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Álvaro de Campos / Apuntes para una estética no-aristotélica


I
Hoy todo el mundo sabe, después de saberlo, que hay geometrías llamadas no-euclidianas, esto es, que parten de postulados diferentes de los de Euclides, y llegan a conclusiones diferentes. Estas geometrías tienen cada una un desarrollo lógico: son sistemas interpretativos independientes, independientemente aplicables a la realidad. Fue fecundo en matemática y más allá de la matemática (Einstein bastante le debe) este proceso de multiplicar las geometrías “verdaderas”, y hacer, por así decir, abstracciones de varios tipos en la misma realidad objetiva.
Ahora, así como se pueden formar, se formaron, y fue útil que se formasen, geometrías no-euclidianas, no sé que razón se podrá invocar para que no se puedan formar, no se formen, y no sea útil que se formen, estéticas no-aristotélicas.
Hace mucho tiempo que, sin reparar en que lo hacía, formulé una estética no-aristotélica. Quiero dejar escritos estos apuntes sobre ella, en paralelo, no sé si modesto, con la tesis de Riemann sobre la geometría clásica.
Llamo estética aristotélica a la que pretende que el fin del arte es la belleza, o, diciendo mejor, la producción en los otros de la misma impresión que la que nace de la contemplación o sensación de las cosas bellas. Para el arte clásico —y sus derivados, el romántico, el decadente, y otros así— la belleza es el fin; divergen solamente los caminos para ese fin, exactamente como en matemática se pueden hacer diversas demostraciones del mismo teorema. El arte clásico nos dio obras grandes y sublimes, lo que no quiere decir que la teoría de la construcción de esas obras sea verdadera, o que sea la única teoría “verdadera”. Es frecuente, además, y tanto en la vida teórica como en la práctica, llegar a un resultado cierto por procesos inciertos o aun errados.
Creo poder formular una estética basada, no en la idea de belleza, sino en la de fuerza, tomando, es claro, la palabra fuerza en su sentido abstracto y científico; porque si fuese en el vulgar, se trataría de cierta manera, tan sólo de una forma disfrazada de belleza. Esta nueva estética, al mismo tiempo que admite como buenas gran número de obras clásicas —admitiéndolas sin embargo por una razón diferente de la de los aristotélicos, que fue naturalmente también la de sus autores— establece una posibilidad de que se construyan nuevas especies de obras de arte que quien sustente la teoría aristotélica no podría prever o aceptar.
El arte, para mí, es, como toda actividad, un indicio de fuerza, o energía; pero, como el arte es producido por entes vivos, siendo pues un producto de la vida, las formas de la fuerza que se manifiestan en el arte son las formas de la fuerza que se manifiestan en la vida. Ahora, la fuerza vital es doble, de integración y de desintegración: anabolismo y catabolismo, como dicen los fisiólogos. Sin la coexistencia y equilibrio de estas dos fuerzas no hay vida, pues la pura integración es ausencia de vida y la pura desintegración es muerte. Como estas fuerzas esencialmente se oponen y se equilibran para que haya, y en cuanto la hay, vida, la vida es una acción acompañada automática e intrínsecamente de la reacción correspondiente. Y es en el automatismo de la reacción donde reside el fenómeno específico de la vida.
El valor de una vida, esto es, la vitalidad de un organismo, reside pues en la intensidad de su fuerza de reacción. Como, sin embargo, esta reacción es automática, y equilibra la acción que la provoca, igual, esto es, igualmente grande, tiene que ser la fuerza de acción, esto es, de desintegración. Para que haya intensidad o valor vital (en el concepto de vida no puede caber otro concepto de valor que no sea el de intensidad, esto es, de grado de vida), o vitalidad, es forzoso que esas dos fuerzas sean ambas intensas, pero iguales, pues, si no lo fueran, no solo no habría equilibrio sino también una de las fuerzas sería pequeña, por lo menos en relación con la otra. Así el equilibrio vital es, no un hecho directo —como quieren para el arte (no olvidemos el fin de estos apuntes) los aristotélicos— sino el resultado abstracto del encuentro de dos hechos.
Ahora, el arte, como es hecho por y para sentirse —sin lo que sería ciencia o propaganda— se basa en la sensibilidad. La sensibilidad es, pues, la vida del arte. Dentro de la sensibilidad, por tanto, es que tiene que haber la acción y la reacción que hacen el arte de vivir, la desintegración y la integración que, equilibrándose, le dan vida. Si la fuerza de integración viniese, en el arte, de fuera de la sensibilidad, vendría de fuera de la vida; no se trataría de una reacción automática o natural, sino de una reacción mecánica o artificial.
