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Theodor W. Adorno / Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha

Los lamentos por la decadencia del gusto musical no son mucho más recientes que la contradictoria experiencia que puso a la humanidad en el umbral de una época histórica: que la música representa al mismo tiempo la inmediata manifestación del deseo y la solicitud de su aplacamiento. La música despierta la danza de las ménades, resuena en la embelesadora flauta de Pan, pero suena igualmente en la lira órfica en torno a la cual se congregan mansamente las formas del impulso. Siempre que su sosiego parece perturbado por emociones báquicas, se habla de la decadencia del gusto. Pero si, desde la noesis griega, la función disciplinante es asumida por la música como un bien elevado, entonces todos se afanan hoy más que nunca por ser tan obedientes en la música como en otras disciplinas. Entre tanto, apenas puede llamarse dionisiaca a la conciencia musical de las masas actuales, como tampoco tienen que ver mucho con el gusto sus más recientes transformaciones. El mismo concepto de gusto está superado. El arte responsable se ajusta a criterios que se aproximan al conocimiento: de lo adecuado y de lo inadecuado, de lo correcto y de lo incorrecto. Pero, aparte de eso, no se elige más; la cuestión ya no se plantea y nadie exige la justificación subjetiva de la convención: la existencia del sujeto mismo, que debería probar la validez de dicho gusto, se ha vuelto tan discutible como, en el polo opuesto, el derecho a la libertad de elección, que el sujeto no ejerce ya, de todas formas, empíricamente. Si se intenta de alguna manera averiguar a quién le “gusta” una canción de moda comercializable, no puede uno resistirse a la sospecha de que el gusto y el disgusto no son adecuados a los hechos, por mucho que el interrogado pueda disfrazar sus reacciones con dichas palabras. El cose le otorga: que nos guste es casi lo mismo que el hecho de reconocerla y ambas cosas suceden paralelamente. La conducta valorativa se ha convertido en una ficción para quien se encuentra rodeado de mercancías musicales estandarizadas. Ni puede escapar de la prepotencia, ni decidirse entre los objetos presentados, pues todo es tan perfectamente igual entre sí que la predilección está, de hecho, meramente adherida al detalle biográfico o a la situación en la que los objetos se escuchan. Las categorías del arte intencionadamente autónomo no tienen validez para la aceptación de la música en el presente: en gran parte tampoco para la aceptación de la música seria, convertida en algo afable bajo el bárbaro nombre de clásica, para poder seguir evitándola cómodamente. Si se objeta que, de todos modos, la música específicamente ligera y toda la dirigida al consumo no ha sido experimentada jamás según tales categorías, ello debe concederse sin duda. Al mismo tiempo, se ve afectada por el cambio: precisamente porque proporciona el entretenimiento, el estímulo, el placer que promete, sólo para negarlos acto seguido. Aldous Huxley planteó en un ensayo la cuestión acerca de quién se divertía realmente en un local de alterne. Con el mismo derecho se podría preguntar a quién entretiene aún la música de entretenimiento. Mucho más parece ésta un complemento del enmudecimiento de los seres humanos, del fenecer del lenguaje como expresión, de la mera incapacidad de comunicarse. Habita en las oquedades del silencio que se construyen entre los seres humanos deformados por el miedo, el sistema y una sumisa docilidad. Asume por todas partes e inadvertidamente el tristísimo papel que le fue asignado en la época y situación determinada del cine mudo. Se la percibe únicamente como música de fondo. Cuando ya nadie sabe hablar de verdad, entonces, ciertamente, nadie sabe ya escuchar. Un especialista norteamericano en anuncios radiofónicos que se sirve con preferencia del medio musical se ha manifestado con escepticismo sobre el valor de estos anuncios, pues los hombres habrían aprendido, incluso durante la escucha, a anular la atención hacia lo escuchado. Su observación es discutible en lo que respecta al valor propagandístico de la música. Su tesis es correcta cuando se trata de la concepción misma de la música.
En las tradicionales quejas sobre el gusto decadente aparecen una y otra vez, de manera persistente, algunos motivos. Tampoco faltan las observaciones gruñonas y sentimentales que consideran el estado de masas musical del presente una “degeneración”. El más tenaz de estos motivos es el de la estimulación de los sentidos que provocaría el afeminamiento e inhabilitaría la actitud heroica. Esto se halla ya en el tercer libro de La república de Platón, en el cual se desaprueban las tonalidades “quejumbrosas” e igualmente las “femeninas”, “apropiadas para una juerga”1, sin que, por lo demás, se haya esclarecido hasta hoy por qué el filósofo atribuye dichas propiedades a las tonalidades mixolidia, lidia, hipolidia y jónica. En la república platónica, el modo mayor de la posterior música occidental, correspondiente al jónico, sería considerado un degenerado tabú. También la flauta y los instrumentos de cuerda pulsada “de varias cuerdas” caen dentro de la prohibición. Del resto de tonalidades quedan únicamente aquellas que imitan “de manera adecuada la voz y la expresión de los seres humanos”, “que en la guerra o en cualquier otro acto, origina la fuerza, coloca al hombre en su lugar, aun cuando alguna vez en ello se equivoque y sufra heridas o la muerte o algún tipo de desgracia”2. La república platónica no es la utopía catalogada como tal por la historia de la filosofía oficial. La república disciplina a sus ciudadanos con el fin de subsistir ella misma y lo existente también con respecto a la música, en la cual la misma división en tonalidades femeninas y vigorosas apenas era, ya en la época de Platón, más que un residuo de la más sorda superstición. La ironía platónica se ofrece de buen grado y de manera taimada a escarnecer al flautista Marsias, despellejado por el moderado Apolo. El programa ético y musical de Platón lleva el carácter de una acción de limpieza ática al estilo espartano.
Al mismo estrato pertenecen otros rasgos perennes del sermón capuchino musical. El reproche de la superficialidad y el del “culto a la personalidad” son los más llamativos de todos. Todo lo incriminado aquí forma parte, en primer lugar, del progreso: tanto social como específicamente estético. En los estímulos prohibidos se entremezclan la policromía sensual y la conciencia diferenciadora. La preponderancia de la personalidad sobre el precepto colectivo en la música designa el momento de libertad subjetiva que impregna la música en las fases posteriores; como superficialidad se concibe el carácter profano que la libera de la opresión mágica. Así han penetrado en la gran música occidental los momentos estigmatizados: el estímulo de los sentidos como vía inspiradora hacia la dimensión armónica y, en definitiva, colorista; la personalidad desenfrenada como portadora de la expresión y de la humanización de la propia música; la “superficialidad” como una crítica de la muda objetividad de las formas en el sentido de la decisión de Haydn en favor de lo “galante” frente a lo académico. Evidentemente, en referencia a la decisión de Haydn y no a la despreocupación de un cantante con oro en la garganta o de quien sobre un instrumento interpreta relamidas cadencias. Pues esos grandes momentos han penetrado en la gran música y han permanecido en ella; sin embargo, la gran música no ha surgido de ellos. En la multiplicidad del estímulo y de la expresión se demuestra su grandeza como capacidad de síntesis. No sólo conserva la síntesis musical la unidad de la apariencia y vigila para que no decaiga en los difusos instantes de lo sabroso. Además, en dicha unidad, en la relación de los momentos particulares con la totalidad que se genera, se mantiene también la imagen de una situación social en la que aquellos elementos particulares de felicidad serían más que mera apariencia. Hasta el final de la prehistoria, el equilibrio musical entre estímulo parcial y totalidad, entre expresión y síntesis, entre la superficie y lo subyacente a ella, es tan inestable como los instantes de equilibrio entre oferta y demanda en la economía burguesa. La Flauta mágica, donde la utopía de emancipación y el placer del estribillo propio del Singspiel coinciden exactamente, es en sí un instante. Después de la Flauta mágica, la música seria y la ligera no han vuelto a permitir esta suerte de obligación recíproca.
No obstante, lo que posteriormente se emancipa de la ley formal no son ya los impulsos productivos que generaban tumultos frente a las convenciones. Estímulo, subjetividad y profanidad, antiguos adversarios de la alienación cosificada, se desmoronan precisamente ante ella. Los fermentos antimitológicos heredados de la música se conjuran en la edad del capitalismo contra la libertad, del mismo modo que, antiguamente, estaban proscritos en tanto que afinidades electivas de ésta. Los practicantes de la oposición contra el esquema autoritario se convierten en testigos de la autoridad del éxito en el mercado. El placer del instante y de la fachada policroma se transforma en el pretexto para dispensar al oyente de pensar sobre el todo, cuya exigencia está contenida en el auténtico escuchar; y el oyente se transforma, al igual que su mínima resistencia, en un comprador que todo lo acepta. Los momentos parciales no operan más de manera crítica con respecto al todo preconcebido, sino que suspenden la crítica que la totalidad estética congruente ejerce sobre los aspectos quebradizos de la sociedad. La unidad sintética cae víctima de éstos; no producen ya ninguna unidad propia en el lugar de aquella a cuyo servicio están, sino que se muestran complacientes con ella. Los aislados momentos de estímulo aparecen como indisolubles en la constitución inmanente de la obra de arte y ésta cae víctima de ellos, mientras que la obra de arte trasciende siempre como un reconocimiento servicial. En sí tales momentos no son malos, pero sí en lo que respecta a su función obstructora. Al servicio del éxito, se alejan ellos mismos de la corriente insubordinada que les era propia. Se conjuran en su complicidad con todo aquello que el instante aislado es capaz de ofrecer al individuo aislado, que no es tal desde hace mucho tiempo. En el aislamiento, los estímulos se vuelven obtusos y generan patrones de lo reconocido. El que se consagra a ellos resulta ser tan taimado como lo era antiguamente el noético frente al estímulo oriental de los sentidos. El poder de seducción del estímulo sobrevive únicamente allí donde más enérgicas son las fuerzas de la negación: en la disonancia, que desprovee de credibilidad al engaño de la armonía existente. El propio concepto de lo ascético es en la música dialéctico. Si el ascetismo reprimía en tiempos pasados la exigencia estética de manera reaccionaria, hoy se ha convertido en insignia del arte de vanguardia: evidentemente, no mediante una arcaizante aridez de los medios, en la que se idealizan la escasez y la pobreza, sino en la estricta exclusión de todo lo culinariamente placentero que desea por sí ser inmediatamente consumido, como si en el arte lo sensual no portase consigo algo espiritual, representado más bien en la totalidad y no en los momentos materiales aislados. El arte cataloga como negativa incluso dicha posibilidad de felicidad, a la cual se opone perniciosamente la anticipación positiva y meramente parcial de la felicidad. Todo arte “fácil” y agradable se ha vuelto aparente y falaz: lo que surge estéticamente en las categorías del deleite no puede disfrutarse ya, y la promesa de bonheur, como se definió anteriormente el arte, no se halla ya en ninguna parte, como si se hubiese despojado de su máscara a la felicidad falsa. El placer tiene todavía un lugar solamente en la presencia encarnada e inmediata. Donde precisa de la apariencia estética, es aparente según las reglas estéticas y engaña al mismo tiempo con respecto a sí mismo a quien obtiene el placer. Únicamente donde falte la apariencia se mantendrá fiel a su posibilidad.
