A más de un año de la publicación de Un habitar más fuerte que la metrópoli del consejo nocturno (que no «Consejo Nocturno»), decidimos compartir uno de los capítulos de este libro para quien necesite todavía más excusas para terminar de sumergirse completamente en él.
Cuando las infraestructuras del poder son desbordadas, se debilita esa aversión —coagulada en edificaciones de metal y hormigón que aspiran a durar para siempre— que la metrópoli tiene a la contingencia. Los impactos no programados, la manifestación que se sale de control o los cataclismos naturales deponen por igual la turbia continuidad de este espectro de agonía interminable que no extrae su vitalidad sino de aquellos que se abandonan a sus simulacros. Verticalmente detenido, se traza una línea de fuga para una vida que se organiza por sí misma, para una vida que reconoce el cadáver que son desde ya todas esas arquitecturas que conglomeran a millones en una participación pasiva en el Gran Sueño. Lo que en esos momentos se pone de manifiesto es que los paisajes arquitectónicos no tienen ninguna existencia superior, que, por el contrario, son pasajeros, materialmente contingentes; que lo que fue históricamente construido puede ser políticamente derribado: «La destrucción de imágenes que representan algo es la destrucción de una jerarquía que ya no se reconoce. Se atacan así las distancias habituales, que están a la vista de todos y rigen por doquier. La expresión de su permanencia era su dureza, han existido desde hace mucho tiempo, desde siempre, según se cree, erguidas e inamovibles; y era imposible aproximarse a ellas con intención hostil. Ahora están caídas y quedaron hechas escombros» (Canetti, op. cit.). Dirigir toda catástrofe acontecida hacia un efecto de ruina de la metrópoli, para hacer consistente la ingobernabilidad antes de que el gobierno espectacularice el acontecimiento y se proclame «defensor de la humanidad», esa es la tarea de nuestro Partido: la organización popular tras el huracán Katrina es un bello ejemplo de esta política.
Nada distinto a este desbordamiento popular de los aparatos de gobierno fue lo que ocurrió a raíz del terremoto del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México, o, más recientemente, con el nuevo sismo registrado exactamente 32 años después. Entonces, la infamia y el descrédito del gobierno fue para todos patente, no solo en términos negativos, por la incomparecencia de sus servicios de auxilio: lo que en realidad ocurrió fue que, al encontrarse, miles de personas dejaron de esperar cualquier migaja suya, hasta el punto de que empezar a retirar escombros, atender a los heridos, transportar víveres o reconstruir viviendas fue el resultado, no de una ciudadana y quimérica «solidaridad», sino de una praxis inmediata sin gobierno. Aquella experiencia sigue tan presente en el imaginario histórico de los mexicanos que el terremoto de 2017 ha sido rápidamente asimilado a esas mismas posibilidades por todas las partes en juego. Así, en menos de una hora miles de personas estábamos saliendo a las calles a calibrar los estragos del sismo en esta ciudad, y también en Oaxaca, Morelos, Puebla y otras zonas afectadas, organizando las brigadas y rescatando a personas atrapadas sin necesidad de ningún llamado del gobierno, prácticas en las que vimos prontamente surgir nuevos lenguajes, nuevas formas de acercamiento que suspendían esa desconfianza metropolitana generalizada que nos impide comunicarnos más allá del «¿Me puede dar la hora?». En efecto, una vez más, los aparatos de gobierno estaban siendo manifiestamente superados por miles de personas anónimas sin ninguna adhesión institucional, o que por lo menos la habían dejado atrás por unos días en favor de la conspiración colectiva sin mediación burocrática. Pero entonces, conforme el «efecto Einstürzende Neubauten» se hacía cada vez más visible, es decir, conforme se hacían manifiestas las corrupciones estatales, partidistas y financieras en todas estas construcciones de cartón post-1985 que ahora han caído cual castillos de naipes, se decretó crimen de lesa gubernamentalidad para todos aquellos que se organizaran por sí mismos: los militares se lanzaron al cercamiento contrainsurreccional de los edificios derrumbados, el circo mediático comenzó a parlotear, los acopios fueron regulados por los poderes institucionales y las donaciones autónomas que ya estaban en camino fueron decomisadas por el gobierno y otras agrupaciones. Solo el curso aún no cerrado de los acontecimientos permitirá dar la victoria a una u otra de las partes.
