A propósito de Gianni Carchia habíamos publicado ya la traducción de su «Glosa sobre el humanismo», uno de sus textos donde es más manifiesto su parentesco con ese comunismo de la destitución del que Marcello Tarì ha consagrado recientemente un libro —y quien, dicho sea de paso, escribe también en el enlace antes citado algunas buenas pistas sobre la obra y la actualidad de Carchia—, no sólo porque esta glosa fue publicada en uno de los principales órganos de la consciencia del movimiento revolucionario italiano de la década de 1970, la revista L’erba voglio, sino también y sobre todo porque ofrecía una estrategia diferente, no-dialéctica, del conflicto, siendo la dialéctica aquello que permite en cada ocasión la captura de lo heterogéneo bajo el yugo de la civilización occidental, de «la totalidad». Frente a esto, Carchia podría compartir las siguientes palabras de otro destituyente, Gilles Deleuze: «No hay síntesis, mediación ni reconciliación en la diferencia, sino por el contrario una obstinación en la diferenciación».
Mientras seguimos esperando «la hora de la legibilidad» de Gianni Carchia, les compartimos otro texto que quiere acompañar que ésta ocurra. Frente a una práctica hoy dominante de burocratización del pensamiento, en este ensayo Julien Coupat —publicado en 2019 en una reedición de Orfismo e tragedia. Il mito trasfigurato (1979) en la editorial italiana Quodlibet— explicita otro tipo de exigencia del pensamiento que se juega en cada una de las investigaciones de Carchia, no siendo pues simplemente el autor de una serie de monografías eruditas sobre Platón, Kant o Benjamin, sino un arqueólogo en busca de lo que escapa y que nos permitiría hoy seguir escapando. Carchia, quien también fue un traductor —notablemente de la versión italiana de El principio de anarquía de Reiner Schürmann—, lanza su mirada al orfismo como forma de vida en pleno ocaso sin retorno de lo que fue la experiencia, el experimento, de la Autonomía italiana, a fin de rastrear esas líneas de fuga a las que podemos acceder y que exigen ser actualizadas.
En esta versión hemos retrabajado la traducción italiana a partir del original francés que publicaron en el sitio web de Contrepoints el 30 de enero de 2021.
Me atrevo a afirmar aquí que la libertad es siempre clandestina, que la verdad y la justicia también lo son. Y que éstas no son más que simulacros y agentes de intimidación en cuanto se erigen en la plaza pública.
Pierre Klossowski, en Le 14 juillet, núm. 3
Hay textos cuya densidad hace que cualquier comentario sea locuaz, cuyo carácter elíptico advierte de cualquier explicitación adicional. Orfismo y tragedia es uno de ellos. Imposible escribir sobre, hay que escribir después, hay que escribir con, a una velocidad equivalente.
Con Carchia, en 1979, vienen Benjamin y Michelstaedter, Adorno y Pareyson, pero también los tuareg y Bordiga, los Quaderni Rossi y Potere Operaio, Camatte e Inviariance, L’erba voglio de Fachinelli, la revista An.Archos de Piero Flecchia, y también Domenico Ferla, poeta bordiguista y maniqueo. La democracia blindada cierra sus candados a una generación de emarginati. La política, en la que se habían puesto todas las esperanzas de salvación, era en realidad parte de la condena. Desde el fondo de este callejón sin salida, Carchia decide tomarse todo con un poco más de altura. Se sitúa a la altura de la civilización y traza líneas de fuga para el presente, para el futuro, para siempre. Explora otros inicios. «Hay algo, en el ideal del reinicio, que precede al propio inicio, que lo reanuda para profundizarlo, para hacerlo retroceder en el tiempo» (Deleuze). En los mismos años, Foucault y Carchia vuelven a la Antigüedad, con resultados diferentes. No es por casualidad. Aun partiendo de Heidegger, Foucault no se remonta lo suficientemente atrás en el tiempo, y en su última entrevista, en el verano de 1984, concluirá que: «Me parece que toda la Antigüedad ha sido un “profundo error”». Carchia, en cambio, asume el riesgo de retroceder hasta el bios Orphikós para descifrar un espacio dejado en blanco en la historia de Occidente. Clarifica el «profundo error» a partir de esta otra vía posible, que nunca ha sido recorrida. Occidente, estable en su declive, constante en su apocalipsis, no es una superficie uniforme. Al contrario, es una superficie con múltiples