El 16 de abril de 2019 publicaron en lundimatin el siguiente texto redactado por un cura rural que estaba de paso en París. Conmocionado, promueve que la catedral de Notre-Dame de París se quede en sus condiciones actuales, es decir, arrancada de las manos de los depredadores con las llamas del incendio y devuelta por fin al pueblo y a su uso libre.
Hermanos y hermanas,
Ayer, Notre-Dame de París ardió. En su tiempo, Cristo nos dio el ejemplo sacando a los mercaderes del templo. Todos los verdaderos cristianos tienen hoy que expulsar a los mercaderes de templos del templo de su corazón. De no hacerlo sucumbirán a las maniobras obscenas de especuladores de todo tipo, políticos, evasores fiscales, santurrones, incultos en busca de raíces, o grupos contaminadores, ansiosos por llevarse los laureles. Hay que recordar estas palabras de verdad a las manos que sólo se vuelven generosas por la gloria que obtienen: «No se puede servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6:24).
Vaya contraste entre esta sombrío ajetreo y el espectáculo solemne que las calles de París ofrecían ayer: la antigua pasión por el fuego nos reunía, y el silencio del recogimiento sobrevolaba la ciudad, un silencio de llamas que me recordaba a aquel de los éxtasis pascalianos, un silencio que ningún ceremonial, ninguna colecta, ninguna exención de impuestos comprará nunca. Hemos vivido la grandeza de un momento de tiempo puro y nadie, por poco que participara en esta gran comunión, hasta el más indecente que tomaba selfies, podía salir de esto completamente indemne.
Sin embargo, hermanos y hermanas, yo les digo: es menos urgente reconstruir la catedral de piedra que salvar la catedral del corazón. Me sorprende constatar que los que se quitan de encima a sus prójimos como rufianes repitiéndoles hasta la saciedad que no tienen un céntimo que consagrarles, dejan correr un mar de oro cuando se trata de la imagen de una capital poblada por el egoísmo, la avaricia, las viviendas vacías, la cacería de pobres y de extranjeros, los entretenimientos frívolos. Me sorprende también este activismo desenfrenado en el que se han sumergido luego de la noticia, ahí donde el rey David habría cubierto durante semanas su cara con ceniza, ahí donde el emperador de China se habría obligado durante tres días a baños de agua lustral. ¿Acaso quienes nos gobiernan no se han preguntado qué puño les ha golpeado? ¿Hasta este punto están orgullosos de que incluso la catástrofe más inesperada no pueda asumir ante sus ojos la figura de un presagio?
La verdad, hermanos y hermanas, es que el Reino de los cielos está más cerca, hoy en día, de los habitantes desalojados de la ZAD de Notre-Dame-des-Landes que de los turistas que se amontonan alrededor del atrio de Notre-Dame-de-París por la gracia de Airbnb. Victor Hugo decía de esta catedral que se trataba de un arte magnífico producido por vándalos: las maravillas del mundo comenzaron por ser cabañas. ¿Acaso Cristo no nació en un establo?
Nuestro mundo padece un mal y un orgullo inextirpable, aquel del rechazo a no dejar que nada muera, a no dejar que nada cambie. La historia posee para nosotros el ritmo de la renovación. Pero los parches sucesivos sólo tienen como único sentido paralizar el movimiento verdadero, impedir cualquier renovación y cualquier conversión. Victor Hugo añadía que el academicismo había matado el arte olvidado de las catedrales. Pues bien, el peligro que nos acecha hoy no es ya el de los pedantes aficionados al latín o al griego. Es mucho más grave y más imperioso. Tiene a su servicio un ejército de técnicos de sonido y de camarógrafos, desata tempestades de flashes y las sirenas de los convoyes especiales, reúne a los poderosos, los ricos y los amos del espectáculo en una lúgubre conspiración. Me refiero a la pulsión tetánica por conservar que prende las almas, estupefactas por la evidencia deslumbrante de la catástrofe. En suma, da igual lo que pueda producirse, ¡el triunfo del siniestro Viollet-le-Duc, maestro de la arquitectura de poca monta, debe ser eterno!
