La siguiente es una traducción de un ensayo de Eduardo Viveiros de Castro (que por sí sólo mostrará su actualidad) cuyo título original supone de inicio un par de complicaciones de traducción: «Desenvolvimento econômico e reenvolvimento cosmopolítico: da necessidade extensiva à suficiência intensiva» (Sopro núm. 51, 2011). Aunque no es directamente abordado el neologismo portugués de reenvolvimento del título, a la vista puede descubrirse que se mantiene en oposición al concepto de desenvolvimento, que en castellano significa más simplemente «desarrollo». La elección de «despliegue» y «repliegue» para traducir estos términos se debe a la imposibilidad de encontrar un término castellano en oposición semejante con el concepto de «desarrollo» («rearrollo» no funciona). Otra opción de traducción pudo haber sido: «Desarrollo económico y antidesarrollo cosmopolítico».
Quien llegue tarde que se las arregle.
Viejo proverbio brasileño, epígrafe del libro de Warren Dean, With Broadax and Firebrand: The Destruction of the Brazilian Atlantic Coastal Forest
Nota del autor: Este texto canibaliza diferentes escritos, publicados en lugares y momentos muy distintos. La primera parte viene de un prólogo al libro pionero de R. Arnt y S. Schwartzmann, Um artifício orgânico: transição na Amazônia e ambientalismo (1985-1990) (Rio de Janeiro: Rocco, 1992). La tercera y la cuarta parte, de un texto introductorio al Almanaque Socioambiental 2008 (Sao Paulo: Instituto Socioambiental, 2007), obra que puede ser descargada de Internet en http://ppbr.in/TMKcW5. La segunda parte consiste en una respuesta (también divulgada originalmente en el sitio del ISA) a una serie de pronunciamientos que El «Ministro Extraordinario para Asuntos Estratégicos», Roberto Mangabeira Unger, consideró que era idóneo hacer a los medios impresos al respecto de la Amazonia, a mediados de 2008. En aquel momento, el Presidente Lula y su Jefa de la Casa Civil, Dilma Rousseff, maniobraban agresivamente por la aprobación de la Medida Provisional 422, también conocida como «Medida del Acaparamiento», que legalizaba con total desfachatez la apropiación fraudulenta, y casi siempre violenta, de las tierras públicas de la Amazonia por latifundistas y grandes intereses agrofinancieros. El ruidoso aterrizaje de Mangabeira Unger en el gobierno, traído de Harvard para venir a dar legitimidad «científica» a esa política antiambientalista, fue la ofensa final que forzó a la ministra del Medio Ambiente, Marina Silva, a dejar el cargo y, más tarde, su partido. La aprobación de la MP422 por el Senado se dio en julio de 2008. (Ver por ejemplo http://ppbr.in/KDz5n4 para un resumen de los hechos, nombres y otros enlaces pertinentes). Las cuestiones abordadas en ese collage de textos mantienen, me parece, su actualidad y urgencia. Basta pensar en lo que está pasando en la Cámara Federal, en el momento en que escribo (22 de mayo de 2011), a propósito del Código Forestal. Y en lo que continúa sucediendo en el (o más bien al) planeta a un ritmo cada vez más acelerado. Añadí un párrafo final que me lleva hacia un lugar diferente, todavía poco abordado.
I
Al descubrirse algunas de las máscaras que la physis escogió para ocultarse a partir del último cuarto del siglo pasado, la Amazonia pasó también a ser la arena donde se desarrolla un drama decisivo: los actores en él involucrados, conjugando de modo inédito la micro y la macropolítica, se disputan el sentido del futuro. Dejando atrás la dialéctica entre el Estado y la Naturaleza, dos totalidades imaginarias constituidas entre sí por una confrontación de donde siempre estuvo excluida la gente humana y sus miríadas de asociaciones con otras gentes y otras fuerzas —pues ésta se veía unas veces convenientemente representada en el primero, otras veces compulsivamente asimilada a la segunda—, se abre ahora un espacio para una nueva geofilosofía política. Cambiando la naturalización de la política por la politización de la naturaleza, ligando directamente la tierra a la Tierra por encima de las fronteras, códigos y otras estriaciones de las viejas territorializaciones estatales, la nueva geopolítica, o más bien, cosmopolítica del ambientalismo, le niega al Estado el resguardo del infinito y el privilegio de la totalización. Y junto con el Estado, es la Naturaleza —una cierta idea de Naturaleza— la que debe cambiar: debe dejar de ejercer su función tradicional de Supremo Tribunal Ontológico y abrirse a una cosmopraxis polívoca, múltiple y simétrica.