¿Cómo aplicaremos al arte el principio vital de integración y desintegración? El problema no ofrece dificultades; como la mayoría de los problemas, basta, para resolverlo, ver bien qué problema es. Yendo al aspecto fundamental de la integración y de la desintegración, esto es, a su manifestación en el mundo llamado inorgánico, vemos a la integración manifestarse como cohesión, y a la desintegración comoruptibilidad, esto es, tendencia del cuerpo, por causas (en este nivel) casi todas microscópicamente externas —y además perpetuamente operantes, en grado menor o mayor— a escindirse, quebrarse, a dejar de ser el cuerpo que es. En el mundo llamado orgánico se mantienen, variando el nombre porque la forma de manifestación, estas dos fuerzas.
En la sensibilidad el principio de cohesión viene del individuo, que esa sensibilidad caracteriza, o, antes, esa forma de sensibilidad, pues es la forma —tomando este término en el sentido abstracto y completo— la que define el compuesto individualizado. En la sensibilidad el principio de ruptibilidad está en variadísimas fuerzas, en su mayoría externas, que sin embargo, se reflejan en el individuo físico a través de la no-sensibilidad, esto es, a través de la inteligencia y de la voluntad —la primera tendiendo a desintegrar la sensibilidad perturbándola, introduciendo en ella elementos (ideas) generales y así necesariamente contrarios a los individuales, a tornarla humana en vez de personal; la segunda tendiendo a desintegrar la sensibilidad limitándola, sacándole todos aquellos elementos que no sirvan, o, por excesivos, a la acción en sí, o, por superfluos, a la acción rápida y perfecta, a tornar pues la sensibilidad centrífuga en lugar de centrípeta.
Contra estas tendencias disruptivas la sensibilidad reacciona, para mostrar cohesión, y como toda vida, reacciona por una forma especial de cohesión, que es la asimilación, esto es, la conversión de los elementos de las fuerzas extrañas en elementos propios, en sustancia suya.
Así, al contrario de la estética aristotélica, que exige que el individuo generalice o humanice su sensibilidad, necesariamente particular y personal, en esta teoría el camino indicado es inverso: es lo general lo que debe ser particularizado, lo humano lo que se debe personalizar, lo “exterior” lo que se debe volver “interior”.
Creo esta teoría más lógica —si es que hay lógica— que la aristotélica; y lo creo por la simple razón de que, en ella, el arte queda como lo contrario de la ciencia, lo que en la teoría aristotélica no sucede. En la estética aristotélica, como en la ciencia, se parte, en arte, de lo particular hacia lo general; en esta teoría se parte, en arte, de lo general hacia lo particular, al contrario de la ciencia, en la que, efectivamente y sin duda, es de lo particular a lo general que se parte. Y como ciencia y arte son, como es intuitivo y axiomático, actividades opuestas, opuestos deben ser sus modos de manifestación, y más probablemente cierta la teoría que dé esos modos como realmente opuestos que aquella que los dé como convergentes o semejantes.

II

Por encima de todo, el arte es un fenómeno social. Ahora bien, en el hombre hay dos cualidades directamente sociales, esto es, que refieren directamente a su vida social: el espíritu gregario, que lo hace sentirse igual o parecido a los otros hombres, y por lo tanto acercarse a ellos; y el espíritu individual o separativo, que lo hace apartarse de ellos, colocarse en oposición a ellos, ser su competidor, su enemigo, o su medio enemigo. Cualquier individuo es al mismo tiempo individuo y humano: difiere de todos los otros y se parece a todos los otros.
Una vida social sana en el individuo resulta del equilibrio de estos dos sentimientos: una fraternidad agresiva define al hombre social y sano. Ahora, si el arte es un fenómeno social, en su ser social va ya el elemento gregario; resta saber dónde está en él el elemento separativo. No lo podemos buscar fuera del arte, porque entonces habría en el arte un elemento extraño a él, y sería tanto menos arte; tenemos que buscarlo dentro del arte —esto es, el elemento separativo tiene que manifestarse también en el arte, y como arte.
Esto quiere decir que, en el arte, que antes que nada es un fenómeno social, tanto el espíritu gregario como el separativo tienen que asumirforma social.
Ahora bien, el espíritu separativo, antigregario, tiene, es claro, dos formas: el alejamiento de los otros, y la imposición del individuo a los otros —el aislamiento y el dominio. De estas dos formas, es la segunda la que tiene forma social, pues aislarse es dejar de ser social. El arte, por lo tanto, es, ante todo, un esfuerzo por dominar a los otros. Hay, evidentemente, varias maneras de dominar o procurar dominar a los otros; el arte es una de ellas.