La nueva fase de la conciencia musical de las masas se define mediante la hostilidad al placer dentro del placer. Se asemeja a los comportamientos con los que se reacciona al deporte o a los anuncios publicitarios. La expresión “placer artístico” suena extraña: en ningún otro rasgo la música de Schönberg se parece tanto a las canciones de moda como por el hecho de que no puede disfrutarse. Quien todavía se deleite en los bellos momentos de un cuarteto de Schubert, o incluso en la degustación provocativamente recuperada de un Concern grosso de Haendel, ocupa un puesto entre los coleccionistas de mariposas en tanto que presunto conservador de la cultura. Lo que lo señala como uno de tales sibaritas no es en realidad “nuevo”. La violencia de la canción de moda, de lo melodioso y de todas las figuras que plagan lo banal está vigente desde los primeros tiempos de la burguesía. Aquélla atacó primero el privilegio cultural de la clase dirigente. Mas hoy, puesto que aquel poder de lo banal se extiende más allá de los límites sociales, su función se ha transformado. El cambio de función concierne a toda la música; no sólo a la ligera, ámbito en el cual podría quitarse importancia ai cambio cómodamente, como algo meramente “gradual” e indicando los medios mecánicos de propagación. Las esferas divergentes de la música tienen que ser pensadas en su conjunto. Su separación estática, ejercida ocasionalmente por dichos conservadores de la cultura —a la radio totalitaria se le ha asignado el cometido de, por una parte, proporcionar un buen entretenimiento y distracción y, por otra parte, el cuidado de los llamados bienes culturales, como si aún pudiese en absoluto darse un buen entretenimiento y como si los bienes culturales no empeorasen precisamente debido a su cuidado—, la nítida disociación de los campos sociales de fuerzas es, en la música, ilusoria. De igual modo que la música seria, desde Mozart, concibe su historia en la huida de lo banal y refleja negativamente los rasgos de la música ligera, así hoy los representantes decisivos de la música seria dan cuenta de experiencias sombrías, que se insinúan incluso ominosamente en el carácter inconscientemente inofensivo de la música ligera. A la inversa, sería igualmente cómodo ocultar la ruptura entre ambas esferas y aceptar un continuum que permitiese a la educación progresista pasar sin peligro del jazz y de las canciones de moda comerciales a los bienes culturales. La barbarie cínica no es en modo alguno mejor que la mendacidad cultural. Lo que obtiene por su desencanto respecto a lo superior, lo compensa por medio de las ideologías de originalidad y de vínculo natural, mediante las cuales transfigura el submundo musical: un submundo que desde hace mucho tiempo no contribuye ya a expresar la contradicción del excluido de la formación cultural, sino que se alimenta incluso de aquello que desde arriba se le otorga. La ilusión de las prerrogativas sociales de la música ligera sobre la seria tiene como fundamento aquella pasividad de las masas que pone el consumo de la música ligera en contradicción con los intereses objetivos de aquellos que la consumen. Uno se apoya en el hecho de que en verdad les gusta la música ligera y de que perciben la música superior por la única razón de su prestigio social, mientras que el conocimiento de una sola canción de moda resulta suficiente para desvelar la única función que es capaz de ejercer lo sinceramente afirmado. La unidad de ambas esferas de la música es, por ello, la de la contradicción no resuelta. No dependen una de la otra porque la inferior resulte ser una especie de propedéutica popular de la superior o porque la superior pueda pedirle prestada a la inferior su perdida fuerza colectiva. De las mitades resquebrajadas no puede yuxtaponerse la totalidad, aunque en cada una aparezcan, vistas desde ciertas perspectivas, las transformaciones del todo, el cual no se mueve de otra manera que como contradicción. Si la huida ante lo banal se vuelve definitiva, se reduce a nada la capacidad separadora de la producción seria que sigue sus requisitos objetivos; y de igual modo opera la estandarización de los éxitos, que no contribuye en absoluto al éxito del estilo antiguo, sino sólo a participar en él. Entre lo incomprensible y lo inevitable no hay tercero alguno: la situación se ha polarizado en dos extremos que de hecho se palpan. Para el “individuo” no hay ningún espacio entre ellos. Sus exigencias, allá donde todavía se expresen, son aparentes y construidas a partir de los estándares. La liquidación del individuo es la auténtica rúbrica de la nueva situación musical.
Si ambas esferas de la música se mueven en la unidad de su contradicción, entonces se altera su línea de demarcación. La producción progresista ha renegado del consumo. El resto de la música seria se entrega a éste por el precio de su contenido. Se desmorona ante la escucha-mercancía. Las diferencias entre la aceptación de la música “clasica” oficial y la aceptación de la música ligera no poseen ya ningún significado real. Se manipulan únicamente a causa de la capacidad separadora: al entusiasta de la canción de moda hay que garantizarle que sus ídolos no son demasiado elevados para él, de igual modo que la Filarmónica confirma el nivel del asistente a un concierto. Cuanto mayor es la intención del sistema de erigir alambradas entre las provincias musicales, tanto mayor será la sospecha de que sin ellas los habitantes podrían entenderse con demasiada facilidad. A Toscanini se le llama “maestro” al igual que a cualquier director de música de entretenimiento, aunque a este último con cierta ironía y debido a que una canción de moda, “Music, maestro, please”, tuviese éxito inmediatamente después de que Toscanini adquiriese renombre como mariscal de los aires con ayuda de la radio. El imperio de dicha vida musical, que se extiende plácidamente desde empresarios de la composición como Irving Berlin y Walter Donaldson —“the world’s best composer”—, pasando por Gershwin, Sibelius y Chaikovsky hasta la Sinfonía en si menor de Schubert, matasellada como “La Incompleta”, es un ámbito de fetiches. El principio del estrellato se ha vuelto totalitario. Las reacciones de los oyentes parecen independizarse de su relación con la ejecución musical y dirigir su atención de manera inmediata al éxito acumulativo, que, por su parte, no puede entenderse bien como algo ajeno en virtud de las antiguas espontaneidades de la escucha, sino que ha de retrotraerse al mandato de los editores, de los magnates del cine sonoro y de los barones de la radio. Las estrellas no son en absoluto exclusivamente los nombres de los famosos. Las obras empiezan a operar de manera semejante. Se está edificando un panteón de bestsellers. Los programas encogen y el proceso de encogimiento no sólo descarta los bienes intermedios, pues los propios clásicos aceptados se someten a una selección que nada tiene que ver con la calidad: la Cuarta sinfonía de Beethoven se cuenta ya en América entre las rarezas. Esta selección se reproduce en un círculo vicioso: lo más conocido es lo que mayor éxito tiene; por consiguiente, se interpreta una y otra vez y su renombre crece todavía más. La selección misma de obras estándar se rige por su “eficacia”, precisamente en el sentido de las categorías del éxito que determinan la música ligera o que permiten al director estrella fascinar a los demás conforme al programa; los clímax de la Séptima sinfonía de Beethoven ocupan el mismo puesto que la inefable melodía de la trompa en el movimiento lento de la Quinta de Chaikovsky. Melodía significa aquí tanto como melodía en la voz superior, simétrica y de ocho compases de duración. Ésta se contabiliza en tanto que “inspiración” del compositor, a quien se pretende poder llevar a casa en propiedad, de igual modo que la inspiración se adscribe al compositor como su propiedad raíz. Precisamente el concepto de inspiración es, en buena medida, inadecuado a la música establecida como clásica. El material temático de ésta, casi siempre tríadas armónicas fragmentadas, no pertenece en modo alguno al autor de la misma manera específica que, por ejemplo, forma parte del Lied romántico, y la grandeza de Beethoven se pierde en la completa subordinación del elemento melódico privado y casual a la totalidad formal. Ello no impide que toda la música, aunque se trate de la de Bach, quien tomó prestados algunos de los temas más importantes del Clave bien temperado, sea percibida bajo la categoría de la inspiración y que, con el mayor empeño de la creencia en la propiedad, se persigan los hurtos musicales, de modo que, en definitiva, un comentarista musical podría vincular su éxito a la titulación de un detective investigador de melodías.
Con la mayor pasión, el fetichismo musical hace suya la valoración pública de las voces de los cantantes. Su encanto sensual es tradicional y lo es el estrecho vínculo del éxito con la personalidad del dotado de “material”. Pero hoy se olvida que se trata de material. Poseer una voz y ser un cantante son expresiones sinónimas para el vulgar materialista musical. En épocas pretéritas se exigía, cuando menos, el virtuosismo técnico de los cantantes estrella, de los castrati y de las prima donnas. Hoy en día se celebra el material como tal, ajeno a cualquier función. Por la capacidad de plasmación musical no es necesario preguntar en absoluto. Ni siquiera se espera ya la disposición mecánica de los medios. Una voz sólo tiene que ser particularmente gruesa o particularmente aguda para legitimar la celebridad de su propietario. Quien, sin embargo, se atreviese, aunque sólo fuese en una conversación, a poner en duda la decisiva importancia de la voz y a defender la opinión de que con una voz moderada se podría hacer una música tan bella como cuando se interpreta correctamente sobre un piano moderado, se vería expuesto de inmediato a una situación de hostilidad y a la defensiva, cuyo alcance afectivo es mucho más profundo que la ocasión que la ha propiciado. Las voces son bienes sagrados y semejantes a una marca de fábrica nacional. Como si las voces quisieran vengarse por ello, comienzan a perder incluso el encanto sensual en cuyo nombre son tratadas. La mayoría suenan como imitaciones de las que han triunfado, aun cuando ellas mismas hayan triunfado.