Se pueden ver las cosas, es claro, desde el otro extremo, percibiendo lo antiguo en lo nuevo. Cosmología del capitalismo tardío, resacralización de la historia y de la geografía que cierra el ciclo abierto con la expansión quinientista de Occidente, reterritorialización sobre toda la superficie del globo de un movimiento secular de desterritorialización local, nacional y continental, el discurso ambientalista sería, en ese caso, la venganza final de la Totalidad. Éste anunciaría el advenimiento de un Edad Media posilustrada: el discurso de la finitud y de la trascendencia, dejando el espacio-tiempo de las relaciones entre lo humano y lo divino, sería ahora articulado en la confrontación entre la sociedad y la naturaleza. La selva amazónica ocuparía, hoy ya no sólo alegóricamente, el lugar de la catedral gótica: la copa de los árboles se vuelve el «dosel sagrado», la Floresta pasa a ocupar el trono del Logos. Y la Sociedad, que hasta no hace mucho tiempo era la matriz y el modelo de cualquier orden y de cualquier todo, se ve ahora como desorden y causa del desorden, como hybris suicida que sólo podrá redimirse si acepta su subordinación a una totalidad y a un orden que la engloben y determinen.
Ciertamente, se puede tomar el movimiento ambientalista como una especie de repetición del cristianismo, que mina y al mismo tiempo reinvierte, en nombre de totalidades más totales y de universales más concretos, las abstracciones imperiales de las Romas modernas — con los brasileños, además, en el equívoco papel de bárbaros que deben ser convertidos por los misioneros de esta neo-religión de la clase media (un refrito naturista de la vieja ética protestante); bárbaros, aún más, depositarios del Grial amazónico y garantes de la salvación planetaria. Ciertamente; siempre es posible desactivar algo, tomarlo por el lado muerto que todo lo que está vivo no puede dejar de tener. Pero el ambientalismo puede ser visto también como un discurso radicalmente nuevo, que rechaza algunas partes fundadoras de la Razón occidental (con perdón del pleonasmo). En particular, eso que llamamos, casi siempre peyorativamente, «ambientalismo» o «ecologismo» es un discurso que rechaza la idea de que el Homo sapiens sea la especie elegida del universo —por concesión divina o conquista histórica—, titular exclusiva de la condición de Sujeto y agente frente a una naturaleza vista como Objeto y paciente, como blanco inerte de una praxis prometeica. Este discurso problematiza la categoría de Producción como último avatar de la trascendencia — la idea de que el humano produce y se produce contra lo no-humano, en un movimiento infinito de espiritualización que es, antes que nada, la negación de una materia primera. En lugar de esto, propone una internalización de la naturaleza, una nueva inmanencia y un nuevo materialismo — la convicción de que la naturaleza no puede ser el nombre de lo que está «allá afuera», pues no hay afuera, ni adentro: el afuera es nuestro centro, y el cosmos es un denso tejido de adentros. Somos naturaleza, o no seremos.
Si la entendemos así, como idea de lo real, entonces «naturaleza» designa el límite absoluto de la historia. Es el paisaje de nuestra época: el planeta, desde la estratósfera hasta el subsuelo más profundo, está saturado de lo humano, tanto de sus signos-síntomas como de sus productos-desechos; la cultura se volvió coextensiva a la naturaleza, ecología y antropología convergieron en un solo foco. Discurso del cierre de la frontera mundial, el ambientalismo impone una revisión drástica de los paradigmas del progreso y del desarrollo indefinidos, que continúan guiando nuestras formas económicas y proyectos ideológicos. Nuestra concepción lineal y acumulativa de la historia —congénitamente ciega a la estructura, a las regulaciones sistémicas, a las causalidades circulares— se tardó demasiado en despertar para constatar que la miseria, el hambre y la injusticia no son fruto del carácter todavía parcial, incompleto, de la marcha del progreso, sino sus «subproductos» necesarios, que aumentan a medida que tal marcha continúa en la misma dirección. (Cuanto más aumenta la «producción de alimentos», más gente pasa hambre en la Tierra). El tercer mundo es ya, porque siempre lo fue, parte del primer mundo, y está en todas partes. Atravesamos el siglo XX con la cabeza del siglo XIX; el choque del futuro promete ser duro para todos.
