”, o “empresa individual terrorista” para los menos sociables.
¿Y qué director de publicación aceptaría sacar un artículo como el de Baudrillard sobre el 11 de septiembre, si tuviera que esperar a ser conducido ante un juez de la galería Saint-Éloi por “apología del terrorismo”?
Nada, ninguna crítica de forma o de fondo, ninguna argucia jurídica, ninguna desviación patente, consigue detener el tren del antiterrorismo. Pues, contrariamente a lo que se pretende, el terrorismo, lejos de constituir el Otro absoluto de la democracia, se deriva lógicamente de ella.
A pesar de la impresionante imprecisión jurídica que rodea la definición del terrorismo, el sentido común occidental concuerda en ver en él el ataque premeditado contra unas poblaciones civiles inocentes, por villanía o por comodidad. Pero ¿qué es un civil, en democracia?
¿Qué es un inocente cuando cada uno, incluso el más humilde de los ciudadanos, es renombrado soberano, y por tanto responsable de las artimañas de su gobierno, ya sea porque paga sus impuestos o se abstiene de sublevarse? ¿Qué más democrático, por consiguiente, que bombardear ciegamente un territorio, aniquilando legiones de civiles? Si el pueblo es soberano, el pueblo es entonces un blanco legítimo.
Que no haya, en democracia, distinción posible entre civiles y militares, entre inocentes y culpables, es una de esas verdades que las matanzas del siglo XX han vuelto manifiestas. Es a partir de un razonamiento de este tipo como el ejército aéreo británico llegó a elaborar la famosa doctrina del moral bombing durante la Segunda Guerra Mundial: matar, herir o expulsar un máximo de civiles para que éstos ejerzan presión sobre el ejecutivo y lo empujen a la capitulación.
¿Esto es terrorismo, o una ingeniosa guerra psicológica al servicio de la democracia? El hecho mismo de que la cuestión se plantee comprueba el carácter peligrosamente terrorista de las tácticas democráticas.
El siglo XX nos ha legado estas dos verdades que nos cuesta tanto admitir:
1 – Que aquellos que tienen algo que reprocharle a nuestros gobiernos democráticos tienen pleno título para golpear a cualquiera de entre nosotros, por lo cual la democracia implica el terrorismo como la monarquía implica el regicidio.
2 – Que quienquiera que arremeta de cualquier manera posible a un elemento cualquiera del pueblo, atenta contra la integridad del soberano mismo, por lo cual todo crimen es esencialmente un acto de terrorismo. Y nadie puede pretender que nosotros no vamos a buen ritmo [bon train] en esta dirección.
No cabe duda de que no está lejos el día en que aquello que nosotros llamamos ya absurdamente la “violencia de carreteras” dejará sitio al “terrorismo de carreteras”. Si, por el momento, aún no se ha llegado a tratar toda infracción criminal como una infracción terrorista, es únicamente por razones pragmáticas.
El nivel de pacificación social padecido no es todavía demasiado elevado; hay todavía bastantes crímenes y delitos para poder denunciar en cada uno de entre ellos un ataque monstruoso contra todos. Pero no dudamos de que se trabaja en ello: cuando un ministro del Interior está por justificar una nueva legislación antiterrorista por el hecho de que conviene acorralar “el odio” en internet, y que uno deviene peligroso desde el momento en que ha estado en contacto con “la violencia” como ayer con el Diablo, es que hay algunos que no tardarán en hacerse arrojar de nuestro paraíso climatizado.
Aquí todavía, el carácter fantasmagórico de las nociones que se erigen como espantapájaros absolutos (“el odio”, “la radicalización violenta”, incluso “la autorradicalización”), sugiere demasiado claramente la extensión de las prerrogativas de los caballeros de la democracias que estarán encargados de aniquilarlos, y el número siempre en crecimiento de aquellos que caerán bajo el golpe de tales dirigentes de acusaciones.
En lo que respecta a la letanía usual que, a cada nuevo avance exorbitante del antiterrorismo, se interroga platónicamente sobre el equilibrio a encontrar entre libertad y seguridad, sería quizá tiempo de revelar a los llorones oficiales la existencia de un cierto Michel Foucault.
Este último demostró de una vez por todas, aunque desde el fondo de un oscuro Collège de France, que la inflación de los dispositivos de seguridad es el corolario de una gubernamentalidad bien particular, la gubernamentalidad liberal.
Ésta hace uso de la libertad del gobierno como de su mecanismo elemental, que se apoya sobre ella, la mantiene y la fortifica. Criticar las “derivas seguritarias” en nombre de las “libertades individuales” es no comprender nada ni a la libertad ni a la seguridad.
“Pero, ¿qué hacer entonces?”, se nos dirá. Pues bien, volver a tierra. Volver a tierra es salir de la psicosis que ve en unos niños a la salida de una escuela judía secuaces de la entidad sionista, o en chicos que han partido a batirse en Siria una “amenaza yihadista”. Es arrancarse del infantilismo que quiere que sólo haya Malévolos, y nunca enemigos.
Es admitir que existe gente que nos odia, y que sin embargo no son locos o bestias feroces. Es dejar de ver lobos por todas partes, ahí donde no hay sino hombres, ya sean solitarios, asesinos, perdidos o desesperados. Volver a tierra es aceptar que existen otras razones que las nuestras.
Es aceptar que nunca seremos todos amigos, que la humanidad nunca estará reconciliada en una vasta sociedad ecuménica mundial; y que esto no es tan grave. Cuando se deja de temer el tener enemigos, se deja de tener la necesidad de hacer de ellos criminales, enfermos o fanáticos.
Volver a tierra es dejar de escribir títulos del género “Terrorismo: el museo judío de Bruselas tomado por asalto por un yihadista” en beneficio de titulares más conformes a la realidad como “La necedad ataca de nuevo: un Bloom cree cometer un acto político abatiendo el cajero del museo judío de Bruselas y algunos turistas”.
De manera más general, sustituir las rúbricas “Terrorismo” y “Antiterrosimo” por una rúbrica “Necedad” sería de primer orden. Pues todos saben que ninguna ley ni ningún servicio de inteligencia, ya sea tan brillante como la DGSE, vendrá con el final de todos los Merah del mundo.
Existen excelentes razones para combatir Occidente. Existen excelentes razones para anhelar el fin de esta sociedad, y que no se reduzcan en nada al hecho de querer esparcir en ella el terror. Cazeneuve y los spin doctors del antiterrorismo no pueden nada con ello: no es encerrando más y más a sus enemigos en la figura del monstruo, ni multiplicando contra ellos los procedimientos judiciales más dementes, como las democracias occidentales recobrarán su honor perdido.
Los firmantes de esta columna son Christophe Becker, Mathieu Burnel, Julien Coupat, Bertrand Deveaud, Manon Glibert, Gabrielle Hallez, Elsa Hauck, Yildune Lévy, Benjamin Rosoux, Aria Thomas. Todos han sido acusados en el “caso de Tarnac”, particularmente por “asociación de malhechores”.
Sortons de la logique securitaire, publicado en Le Monde el 18 de julio de 2014.