Todo esto se incrementa hasta un absurdo manifiesto en el culto a los maestros del violín. Uno se siente apresuradamente arrobado por el sonido bien anunciado de un Stradivarius o de un Amad, que sólo el oído del especialista puede distinguir de un digno violín moderno, y olvida además escuchar la composición y la interpretación, de las cuales todavía podría extraerse algo. Cuanto más progresa la técnica moderna de construcción de violines, tanto más parecen apreciarse los instrumentos antiguos. Si se convierten en fetiches los momentos de estimulación sensual de la inspiración, de la voz, del instrumento, y éstos se disocian de todas las funciones que podrían darles sentido, entonces les responden desde el mismo aislamiento emociones ciegas e irracionales, desde la misma distancia con respecto al significado de la totalidad e igualmente determinadas por el éxito, como relaciones con la música practicadas por quienes carecen de toda relación. Y, sin embargo, éstas son las mismas relaciones en las que se ubica el consumidor de canciones de moda con respecto a las canciones mismas. Solamente les resulta cercano lo absolutamente extraño; y extraño en tanto que escindido de la conciencia de las masas por medio de un velo opaco, como aquello que intentase hablar a los mudos. Lo que en realidad les hace reaccionar no exhibe la menor diferencia, ya se trate de la Séptima sinfonía o de un tanga para bañarse.
El concepto de fetichismo musical no ha de deducirse psicológicamente. Que se consuman “valores” y que éstos porten consigo afectos, sin que sus cualidades específicas sean alcanzadas por la conciencia del consumidor, es una expresión ulterior de su carácter de mercancía. Pues la totalidad de la vida musical del presente está dominada por la forma de la mercancía: se han erradicado los últimos residuos precapitalistas. La música, con todos los atributos de lo Estético y de lo Sublime que le son otorgados generosamente, está en América esencialmente al servicio de los anuncios de las mercancías que han de adquirirse para poder oír música. Si la función publicitaria se decolora escrupulosamente en el ámbito de la música seria, en la música ligera resulta por todas partes contundente. Toda la maquinaria del jazz, junto con su reparto gratuito de partituras en las bandas, está destinada a que la ejecución como tal sea un reclamo para la compra de reducciones a piano y de discos gramofónicos; incontables textos de canciones de moda enaltecen la propia canción de moda, cuyo título repiten en mayúsculas. Lo que desde tal macizo de letras observa como un ídolo es el valor de cambio, en el cual ha desaparecido la porción de posible placer. Marx determina el carácter fetichista de la mercancía como la veneración de lo hecho por sí mismo, lo cual se enajena de igual manera como valor de cambio entre productores y consumidores —los “seres humanos”—: “Lo misterioso de la forma de mercancía consiste sencillamente en que ésta refleja para los seres humanos los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres sociales de los productos del trabajo mismo, como atributos naturales y sociales de estos objetos y, por consiguiente, también la relación social de los productores con respecto al trabajo total como una relación social entre objetos existente fuera de ellos”3. Éste es el verdadero secreto del éxito. Es la mera reflexión de aquello que se paga por el producto en el mercado: a decir verdad, el consumidor adora el dinero que él mismo ha gastado por la entrada al concierto de Toscanini. Literalmente, ha “tenido” el éxito que imparcialmente acepta como criterio objetivo y sin identificarse con él. Pero no lo ha “tenido” porque el concierto le haya gustado, sino porque compró la entrada. Y, sin embargo, en el ámbito de los bienes culturales se impone el valor de cambio de manera particular. Pues este ámbito aparece en el mundo de la mercancía precisamente como si estuviera excluido del poder del intercambio, como algo inmediato a los bienes, y a esta apariencia es, nuevamente, a lo único que deben los bienes culturales su valor de cambio. Al mismo tiempo, no obstante, pertenecen completamente al mundo de la mercancía, se fabrican para el mercado y se atienen a él. Tan espesa es la apariencia de inmediatez como inexorable resulta la coacción del valor de cambio. El consentimiento social armoniza la contradicción. La apariencia de inmediatez se apodera de lo mediato, del propio valor de cambio. Si la mercancía se compone siempre de valor de cambio y valor de consumo, entonces se sustituye el puro valor de consumo, cuya ilusión deben preservar los bienes culturales en la sociedad absolutamente capitalizada, por el puro valor de cambio, que precisamente como valor de cambio asume falazmente la función de valor de consumo. En este quid pro quo se constituye el carácter fetichista específico de la música: los afectos, que se asocian al valor de cambio, generan la apariencia de lo inmediato, mientras que la falta de referencia al objeto desmiente de inmediato esta apariencia. Su fundamento estriba en la abstracción del valor de cambio. De dicha substitución social depende toda posterior satisfacción “psicológica” y de repuesto.
El cambio de función de la música afecta los elementos constitutivos de la relación entre arte y sociedad. Cuando más inexorable liga el principio del valor de cambio a los hombres en torno a los valores de consumo, tanto más se enmascara el valor de cambio mismo como objeto del placer. Han preguntado por la masilla que mantiene aún unida a la sociedad de la mercancía. A su aclaración puede contribuir la mencionada transferencia del valor de consumo de los bienes de consumo a su valor de cambio dentro de una constitución global, en la que seguramente cada placer emancipado del valor de cambio adopta rasgos subversivos. La aparición del valor de cambio de las mercancías ha asumido una específica función de masilla. La mujer que posee dinero para ir de compras se embriaga en el acto de comprar. Having a good time significa en la convención lingüística norteamericana: estar presente en el placer de los otros, el cual a su vez tiene, asimismo, por contenido meramente el estar presente. La religión del automóvil hace que, en el instante sacramental y mediante las palabras: “Esto es un Rolls Royce”, todos los seres humanos se vuelvan hermanos; en situaciones de intimidad, las mujeres ponen más voluntad en la conservación del peinado y del maquillaje que en la situación a la cual se adecuan el peinado y el maquillaje. La relación con lo falto de relación delata su esencia social como obediencia. La pareja de conductores que pasa su tiempo identificando cada automóvil que encuentra y se alegra cuando conoce las marcas conocidas, la muchacha que sólo está satisfecha si ella y su novio “tienen buena presencia”, la estimación experta del entusiasta de jazz que se legitima por conocer lo que por antonomasia se considera irrefutable: todo esto se mueve bajo las mismas órdenes. A partir de los caprichos teológicos de las mercancías, los consumidores se convierten en hieródulos: aquellos que de otro modo nunca dan de sí, aquí son capaces de ello, y es ahí donde son absolutamente engañados.
En el fetichismo de la mercancía de nuevo cuño, en el “carácter sadomasoquista” y en quien acepta el arte de masas de hoy, se representa la misma cosa con aspectos distintos. La cultura de masas masoquista es la aparición necesaria de la propia producción todopoderosa. La coloración afectiva del valor de cambio no es ninguna transustanciación mística. Se corresponde con el comportamiento del cautivo que ama su celda porque no se le permite amar nada más. El abandono de la individualidad que se acomoda a la regularidad de lo exitoso; el obrar que todos ejecutan se deriva del hecho fundamental de que en términos amplios, de la producción estandarizada de los bienes de consumo, a todos se les ofrece lo mismo. La necesidad, conforme al mercado, de ocultación de esta igualdad conduce al gusto manipulado y a la apariencia individual de la cultura oficial, la cual crece de manera necesariamente proporcional a la liquidación del individuo. También en el dominio de la superestructura la apariencia no es solamente la ocultación de la esencia, sino que se infiere forzosamente de la esencia misma. La igualdad de lo ofrecido, que todos tienen que comprar, se enmascara en el rigor del estilo unánimemente obligatorio; la ficción de la relación entre oferta y demanda se perpetúa en los matices ilusoriamente individuales. Si se ha discutido sobre la validez del gusto en la situación presente, puede reconocerse muy bien de qué se compone el gusto en dicha situación. El encajarse se racionaliza como disciplina, como hostilidad frente a la arbitrariedad y la anarquía: de manera tan fundamental como los estímulos musicales se ha degradado hoy también la noesis musical, que encuentra su parodia en la empecinada enumeración de los golpes del compás. Y ello se complementa con la diferenciación ocasional en el marco estricto de lo ofertado. Sin embargo, si el individuo liquidado hace apasionadamente suya en realidad la completa exterioridad de las convenciones, entonces ha nacido la edad de oro del gusto en el mismo instante en el que ya no existe gusto alguno.
Las obras sujetas a la fetichización y convertidas en bienes culturales se someten por ello a transformaciones en su constitución. Se pervierten. El consumo falto de relación permite que se desintegren. No sólo porque las pocas obras interpretadas una y otra vez se desgasten como la Madonna Sixtina en el dormitorio. La cosificación penetra su estructura interior. Se transforman en un conglomerado de ocurrencias que por medio del clímax y la repetición se impregnan en el ánimo del oyente, sin que la organización de la totalidad esté en lo más mínimo en condiciones de hacerlo. El valor de recuerdo de las partes disociadas, en virtud de los clímax y las repeticiones, posee una forma precursora en el seno mismo de la gran música en las técnicas de composición del Romanticismo tardío, sobre todo en las wagnerianas. Cuanto más objetivada sea la música, tanto más romántica suena ésta a los oídos alienados. Precisamente así se convierte en “propiedad”. Una sinfonía de Beethoven, por ser íntegra y espontáneamente consumada, no permitiría que nos adueñásemos de ella. El hombre que va silbando ruidoso y triunfante en el metro el tema del movimiento final de la Primera sinfonía de Brahms no tiene ya otra relación que con los escombros de aquélla. Pero en tanto que la decadencia de los fetiches pone a estos mismos en peligro y se aproxima peligrosamente a las canciones de moda, produce una contracorriente para conservar su carácter fetichista. Puesto que la romantización de lo particular se nutre del cuerpo del todo, lo que corre peligro se cubre de una galvánica capa de cobre. El clímax que precisamente subraya las partes objetivadas adopta el carácter de un ritual mágico en el que son conjurados por los reproductores todos los misterios de la personalidad, la interioridad, el ánimo y la espontaneidad, que escapan de la propia obra. Justamente porque la obra desmoronada se distancia de sus momentos de espontaneidad, éstos se inyectan desde fuera en las ocurrencias de un modo igualmente estereotipado. A pesar de todas las habladurías acerca de la nueva objetividad, la función esencial de las ejecuciones conformistas de las obras no es tanto ya la representación de la obra “pura”, sino la presentación de lo pervertido con una gesticulación que aspire a mantener lejos de la obra, de manera enfática e impotente, la perversión.