II
Al contrario de lo que afirmó, en una entrevista reciente, el ministro extraordinario de Asuntos Estratégicos, Roberto Mangabeira Unger, la Amazonia no es una «colección de árboles».1 Dos puntos para su esclarecimiento, señor ministro.
Primero, colecciones de árboles sólo existen en los huertos botánicos, parques públicos o jardines de millonarios. La Amazonia es un ecosistema, una selva compuesta de árboles y de una infinidad de otras especies vivas — incluso seres humanos, que han estado allí desde hace por lo menos quince mil años. Esa selva, incluso considerada desde su aspecto estrictamente arbóreo, es un gigantesco agenciamiento rizomático, es decir, exactamente lo contrario de una colección discontinua de individuos independientes. (Todo ecosistema es un rizoma, en el sentido lógico-metafísico que el término recibió en Mil mesetas). Recordemos que los árboles de la región poseen, por lo general, raíces poco profundas, sustentándose por medio de un sistema radicular superficial interconectado extensivamente y por sapopemas (raíces tabulares externas), y alimentándose, en buena medida, de su propia materia descompuesta por la acción simbiótica de bacterias, hongos y animales — y de la lluvia, que es generada por la evapotranspiración de la misma selva. Antes que solamente creciendo o criándose en el suelo, esa multiplicidad viva sustenta o crea su propio suelo: una selva tautegórica o autopositiva.
Segundo, la Amazonia jamás fue un vacío humano antes de la invasión europea; al contrario, su nadir demográfico fue alcanzado después de la invasión, como resultado de las epidemias, de las masacres metódicas, de los desarraigos forzados de las poblaciones nativas para su establecimiento en conventos y haciendas, y otras exterioridades del Destino Manifiesto de Occidente. Antes de eso, las poblaciones indígenas habían encontrado, a lo largo de milenios de coadaptación con el ecosistema amazónico (o ecosistemas, pues la Amazonia no es una sola, sino muchas), soluciones de «sustentabilidad», incomparablemente superiores a los métodos modernos y estúpidos de deforestación con cadenas, tractores, motosierras y defoliantes, cuyo objetivo es siempre el de crear un espacio estriable, un ente agronómico abstracto, apropiado para la cría de ganado o la producción de vegetales agroindustriales, ambos, ganado y monocultivos, absolutamente dependientes de insumos sintéticos (hormonas y antibióticos, fertilizantes y agroquímicos).
Una enorme parte de la selva amazónica siempre estuvo poblada, y no tiene muchos siglos, milenios tal vez, que es selva «primaria». La mayoría de las especies útiles de la Amazonia proliferó diferencialmente en función de las técnicas indígenas de aprovechamiento del territorio y de sus recursos: aquello que extraemos de la selva antes de extraer la selva misma —la castaña, el azaí, la pupuña, el cacao, el babasú — fue puesto allí por los indios, fue naturalizado por ellos. La selva, en fin, no es virgen. Pero dese cuenta, Ministro, que el hecho de que la selva ya no sea virgen no implica que sea legítimo violarla. (Los paralelos son simples de imaginar, supongo). Pues eso es exactamente lo que se está haciendo.
La Amazonia está sufriendo un violento proceso de agresión — la Amazonia entera, no la susodicha colección de árboles; toda la Amazonia, sus poblaciones humanas tradicionales y sus innumerables poblaciones no-humanas. Un nuevo modelo de desarrollo, como ha sido reiteradamente predicado para Brasil, uno que no sea la imitación simplista de las recetas noreuropeas, necesita ser un modelo que ponga la selva en el centro de la ecuación —pues se ha llegado a un momento en la historia del planeta en el que la vida es el valor en crisis— la vida humana y no-humana. Ya no es posible hacer política sin tener en consideración el marco último en el que toda política real es hecha, el marco de la inmanencia terrestre.