Ahora, hay dos maneras de dominar o vencer: captar y subyugar. Captar es el modo gregario de dominar o vencer; subyugar es el modo antigregario de dominar o vencer.
Ahora bien, en todas las actividades sociales superiores existen estas dos maneras, porque fatalmente no puede haber otras; y si me refiero particularmente a las actividades sociales superiores es que son estas, porque son superiores, las que envuelven la idea de dominio. Son tres las actividades sociales superiores —la política, la religión y el arte. En cada una de estas ramas de la actividad social superior existen el proceso de captación y el proceso de subyugación.
En la política está la democracia, que es la política de captación, y la dictadura, que es la política de subyugación. Es democrático todo sistema que vive de agradar y de captar —sea la captación oligárquica o plutocrática de la democracia moderna, que, en el fondo, no capta sino a ciertas minorías, que incluyen o excluyen a la mayoría auténtica; sea la captación mística y representativa de la monarquía medieval, único sistema por tanto verdaderamente democrático, pues sólo la monarquía, por su carácter esencialmente místico, puede captar a las mayorías y a los conjuntos, orgánicamente místicos en su vida mental profunda. Es dictatorial todo sistema político que vive de subordinar y de subyugar —sea el despotismo artificial del tirano de fuerza física, inorgánico e irrepresentativo, como en los imperios decadentes y en las dictaduras políticas; sea el despotismo natural del tirano de fuerza mental, orgánico y representativo, enviado oculto, en la ocasión de su hora, de los destinos subconscientes de un pueblo.
En la religión está la metafísica, que es la religión de captación, porque intenta insinuarse por el raciocinio, y explicar o probar es querer captar; y está la religión propiamente dicha, que es un sistema de subyugación, porque subyuga por el dogma improbado y por el ritual inexplicable, actuando así directa y superiormente sobre la confusión de las almas.
Así como en la política y en la religión, así en el arte. Hay un arte que domina captando, otro que domina subyugando. El primero es el arte según Aristóteles, el segundo es el arte como yo lo entiendo y defiendo. El primero se basa naturalmente en la idea de belleza, porque se basa en lo que agrada; se basa en la inteligencia, porque se basa en lo que, por ser general, es comprensible y por eso agradable; se basa en la unidad artificial, construida e inorgánica, y por tanto visible, como la de una máquina, y por eso apreciable y agradable. El segundo se basa naturalmente en la idea de fuerza, porque se basa en lo que subyuga; se basa en la sensibilidad, porque es la sensibilidad la que es particular y personal, y es con lo que es particular y personal en nosotros que dominamos, porque, si no fuese así, dominar sería perder la personalidad, o, en otras palabras, ser dominado; y se basa en la unidad espontánea y orgánica, natural, que puede ser sentida o no sentida, pero que nunca puede ser vista o ser visible, porque no está allí para verse.
Todo arte parte de la sensibilidad y en ella realmente se basa. Pero, mientras que el artista aristotélico subordina su sensibilidad a su inteligencia, para poder tornar esa sensibilidad humana y universal, o sea para poder tornarla accesible y agradable, y así poder captar a los otros, el artista no-aristotélico subordina todo a su sensibilidad, convierte todo en sustancia de sensibilidad, para así, tornando a su sensibilidad abstracta como la inteligencia (sin dejar de ser sensibilidad), emisora como la voluntad (sin que sea por eso voluntad), convertirse en un foco emisor abstracto sensible que fuerce a los otros, quieran ellos o no, a sentir lo que él sintió, que los domine por la fuerza inexplicable, como el atleta más fuerte domina al más débil, como el dictador espontáneo subyuga al pueblo todo (porque es el todo sintetizado y por eso más fuerte que el todo sumado), como el fundador de religiones convierte dogmática y absurdamente las almas ajenas en la sustancia de una doctrina que, en el fondo, no es sino él mismo.
El artista verdadero es un foco dinamógeno; el artista falso, o aristotélico, es un mero aparato transformador, destinado apenas a convertir la corriente continua de su propia sensibilidad en la corriente alterna de la inteligencia ajena.
Ahora, entre los artistas “clásicos”, esto es, aristotélicos, hay verdaderos y falsos artistas; y también entre los no-aristotélicos hay verdaderos artistas y hay simples simuladores —porque no es la teoría lo que hace al artista sino el haber nacido artista. Lo que sin embargo entiendo y defiendo es que todo verdadero artista está dentro de mi teoría, júzguese él aristotélico o no; y todo falso artista está dentro de la teoría aristotélica, aun cuando pretenda ser no-aristotélico. Es lo que falta explicar y demostrar.