Perversión y encantamiento, hermanos hostiles, habitan juntos en los arreglos que se han asentado en amplios dominios de la música. l,a práctica de los arreglos se extiende por las más diversas dimensiones. De golpe se apodera del tiempo. Extrae palmariamente de su contexto y relación las ocurrencias objetivadas y hace un montaje a manera de popurrí: desarticula la unidad plural de obras completas y exhibe únicamente ciertos movimientos persuasivos: el Minueto de la Sinfonía en mi bemol mayor de Mozart, sin que se interpreten el resto de los movimientos, pierde su vinculación sinfónica y se tranforma en las manos de los ejecutantes en una artesana pieza de género que tiene más en común con la gavota Stephanie que con el tipo de clasicismo para el cual debe hacer publicidad. No obstante, el arreglo se convierte entonces en principio de colorido. Se hacen arreglos de todo lo que uno pueda apropiarse, siempre y cuando no lo prohíba el dictado de los intérpretes célebres. Si en el ámbito de la música ligera los arreglistas son los únicos músicos instruidos, por ello se sienten llamados a tratar aún peor y de manera más despreocupada los bienes culturales. Para los arreglos en la instrumentación alegan toda suerte de razones: en el caso de las grandes obras orquestales, deben contribuir a su abaratamiento, si es que no se le reprocha al compositor una defectuosa técnica de instrumentación. Estas razones son pretextos deplorables. El del abaratamiento, entendido en sí estéticamente, se justifica pragmáticamente indicando los opulentos medios orquestales de que hacen uso precisamente los ejemplos más celosamente aprovechados en la práctica de los arreglos, así como por el hecho de que con ubicua frecuencia, por ejemplo en los Lieder con piano arreglados para versión instrumental, los arreglos resultan ser mucho más onerosos que su interpretación en la versión original. Toda creencia de que la música más antigua precisa de una renovación colorista acepta una contingencia en la relación entre el color y el dibujo, como sólo puede sostenerla el más crudo desconocimiento del Clasicismo vienés y de Schubert, de quien con sumo gusto se producen arreglos. Pongamos que el auténtico descubrimiento de la dimensión colorista coincida con la era de Berlioz y de Wagner: la aridez de colorido de Haydn o de Beethoven está en profunda conexión con la preponderancia del principio constructivo por encima de la particularidad melódica, la cual surgiría con brillantes colores a partir de la unidad dinámica. Precisamente con tal aridez, las terceras de los fagotes al inicio de la tercera Obertura Leonora o la cadencia de los oboes en la reexposición del primer movimiento de la Quinta sinfonía adquieren una potencia que se perdería para siempre en un sonido multicolor. Luego ha de admitirse que la práctica de los arreglos tiene motivos sui generis. Para empezar, quiere hacer asimilable el gran sonido distanciado que posee siempre rasgos de lo público y lo no privado. El cansado hombre de negocios puede tamborilear sobre los hombros arreglos de los clásicos y hacer con ellos arrumacos a los niños. Es un impulso semejante a aquel que compele a la canción favorita de la radio a inmiscuirse como un tío o una tía entre los asuntos familiares o a adoptar una pose de cierta proximidad humana. La cosificación radical genera su propio velo de inmediatez e intimidad. A la inversa, lo íntimo de los arreglos, incluso si es demasiado árido, se hincha y se colorea. Los instantes de estimulación sensual que surgen de las unidades corrompidas son como tales, y puesto que primero fueron determinados exclusivamente como momentos del todo, demasiado débiles para estimular justamente el atractivo sensual que se les exige de modo que puedan satisfacer su deber propagandístico. La decoración y la ampliación de lo individual hacen que desaparezcan los rasgos de protesta inherentes a la limitación de lo individual frente al sistema, con la misma eficacia con la que en el proceso de convertir en íntimo lo grande se pierde la visión de la totalidad, en la cual la nociva inmediatez individual encontraba sus límites en la gran música. En su lugar se desarrolla un equilibrio falso, que por su contradicción con el material se delata a cada paso como falso. La Serenata (Ständchen) de Schubert, con el pavoneado sonido de la combinación de cuerdas y de piano, y con la desatinada y desmedida evidencia de los compases intermedios en imitación, es tan contraria al sentido como si hubiese surgido en una casa rural de vacaciones. Pero no suena más serio el canto de alabanza de Los maestros cantores cuando es ejecutado por una sola orquesta de cuerdas. En la monocromía, dicho canto pierde la articulación objetiva que le aportaba la plasticidad en la partitura de Wagner. Pero justo entonces se vuelve más plástica para el oyente que ya no busca componer el cuerpo del Lied a partir de colores diferenciados, sino que se confía sin temor al melodismo único e ininterrumpido de las voces superiores. Aquí ha de captarse forzosamente el antagonismo frente a la audiencia en el que caen hoy las obras que figuran como clásicas. Como secreto más oscuro de los arreglos podemos suponer la obligación de no dejnr nada tal como es, de manipular todo lo que se cruza en nuestro i amino; una obligación que se hace aún más poderosa, cuanto más intocables son los fundamentos mismos de lo existente. Todo el tejido social confirma su poder y su señorío mediante el sello impreso a todo lo que cae dentro de la maquinaria. Sin embargo, esta afirmación es asimismo destructiva. Lo que más desearían destruir sin pausa los oyentes es lo que les provoca un ciego respeto; su pseudoactividad se encuentra ya prefigurada y recomendada por parte de la producción.
La práctica del arreglo procede de la música de salón. Es la práclica del entretenimiento elevado que toma prestada de los bienes culturales la exigencia de nivel, aunque transformando la función de éstos en material de entretenimiento al modo de las canciones de moda. Dicho entretenimiento, reducido anteriormente a acompañamiento del zumbido de los seres humanos, se despliega hoy por toda la vida musical, que en el fondo ya nadie toma en serio y que en cada cotilleo cultural se deforma cada vez más en su trasfondo. Uno tiene la elección o bien de colaborar diligentemente con el sistema, aunque sea sencillamente ante el altavoz de la tarde del sábado, o bien de profesar de manera taimada y mezquina la escoria producida para las necesidades aparentes o reales de las masas. La irrelevancia y naturaleza aparente de los objetos del entretenimiento elevado orientan la distracción de los oyentes. Y todavía se mantiene la conciencia limpia al ofrecer a los oyentes mercancías de primera calidad y, ante la objeción de que el estado de la mercancía convierta a ésta en un artículo invendible, se sostiene como contrarréplica que esto es precisamente lo que aquéllos desean; una contrarréplica que apenas podría debilitarse mediante la diagnosis de la situación de los oyentes, sino sólo mediante el conocimiento del proceso global que concierta mutuamente a productores y consumidores en una armonía diabólica. Pero el fetichismo abarca incluso la práctica musical aparentemente seria, que moviliza el patetismo de la distancia contra el entretenimiento elevado. La pureza del servicio a la cosa con que se presenta la obra resulta ser a menudo tan hostil a ésta como la perversión y el arreglo. El ideal de interpretación oficial, de efectos extraordinarios sobre la tierra gracias a la comitiva de Toscanini, contribuye a un estallo de aprobación que, en expresión de Eduard Steuermann, puede llamarse la barbarie de la perfección. Ciertamente, aquí no se convierten ya en fetiches los nombres de las obras célebres, pero las no conocidas que penetran en los programas evidencian el deseo de limitarse a una pequeña provisión de existencias. Es verdad que aquí no ingresan las ocurrencias ni se goza de los clímax con el fin de fascinar. Domina una férrea disciplina. Aunque planamente férrea. El nuevo fetiche es el aparato que funciona sin fisuras y de brillo metálico, en el que todas las rueditas se ajustan entre sí de manera tan exacta que para el sentido de la totalidad no queda abierto el menor resquicio. La interpretación perfecta e intachable del estilo más reciente conserva la obra por el precio de su definitiva cosificación. La exhibe como algo ya acabado desde la primera nota: la interpretación suena como su propio disco gramofónico. La dinámica está predispuesta de tal modo que ya no existe tensión alguna. Las resistencias de la materia sonora, en el instante de producción del sonido, se eliminan con tal saña que ya no se consigue la síntesis, la autoproducción de la obra en la que consiste el significado de toda sinfonía beethoveniana. ¿Para qué, entonces, el esfuerzo y la energía sinfónicos, cuando ya está triturado el material con el cual la fuerza podría probar su eficacia? La fijación conservadora de la obra ocasiona su destrucción: pues su unidad se realiza única y justamente en la espontaneidad, que cae víctima de la fijación. El último fetichismo, que abarca la cosa misma, la asfixia: la absoluta adecuación de la apariencia a la cosa desmiente ésta y consigue que desaparezca indiferente detrás del aparato, de igual modo que el hecho de inundar de agua ciertos pantanos por parte de columnas de trabajadores sucede por el trabajo en sí y no por su utilidad. No en vano recuerda el dominio de los exitosos directores de orquesta al del líder totalitario. Al igual que éste, aquél aporta prestigio y organización sobre un común denominador. El es el genuino tipo moderno del virtuoso: tanto como director de banda como en la orquesta filarmónica. Lo ha llevado tan lejos que no necesita hacer nada más por sí mismo; los colaboradores o correpetidores lo exoneran incluso del tiempo de leer la partitura. El director proporciona normalización e individualización de un solo golpe: la normalización tendrá en cuenta su personalidad, mientras que las obras de arte individuales que acometa harán entrega de máximas generales. El carácter fetichista del director de orquesta es el más evidente y el más oculto: las obras estándar podrían ser interpretadas por las orquestas de virtuosos de hoy en día probablemente con la misma perfección sin la presencia del director, mientras el público que ovaciona al director de la orquesta sería incapaz de darse cuenta de que, en el oculto espacio de la orquesta, ha entrado el correpetidor en el lugar del héroe acatarrado.