Cuando nuestro Partido arrebata un espacio a la infecta gestión imperial, no basta con dejarlo tal y como estaba y sobrevolarlo como ya antes se hacía, sino que se trata de tornarlo positiva e irreversiblemente autónomo, es decir, destruir toda posibilidad de que las fuerzas policiales lo recuperen, y esto solo se consigue habitándolo, anclándose duraderamente y sin vacíos, con todo un pueblo conformándose en fuerza anónima ingobernable: «Cada espacio conquistado al Imperio, al medio hostil, tiene que corresponderse con nuestra capacidad para llenarlo, para configurarlo, para habitarlo. Nada es peor que una victoria con la que no se sabe qué hacer» (Tiqqun 2, «Esto no es un programa»). En 2006 el gobierno acabó con la Comuna de Oaxaca a través no solo de la ocupación policial, sino también de programas de embellecimiento urbano allí donde la policía no podía actuar sin rodeos; programas que apenas ocultaban lo que se entendía realmente por «recuperación del espacio público», a saber: la recolonización y la neutralización de los espacios que habían sido puestos en común, su asignación a una esfera mercantil separada de cualquier uso. Ante una situación de ingobernabilidad, en la que las plazas favorecían los encuentros una vez apropiadas por medio del cuidado barrial y colectivo, el gobierno, preocupado porque la revuelta había acarreado «pérdidas millonarias» para la industria turística en Oaxaca, se lanzó a una remodelación completa de la ciudad. Además de la plaga fachadista que era de esperar para las zonas más céntricas y turísticas, fueron también reconfigurados todos los barrios periféricos. Los puntos de encuentro fueron neutralizados con nuevos elementos de mobiliario urbano y distribuciones que dificultaban toda forma de asentamiento, se hizo tierra quemada de cualquier refugio eventual e incluso las plazas más pequeñas fueron valladas o cubiertas de hormigón. El objetivo era que otra insurrección como la de aquel año no pudiera volver a tener lugar en tan bella Capital Cultural del Mundo.
No puede haber habitar en la metrópoli, lo inhabitable por excelencia, sino solo contra la metrópoli, invariablemente. Cuando dos o más personas se alían y comienzan a conspirar juntas, cuando otras más comienzan a amarse al margen de la axiomática capitalista, cuando un espacio conquista una profundidad y una forma-de-vida, la metrópoli ya no tiene lugar, cesa de superponerse a nuestras existencias y a nuestras territorialidades. Considerando que la metrópoli es la negación consumada del habitar, el habitar tiene que comenzar por liberarse de la metrópoli. En este sentido, todo habitar se da siempre en el afuera. Y si habitar es entrar en contacto con todas las escalas y detalles de nuestras existencias, también es devenir autónomos en sentido amplio. Leemos en A nuestros amigos: «Una perspectiva revolucionaria no se dirige ya a la reorganización institucional de la sociedad, sino a la configuración técnica de los mundos». También: «Para destituir el poder no basta, por tanto, con vencerlo en la calle, con desmantelar sus aparatos, con incendiar sus símbolos. Destituir el poder es privarlo de su fundamento. Esto es precisamente lo que hacen las insurrecciones». Aquí adquiere todo su sentido la expresión habitar insurreccional, pues es habitando plenamente como el principio gubernamental queda privado de cualquier asidero sobre nosotros. Para decirlo con una sola fórmula: deponer los poderes que nos gobiernan coincide o tiende a coincidir con un hacer sin ellos, y viceversa. En la ZAD de Notre-Dame-des-Landes lo dicen así unos compañeros: «Habitamos aquí, y eso no es decir poco. Habitar no es alojarse. Un alojamiento no es finalmente sino una casilla, en la cual la gente es “alojada”, por las buenas o por las malas, después de su jornada de trabajo y a la espera de la siguiente. Es una jaula cuyos muros nos son ajenos. Habitar es otra cosa. Es un entrelazamiento de vínculos. Es pertenecer a los lugares en la misma medida en que ellos nos pertenecen. Es no ser indiferente a las cosas que nos rodean, es estar enlazados: a la gente, a los ambientes, a los campos, a los setos, a los bosques, a las casas, a tal planta que yace en el mismo espacio, a tal animal que se suele ver ahí. Es estar anclados y tener posibilidades abiertas en nuestros espacios. Es lo opuesto a sus pesadillas de metrópoli, de las que solo cabe deshacernos».
Que el habitar pueda ser más fuerte que la metrópoli es algo que atestigua cada tentativa de expulsión de habitantes de sus tierras, desde el Viet Cong hasta los zadistas, cuando el uso habitual y el tacto territorial superan con facilidad la tosquedad y la falta de destreza de policías y militares, que no saben recorrer un territorio más que para dominarlo, aplastarlo y desolarlo. En el habitar se juega también una experimentación de los territorios completamente heterogénea a aquella con la que los urbanistas y los gestores metropolitanos fantasean. Habitar un territorio es en primer lugar experimentarnos territorialmente a nosotros mismos, es decir, en el interior de un proceso de despersonalización que, como el viento, desborda cualquier designación de confines y abre a mil posibles. Habitar cancela, en cierto sentido, toda cartografía, toda concepción separada y burocrática de la realidad que contraponga el Yo soberano y el conjunto de entes sobre los cuales opera. No hay management de lo real, tan solo de su caricatura. El mapa es un listado y una organización de los dispositivos proyectados sobre un territorio a gobernar. Se trata de un lenguaje económico incompatible con el de la revuelta, que es siempre irrupción en el estado de cosas, no solo nuevo reparto de las cartas, sino otro uso de las reglas del juego. ¿Cómo mapear una revuelta? Como acto político es irrepresentable, es lo irrepresentable. El mapa nos puede servir en todo caso para planear un bloqueo o un sabotaje, pero el bloqueo y el sabotaje mismos, ocurriendo aquí y ahora, atañen menos a una superficie proyectada que a una interficie experimentada. Pensemos en este sentido en la experiencia nómada de los espacios, por ejemplo, la del pueblo walpiri en el norte de Australia: diversos antropólogos han representado minuciosamente sus recorridos, pero cientos de trazos no bastan para traducir la experiencia situada que los walpiri tienen de los territorios, que es más bien narrada en cantos y ritmos, no un listado de cosas. Estos cantos y estos ritmos amplifican las relaciones cotidianas que se establecen con los territorios, vinculando cada lugar con una anécdota, con una aventura, con un mito, con una hecceidad. Así, por ejemplo, su vocabulario está compuesto de términos como ngapa (lluvia), waitya–warnu (semillas), ngarrka (hombre iniciado), ngatijim (papagayo verde), cuyas traducciones son solo aproximadas, porque no encontramos en otros idiomas los afectos que allí tienen lugar. Habitar lo real antes que gobernarlo es ya una forma de subversión de la metrópoli, es generación de un plano de ingobernabilidad, es rechazar el deseo demasiado humano de que todo sea canalizable, reducible a una forma de gobierno. En el habitar se esparce la construcción de una nueva geografía en la que las formas-de-vida entran en intimidad con lo más sensible de un territorio, prolongándose, plurificándose, ganando en presencia y no en representación.