agujeros, llena de profundas aperturas, pese a todos los esfuerzos por cubrirlas. Estos agujeros son bloques de primitividad, posibilidades vitales, «núcleos afectivos devastadores», como decía Henri Lefebvre. A veces tienen nombres —tanto Meister Eckhart como Empédocles, tanto Abaris como Artaud—; nombres proprios que deben entenderse, por tanto, como si fueran acontecimientos. Orfeo es uno de ellos, uno de los primeros en orden temporal. Un análisis político superficial podrá ver quizás en el gesto de Orfismo e tragedia una deserción frente al enemigo, una fuga ante la tragedia política en curso en 1979 — una despolitización. Hay que decir que este entendimiento no comprendió ya, en el siglo V a. C., que lo profundamente político del orfismo consistía precisamente en el hecho de rechazar el conjunto de la polis. En su defensa, la superficialidad es también una medida de protección: al abrirse a las potencias divinas, un alma corre el riesgo de ser sumergida como por un diluvio que desborda sus sentidos y los ahoga. Aquel al que le ocurre más de lo que puede digerir puede que nunca se recupere, como si fuera golpeado por Apolo. Más aún en una época en la que «la privación de alma era el precio a pagar por entrar en la temporalidad histórica del progreso» (Gianni Carchia, Per una estetica dell’invecchiato in Dario Lanzardo, Dame e cavalieri neI Baloon di Torino).
«Los padres comieron agraces y los hijos sufrieron la dentera». Las cosas van así al menos desde Jeremías. La mentira de la civilización consiste en cubrir sus múltiples decisiones con el silencio, y luego inventar una historia lógica. Así, de generación en generación y de ocultación en ocultación, la sabiduría de este mundo se ha vuelto perfectamente loca. Atenas, por ejemplo, es el nombre de una catástrofe. Al igual que Jean-Pierre Vernant, hay que luchar a diario contra el «despotismo oriental» estalinista para venerar la polis griega como una invención histórica que hay que poner como ejemplo. Por supuesto, Nicole Loraux tiene razón al ver en la ciudad, como unidad que se autocelebra, que borra la stasis que la amenaza en todo momento, una instancia de despolitización. Y tratar de desenmascarar la perpetuación de la oligarquía bajo el manto democrático es siempre un ejercicio gustoso. Pero esto no es todavía remontarse demasiado alto. La democracia es la forma de organización adecuada, es decir, la más eficaz, para una colectividad de depredadores.1 El meson es el lugar del reparto sólo porque es el lugar donde se deposita el botín del saqueo, bajo la mirada celosa de todos. La isonomía, antes de ser igualdad ante la ley, es la igualdad en la distribución del botín. El sorteo al azar delega en los dioses una repartición que se convertiría en una masacre si se encargaran de hacerlo los humanos. Ya sea para el reparto del botín, de las cargas o de los trozos de carne cocida al final del sacrificio, el sorteo al azar no tiene en cualquier caso nada que ver con la igualdad moderna ante el azar — diga lo que diga Rancière. La comunidad democrática nunca ha dejado de ser una comunidad en el saqueo y el asesinato. «Los primeros griegos eran todos piratas», resume Montesquieu. Y no en vano las primeras constituciones auténticamente igualitarias de la modernidad son las constituciones piratas: «Toda la historia de la democracia es quizá la de un régimen de bandolerismo, una forma de piratería; y esto, desde el inicio hasta hoy» (Jean-Paul Curnier, La piraterie dans l’âme). El meson se ha convertido en el lugar vacío de la toma de palabra pública sólo porque el botín se ha desmaterializado. Con la Liga de Delos, el estatuto de ciudadano se convierte en una realidad rentable. El hombre es un lobo para el hombre, desde la famosa fábula de Esopo; y en la tradición arcádica, es Licaón, el hombre-lobo, quien funda la primera ciudad, Licosura, el «Monte del Lobo». Se dice que no tenía rival en su habilidad para esculpir la luz del sacrificio con justicia. La igualdad, pues, como punto de encuentro de todas las rapacidades, y la democracia como el encanto de este mecanismo. O para decirlo con Freud, «la sociedad se funda sobre la participación en el crimen colectivo» (Tótem y tabú). Existe una genealogía de la moral que se remonta directamente a la Atenas clásica — Atenas, la «fuente de toda policía», según Nicolas de la Mare.