La conciencia de las masas de oyentes es adecuada a la música hecha fetiche. Se escucha bajo prescripción y, evidentemente, la perversión en sí no sería posible si se opusiese resistencia; si los oyentes fuesen capaces de algún modo de ir en sus exigencias más allá del perímetro de lo ofertado. Pero quien intentase “verificar” el carácter fetichista de la música por medio de la investigación de las reacciones de los oyentes, o de entrevistas y cuestionarios, podría ser tomado a burla de golpe y porrazo. En la música, más que en ninguna otra área, se ha acrecentado tanto la tensión entre esencia y apariencia que absolutamente ninguna apariencia sirve ya como muestra de la esencia4. Las reacciones inconscientes de los oyentes están tan ofuscadas, su explicación consciente se orienta de manera tan exclusiva según las categorías fetichistas dominantes, que toda respuesta obtenida, conformada de antemano de acuerdo a la superficie de dicho sistema musical atacado por la teoría, pasa por ser una “verificación”. Incluso cuando se le plantea a un oyente la sencilla pregunta de si le gusta o no le gusta, se pone en funcionamiento de manera efectiva el mecanismo al completo, del cual puede decirse que podría hacerse transparente y eliminarse al reducirlo a esta pregunta. Pero si se aspira simplemente a sustituir las condiciones de prueba elementales por aquellas que tienen en cuenta la dependencia real del oyente con respecto del mecanismo, entonces toda complicación del modo de prueba no sólo entorpece la interpretación de los resultados, sino que potencia la resistencia de las personas a prueba y las empuja de modo aún más profundo hacia el modo de conducta conformista, en el que se sienten protegidas del peligro de las revelaciones. No puede habilitarse con claridad nexo causal alguno entre los, digamos, “influjos” de las canciones de moda y sus efectos psicológicos sobre los oyentes. Si en realidad los individuos hoy ya no se pertenecen, entonces ello conlleva también que éstos han dejado de ser “influidos”. Los polos opuestos de producción y consumo están estricta y respectivamente coordinados entre sí, aunque aislados no dependan el uno del otro. Su propia mediación no escapa en modo alguno de la especulación teórica. Baste recordar cuánto sufrimiento se ahorra quien no piensa demasiado, hasta qué punto se comporta de modo “acorde a la realidad” el que afirma la realidad como correcta, en qué medida se concede todavía poder para disponer del mecanismo a quien se somete a él sin quejarse, para que la correspondencia entre la conciencia del oyente y la música hecha fetiche siga siendo aún inteligible, si es que aquélla no se deja ya reducir claramente a ésta.
En el polo opuesto al fetichismo de la música se consuma una regresión de la escucha. Con ello no nos referimos a una recaída del oyente individual en una fase anterior del propio desarrollo, ni tampoco a un retroceso del nivel colectivo total, puesto que no pueden compararse los millones de personas a los que llegan musicalmente por vez primera los actuales medios de comunicación de masas con la audiencia del pasado. Es más bien el escuchar contemporáneo el que ha retrocedido, el que se ha fijado a una escala infantil. Los sujetos que escuchan no sólo pierden, junto con la libertad de elección y la responsabilidad, la capacidad del conocimiento consciente de la música, limitado desde siempre a pequeños grupos, sino que niegan obstinadamente toda posibilidad de tal conocimiento. Fluctúan entre el amplio olvido y el abrupto reconocimiento que acto seguido desaparece de nuevo; escuchan de manera atomista y disocian lo escuchado, aunque desarrollen precisamente a partir de la disociación ciertas capacidades, comprensibles no tanto mediante los conceptos estéticos tradicionales, sino por medio de los propios de los partidos de fútbol y de las carreras de coches. No son infantiles, como desearía imaginarlos cierta concepción que pone al nuevo tipo de oyente en relación con la inclusión en tiempos pasados de estratos ajenos a la música en la vida musical. Son más bien pueriles: su primitivismo no es el del ser no desarrollado, sino el del que ha retrocedido para estancarse forzosamente. Ponen de manifiesto, siempre que se les permite, el odio forzado hacia aquello que verdaderamente presiente lo otro, pero que lo quita de en medio para poder vivir en paz, y hacia aquel que desearía por encima de todo erradicar la posibilidad de exhortación. Se trata de esta posibilidad presente o, dicho de modo más concreto, de la posibilidad de una música distinta y opositora ante la cual se retrocede. Pero es también regresivo el papel que desempeña la música de masas de hoy en el hogar psicológico de sus víctimas. No sólo se les sustrae lo importante; además, en virtud de su estupidez neurótica, reciben la confirmación completamente indiferente del modo de comportarse sus capacidades musicales con respecto a la cultura específicamente musical de las fases sociales anteriores. La conformidad con las canciones de moda y los bienes culturales pervertidos se ubica en el mismo contexto sintomático que el de aquellos rostros de los que ya no sabemos si han despojado al cine de la realidad o a la realidad del cine; los que abren bruscamente una enorme boca informe con dientes chillones para ejecutar una risa voraz, mientras los esforzados ojos observan por encima tristes y atolondrados. Junto con el deporte y el cine, la música de masas y la nueva escucha contribuyen a imposibilitar la evasión con respecto a la constitución infantil integral. La enfermedad tiene un significado conservador. Tampoco son nuevos en absoluto los modos de escucha de las masas de hoy en día y podría concederse de buen grado que la aceptación de la canción de moda de posguerra Puppchen no es tan distinta de la aceptación de una sintética canción infantil de jazz. Pero la configuración en la que aparece dicha canción infantil: el escarnio masoquista del propio deseo de una felicidad perdida, o el empeñar nuestro propio anhelo de felicidad mediante la retroversión a la infancia, cuya inaccesibilidad es testimonio de la inaccesibilidad de la alegría —en esto consiste la prestación específica de la nueva escucha; y nada de lo que percute en el oído queda protegido de este esquema de adopción—. Ciertamente existen en ello diferencias sociales, mas la nueva escucha está difundida con la misma amplitud con la que el embrutecimiento de los reprimidos estimula a los propios reprimidos y con la que el poderío de la rueda que gira sobre sí misma convierte en víctimas a quienes creen determinar su propio carril.
La escucha regresiva está ligada de manera patente a la producción gracias al mecanismo de difusión: en especial por medio de la propaganda. La escucha regresiva entra en juego tan pronto como la propaganda se transforma en terror: tan pronto como a la conciencia, ante la prepotencia del material anunciado, no le queda nada más que capitular y comprar la paz de su alma haciendo suya literalmente la mercancía impuesta. En la escucha regresiva adopta la propaganda un carácter forzoso. Un consorcio inglés de fábricas de cerveza se sirvió por un tiempo, con fines propagandísticos, de un cartel con simulado parecido a uno de esos muros de ladrillo con yeso blanco, tan usuales en los barrios pobres de Londres y en las ciudades industriales del norte. Hábilmente ubicado, el cartel no podía apenas diferenciarse de un muro real. Sobre él se encontraba, en blanco de tiza, la cuidadosa imitación de una torpe escritura. Las palabras decían: What we want is Watney’s. La marca de cerveza se manifestaba como eslogan político. No solamente nos ofrece el cartel un indicio de la índole de la propaganda más reciente, la cual hace llegar al hombre sus eslóganes como mercancía, al igual que la mercancía se enmascara aquí como eslogan. El comportamiento que sugería el cartel: que las masas convierten en objeto de su propia acción la mercancía que se les recomienda, se reproduce de hecho como esquema de la aceptación de la música ligera. Las personas necesitan y exigen aquello que se les endosa. Al identificarse con el inevitable producto, consiguen domeñar el sentimiento de impotencia que las sobrecoge a la vista de la producción monopolista. Con ello anulan la extrañeza de las marcas musicales, que les son a la vez distantes y amenazadoramente próximas, y obtienen por añadidura el placentero beneficio de sentirse partícipes de las empresas del señor Kannitverstand, con las que se topan en cualquier lugar. Esto explica por qué continuamente las declaraciones de predilección individual —o igualmente, por supuesto, de aversión— se emiten en un campo en que objeto y sujeto ponen en duda tales reacciones. El carácter fetichista de la música engendra su propio disimulo mediante la identificación del oyente con los fetiches. Esta identificación es la que primero otorga a las canciones de moda el poder sobre sus víctimas. Se consuma en la sucesión de olvido y recuerdo. Puesto que toda propaganda se compone de lo inadvertidamente conocido y de lo llamativamente desconocido, la canción de moda permanece así benéficamente olvidada en la tonalidad crepuscular de su celebridad para en un momento, como bajo el cono de luz de un foco, hacerse dolorosa y extremadamente evidente mediante el recuerdo. Grande es la tentación de equiparar el instante de este recuerdo con aquel en el que se le ocurren a la víctima el título o las palabras del inicio del estribillo de su canción de moda: quizá se identifique con ello al identificarlo y agregarlo así a sus posesiones. Esta identificación puede impelerlo a acordarse del título respectivo de la canción de moda. Lo escrito por debajo de la imagen del disco que permite la identificación no es, sin embargo, nada distinto de la marca mercantil de la canción de moda.