El ministro Mangabeira Unger dijo, en otra entrevista reciente, que el destino del hombre es ser «grande, divino; no ser un niño encarcelado en un paraíso verde»; y que «todas las personas son espíritus que desean trascender». Un discurso verdaderamente pontificio, en suma. Pues bien, ministro, los indios estarían de acuerdo con usted en que todas las personas son espíritus; tal vez no estarían de acuerdo con la idea algo extraordinaria de que sólo los seres humanos son personas, pero ése es otro problema, fuera de su ámbito. Sin embargo, seguramente ellos no estarían de acuerdo con la idea de que todos los espíritus o personas «desean trascender». Ésa es una afirmación que sonaría a sus oídos inquietamente parecida a esa otra que vienen oyendo con tanta insistencia durante cinco siglos desde la llegada de los europeos — la afirmación de que ellos son niños que necesitan doblegarse ante el mensaje divino de la trascendencia para volverse seres humanos plenos, es decir, buenos cristianos y buenos ciudadanos (entiéndase, con mucha fe pero sin nada de tierra). Estoy hablando, Ministro, de la conversión y de la catequesis forzadas, a las cuales se agregó la sujeción económica y política de los pueblos indígenas; en fin, la historia del genocidio americano.
Los indios no están «encarcelados en un paraíso verde», ministro. La Amazonia no es un paraíso dado por Dios; por el contrario, es una laboriosa construcción coadaptativa, un sistema en equilibrio dinámico a donde accedieron el ingenio técnico humano (indígena) y los infinitos ingenios naturales de las especies que ocupan la región. Y los indios no están encarcelados allí. La idea de que el paraíso es, en el fondo, una cárcel para el hombre tiene una larga historia en el pensamiento occidental. Pero ambas ideas pertenecen al Viejo Mundo, la de paraíso y la de cárcel. Los indios no tienen nada que ver con eso. Sáquelos de la cárcel conceptual en la que usted los ha colocado, ministro. Y dejemos el paraíso a quien le haga falta.
En otro texto más, Mangabeira Unger defendió la tesis de que las poblaciones indígenas necesitan ser «liberadas» de su abyección antropológica. La tesis, con el debido respeto ministerial, raya en la insolencia metafísica. Los indios que sufren de depresión, suicidio, alcoholismo, como el ministro lamenta, son justamente los indios que no disponen de tierras —los guaraníes del MS, por ejemplo—, no los indios de la Amazonia como los yanomami, pueblo feliz y fuerte, justamente por gozar de un territorio a la medida de sus necesidades vitales y espirituales. Las áreas indígenas de la Amazonia son las áreas menos deforestadas del país, son ellas las que detienen la devastación en las fronteras; y son pieza esencial en el proceso de regularización o estabilización jurídica de la situación agraria caótica que es la Amazonia, el paraíso del acaparamiento, del bandidaje, del narcotráfico, del contrabando y del subsidio. ¿Y qué es lo que nos propone el Ministro? Un plan nacional de regularización agraria que es una repetición del viejo e infame principio de uti possidetis: la legalización del acaparamiento ya establecida. Los expertos y los bandidos, una vez más, se llevan lo mejor. Nunca antes la historia de este país fue tan parecida a la historia de siempre de este país.
Naturalmente, los indios sufren varios problemas, muchos de ellos causados por la incuria de los órganos y agencias de Estado que deberían hacer respetar sus derechos constitucionales, y es necesario «liberarlos» de la incompetencia o del afán de lucro del Soberano. Pero tampoco se puede negar que los indios se encuentran con otras dificultades de adaptación a las formas socioeconómicas (y espirituales) de la sociedad nacional. No porque les falten oportunidades —a pesar de que efectivamente les falten, en muchísimos casos—, sino porque sus culturas y sociedades escogieron desde muy temprano en la historia un camino civilizacional radicalmente distinto al nuestro. Ese camino es lo que podría llamarse una vía de la inmanencia en lugar de una vía de la trascendencia.
Las culturas indígenas no están fundadas en el principio de que la esencia del ser humano es el deseo y la necesidad, la carencia y las ansias. Su modo de vida, su «sistema» de vida, en el sentido más radical posible, es otro. Los indios son los señores de la inmanencia: lo que nosotros no podemos sino pensar, ellos lo viven. Y lo que ellos piensan, nosotros no somos ya capaces siquiera de imaginarlo. ¿Qué trascendencia tenemos nosotros exactamente, los orgullosos neobrasileños, presuntos representantes de la Razón y la Modernidad, que ofrecerles a ellos? Es más fácil que los indios vengan a liberarnos a nosotros que nosotros vayamos a liberarlos a ellos. Por lo menos en espíritu. Trascienda sus ansias de trascendencia, Ministro.