Si bien Meuli tiene razón al rastrear el ritual sacrificial griego «de la calavera y los huesos largos» hasta la caza paleolítica y explicarlo a través de la necesidad de mitigar la emoción del derramamiento de sangre, hay un mundo entre la matanza del mamut o del ciervo en la caza prehistórica y la escenificación hipócritamente calculada del sacrificio del buey en la ciudad griega — los hombres enmascarados y disfrazados que matan al animal, los lamentos, el arma del crimen escondida bajo los granos de cebada, el animal embalsamado que «da su consentimiento» a su ejecución. Sólo aquí se puede hablar de una verdadera «comedia de la inocencia» que se da la jauría igualitaria. Porque la polis es un barco cuyos ciudadanos son los remeros. Es una construcción puramente humana que navega —la metáfora gubernamental de su necesaria dirección no es casual— en un entorno que se ha vuelto esencialmente extraño, silente, hostil. Walter Bukert no duda de que «los tragodói son originalmente un grupo de hombres enmascarados que realizan el sacrificio de la cabra de primavera» (Origen salvaje). Si la tragedia cumple y al mismo tiempo suspende la comedia de la inocencia que es la vida de la polis, es porque esta vida no sólo es el producto de todas las rapiñas posibles y se basa en la masacre de falanges o incluso de poblaciones enemigas, sino que se basa en el asesinato de los héroes, los dioses y la naturaleza. Pero son precisamente los dioses, los héroes y la naturaleza los que la tragedia pone en escena: los incluye en la vida de la ciudad en la forma de su exclusión. Independientemente de lo que se piense de la tesis de Julian Jaynes en El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, entre la humanidad de la Ilíada y la de la ciudad clásica hay un abismo; un abismo que no es sólo el que separa a una humanidad mítico-aristocrática de una humanidad racionalista-democrática, sino más bien el abismo entre una plena presencia a-subjetiva en el mundo, todavía con acceso a lo invisible, ignorante de la conciencia, ajena a la reflexividad incluyendo la moral, y una existencia filtrada por un Yo análogo, que narra su experiencia, flanqueada por una interioridad que autoriza metis y simulación, una existencia en la que el tiempo se espacializa, en la que las voces se silencian y en la que los videntes se convierten en excepciones dignas de curiosidad — unos «inspirados». Esto no contradice en absoluto la tesis de Walter Otto de que, para disgusto de los Modernos, los dioses griegos son; con el paso de los siglos, sólo son cada vez menos. De hecho, siguen muy vivos hoy en día, en estado de supervivencia. El gran Pan ha tardado mucho tiempo en morirse, el proceso de secularización y desencantamiento del mundo continúa desde hace tres mil años, y los rituales sobreviven mucho tiempo a la extinción de los dioses. Con la tragedia, la nueva humanidad, que ya no conocerá la certeza, «trabaja públicamente en su infraestructura mental […]. La tragedia revive, regenera y desarrolla el fundamento ético de la política, de ese “crédito de sentido” que debe satisfacer la aspiración a comprender […], y proporciona el fundamento mental de lo político» (Christian Meier, De la tragédie grecque comme art politique). Si la asamblea organiza las condiciones de la palabra, es en el silencio de los espectadores donde la tragedia organiza las condiciones de la escucha, y por tanto de la sordera. La autonomía de la forma estética responde, de hecho, a la autonomía de la política. Ésta dota a la nueva humanidad civilizada de un aparato de percepción y problematización socializado, que sólo puede serlo si permanece tejido de ambigüedad, indecisión e ironía falsamente soberana; la cultura ofrece un sentido a a quienes los han perdido; con motivo de las Grandes Dionisias, Atenas puede incluso ofrecer a sus vasallos que han acudido a pagar su tributo el deslumbrante espectáculo de sus cuestionamientos abismales, artísticos y provocadores. Desde los antiguos griegos hasta los estadounidenses de hoy, Occidente se define con un gesto: el de apropiarse de lo que ya no se puede sentir. Occidere: matar, despedazar, aniquilar — tantas formas de apropiarse radicalmente de lo que vive fuera de nosotros. Hasta qué punto la avaricia del civilizado se debe al vacío que se ha creado en él es lo que aún no hemos comprendido.