El comportamiento perceptivo por el que se prepara el olvido y el abrupto reconocimiento de la música de masas es la desconcentración. Cuando los productos normalizados y desesperadamente semejantes entre sí, con excepción de partículas especialmente llamativas y empleadas a manera de titulares, no permiten la escucha concentrada sin hacerse insoportables para los oyentes, entonces éstos no son ya en absoluto capaces, por su parte, de una escucha concentrada. No pueden hacer frente al esfuerzo de una aguda atención y se integran acto seguido y resignados en lo que sobre ellos recae y con lo cual traban amistad cuando no lo escuchan con precisión. La referencia de Benjamín a la apercepción del cine en su función de distracción es igualmente válida para la música ligera. El jazz comercial al uso puede desempeñar su función solamente porque no se concibe bajo alguna especie de atención, sino como simultáneo a la conversación y, por encima de todo, como acompañamiento del baile. Por ello nos toparemos una y otra vez con el juicio de que el jazz es extremadamente agradable para el baile, aunque repugnante para la escucha. Pero si el cine en su conjunto parece satisfacer el modo de concepción desconcentrado, entonces la escucha desconcentrada hace imposible la concepción de un todo. Unicamente se percibe lo que recibe el cono de luz del foco; intervalos melódicos llamativos, modulaciones osadas, errores voluntarios o involuntarios, o lo que se condensa como fórmula a través de una fusión particularmente íntima de melodía y texto. También aquí se complementan bien oyentes y productos: la estructura que aquéllos no pueden seguir no se les ofrece en modo alguno al principio. Si en la música elevada la escucha atomista conlleva una progresiva descomposición, en el caso de la música inferior no hay nada ya que descomponer; las formas de las canciones de moda están normadas de manera tan estricta, hasta en el tipo de compás y la duración exacta, que en cada pieza individual no se manifiesta absolutamente ninguna forma específica. La emancipación de las partes con respecto a la trabazón del todo y a todos los momentos que trascienden su inmediato presente inaugura el desplazamiento del interés musical al estímulo sensual particular. Resulta significativa la emoción que los oyentes muestran no sólo de cara a los particulares trucos acrobáticos instrumentales, sino también a los colores instrumentales aislados como tales; una emoción fomentada de nuevo por la práctica de la popular music norteamericana en el hecho de que cada variación —“chorus”— se deleite en poner de relieve de manera cuasi concertante un color instrumental particular: el clarinete, el piano, el trombón. En ocasiones ello llega tan lejos que los oyentes parecen interesarse más por el tratamiento y el “estilo” que por el, en cualquier caso, indiferente material: aunque dicho tratamiento pruebe su eficacia únicamente en los estimulantes efectos particulares. En la propensión al color como tal entran en juego, por supuesto, la adoración de la herramienta y el impulso hacia la imitación y la participación; pero algo también, quizá, del poderoso arrobamiento de los niños por los colores, el cual retorna bajo la presión de la experiencia musical del presente.
El desplazamiento del interés al estímulo del color y al truco aislado, ajenos ambos a la totalidad y quizá a la “melodía”, podría interpretarse de modo optimista como la renovada irrupción de la función disciplinante. Sin embargo, justamente esta interpretación sería errónea. Por una parte, los estímulos percibidos permanecen sin encontrar resistencia en el mismo esquema rígido y quien se entrega a ellos acabará por rebelarse contra el esquema. Pero ellos mismos son de la especie más limitadora. Todos se mantienen en el círculo de una tonalidad blandamente impresionista. No se trata de que el interés por el color o el sonido aislados despierte de algún modo la sensibilidad hacia nuevos colores y nuevos sonidos. Son más bien los oyentes atomistas los primeros que denuncian tales sonidos como “intelectuales” o simplemente como malsonantes. Los estímulos de que disfrutan tienen que estar aprobados. Es cierto que en el jazz se producen disonancias y que incluso se han desarrollado técnicas para la interpretación intencionadamente incorrecta. Pero a todos estos usos se les ha otorgado un certificado de no objeción: todo sonido extravagante debe crearse de tal modo que el oyente pueda reconocerlo como substituto de uno “normal”; y mientras él se regocija por el mal trato que hace medrar la disonancia de la consonancia a la que reemplaza, la consonancia virtual garantiza al mismo tiempo que uno permanece dentro del perímetro. En encuestas sobre la aceptación de canciones de moda se han encontrado sujetos de experimentación que preguntan cómo tendrían que comportarse si un fragmento les gustase y les disgustase simultáneamente. Puede suponerse que mencionan una experiencia que tienen también quienes no se dan cuenta de ella. Las reacciones frente a los estímulos aislados son ambivalentes. Algo sensualmente placentero se transforma en repugnante tan pronto como se observa en ello hasta qué punto sirve únicamente al engaño del consumidor. El engaño consiste aquí en la oferta de lo siempre igual. Incluso el más obtuso entusiasta de la canción de moda no siempre podrá resistirse a la sensación conocida por el niño goloso cuando sale de la pastelería. Si los estímulos se embotan y tienden a su contrario —la breve existencia de la mayor parte de las canciones de moda se ubica en el mismo círculo de experiencias—, entonces la ideología cultural que encubre al sistema musical elevado ocasiona por completo que la música inferior se escuche con mala conciencia. Nadie cree de tal modo en el placer por encargo. Y, sin embargo, la escucha sigue siendo regresiva en tanto en cuanto asevera esta situación a pesar de todas las desconfianzas y de toda ambivalencia. El desplazamiento de los afectos hacia el valor de cambio implica que, en la música, en realidad ya no se reivindica nada. Los sustitutos satisfacen tan bien su cometido porque el anhelo mismo al cual se adecuan también ha sido ya sustituido. Los oídos que sólo son capaces de oír en lo ofertado lo que de ellos se exige y que perciben el estímulo abstracto, sin llevar a una síntesis los momentos estimulantes, son oídos deficientes: incluso frente al fenómeno “aislado” se les escaparán rasgos decisivos; a saber: aquellos a través de los cuales el fenómeno transciende su propio aislamiento. De hecho, también en la escucha existe un mecanismo neurótico de la estupidez: el rechazo arrogante e ignorante de todo lo desacostumbrado es un rasgo característico inequívoco. Los oyentes regresivos se comportan como niños. Exigen una y otra vez, y con obstinada insidia, la misma comida que se les puso delante anteriormente.
Para ellos se prepara una especie de lenguaje musical infantil, que se diferencia del auténtico por el hecho de que su vocabulario se compone exclusivamente de escombros y descomposiciones del lenguaje artístico musical. En las reducciones para piano de las canciones de moda se hallan diagramas estrambóticos. Hacen referencia a la guitarra, al ukelele y al banjo —instrumentos infantiles, al igual que el acordeón del tango comparado con el piano— y están pensados para intérpretes que no saben leer una partitura. Representan gráficamente los trastes sobre las cuerdas de los instrumentos de cuerda pulsada. El texto de una partitura que ha de concebirse racionalmente es sustituido por mandatos ópticos, en cierto modo por señales de tráfico musicales. Estos signos se limitan, evidentemente, a los tres principales acordes de tónica y excluyen toda progresión armónica sensata. Digno de ellos es el tráfico musical regulado. Pero no puede compararse al de las calles. Está plagado de errores en el fraseo y en la armonía. Hablamos de falsas relaciones’, de incorrectas duplicaciones de terceras, de quintas y octavas paralelas y de ilógicas conducciones de las voces de todo tipo, sobre todo en el bajo. Uno podría adscribirlas antes que nada a aficionados, autores casi siempre de los originales de las canciones de moda, mientras que los arreglistas son los primeros que efectúan el auténtico trabajo musical. Sin embargo, así como los editores no mostrarían al mundo una carta sin ortografía, sería igualmente impensable que publicasen incontroladamente versiones de aficionados sin estar bien aconsejados por los expertos en la materia. Los errores, o bien han sido producidos por los expertos con plena conciencia, o permanecen intencionadamente —por consideración al oyente—. Podría atribuirse a editores y expertos el deseo de adular a los oyentes actuando por Silo en mangas de camisa e indolentemente, como un diletante que machaca de oído una canción de moda. Tales intrigas serían de la misma jaez, aun cuando calculadas desde otra psicología, que la ortografía incorrecta en numerosas inscripciones propagandísticas. Pero también, si se quisiera excluir esta suposición como traída por los pelos, los errores estereotípicos podrían comprenderse. Por un lado, la escucha infantil exige un sonido lleno y sensualmente rico, como consiguen producirlo las abundantes terceras, y es precisamente en esta exigencia donde el lenguaje musical infantil contradice de la manera más brutal la canción infantil. Por otro lado, la escucha infantil exige en todas partes las soluciones más cómodas y convencionales. Las consecuencias que resultarían del “rico” sonido en una correcta conducción de las voces estarían tan lejos de las relaciones armónicas estandarizadas que los oyentes tendrían que rechazarlas como “contranaturales”. Los errores serían, en consecuencia, ataques por sorpresa, enmendados por los antagonistas de la conciencia auditiva infantil. No menos característica del lenguaje musical regresivo es la cita. Su ámbito de aplicación se extiende desde la citación consciente de canciones populares e infantiles, pasando por alusiones vagamente casuales, hasta semejanzas y préstamos absolutamente patentes. La tendencia triunfa allí donde se adaptan piezas completas de las existencias clásicas o del repertorio de ópera. La práctica de la citación refleja la ambivalencia de la conciencia auditiva infantil. Las citas son tan autoritarias como paródicas. Y con ello un niño casi se convierte en profesor.