Hermanos y hermanas, lo que encarna realmente para nosotros la catedral de París, que ayer por fin nos fue devuelta, es la posibilidad de pensar y habitar este mundo, una posibilidad de la que aquellos que nos gobiernan están completamente desprovistos. Ayer la catedral dejó de ser para nosotros esa vaga masa arquitectónica que se delinea a veces en la esquina de las calles, esa enésima antigualla museificada inscrita en el «patrimonio de la humanidad», que sólo se visita a través del teléfono. Si los corazones de todos los parisinos se estremecieron con el espectáculo del incendio, no es por contemplarar impotentes la desaparición de una joya del turismo francés, sino por nunca haber habitado ni vivido con la catedral que rozan todos los días. Cada corazón murmullaba: «¡Pero cómo! Ahora nos arrebatan este edificio majestuoso, esta casa abandonada de Dios, este legado de siglos librado a la más baja explotación por saqueadores vestidos de traje, antes incluso de que hubiera podido pertenecernos, antes incluso de que le hubiéramos prestado atención, ¡antes incluso de que hubiéramos podido hacer uso de ella!». Aquello de lo que habíamos sido privados, presa de las llamas, volvía a ser común, el objeto de una lamentación común y de una cólera común.
Mientras recorría las calles del distrito Huchette, las vastas aceras del puente Tournelle, me acerqué a escuchar en medio de la muchedumbre detenida por el resplandor de las llamas. Oí a una voz que exclamaba: «Es hermoso». Y otra: «Me encantaría que nunca la reconstruyeran». No estoy lejos de darles la razón. El corazón necesita a veces recuperar la dureza de un desierto. ¿Acaso este edificio no estaría más vivo que nunca viendo a la madera incendiada de su transepto servir como abono al brote de las madreselvas, a la Isla de San Luis vivir con un ritmo más bajo que el de los turistas, a los seres conglomerándose realmente en su atrio para hablar de su condición, mientras los corazones secos de los soldados de infantería de la Operación Centinela se alejaban un poco y que estos lugares, entonces, recuperaban tal vez algo de sagrado? Notre-Dame, por fin arrebatada de sus profanadores con el fuego, podría entonces regresar al pueblo, que haría uso de ella para abrigar a los pobres y a los exiliados, cuidar de los enfermos y de los desgraciados, servir a las sanas revueltas y los dignos furores, en suma, restablecer algo parecido a la justicia divina en este mundo.
Las ruinas de la catedral, devueltas al uso popular, nos recordarían que las cosas pasan y explicarían a los poderosos, por imponente o ridículo que sea su reino, que éste se acerca a su fin, que su mundo terminará en una conflagración sin gritos ni gemidos, en un desvanecimiento que hará felices los corazones a la manera de un hoguera.
Si la catedral nos conmueve, mis hermanos y hermanas, es también porque nos recuerda que el pensamiento, la vida y el trabajo no han sido siempre cosas distintas, que hubo un tiempo en que las ruinas que se producían no eran estacionamientos subterráneos, latas de aluminio milenarias y túneles metropolitanos. Como lo dijo Victor Hugo, tal vez la inteligencia humana abandonó un día la arquitectura en beneficio de la imprenta, matando a la primera. Pero para quienes pensaban ya ayer en sacar partido del desastre mientras el fuego todavía no había realizado su obra, el libro es desde hace mucho tiempo un espacio de vacuidad en el que cualquier inteligencia ha dejado de existir, cuando una vana Ambición sirve como Biblia. La catedral no exige un rescate patrimonial digno de un Sísifo, destinado a acabar desgarrado por la tartufería de sus mecenas, sino que da testimonio de la urgencia de volver a aprender a pensar y vivir por nuestros propios medios, para abandonar la cárcel de informaciones e imágenes que nos separa, y recuperar el poder expresivo de una producción colectiva, manual y duradera.