La invención del dinero, de la política, de la tragedia, de la especulación filosófica, de un arte decididamente representativo, de la moral como ámbito especial de interrogación, forman una respuesta, la respuesta griega, a esta mutación antropológica, al punto de inflexión metafísico que Jaynes llama «el nacimiento de la consciencia». Es dentro de este punto de inflexión donde hay que situar al orfismo, como una vía menor, como una bifurcación desconocida, cuya propia existencia se redujo durante mucho tiempo a un rumor. No fue hasta el descubrimiento en 1962 del papiro griego más antiguo, el de Derveni, que había escapado del fuego en un enterramiento cerca de Salónica, y el creciente número de hallazgos arqueológicos de tiras de oro, jarrones o huesos grabados, cuando todo el mundo se puso de acuerdo sobre la evidencia de su existencia y su antigüedad. Como todo lo que es menor en una civilización, quienes se dedicaron al estudio del orfismo tuvieron que desprender la importancia de su objeto de estudio de la escasez de los vestigios dejados, de lo indirecto de los testimonios, de la incertidumbre en cuanto a la datación de los escritos, del escarnio de los grandes. Quien, como Carchia, mantiene un perfil bajo, aprecia más a sus amigos que a la publicidad, escribe para quienes están dispuestos a entender y no para convencer y existir, sabe que en cualquier momento es probable que las figuras mayores pongan en duda su propia existencia y el sentido de la misma — no sin haberla saqueado antes, por supuesto. La historia de los vencedores no ha dado cabida al orfismo, y por una buena razón: el orfismo es un nombre en clave para la destitución de toda una civilización en el momento mismo en que ésta se instituye. Ahora que la catástrofe que es esta civilización está atestiguada en todos los ámbitos, quizá sea el momento de volver a esta bifurcación olvidada.
El gesto occidental de apropiarse de lo que no se puede sentir, la tradición filosófica comenzó ya en Platón a aplicarlo a sus propios fundadores míticos. Todos los conceptos pregnantes de la filosofía antigua son nociones místicas secularizadas. Como Peter Kingsley se esfuerza en señalar después de tantos otros, se entiende que Pitágoras, Empédocles y Parménides nunca fueron «filósofos», sino magos, curanderos, chamanes, «maestros de la verdad». Abandonar sus cuerpos y moverse en espíritu en un sueño cataléptico, resucitar seres de entre los muertos, atravesar la propia muerte, saber «lo que es, lo que fue y lo que será», sin haber aprendido, gobernar los elementos, son algunos de sus notorios atributos. Mnemosyne no es el nombre de una facultad humana, de un conocimiento del pasado, sino del acceso a un plano de lo real situado fuera del espacio y del tiempo. Pero incluso entre ellos, la figura de Orfeo, que canta y no habla, para quien «Gesang ist Dasein» y cuyos cantos conmueven incluso a las piedras, es una excepción, y no sólo como figura mítica. A pesar de la proximidad doctrinal e histórica a menudo señalada entre orfismo y pitagorismo, una diferencia esencial los separa: y es que hay una política pitagórica. Pitágoras constituye hermandades y tiene un proyecto de reforma para la ciudad. Lo mismo ocurre con Empédocles, figura pública de Agrigento. Orfeo sigue otro camino, el camino «del fundador, tan nuevo en este siglo VI, el fundador no de una ciudad, sino de un género de vida […]. Pitágoras elige así lo “político”, un “género de vida” nuevo, trazado dentro del círculo de la ciudad y su ágora. Mientras que su contemporáneo Orfeo elige un género de vida al margen de lo político, e incluso uno que rechaza la ciudad y su sistema de valores. […] Del siglo VI al IV, los órficos son marginales, errantes y, sobre todo, “renunciantes”, es decir, eligieron renunciar al mundo, al mundo de quienes viven en la ciudad […]. Renunciar al derramamiento de la sangre de las víctimas animales no es sólo un rechazo a comer carne, lo que podría parecer “ser vegetariano” en el sentido que se nos ha hecho familiar de otras maneras, sino que es situarse voluntariamente fuera del mundo de la ciudad y al margen de los ciudadanos que, durante las fiestas y actos más “políticos”, participan en los sacrificios públicos, financiados por la ciudad, cuando la asamblea de los llamados “asuntos sagrados” fija el precio de las víctimas y el calendario sacrificial de las fiestas de la ciudad. La mitad de las “leyes” de Solón, cabe señalar, se presenta como un enorme calendario sacrificial» (Marcel Détienne, Les dieux d’Orphée). Rechazar participar en el asesinato fundacional de la vida en la ciudad, en su comedia de la inocencia y, por tanto, en la mentira de la vida social, sostener que la verdadera vida está en otra parte —Rimbaud escribe órficamente, en una carta de 1874 encontrada recientemente: «además, una vez resuelto el asunto, seré libre de andar místicamente, o vulgarmente, o eruditamente»—, no fundar en cualquier caso otra realidad social, otro colectivo