La ambivalencia de los oyentes regresivos se expresa al extremo cuando los individuos, aún no del todo cosificados, quieren escapar una y otra vez del mecanismo de la cosificación musical al que están expuestos, aun cuando cada una de sus revueltas contra el fetichismo los enmarañe en él de manera todavía más profunda. Siempre que persiguen despojarse de la situación de pasividad del consumidor forzado y “activarse”, caen presa de la pseudoactividad. De la masa de los regresivos surgen los tipos que se distinguen por la pseudoactividad y que sin embargo exponen la regresión con mayor énfasis a la vista de todos. En primer lugar figuran los entusiastas, que escriben cartas enardecidas a las emisoras de radio y a las bandas y que, en sesiones de jazz bien dirigidas, exhiben su propio entusiasmo como propaganda de la mercancía que consumen. Se llaman a sí mismos jitterbugs, como si quisieran a la vez afirmar y escarnecer la pérdida de su individualidad, su transformación en fascinados escarabajos voladores. Su única disculpa es el hecho de que la palabra jitterbugs, como toda la terminología propia del cine y del jazz, y de imaginaria formación, les ha sido estampada por las compañías para hacerles creer que se encuentran entre bastidores. Su éxtasis carece de contenido. El hecho de que se lleve a efecto, de que se ponga la oreja a la música, sustituye al contenido mismo. El objeto de ésta posee el éxtasis dentro de su propio carácter forzoso. El éxtasis resulta estilizado por el embeleso ante el golpe de los tambores de guerra, como lo ejercitaban los salvajes. Posee rasgos convulsivos que recuerdan al corea’ o a los reflejos de animales mutilados. La pasión misma parece generada a partir de los defectos. Pero el ritual extático se delata como pseudoactividad en el momento de la mímica. No se danza o se escucha “por sensualidad”, ni ciertamente se satisface la sensualidad por medio de la escucha, sino que se imitan los gestos de la manera más sensual. Existe algo análogo en la representación de emociones particulares en el cine, donde hay esquemas fisonómicos del temor, del anhelo, del esplendor erótico; en el keep smiling; en el espressivo atomista de la música pervertida. Se entrevera la apropiación imitativa de modelos mercantilistas con usos folclóricos de la imitación. En el jazz, la relación de dicha música con los propios individuos imitadores es sumamente laxa. Su medio de comunicación es la caricatura. El baile y la música reproducen etapas de la excitación sexual con el solo fin de ridiculizarla. Es como si el propio sustituto del placer se dirigiese de inmediato y de manera ofensiva contra éste: la conducta “justa con la realidad” del oprimido triunfa sobre su sueño de felicidad al quedar éste circunscrito por aquélla. Y como para confirmar la apariencia y la traición de esa especie de éxtasis, los pies son incapaces de llevar a cabo lo que el oído pretende. Los mismos jitterbugs que se comportan como si estuviesen electrizados por las síncopas bailan casi exclusivamente las partes favorables del compás. La carne débil desmiente al espíritu presto; el éxtasis gestual de la escucha infantil fracasa ante el gesto extático. Su contrario parece ser el diligente que se retira del sistema y se “ocupa” de la música en la pequeña habitación tranquila. Es tímido e inhibido, quizá no tenga éxito con las muchachas, pero quiere en todo caso mantener su esfera singular. Lo intenta como aficionado al bricolaje. A los veinte años conserva la etapa de los adolescentes que descuellan como protagonistas en sus juegos de construcción o que, para complacer a sus padres, desempeñan trabajos con la sierra de marquetería. El aficionado al bricolaje ha alcanzado en la radio grandes honores. Construye pacientemente aparatos cuyos elementos integrantes más importantes tiene que adquirir, mientras escudriña el aire a la busca de misterios de onda corta que no existen. Como lector de historias de indios americanos y de libros de viajes ha descubierto alguna vez países desconocidos y se ha abierto camino a través de la selva virgen. Como aficionado al bricolaje, se convierte en descubridor incluso de productos industriales especialmente interesados en ser descubiertos por él. Nada trae a casa que no le haya sido suministrado para la casa. Los aventureros de la pseudoactividad se han organizado ya en diáfanas cuadrillas: los aficionados a la radio se hacen enviar tarjetas de verificación impresas por las emisoras de onda corta descubiertas por ellos y organizan concursos en los que vence quien pueda presentar el mayor número de tales tarjetas. Todo esto se cuida al detalle desde arriba. Entre los oyentes fetichistas, el aficionado al bricolaje es quizá el más perfecto. Lo que escucha, incluso cómo lo escucha, le resulta completamente indiferente; a él sólo le interesa escuchar y conseguir conectarse al mecanismo público con su aparato privado, sin que por ello él ejerza sobre el mecanismo la menor influencia. En el mismo sentido manipulan incontables radioyentes el amplificador y el regulador del sonido, sin por ello dedicarse al bricolaje.
Otros son más expertos y, en cualquier caso, más agresivos. Son los simpáticos individuos que se las apañan en todas partes y que saben todo por sí mismos: el mejor alumno que, en toda sociedad, está dispuesto al baile y a la conversación, a quitar importancia al jazz con precisión maquinal; el oyente experto, capaz de identificar cada banda y empapado de la historia del jazz como si se tratase de historia sagrada. Es el más cercano al deportista: si no al propio jugador de fútbol, entonces al camarada fanfarrón que domina las tribunas. Brilla por su capacidad para la improvisación tosca, aun cuando tenga que practicar al piano en secreto y durante horas para poder aglutinar los ritmos díscolos y enrevesados. Se muestra como un independiente al cual el mundo le importa un pito. Pero lo que él pita es su melodía y sus trucos no son tanto inventos del momento, sino la experiencia acumulada por el manejo de los solicitados objetos técnicos. Sus improvisaciones son siempre gestos de la pronta sumisión a aquello que el aparato requiere de él. El chófer es el prototipo auditivo del individuo simpático. Su consentimiento de todo lo dominante llega tan lejos que él no sólo no ofrece ya ninguna resistencia, sino que produce una y otra vez a partir de sí mismo lo que se le exige por razón del funcionamiento correcto y leal. Transforma falazmente en capacidad de dominio su perfecta sumisión al mecanismo cosificado. Por ello, la soberana rutina del aficionado al jazz no es otra cosa que la capacidad pasiva de no dejarse extraviar por nada en su adaptación a los modelos. Él es el verdadero sujeto del jazz: sus improvisaciones proceden del esquema y este esquema lo controla él, con el cigarrillo en la boca, con tanta dejadez como si él mismo lo hubiera inventado.
Con el hombre que tiene que matar el tiempo porque no puede descargar su agresividad contra otra cosa, y con el trabajador ocasional, los oyentes regresivos tienen decisivos rasgos comunes. Para instruirse como experto en jazz o para estar todo el día colgado de la radio es preciso tener mucho tiempo libre y poca libertad; y la pericia de habérselas con las síncopas igual de bien que con los ritmos fundamentales es la propia del mecánico de coches que tanto puede reparar un altavoz como el alumbrado. Los nuevos oyentes se asemejan a los mecánicos, al mismo tiempo especializados y capaces de implementar sus conocimientos especiales en lugares inesperados y ajenos al trabajo aprendido. Pero dentro del sistema la ausencia de especialización los saca del apuro sólo en apariencia. Cuanto más fácil les resulta cumplir con las exigencias de cada día, tanto más inflexiblemente se someten a dicho sistema. La observación empírica según la cual, entre los oyentes radiofónicos, los amigos de la música ligera se muestran despolitizados, no es casual. La posibilidad de buscar abrigo y de la siempre cuestionable seguridad obstruye la visión del cambio de la situación en la cual uno busca abrigo. La experiencia superficial es contraria al cambio. La “generación joven” —el concepto mismo es una mera imagen encubridora—, en virtud de la nueva manera de escuchar, parece incluso en contradicción con sus padres y con la cultura de terciopelo de éstos. En América, los llamados liberales y progresistas se encuentran precisamente entre los paladines de la música popular ligera, que ellos clasifican como democrática en virtud de la amplitud de su alcance. Pero si la escucha regresiva es progresista en oposición a la “individualista”, entonces, en todo caso, lo será sólo en el sentido dialéctico de que aquélla se adecúa mejor que ésta a la brutalidad progresiva. Todo olor a moho es barrido con desdén; y resulta legítima la crítica de los residuos estéticos de una individualidad que desde hace mucho tiempo les ha sido hurtada a los individuos. No obstante, desde la esfera de la música popular puede ejercitarse esta crítica de manera algo menos convincente, pues justamente esta esfera momifica los residuos perversos y corruptos del individualismo romántico. Sus innovaciones están inseparablemente hermanadas con los residuos.
El masoquismo auditivo no se define únicamente por el autoabandono y por el placer sustitutivo que se identifica con el poder. En él subyace la experiencia de que la seguridad de buscar abrigo bajo las condiciones dominantes es provisoria, de que es un mero paliativo y de que todo finalmente tendrá que hacerse añicos. Incluso en el abandono de sí mismo no se es bueno consigo mismo: con gozo se siente uno traidor de lo posible y, al mismo tiempo, traicionado por lo existente. La escucha regresiva está siempre dispuesta a degenerar en cólera. Dado que sabemos que uno mismo, en el fondo, entra en el juego, la cólera se dirige primeramente contra todo aquello que podría desacreditar la modernidad de estar participando y de estar al día, así como poner de manifiesto lo poco que de hecho se ha cambiado. De la fotografía y del cine conocemos el efecto de lo moderno anticuado, lo cual, originariamente empleado por el Surrealismo a modo de shock, se ha degradado desde entonces a diversión barata de aquel cuyo fetichismo se adhiere al abstracto presente. Este efecto regresa en salvaje escorzo para los oyentes regresivos: éstos querrían destruir y burlarse de lo que todavía ayer les encantaba, como si quisieran vengarse posteriormente de lo que no tenía encanto alguno. A este efecto se le ha dado su propio nombre y se ha vuelto a propagar en la radio y en los periódicos. Corny no significa en absoluto, como se podría pensar, la música ligera y rítmicamente más simple del periodo anterior al jazz y sus vestigios, sino toda la música sincopada que en particular no está compuesta por las fórmulas rítmicas aprobadas en el momento. Un experto de jazz puede desternillarse de risa al escuchar una pieza que en la parte correcta del compás interprete una semicorchea seguida de una corchea con puntillo, aun cuando este ritmo, si bien es más agresivo, de ningún modo es por su propio carácter más provinciano que las ligaduras sincopadas practicadas más tarde y la renuncia a toda acentuación contraria al compás. Los oyentes regresivos son, en efecto, destructivos. El insulto cocinado en casa tiene un derecho irónico: irónico, porque las tendencias deconstructivas de los oyentes regresivos se dirigen en verdad contra lo mismo que odian los anticuados; contra la insubordinación como tal, a menos que ésta se cubra con la tolerada espontaneidad de las revueltas colectivas. La oposición sólo aparente entre generaciones no se hace en ningún sitio tan patente como en la cólera. Los mojigatos que en cartas patéticas y sádicas a las sociedades radiofónicas se quejan de la jazzificación de los bienes sacros y la juventud que se divierte con tales exhibiciones tienen lo mismo en mente. Sólo se precisa de la situación adecuada para coaligar a ambos en un frente unitario.