III
Hoy en día Brasil se deleita con grandiosos sueños de crecimiento. En contraste al milenarismo diseminado por el país —«¡llegó nuestra oportunidad!» (¿la oportunidad de qué, exactamente? ¿De que explotemos algún país más pobre que el nuestro?)—, estoy convencido de que es urgente, no «pararse para pensar», sino pensar para no pararse; es urgente comenzar a pensar bien para no pararse para siempre. Es necesario aprender a decrecer para no morir. Brasil es grande, pero el mundo es pequeño. La Tierra no va nada bien en este comienzo de siglo. Existe hoy una insustentabilidad aguda de los patrones globales de producción, distribución y consumo de la energía necesaria para la vida humana. Nuestro país es uno de los pocos que aún tiene viabilidad desde el punto de vista de su base de recursos. Brasil ostenta una de las poblaciones histórica y culturalmente más diversificadas del mundo: 220 pueblos indígenas, una inmensidad de descendientes africanos, inmigrantes europeos y asiáticos, árabes, judíos; grupos rurales y urbanos de los más diversos orígenes étnicos y culturales, habitando una variedad de formaciones naturales que, a su vez, abrigan la biodiversidad más rica del planeta. Sociodiversidad y biodiversidad deberían ser nuestros triunfos principales en un mundo en proceso acelerado de globalización. Pero aquí estamos, todavía, como siempre, serruchando con apuro la rama en la que estamos sentados, con una política de comercio exterior que viene aplicando un modelo de desarrollo ambientalmente suicida, económicamente retrógrado, socialmente empobrecedor y culturalmente alienante. Hemos devastado más de la mitad de nuestro país creyendo que era necesario abandonar la naturaleza para entrar en la historia; para darnos cuenta ahora de que esta última, con su acostumbrada predilección por la ironía, nos exige como pasaporte, justamente, la naturaleza.
IV
La diversidad de formas de vida en la Tierra es consustancial a la vida en cuanto forma de la materia. Esa diversidad es el movimiento mismo de la vida en cuanto información, toma de forma que interioriza la diferencia —las variaciones de potencial existentes en un universo constituido por la distribución heterogénea de materia/energía— para producir más diferencia, es decir, más información. La vida, en ese sentido, es una exponenciación: un redoblamiento o multiplicación de la diferencia por sí misma. Eso se aplica igualmente a la vida humana. La diversidad de modos de vida humanos es una diversidad de los modos de relacionarnos con la vida en general, y con las innumerables formas singulares de vida que ocupan (informan) todos los nichos posibles de ese mundo que conocemos. La diversidad humana, social o cultural, es una manifestación de la diversidad ambiental, o natural — es ella la que nos constituye como una forma singular de la vida, nuestro modo propio de interiorizar la diversidad «externa» (ambiental) y, así, de reproducirla. Por eso la presente crisis ambiental es, para los humanos, inmediatamente también crisis cultural, crisis de diversidad, amenaza para la vida humana.
La crisis se instala cuando se pierde de vista el carácter relativo, reversible y recursivo de la distinción entre ambiente y sociedad. Paul Valéry constataba sombrío, poco después de la Primera Guerra Mundial, que «nosotras, las civilizaciones [europeas], sabemos ahora que somos mortales». En este comienzo crepuscular del siglo presente, pasamos a saber que, además de mortales, «nosotras, las civilizaciones», somos mortíferas, y mortíferas no sólo para nosotras, sino para un número incalculable de especies vivas. Nosotros, los humanos modernos, hijos de las civilizaciones mortales de Valéry, parece que aún no recordamos que vivimos de la vida, que pertenecemos al mundo y no lo contrario. Ya sabemos eso; algunas civilizaciones ya lo saben; muchas otras, varias de las cuales matamos, sabían de eso. Pero hoy, comienza a volverse evidente hasta para «nosotros mismos» que constituye un interés supremo y urgente de la especie humana abandonar una perspectiva antropocéntrica. Si la exigencia parece paradójica, es porque lo es; tal es nuestra condición presente. Pero no todas las paradojas implican una imposibilidad; los rumbos que nuestra civilización tomó no tienen nada de necesario, desde el punto de vista de la especie. Es posible cambiar de rumbo, incluso si eso significa cambiar mucho de aquello que muchos considerarían como la esencia misma de nuestra civilización. Nuestro curioso modo de decir «nosotros», por ejemplo, excluyéndonos de los otros, es decir, del «ambiente».