Habitar antes que gobernar entraña una ruptura con toda lógica productivista, lógica que refleja la ejecución compulsiva de una praxis separada que reniega lo que está ahí, que aspira a no estar situada jamás, a no localizarse, a no prestar atención a los fenómenos. En este sentido, la solidaridad de Antonio Negri con el nihilismo anárquico del capital se hace del todo patente cuando define su poder constituyente como «procedimiento absoluto, omnipotente y expansivo, ilimitado y no sometido a fines» o, asimismo, como «lo absoluto de una ausencia, un vacío infinito de posibilidades». Una praxis que parte de la nada, que surge de una voluntad dislocada, es indisociable de la reificación capitalista del mundo. Es muy posible que la autonomía de los objetos surgiera en nuestro mundo a partir de una percepción del dominio de la manufactura de artefactos como cosa totalmente distinta del cultivo y la crianza de plantas y animales, y, más en general, a partir de la consideración de que habría algo así como una esfera de lo artificial totalmente cortada de lo natural. De estar vinculada a agregados compuestos de otros agregados —aquello que Spinoza llamaba la naturaleza—, con la extensión de las relaciones de producción industrial la vida queda subsumida bajo un círculo de cosas que son comprendidas como no naturales y como surgidas exclusivamente del trabajo, la inventiva, la tecnología y el sudor de los humanos. Naturalmente, la objetivación y la subordinación de animales y otros seres bajo los poderes humanos fue expandiéndose con el curso de los años hasta alcanzar a los propios sujetos objetivadores: la vida humana, tras ser convertida en el objeto principal de las ciencias gubernamentales y de la policía, es hoy en día el capital más preciado que incentivar y promocionar.
Aquí se muestran cruciales las investigaciones de antropólogos como Tim Ingold, quien encuentra que la distinción entre «producir» y «recolectar» que yace en el fondo de este asunto no solo no existía entre agricultores y pastores del pasado, sino que aún hoy los indios achuar o los habitantes del monte Hagen —y en realidad la mayoría de las agrupaciones humanas salvo las occidentales— perciben su fabricación o producción de «cosas», y en general todo hacer, de un modo nada distinto al cultivo, a un «hacer crecer»: «La consideración ortodoxa occidental extiende la idea de hacer del dominio de las cosas inanimadas al de los seres animales. Propongo, muy al contrario, que la idea de cultivar puede ser extendida en la dirección opuesta: de lo animado a lo inanimado. Es cultivado también todo aquello que llamamos “cosas”. En la práctica, durante la manufactura de artefactos se da más que la transcripción mecánica de un diseño o plan, ideado a través de un proceso intelectual de la razón, sobre una sustancia inerte. […] Lejos de “estampar el sello de su voluntad sobre la Tierra”, por utilizar la frase imperialista de Engels, quienes trabajan la tierra —limpiando campos, removiendo tierra, sembrando, desbrozando, segando, pastoreando sus rebaños y sus piaras o alimentando animales en sus establos— están ayudando a la reproducción de la naturaleza y, por extensión, a la de su propia especie» (The Perception of the Environment). Un paso más en el delirio alucinante de la producción, que la soberbia humana de «crear» sea hegemónica bajo la metrópoli (ya no solo entre artistas, sino también entre ingenieros genéticos, mercadólogos o filósofos) solo puede atribuirse a una consumada falta de vínculo con un mundo, a una pobreza de situación. Así pues, en el desplazamiento del hacer desde su concepción burocrático-humanista a una de puro acompañamiento en el florecimiento de formas, nosotros llevamos a cabo una reconquista de presencia, una situalización que supone la constitución de intimidad y su experiencia entre seres y mundo. Y es en este ser-en-situación donde puede tener lugar finalmente una potencia destituyente, la cual abre un camino más allá de la figura de esta época.