Con ello se establece la crítica de las “nuevas posibilidades” del escuchar regresivo. Uno podría intentar salvarlo, como si se tratase de una escucha en la cual el carácter de “aura” de la obra de arte, los elementos de su apariencia, retrocediesen a favor de los aspectos lúdicos. Como ocurre siempre con el cine, la actual música de masas muestra poco de dicho proceso de desencantamiento. Nada sobrevive de manera más firme que la apariencia; nada es más aparente que su objetividad. El juego infantil tiene en común poco más que el nombre con el juego productivo de los niños. No es gratuito que el deporte burgués quiera saberse tan estrictamente separado del juego. Su seriedad animal consiste en el hecho de que, en lugar de mantenerse fiel al sueño de libertad en su distanciamiento de los objetivos, asume entre los objetivos útiles la trama del juego como deber, exterminando así en ella todo rastro de libertad. Ello tiene aún mayor vigencia en la música de masas de hoy en día. Es juego únicamente en la medida en que es repetición de modelos dados, y la descarga lúdica de responsabilidad que en ello tiene lugar no augura jamás el estado sanador del deber, sino que expulsa y desplaza la responsabilidad hacia los modelos, conforme a los cuales uno mismo se convierte en deber. Dicho juego es una mera apariencia de juego; por ello, la apariencia es necesariamente inherente al deporte musical dominante. Resulta ilusorio fomentar los momentos tecnicorracionales de la actual música de masas —o las capacidades extraordinarias de los oyentes regresivos que podrían corresponderse con tales momentos— a costa de una magia perezosa que no obstante determina las reglas del puro funcionamiento mismo. Pero sería ilusorio también porque las innovaciones técnicas de la música de masas no existen en absoluto. En el caso de la armonía y de la formación de la melodía esto se comprende por sí mismo: el auténtico logro colorista de la nueva música bailable, las aproximaciones tan acentuadas de los distintos colores entre sí, que hacen que un instrumento pueda sin fisuras reemplazar o enmascararse como otro, son tan familiares a la técnica orquestal wagneriana y postwagneriana como los efectos en sordina de los metales; incluso entre las artes de la sincopación no hay ninguna que no estuviese ya presente de modo rudimentario en Brahms o no hubiese sido superada por Schönberg o Stravinsky. La práctica de la música popular de hoy no ha desarrollado estas técnicas, sino que las ha desactivado de manera conformista. Los oyentes expertos que miran estas cosas con asombro no son educados técnicamente por ellas en modo alguno, sino que reaccionan con resistencia y aversión tan pronto como se les muestran las técnicas en el contexto en el que cobran su sentido. Sólo de este sentido, de su posición en el todo social, así como en la organización de la obra de arte aislada, depende que una técnica pueda considerarse progresiva o “racional”. La tecnificación en sí puede entrar al servicio de la tosca reacción tan pronto como se establece como fetiche y presenta como ya conseguida por medio de su perfección la tecnificación socialmente desaprovechada. Por ello han fracasado todos los intentos de transformar la música de masas y la escucha regresiva sobre la base de lo existente. Una música elevada y consumible tiene que contar con pagar el precio de su consistencia; los errores que contiene no son “artísticos”, sino que en cada acorde mal formado o residual se expresa el retraso mental de aquellos a cuya demanda hemos de adaptarnos. Pero una música de masas técnicamente consecuente y apropiada, y limpia de los elementos de la apariencia defectuosa, se convertiría súbitamente en música elevada: perdería inmediatamente su base masiva. Todos los intentos de conciliación, ya sean de artistas que creen en el mercado, o de educadores de arte que creen en lo colectivo, son infructuosos. No han conseguido más que artesanía industrial, o bien ese tipo de productos que han de ir acompañados de instrucciones de uso o de un texto social para que uno se informe puntualmente sobre su profundo trasfondo.
Lo positivo y celebrado en la nueva música de masas y en la escucha regresiva: la vitalidad y el progreso técnico, la amplitud colectiva y la relación con una práctica indefinida, en cuyos conceptos ha penetrado la urgente autodenuncia de los intelectuales, los cuales, no obstante, han conseguido suprimir definitivamente su alienación social con respecto a las masas por el hecho de coordinarse con la conciencia de masas del presente —este positivo es negativo: la irrupción en la música de una fase catastrófica de la sociedad—. Lo positivo yace única y decididamente en su negatividad. La música de masas hecha fetiche amenaza a los bienes culturales hechos fetiche. La tensión entre ambas esferas musicales ha aumentado tanto que a la esfera oficial le resulta difícil mantenerse. Y qué poco tiene que ver con los estándares técnicos de la estandarizada escucha masiva: si se compara la pericia de un experto en jazz con la de un admirador de Toscanini, la de aquél es muy superior a la de éste. Pero no sólo con respecto a los bienes culturales museísticos, también con respecto a la función sagrada e inveterada de la música como paradigma del dominio de los impulsos crece en la escucha regresiva un enemigo sin piedad. No impunemente, por ello tampoco sin freno, se ponen en manos del juego irrespetuoso y del humor sádico los perversos productos de la cultura musical. Ante la escucha regresiva, la música en su conjunto comienza a adoptar un aspecto cómico. Sólo es preciso escuchar indiscretamente desde fuera el denodado sonido del ensayo de un coro. Con un énfasis grandioso se filmó esta experiencia en algunas películas de los hermanos Marx, las cuales desbaratan una 4ecoración operística, como si el entendimiento histórico-filosófico hubiese de ser preparado alegóricamente para la decadencia de la forma operística, o tuviera que hacer pedazos el piano de cola al interpretar una pieza muy apreciada de elevado entretenimiento para apoderarse del bastidor de las cuerdas del piano como la verdadera arpa del futuro sobre la que se pueda preludiar. Causa de que la música se vuelva algo cómico en la fase actual es, antes que nada, el hecho de que algo tan completamente inútil se ejecute con todos los signos visibles del esfuerzo propio del trabajo serio. La extrañeza que la música causa a los seres humanos con talento desenmascara su alienación mutua y la conciencia de la extrañeza se expresa en carcajadas. En la música —o de manera semejante en el poeta lírico— se vuelve cómica la sociedad que la condena como cómica. Pero en esta carcajada participa el declive del sagrado espíritu de conciliación. Tan ligera suena hoy toda la música como Parsifal en los oídos de Nietzsche. Recuerda a ritos incomprensibles y a máscaras supervivientes de la Antigüedad, provoca como una chuchería. La radio, que pule y sobreexpone la música, es la principal coadyuvante. Quizá esta decadencia termine por contribuir a lo inesperado. Es posible que alguna vez el individuo simpático tenga su mejor momento, lo cual exige más bien el rápido cambio de materiales ya dados, es decir, la reubicación improvisada de los objetos y no aquel tipo de comienzo radical que únicamente fructifica bajo la égida del mundo de las cosas imperturbables; incluso la disciplina puede asumir la expresión de solidaridad libre cuando la libertad pasa a formar parte de su contenido. Así como la escucha regresiva es apenas un síntoma del progreso de la conciencia de libertad, con igual brusquedad podría este tipo de escucha cambiar completamente de dirección, si el arte, junto con la sociedad, abandonase por una vez la tendencia de ser siempre lo mismo.
De esta posibilidad, quien ha creado un modelo no es la música popular, sino posiblemente la música elevada. No en vano causa Mahler fastidio a toda estética musical burguesa. Lo llaman no creativo porque él mismo suspende el concepto que ellos tienen de creación. Todo lo tratado por él ya existe. Lo tolera en la forma de su perversión; sus lemas son temas expropiados. Y, sin embargo, ninguno suena como uno estaba acostumbrado a escuchar: todos se desvían atraídos por un imán. Precisamente lo desvencijado cede dúctilmente ante la mano improvisadora; precisamente los lugares desgastados recobran una secunda vida como variantes. Así como el conocimiento que tiene el chófer de su viejo coche de segunda mano puede capacitarlo para conducirlo convenientemente y pasando desapercibido hasta el destino convenido, de igual manera puede llegar la expresión de una melodía gastada, estirada mediante la palanca del clarinete en mi bemol y del oboe en tesitura aguda, a lugares que el lenguaje musical elegido nunca alcanzó sin peligros. El conjunto de esta música, allá donde ésta inserta los fragmentos perversos, se recompone de manera enteramente nueva, aunque tome su material de la escucha regresiva; incluso casi se podría pensar que la experiencia de la música de Mahler se augura de manera sismográfica cuarenta años antes de que penetre en la sociedad. Pero si Mahler se ubica en posición transversal al concepto de progreso musical, entonces menos aún puede subsumirse por más tiempo bajo el concepto de progreso la música nueva y radical, cuyos representantes más vanguardistas invocan tal concepto de un modo tan aparentemente paradójico. Esta música se propone mantenerse firme y consciente ante la experiencia de la escucha regresiva. El espanto que Schönberg y Webern suscitan, ahora como antes, no emana de su incomprensibilidad, sino del hecho de que se les entiende demasiado bien. Su música configura de inmediato aquel miedo, aquel terror, aquella percepción de la situación catastrófica de la que los demás sólo quieren zafarse, retrocediendo. Se los llama individualistas, cuando en realidad su obra no es más que un único diálogo con los poderes que destruyen la individualidad —poderes cuyas “deformes sombras” incursionan hipertróficas en su música—. Los poderes colectivos aniquilan también en la música la individualidad sin salvación, pero sólo los individuos, frente a tales poderes y reconociéndolos, son capaces aún de representar el deseo de colectividad.

* Traducción de Gabriel Menéndez Torrellas, publicada en Disonancias / Introducción a la sociología de la música, Ediciones AKAL, 2009.
1 Platón, Staat, trad. alem. de Karl Preisendanz, 5-9. mil, Jena, 1920, p. 398 [ed. cast.: La República, Akal, 2009].
2 Ibid., p. 399.
3 Karl Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie, edición completa según la segunda edición de 1872, introd. de Karl Korsch, Berlín, 1932, vol. 1, p. 77 [ed. cast.: El capital (obra completa). Crítica de la economía política, Madrid, Akal, 2000].
4 Cfr. Max Horkheimer, “Der neueste Angriff auf die Metaphysik”, Zeitschrift für Sozialforschung 6 (1937), pp. 28 ss.

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