humano desapegado de los vínculos que me unen al mundo, a mí mismo, a lo impalpable, a mis amigos, a mi Eurídice, desapegado, pues, de las singularidades, tal es la antipolítica órfica, o más bien la destitución órfica de la política. Es esta indiferencia por la moral social lo que hizo que el orfismo fuera tan popular, y tan indescifrable. En uno de sus últimos textos, Marshall Sahlins zanja la absurda idea de que las sociedades llamadas «primitivas» son modelos de democracia porque carecen de tendrían relaciones jerárquicas. Tal ilusión proviene del hecho de que los antropólogos tienden a observar el mundo social «primitivo» abstrayéndolo del conjunto de presencias metahumanas, de potencias naturales o mágicas, de deidades —en resumen, del cosmos densamente poblado— de las que es inseparable y que mantiene con los humanos, así como en su interior, relaciones no precisamente democráticas. «Si efectivamente no hay límites entre el cosmos y el socius, entonces no es exactamente lo que algunos llamarían una “simple sociedad”, y mucho menos una sociedad igualitaria» («The Original Political Society», en On Kings). El orfismo responde a lo que en Occidente consiste en no ver como un problema: «La catarsis órfica bien puede no buscar resolver una crisis ocasional, sino la crisis existencial; no pretender purificar de una locura episódica, sino purificar de la vida profana entendida como una larga locura […] curar al sujeto no de su estado de alienación, sino de una “normalidad” inaceptable» (Dario Sabbatucci, Essai sur le mysticisme grec). En esto radica también la relación central de Orfeo con la música: como entendía Schopenhauer, la música se refiere esencialmente a un plano que está más allá del mundo de la representación.
El órfico, al exiliarse de la ciudad, la exilia. Lleva consigo la ciudad habitable. Contra la polis, toma el partido de la chora, de la tierra adentro, de los lugares y de los mundos contra el mundo social, único y alucinado. El órfico, por otro lado, se hace él mismo lugar, haciendo uso del nuevo «espacio interior», que la conciencia reflexiva ha generado ahora en cada uno y, por tanto, entre los seres. Esto es el famoso «libre uso de lo propio» de Hölderlin, la «psique entre amigos, el pensamiento que se forma en el intercambio de palabras, por escrito o de viva voz», y fuera del cual estamos «para nosotros mismos sin pensamiento». «Psyche ist ausgedehnt» —«La psique es extensa»—, escribe Freud en una nota póstuma. Es la mirada de la ciudad la que hace del órfico un «puritano» obsesionado con la salvación de su alma, alguien que «renuncia al mundo», porque sólo la ciudad cree que no hay más mundo que el suyo propio — cuando, en realidad, es ella la que ha perdido el cosmos. El órfico es entonces más bien «aquel que cree en el mundo, ni siquiera en la existencia del mundo, sino en las posibilidades en movimiento, y en las intensidades para hacer surgir nuevos modos de existencia todavía, más cercanos a los animales y a las rocas» (Deleuze, ¿Qué es la filosofía?). Hay otro nomos que el de la ciudad, un nomos más original. Como recuerda Laroche en su famoso estudio de 1949 (Histoire de la racine -nem en grec ancien), nemô, nemomai, en la época de Homero, significa distribuir, compartir, pero sobre todo significa pastar y hacer pastar una tierra aún no apropiada. Significa tomar hábitos y, por tanto, habitar. El nomos original, el anterior a la ley y a la administración de la ciudad, no sólo designa un lugar de pastoreo con todo el material necesario para albergar a las bestias y a las personas, es sobre todo el modo de vivir que tiene una forma sin por esto fijarse en una explicitación que la abre a todas las manipulaciones, una forma que no sobrepasa la existencia de los vivos, tanto humanos como no humanos. Como nos recuerda Monica Ferrando en Il regno errante, este nomos designa inseparablemente el hecho de alimentarse, cantar y tener usos. Significativamente, a medida que la humanidad se urbaniza y coloca la polis entre ella y la naturaleza, nemô deja de significar habitar, oikeô lo sustituye; a partir de entonces, nemô sólo significa habitar para los pastores, los campesinos, los bárbaros, los errantes — los nómadas. En Heródoto, recuerda Laroche, «nemomai se dice de cualquier nación o tribu que ignora las poleis o astea, en particular los bárbaros, oikeô se reserva para las aglomeraciones urbanas, especialmente en Grecia. Por eso el grupo polin nemesthai significa “explotar, aprovechar”, habiendo desaparecido toda idea de distribución, compartición y pastoreo».14 Vemos de paso, una vez más, lo falaces que son todas las etimologías de Carl Schmitt. Si la ley de la ciudad hubiera sido habitable, si hubiera sido una verdadera morada, no habría sido necesario, a medida que avanzaba el proceso de explicitación de la forma de vida social en las leyes, añadir a nomos «e êthê» para hacer ver que esta ley todavía tenía alguna sustancia ética, que todavía tenía que ver con la vida.
