Publicado en la columna Una voce de Giorgio Agamben el 22 de abril de 2020 y de una entrevista publicada el mismo día en un periódico italiano.
¿Estamos viviendo, con esta reclusión forzada, un nuevo totalitarismo?
Desde muchos sectores se está formulando la hipótesis de que en realidad estamos viviendo el fin de un mundo, el de las democracias burguesas, basadas en los derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está cediendo el paso a un nuevo despotismo que, en lo que respecta a la generalización de los controles y el cese de toda actividad política, será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta ahora. Los politólogos estadounidenses lo llaman Security State, es decir, un Estado en el que «por razones de seguridad» (en este caso de «salud pública», término que hace pensar en los infames «comités de salud pública» durante el Terror) se puede imponer cualquier límite a las libertades individuales. En Italia, después de todo, estamos acostumbrados desde hace mucho tiempo a una legislación por decretos de emergencia por parte del poder ejecutivo, que de esta manera sustituye al poder legislativo y abole de hecho el principio de la división de los poderes en el que se basa la democracia. Y el control que se ejerce a través de las cámaras de video y ahora, como se ha propuesto, a través de los teléfonos celulares, excede con creces cualquier forma de control ejercida bajo regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo
En lo que respecta a los datos, además de los que se reunirán por medio de los teléfonos celulares, también habría que reflexionar sobre los que se difunden en las numerosas conferencias de prensa, a menudo incompletos o mal interpretados.
Éste es un punto importante, porque toca la raíz del fenómeno. Por lo menos en lo que respecta a Italia, quien tenga algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse de que los medios de comunicación hayan difundido durante todos estos meses cifras sin ningún criterio de cientificidad, no sólo sin relacionarlas con la mortalidad anual en el mismo período, sino incluso sin especificar la causa de la muerte. Yo no soy ni virólogo ni médico, pero me limito a citar fuentes oficiales que son ciertamente fiables. 23 000 muertes por COVID-19 parecen y son ciertamente una cifra impresionante. Pero si se los compara con los datos estadísticos anuales, las cosas, como es debido, adquieren un aspecto diferente. El presidente del ISTAT (Instituto Nacional de Estadística de Italia), el doctor Gian Carlo Blangiardo, anunció hace unas semanas las cifras de mortalidad del año pasado: 647 000 muertes (1772 muertes por día). Si analizamos las causas en detalle, vemos que los últimos datos disponibles para 2017 registran 230 000 muertes por enfermedades cardiovasculares, 180 000 muertes por cáncer, al menos 53 000 muertes por enfermedades respiratorias. Pero un punto es particularmente importante y nos concierne de cerca.
¿Cuál?
Cito las palabras del informe: «En marzo de 2019 hubo 15 189 muertes por enfermedades respiratorias y el año anterior hubo 16 220. Por cierto, se observa que esta cifra es superior al número correspondiente de muertes por Covid (12 352) declaradas en marzo de 2020». Pero si esto es cierto y no tenemos motivos para dudarlo, sin querer minimizar la importancia de la epidemia debemos preguntarnos si puede justificar medidas de limitación de la libertad que nunca se habían tomado en la historia de nuestro país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales. Surge la duda legítima, en lo que respecta a Italia, de que al propagar el pánico y aislar a la gente en sus casas, se haya querido descargar sobre la población las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero desmantelaron el servicio sanitario nacional y luego, en Lombardía, cometieron una serie de errores no menos graves al enfrentar la epidemia.
Incluso los científicos, en realidad, no han ofrecido un buen espectáculo. Parece que no pudieron dar las respuestas que se esperaban de ellos. ¿Qué opinas?
Siempre es peligroso confiar a los médicos y a los científicos decisiones que en última instancia son éticas y políticas. Como ves, los científicos, con razón o sin ella, persiguen de buena fe sus razones, que se identifican con el interés de la ciencia y en nombre de las cuales —la historia lo demuestra ampliamente— están dispuestos a sacrificar cualquier escrúpulo de orden moral. No necesito recordar que bajo el nazismo científicos muy estimados dirigieron la política de eugenesia y no dudaron en aprovechar los lager para llevar a cabo experimentos letales que consideraban útiles para el progreso de la ciencia y el cuidado de los soldados alemanes. En el presente caso el espectáculo es particularmente desconcertante, porque en realidad, aunque los medios de comunicación lo oculten, no hay acuerdo entre los científicos y algunos de los más ilustres entre ellos, como Didier Raoult, tal vez el mayor virólogo francés, tienen opiniones diferentes sobre la importancia de la epidemia y la eficacia de las medidas de aislamiento, que en una entrevista calificó de superstición medieval. Escribí en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declaraban que no podían definir claramente qué es Dios, pero en su nombre dictaban reglas de conducta a los hombres y no dudaban en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en su nombre afirman decidir cómo deben vivir los seres humanos.
Se nos dice —como ha sucedido a menudo en el pasado— que nada será igual que antes y que nuestras vidas deben cambiar. ¿Qué crees que pasará?
Ya he intentado describir la forma de despotismo que debemos esperar y contra la que no debemos cansarnos de estar en guardia. Pero si, por una vez, dejamos de lado la actualidad y tratamos de considerar las cosas desde el punto de vista del destino de la especie humana en la Tierra, recuerdo las consideraciones de un gran científico holandés, Louis Bolk. Según Bolk, la especie humana se caracteriza por una inhibición progresiva de los procesos naturales de adaptación al medio ambiente, que son sustituidos por un crecimiento hipertrófico de dispositivos tecnológicos para adaptar el medio ambiente al hombre. Cuando este proceso sobrepasa un cierto límite, llega a un punto en el que se vuelve contraproducente y se convierte en autodestrucción de la especie. Fenómenos como el que estamos experimentando me parece que muestran que ese punto ha sido alcanzado y que la medicina que se suponía que iba a curar nuestros males corre el riesgo de producir un mal aún mayor. Incluso contra este riesgo debemos resistir con todos los medios.
Una respuesta a «Giorgio Agamben / Nuevas reflexiones»
Un poco de lucidez es de agradecer, en estos tiempos donde solo prima la inmediatez y el dualismo que no admite una tercera opción. Gracias por estos análisis