Lo que llamamos ambiente es una sociedad de sociedades, como lo que llamamos sociedad es un ambiente de ambientes. Lo que es «ambiente» para una sociedad dada será «sociedad» para otro ambiente, y así sucesivamente. La ecología es sociología, y viceversa. Como decía el gran sociólogo Gabriel Tarde, «todas las cosas son una sociedad, todos los fenómenos son un hecho social». Toda diversidad es al mismo tiempo un hecho social y un hecho ambiental; imposible separarlos sin despeñarnos en el abismo así abierto, al destruir nuestras propias condiciones de existencia.
La diversidad es, por lo tanto, un valor superior para la vida. La vida vive de la diferencia; toda vez que una diferencia se anula, hay muerte. «Existir es diferir», continuaba Tarde; «es la diversidad, no la unidad, lo que está en el corazón de las cosas». De esa forma, es la propia idea de valor, el valor de todo valor, por así decirlo —el corazón de la realidad—, lo que supone y afirma la diversidad.
Es verdad que la muerte de unos es la vida de otros y que, en este sentido, las diferencias que forman la condición irreductible del mundo nunca se anulan realmente, sólo cambian de lugar (el «principio de conservación de la energía»). Pero no todo lugar es igualmente bueno para nosotros, humanos. Ni todo lugar tiene el mismo valor. (Ecología es eso: evaluación del lugar). Diversidad socioambiental es la condición de una vida rica, una vida capaz de articular el mayor número posible de diferencias significativas. Vida, valor y sentido son, finalmente, los tres nombres, o efectos, de la diferencia.
Hablar de diversidad socioambiental no es hacer una constatación, sino un llamado a la lucha. No se trata de celebrar o lamentar una diversidad pasada, residualmente mantenida o irrecuperablemente perdida — una diferencia diferenciada, estática, sedimentada en identidades separadas y listas para el consumo. Sabemos cómo la diversidad socioambiental, tomada como mera variedad en el mundo, puede ser usada para sustituir las diferencias verdaderas por diferencias ficticias, por distinciones narcisistas que repiten al infinito la identidad tibia de los consumidores, tanto más parecidos entre sí cuanto más diferentes se imaginan.
Pero la bandera de la diversidad real apunta hacia el futuro, hacia una diferencia diferenciante, un devenir en donde no sólo lo plural (la variedad bajo el mando de una unidad superior), sino lo múltiple (la variación compleja que no se deja totalizar por una trascendencia) sea lo que esté en juego. La diversidad socioambiental es lo que se quiere producir, promover, favorecer. No es una cuestión de preservación, sino de perseverancia. No es un problema de control o de progreso tecnológico, sino de autodeterminación política. Es un problema, en suma, de cambiar de vida, porque en otro sentido mucho más grave, vida sólo hay una. Cambiar de vida — cambiar de modo de vida; cambiar de «sistema». El capitalismo es un sistema político-religioso cuyo principio consiste en quitar a las personas lo que ellas tienen y hacerlas desear lo que no tienen, siempre. Otro nombre de ese principio es «desarrollo económico».
Los economistas son los teólogos de la contemporaneidad. No es una casualidad que Marx hablara de las sutilezas metafísicas y las argucias teológicas involucradas en el concepto de mercancía. Pero precisamente, no podemos soportar más esa teología del desarrollo, la ecuación entre desarrollo y crecimiento. El mundo de los economistas vuelve a prestar atención a las tesis de N. Georgescu-Roegen sobre el decrecimiento, los costos termodinámicos de la economía, y la idea de que existe un crecimiento deseconómico, que ocurre cuando los aumentos en la producción cuestan más en recursos y bienestar que los «bienes» producidos.