En las placas óseas del siglo V a. C., encontradas en Olbia desde 1978, se lee, junto a la palabra «orphikói», «bios thanatos bios», y «eiréné polemos alêtheia pseudos» — «vida muerte vida» y «paz guerra verdad mentira». También en Olbia, se encuentran estas inscripciones del siglo III a. C. como un eco hipnótico: «bios bios apollôn apollôn êlios êlios kosmos kosmos phôs phôs». Sabemos por otras láminas órficas que a la psychê sedienta del difunto, al entrar en el Hades, se le ordena alejarse de la primera fuente que encuentre a la izquierda cerca de un ciprés blanco —la fuente de lêthê— y dirigirse a la fuente fresca de Mnemosyne. La vía órfica es notoriamente ascética, pero de un ascetismo que no es exactamente el de una estética de la existencia o de un cuidado de sí donde se trataría, según una metáfora completamente social, de gobernarse a sí mismos. Se puede calificar de «mística» a condición de que quede claro —el papiro de Derveni ofrece un ejemplo sorprendente— que no hay materialismo consecuente que no sea místico, y viceversa, y que una humanidad salvada sería quizá integralmente mística. En el movimiento de constitución de la ciudad, de la socialización de las existencias, la vía órfica se ofrecía como un contramovimiento. En el punto extremo de la socialización de la sociedad al que hemos llegado, quizá deberíamos meditar sobre esta posibilidad desatendida.
En El velo de Isis, Pierre Hadot llama «actitud órfica» a la que contrarresta la actitud prometeica de la civilización occidental. Ve en ella la alternativa que se ha vuelto urgente a una relación con la physis basada en la extorsión de los secretos de la naturaleza, en su explotación como fondo inerte. Órfico sería una relación atenta a la venida a la presencia de los fenómenos, una relación paciente, intuitiva, poética, con los diversos reinos —«el estudio de la naturaleza como ejercicio espiritual»—, una apertura al «éxtasis cósmico». Este tipo de alternativa dulce es la definición soft de la vía órfica — el orfismo socialdemócrata. La relación órfica con la Aletheia, con la llanura de la Aletheia, no es desgraciadamente compatible con el mundo social de la doxa. Por lo demás, es más estricto. «En la medida en que la Aletheia es sentida como un valor radicalmente aislado de los otros planos de lo real, en la medida en que se define como el Ser en su oposición al mundo turbulento y ambiguo de la Doxa, el “maestro de la verdad” de las sectas filosófico-religiosas se hace más consciente de la distancia que lo separa a él, el que sabe, el que ve y dice la Aletheia, de los otros, los hombres que no saben nada, los desgraciados zarandeados por el incesante flujo de las cosas» (Marcel Détienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica). Esto no es, ciertamente, muy democrático. Paradójicamente, no hay nada más órfico que la Metafísica de la tragedia de Lukács. El rumor de que el ascetismo está básicamente «en contra de la vida» es correcto. El ascetismo está, en efecto, en contra de la vida en la medida en que ésta «es una anarquía del claroscuro: nada en ella se cumple totalmente, y nada llega nunca a su fin. […] Todo fluye, todo se mezcla sin freno y forma una aleación impura; todo se destruye, todo se desmantela, nada florece en la verdadera vida. Vivir es poder vivir algo hasta el final» (El alma y las formas). La ciudad puede tolerar esa relación con la vida, pero no puede aceptarla. Quien se relaciona con el horizonte de su propia finitud deja de ser gobernable. Para quienes se aégan al sentido nada es ya negociable. La sugestión social no resiste a la plena presencia hacia sí mismo, hacia el mundo — hacia el mundo de la vigilia como al de los sueños y los difuntos. O para decirlo con Landauer: «El camino que debemos tomar para lograr la comunidad con el mundo no es hacia afuera, sino hacia adentro. Quien pudiera entender completamente una flor, entendería el mundo» (Por la separación a la comunidad).