Mi teoría estética se basa —al contrario de la aristotélica, que se funda en la idea de belleza— en la idea de fuerza. Ahora, la idea de belleza puede ser una fuerza. Cuando la “idea” de belleza es una “idea” de la sensibilidad, una emoción y no una idea, una disposición sensible del temperamento, esa “idea” de belleza es una fuerza. Sólo cuando es una simple idea intelectual de belleza es que no es una fuerza.
Así, el arte de los griegos es grande aun dentro de mi criterio, y sobre todo lo es dentro de mi criterio. La belleza, la armonía, la proporción, no eran para los griegos conceptos de su inteligencia, sino disposiciones íntimas de su sensibilidad. Es por eso que ellos eran un pueblo de estetas, procurando, exigiendo la belleza todos, en todo, siempre. Es por eso que con tal violencia emitieron su sensibilidad sobre el mundo futuro que todavía vivimos súbditos de la opresión de esa sensibilidad. Nuestra sensibilidad, sin embargo, es ya tan diferente —de trabajada que ha sido por tantas y tan prolongadas fuerzas sociales— que ya no podemos recibir esa emisión con la sensibilidad, sino apenas con la inteligencia. Consumó este nuestro desastre estético la circunstancia de que recibimos en general esa emisión de la sensibilidad griega a través de los romanos y de los franceses. Los primeros, aunque próximos de los griegos en el tiempo, eran, y fueron siempre, a tal punto incapaces de sentimiento estético que tuvieron que valerse de la inteligencia para recibir la emisión de la estética griega. Los segundos, estrechos de sensibilidad y pseudovivaces de inteligencia, capaces por tanto de “gusto” pero no de emoción estética, deformaron la ya deformada romanización del helenismo, fotografiaron elegantemente la pintura romana de una estatua griega. Ya es grande, para quien sabe medirla, la distancia que va de la Ilíada a la Eneida —tan grande que no la oculta ni siquiera una traducción; la de un Píndaro a un Horacio parece infinita. Pero no es menor la que separa a un Homero bidimensional como Virgilio, o a un Píndaro en proyección de Mercator como Horacio, de la chatura muerta de un Boileau, de un Corneille, de un Racine, de toda la insuperable basura estética del “clasicismo” francés, ese “clasicismo” cuya retórica póstuma todavía estrangula y desvirtúa la admirable sensibilidad emisora de Víctor Hugo.
Pero, así como para los “clásicos”, o pseudoclásicos —los aristotélicos propiamente dichos— la belleza puede estar, no en las disposiciones de su sensibilidad, sino en las preocupaciones de su razón, así para los no-aristotélicos postizos, puede la fuerza ser una idea de la inteligencia y no una disposición de la sensibilidad. Y así como la simple idea intelectual de belleza no habilita a crear belleza, porque solo la sensibilidad crea verdaderamente, porque verdaderamente emite, así también la simple idea intelectual de fuerza, o de no-belleza, no habilita a crear, más que otra, la fuerza o no-belleza que pretende crear. Es por eso que hay —y en qué abundancia los hay— simuladores del arte de la fuerza o de la no-belleza, que ni crean belleza ni no-belleza, porque positivamente no pueden crear nada; que ni hacen arte aristotélico falso, porque no lo quieren hacer, ni arte no-aristotélico falso, porque no puede haber arte no-aristotélico falso. Mas en todo esto hacen sin querer, y aunque mal, arte aristotélico, porque hacen arte con la inteligencia, y no con la sensibilidad. La mayoría, sino la totalidad, de los llamados realistas, naturalistas, simbolistas, futuristas, son simples simuladores, no diré sin talento, pero por lo menos, y sólo algunos, sólo con el talento de la simulación. Lo que escriben, pintan o esculpen puede tener interés, pero es el interés de los acrósticos, de los diseños de un solo trazo y de otras cosas así. Tan pronto como no se le llame “arte”, está bien.
Por lo demás, hasta hoy, fecha en que aparece por primera vez una auténtica doctrina no-aristotélica del arte, solo hubo tres verdaderas manifestaciones de arte no-aristotélico. La primera está en los asombrosos poemas de Walt Whitman; la segunda está en los poemas más que asombrosos de mi maestro Caeiro; la tercera está en las dos odas —la Oda Triunfal y la Oda Marítima— que publiqué en Orpheu. No pregunto si esto es inmodestia. Afirmo que es verdad.

Aparecido en Athena, revista dirigida por Fernando Pessoa, Nº 3 y 4, diciembre de 1924 y enero de 1925.
Traducido por Carlos Rasines.

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