La noción tan loada de «desarrollo sustentable» —no se pueden negar las buenas intenciones de casi todos los que la formularon y defienden— es, en el fondo, sólo un modo de volver sustentable la noción de desarrollo, la cual ya debería haberse ido a la planta de reciclaje de ideas.2 Es una contradicción en los términos. No existe desarrollo capitalista sustentable; y, a menos que me equivoque, la inmensa mayoría de los defensores del desarrollo sustentable no imagina una alternativa al capitalismo. Por qué no lo hacen, ésta es otra cuestión y mucho más amplia. Pero de cualquier manera, en lugar de enredarse en las aporías del desarrollo sustentable, pienso que sería más interesante que comenzáramos a desarrollar (si puedo usar la palabra) un concepto de suficiencia antropológica. No se trata aquí de autosuficiencia, dado que la vida es diferencia, relación con la alteridad, apertura hacia el exterior en vista de la interiorización perpetua, siempre inacabada, de ese exterior (el afuera nos mantiene, somos el afuera, diferimos de nosotros mismos a cada instante). Se trata en cambio de autodeterminación, de capacidad de determinar para sí mismo, como proyecto político, una vida que sea buena y suficiente.3
El desarrollo es visto siempre como una necesidad antropológica, exactamente porque supone una antropología de la necesidad. Estamos aquí en plena teología de la carencia y de la caída, de la insaciabilidad infinita del deseo humano ante los medios materiales finitos de satisfacerlos. Éste es el corazón de la «racionalidad» occidental, como tan bien lo mostró Marshall Sahlins; ésta, en verdad, es el origen de nuestra religión del «desarrollo» (la economía del Génesis es la génesis de la Economía, juego de palabras de Sahlins). Pero esa concepción económico-teológica de la necesidad es, en todos los sentidos, innecesaria. Bástenos el objetivo de la suficiencia. Contra la teología de la necesidad, una pragmática de la suficiencia. Contra la aceleración del crecimiento, la aceleración de las transferencias de riqueza, o circulación libre de las diferencias; contra la teoría economicista del desarrollo necesario, la cosmopragmática de la acción suficiente: la improducción como meta, la involución intensiva como proyecto colectivo de vida. Contra el mundo del «todo es necesario, nada es suficiente», y a favor de un mundo donde «muy poco es necesario, casi todo es suficiente». Acaso así tengamos un mundo que dejar a nuestros hijos.
Concluyo con una nota fantástica, y pesimista. Imaginen una de esas películas de serie B de ciencia ficción en las que la Tierra es invadida por una raza de alienígenas, que se hacen pasar por humanos para dominar el planeta y utilizar sus recursos, porque su mundo de origen ya se ha agotado. En general, en esas películas los alienígenas se alimentan de los propios humanos: de su sangre, su energía mental, o algo así. Ahora, imaginen que esa historia ya sucedió. Imaginen que la raza alienígena somos, en realidad, nosotros mismos. Fuimos invadidos por una raza disfrazada de humanos, y descubrimos que ellos ganaron: nosotros somos ellos. ¿O habría tal vez dos especies de humanos? ¿Una alienígena y otra indígena? Tal vez sea toda la especie, por completo, la que estaría dividida en dos, el alienígena y el indígena cohabitando dentro del mismo cuerpo: un ligero desajuste de sensibilidad nos hizo percibir esa autocolonización. (O quién sabe si el invasor es el alma, el nativo el cuerpo. Origen extraterrestre del alma: ya sabemos que el lenguaje, al menos, es un virus del espacio exterior). Seríamos, de esa manera, todos indígenas, indios invadidos por los europeos; todos nosotros, incluidos, ciertamente, los europeos (ellos fueron uno de los primeros pueblos indígenas en ser invadidos). Una duplicación perfecta en intensificación, fin de las particiones en extensión: los invasores son los invadidos, los colonizados son los colonizadores. Despertamos de una pesadilla incomprensible.
Hora de releer a Oswald de Andrade. El hombre desnudo comprenderá.
1 Ver la nota introductoria. R. Mangabeira Unger se dejó llevar por un arrebatamiento de falsificación retórica, diciendo que la Amazonia era «más que una colección de árboles; hay gente allí». Gente que necesita del Desarrollo traído por el Estado, es claro. Digamos entonces que la Amazonia, para Managabeira, sí es una colección de árboles, más una colección de gente, ambas colecciones compuestas de súbditos del Soberano. En lugar de un colectivo reunido de humanos y no-humanos, dos colecciones separadas de individuos (árboles, personas) ellos mismos separados, recolectados todos por el Recolector Universal.
2 Sería necesario un día intentar un diálogo entre las ideas de Georgescu-Roegen y las de Georges Bataille sobre la «economía generalizada». El principio del gasto antiproductivo de Bataille puede ser creativamente interpretado en el marco de un proyecto que rechace un «crecimiento económico» técnicamente posible pero antropológicamente absurdo.
3 Hago alusión aquí al célebre y genial concepto de Donald Winnicott, el de «good enough mother», la mujer que sea «buena madre o lo suficiente» para criar a un hijo suficientemente normal, que es todo lo que se necesita — que es incluso lo mejor que cualquiera puede ser.