Si la historia es una pesadilla de la que algunos intentan despertar, la civilización es una enfermedad de la que pocos, al parecer, pretenden curarse. Además, hay una fragilidad inherente al ser espiritual que lo destina al exterminio. Las formas de vida más sensibles son también las más delicadas. En todas partes, parece que las especies más toscas y monstruosas son también las más invasivas; esto es cierto hoy en día tanto en la naturaleza como entre los humanos. Esto significa que la cuestión central del presente es metapolítica, o «ética», o «antropológica». El retorno a la posibilidad órfica es lo más opuesto al «retorno natal» a los griegos. Ahora que el orbe fatal de la civilización se cierra, se trata más bien de la exploración de una posibilidad original, pero continuamente difamada. Una nueva constitución política no tiene ninguna posibilidad de remontar un desastre que es de naturaleza antropológica, y patológica en el fondo. En la medida en que sólo hay cura singular —«La enfermedad es realmente, y de caso en caso, la ocasión para que quien la soporta ponga a prueba su verdad» (Viktor Von Weizsàcker)— o, más bien en la medida en que no hay cura sin deseo singular de curarse, la vía ascética no es una fantasía aristocrática: es una necesidad general. O bien hay que abogar con cierto operaísmo para una aristocracia de masas. «La vía de la salvación es la del esfuerzo: es la vía de Meletea, de la larga askesis, del ejercicio de la memoria» (Marcel Détienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica). Si la filosofía sigue teniendo alguna relación con la curación, es porque vivir con concepciones excesivamente erróneas enferma fatalmente. La experiencia de los círculos órficos pertenece claramente a la tradición de los vencidos. Ha llegado hasta nosotros a través de quién sabe qué canales subterráneos, a través de su propia represión, de la que el archivo ha conservado la huella. Un siglo después, hay que admitir que Erich Unger no estaba demasiado equivocado cuando escribió, en Politik und Metaphysik, que «la subsistencia de arreglos humanos no catastróficos —una política cualquiera no catastrófica— sólo es posible sobre una base metafísica». Y desde entonces aún no hemos visto «surgir de los elementos y factores de la experiencia política presente y pasada un arreglo éticamente satisfactorio de la coexistencia humana». Es bien sabido que Unger sólo veía la salvación en la constitución de una «universitas metapolítica» que diera la señal, mediante la afirmación de una intensidad propiamente espiritual, de una secesión con esas colectividades metafóricas, inconsistentes, que son las sociedades y las naciones. Pensaba en una gran migración que terminaría de socavar las unidades políticas existentes, en una sustracción de las personas san(t)as con respecto al ethos democrático y ciudadano. En 1979, mientras se consuma la «crisis del hombre social» (Camatte) y se aplastaba en Italia una insurrección metafísicamente frustrada, Carchia sugiere la vía órfica como una posible salida al reino de la biopolítica consumada. Hay una «Vida fuera de la vida».2 Hay lo político sin polis. «Es ist hier wahrhaft, was es nie gegeben hat» (Gianni Carchia, Zur physiognomie von Carlo Michelstaedter) — «Aquí lo que es verdaderamente es lo que nunca ha sido».
París, 7 de diciembre de 2018
1 «Gobernados por tiranos, los atenienses no eran superiores en la guerra a ninguno de los pueblos que vivían a su alrededor; liberados, pasaron de muchos al primero» (Heródoto, Historias, V, 78).
2 Mårten Björk, Life Outside Life. The Politics of Immortality (1914-1945).